Sin pegó a Katra contra su cuerpo antes de que alcanzara a Damien Gatopoulos y lo apuñalara en el corazón.
—¡Para, Kat!
Damien puso los ojos como platos al tiempo que retrocedía de un salto, como si tuviera resortes. Sin embargo, recuperó la compostura al instante al darse cuenta de que Sin no iba a soltarla para dejar que lo matase.
—¡Es un daimon! —rugió ella.
Damien la miró con expresión indignada.
—Pues sí —reconoció Sin muy despacio, sujetándola con más fuerza—, y también es el gerente de mi casino.
La sorpresa hizo que se quedara pasmada y que lo mirara sin dar crédito. Estaba colorada y, aunque había aflojado la mano con la que sostenía el puñal, Sin decidió no soltarla por si se lanzaba de nuevo contra Damien y acababa arruinándoles la noche a todos.
—¿Cómo has dicho? —la escuchó preguntar.
—Que es el gerente de mi casino.
La furia la asaltó de nuevo, ya que empezó a debatirse otra vez. Aunque no debería ser así, el roce de su cuerpo lo puso a cien. Le costaba concentrarse en otra cosa que no fuera lo mucho que deseaba besar sus labios al ver esas mejillas encendidas por la furia.
—¿Tienes a un daimon trabajando para ti?
Cambió de postura para evitar que Katra siguiera restregándose con su entrepierna y soltó una carcajada antes de responder:
—La verdad es que tengo a un par, sí.
—No te preocupes —dijo Damien al tiempo que se enderezaba la chaqueta y se alisaba las solapas—. Solo como humanos que se lo tienen bien merecido.
Su aclaración no sirvió de mucho.
Kat torció el gesto con una expresión asqueada y volvió la cara de nuevo hacia Sin.
—Y pensar que empezabas a caerme bien… No puedo creer que dejes que un daimon trabaje para ti.
No esperaba que Kat lo entendiera, claro, pero en su caso no tenía el menor problema ni con Damien ni con el resto de los que trabajaban para él. Eran hombres y mujeres cuyas vidas quedaron arruinadas por la ira de un dios griego. En su opinión, eran almas gemelas. Apolo los había maldecido porque mataron a su amante y a su hijo. Aunque había sido una tragedia, Apolo nunca tendría que haber maldecido a todos los miembros de la raza apolita para que sufrieran una muerte muy lenta y dolorosa cuando cumplieran los veintisiete años. El dios también los desterró del día y los obligó a subsistir bebiendo la sangre de sus congéneres. Una crueldad nada digna de un dios que debería haber demostrado más compasión hacia la raza que había creado y que, en cambio, les había dado la espalda.
Además, lo que había dicho Damien era cierto. Ni él ni los demás que trabajaban en el casino se alimentaban de las almas de humanos decentes. Solo destruían las almas de gente que merecía morir. Y bien sabían los dioses que había bastantes humanos en ese mundo que merecían la muerte. Era justo que se convirtieran en las víctimas de un depredador noble y que, por una vez, el destino les deparase una sentencia justa.
—Sí —le dijo a Kat con una sonrisa—, pero es un tío muy legal. Desde que está al mando, nadie intenta hacer trampas. Si alguien lo hace, se lo come.
La vio hacer una mueca al escucharlo.
—¡Sois repugnantes! ¡Los dos!
Damien resopló, muy ofendido.
—Pues que sepas que me duele mucho que me juzgues por un único y desafortunado hecho. La verdad es que no soy un mal tío.
Kat no se lo tragaba.
—Te alimentas de las almas de la gente. ¿Cómo no vas a ser un mal tío?
—Si los conocieras, seguro que no querrías que esta gente se reencarnara, de verdad. El último a quien me ventilé era un maltratador. Su alma estaba estupenda, pero como ser humano era asqueroso.
Sin contuvo una carcajada, porque saltaba a la vista que a Kat no le había hecho gracia el comentario. Sin embargo, sabía que Damien estaba en lo cierto. Su gerente solo se alimentaba de aquellos que merecían morir, y mientras siguiera haciéndolo, él no tenía el menor problema.
Kat meneó la cabeza.
—Y si comes muchas almas como esa, te corromperán hasta que te conviertas en un ser igual. Todo el mundo lo sabe.
Damien volvió a resoplar.
—Solo si eres imbécil. Tengo doscientos años y todavía no me he convertido en nada. El truco está en canturrear para no escuchar la mierda que te sueltan en la cabeza. Se ponen muy gritones cuando están a punto de morir. Pero te zampas un alma nueva y listo. La anterior desaparece y así no hay peligro de convertirte en un ser malvado.
Intentó soltarse una vez más de las manos de Sin.
—Me das asco.
Damien no se lo tomó a mal.
—Como si tú no tuvieras costumbres asquerosas.
—Yo no me como a la gente.
—Y técnicamente yo tampoco. Solo me trago sus almas. Algo que te aconsejo que pruebes un día… Mmm, están para chuparse los dedos.
Kat soltó un chillido antes de abalanzarse sobre él.
Sin le rodeó la cintura con las manos y la levantó del suelo, una mala idea, porque ella respondió dándole una patada en las piernas.
—¿Por qué no bajas, Damien? Te llamaré cuando tenga un hueco.
—Claro, jefe.
Sin esperó a que la puerta se cerrase antes de soltar a Kat, que se giró hacia él echando humo por las orejas y chispas por los ojos.
—No vuelvas a impedir que me teletransporte.
—¿Por qué no? Tú lo hiciste conmigo.
Kat se tranquilizó un tanto al darse cuenta de que era verdad. Le había hecho lo mismo. Qué curioso que en su momento no le pareciera una intromisión en su intimidad. Con razón se había enfadado tanto con ella en Kalosis. Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que estuviera equivocado con respecto al daimon.
—¿Cómo puedes aceptar lo que ese hombre hace para seguir vivo?
—¿Yo? Te recuerdo que no fue precisamente mi tío quien se volvió loco y maldijo a toda una raza. De no ser por Apolo y su maldición, no existiría ningún daimon.
—Mataron a su hijo y a su amante —le recordó ella, como si eso justificara la furia irracional del dios.
—A su hijo y a su amante los mataron tres soldados —puntualizó Sin—. El resto de los apolitas era inocente. ¿Cuántos niños mató Apolo el día que desató su ira contra ellos? ¿Le importa? No, espera que me he acordado de una mejor… ¿Cuántos de esos apolitas a los que condenó a morir eran fruto de su carne, sus hijos y sus nietos? ¿Le importó algo que no tuvieran nada que ver con el asunto? En un arrebato de ira mató a muchísimos más descendientes suyos que los tres soldados, que solo acabaron con su amante y con su hijo. A muchísimos más.
Dio un respingo al caer en la cuenta de que Sin volvía a tener razón. Stryker, que servía a Apolimia, era hijo de Apolo. En un principio Stryker tenía diez hijos, que también fueron víctimas de la maldición. De esos diez hijos, todos se habían convertido en daimons y habían acabado muertos.
Todos.
—Dime una cosa, Kat —siguió Sin con voz tensa—. Si fueras a morir a los veintisiete y alguien te mostrara el modo de vivir un día más, ¿de verdad elegirías preservar la vida de un desconocido antes que la tuya?
—Claro que sí.
—Pues eres mucho mejor persona que yo. O tal vez nunca hayas tenido que luchar para sobrevivir, de modo que no sabes lo que es mirar a la muerte a la cara y que esta te devuelva la mirada.
Sus palabras no la hicieron cambiar de opinión.
—Eres inmortal. ¿Qué sabes tú de la muerte?
Una expresión gélida se apoderó del rostro de Sin al tiempo que el dolor afloraba a sus ojos ambarinos.
—Los inmortales pueden morir, como de hecho lo hacen. Algunos más de una vez.
Había algo en sus palabras… algo que debía averiguar.
—¿Y tú le has quitado la vida a un inocente para sobrevivir un día más?
Los ojos de Sin la miraron fríos e inescrutables.
—He hecho muchas cosas en esta vida que no quería hacer. No estoy orgulloso de ellas, pero sigo aquí. Y tengo la intención de seguir aquí muchísimo tiempo. Así que no te atrevas a juzgar a la gente cuando no has estado en su pellejo.
Extendió el brazo para tocarlo a pesar de saber que no debería hacerlo. En cuanto lo hizo, sintió la crudeza de su dolor. Aunque lo peor fue verlo con su hija, gritando su nombre mientras ella moría a manos de los demonios. Sin tenía el pelo pegado a la piel por culpa del sudor. La sangre manaba por su cuerpo y por su rostro de expresión furibunda como si fueran ríos de color púrpura. Lo vio acunar a Ishtar contra él y sintió un dolor tan profundo que le arrancó un jadeo.
A continuación, experimentó un dolor agudo, como si algo le atravesara el corazón.
Bajó la vista y se quedó sin aliento al ver lo que parecía su propia sangre, casi esperando ver una herida. Sin embargo, no vio su cuerpo. Era el de Sin. Tenía una espada clavada en el pecho y quemaba como los fuegos del infierno. A cada latido de su corazón el dolor se extendía por todo su cuerpo, hasta que sintió deseos de gritar.
Y ese ni siquiera era el único recuerdo doloroso que Sin ocultaba. Se vio en una galería muy larga, soleada y bien aireada, con unas vaporosas cortinas blancas que se agitaban por la brisa. El sol entraba a raudales mientras Sin se dirigía a la parte posterior de su templo en Ur. La alegría inundaba su corazón hasta que los sonidos de una pareja en pleno frenesí sexual acabaron con ella. La alegría se convirtió en un furioso deseo de venganza al entrar en su dormitorio. Se acercó a la cama situada en una esquina de la estancia y apartó la cortina roja.
Lo que vio la sobresaltó tanto que soltó el brazo de Sin y retrocedió con un jadeo.
No podía respirar. No podía ver ni oír nada salvo la insoportable agonía que la consumía. Dolía… dolía… las imágenes se repetían en su cabeza una y otra vez. Los recuerdos de Sin. Vio a su esposa en los brazos de otro hombre. Vio a su hijo, Utu, y a su hija, Ishtar, mientras morían luchando contra los demonios que su propio padre había creado.
La agonía era insoportable…
¿Cómo soportaba Sin todo lo que le había sucedido? ¿Cómo? Se habían reído de él y lo habían humillado.
Después, habían muerto y lo habían dejado completamente solo…
Kat quería tranquilizarse, pero le resultaba imposible encontrar consuelo. Las imágenes se repetían de forma implacable, abrumándola. La culpa. La traición.
—Ayúdame —susurró con el corazón desbocado.
Sin estaba junto a Kat, observándola. La parte sádica de su ser disfrutaba al verla sufrir. Era lo que se merecía por haber husmeado en sus emociones y en sus recuerdos.
Sin embargo, no era el cabrón que le gustaría ser, de modo que el regocijo apenas le duró una milésima de segundo antes de estrecharla entre sus brazos. Kat empezó a sollozar contra él.
—Tranquila —susurró mientras la acunaba—. Olvídate de esos recuerdos. No son tuyos. —Cerró los ojos y la acunó contra su pecho al tiempo que utilizaba sus poderes para calmar el dolor que ella le había arrebatado.
Kat siguió temblando sin control mientras las imágenes desaparecían. Sintió el consuelo de los brazos de Sin, que luchaba contra las emociones residuales que aún la abrumaban.
Sin albergaba mucho dolor en su interior. Había sufrido muchas traiciones. ¿Cómo lo soportaba?
Aunque ya conocía la respuesta. Todo eso era lo que lo impulsaba a combatir a los gallu. Encauzaba toda su furia y su dolor hacia ese objetivo.
Sin embargo, al mismo tiempo lo aislaba de todo el mundo. Incluso de Kish y de Damien. Y por fin entendió lo que le había dicho antes.
—Hay más de una forma de morir —murmuró.
—Sí. —La voz de Sin era apenas un susurro, y ese monosílabo destiló más emoción que un poema de amor—. Los cobardes no son los únicos que mueren un millar de veces. En ocasiones también les pasa a los héroes.
Era cierto. Lo había visto con sus propios ojos, y por fin entendía muchas cosas sobre él.
Echó la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara. Estaba guapísimo a la tenue luz de la estancia. Sus facciones eran perfectas. De todas formas, seguía viéndolo cubierto de sangre, con expresión angustiada…
Y quería consolarlo más que nada en el mundo.
Sin se quedó sin aliento al ver la compasión en los ojos de Kat. La lástima. Había pasado mucho tiempo desde que alguien lo miró así por última vez. El odio, la furia, el desdén… Podía soportarlos. Pero esa mirada bastó para debilitarlo.
Porque llegó a lo más hondo de una parte de su ser cuya existencia desconocía. Y lo ablandó. Nunca se había sentido tan desnudo ante nadie. Kat había visto su pasado y no se había reído de él. Era una novedad aterradora.
Cuando ella le tocó los labios con los dedos, el deseo lo abrasó. Había pasado mucho tiempo desde que una mujer…
No, nunca se había sentido así con una mujer. Ni siquiera su esposa lo había atraído tanto como Kat. Tenía algo que resultaba contagioso, incitante. Su sentido del humor, su valor. Toda ella.
Y quería saborearla con tantas ganas que solo podía pensar en desnudarla y hacerle el amor hasta el fin de los tiempos.
O al menos hasta que las Dimme se los comieran…
Kat vio las emociones que cruzaban el rostro de Sin. Un deseo ardiente y descarado brillaba en esos ojos y no le hizo falta utilizar sus poderes para saber lo que estaba sintiendo.
Contuvo el aliento a la espera de que la besara.
Sin la abrazó con más fuerza un segundo antes de apoderarse de su boca. Ella le colocó la mano en la mejilla y sintió cómo se movían los músculos de su cara mientras sus lenguas se encontraban. Sabía a hombre y a vino. A consuelo y calidez. Desconocía el motivo, pero experimentó una extraña sensación de paz con él. El deseo se apoderó de ella.
Sin gruñó al sentir que la lengua de Kat le devolvía las caricias. En parte esperaba que Apolimia los separase con una descarga, pero a medida que pasaban los segundos y gracias a las cálidas caricias de Kat, se relajó. No había nadie allí que los separase. Nadie que se interpusiera entre ellos.
Eso lo alegró muchísimo más de lo que debiera.
¡Por los dioses, qué dulce era! Y qué suave. El cálido aroma de su piel se le subió a la cabeza. Casi había olvidado lo bien que se sentía al abrazar a una mujer que sabía quién era y lo que era. Claro que ella acababa de ver una parte de sí mismo que nadie había visto jamás. Era una parte que ni siquiera él quería recordar.
Le cogió la cara entre las manos con los sentidos saturados. Deseaba sentirla desnuda contra él. Que esos dedos largos y elegantes lo acariciaran. Que sus largas piernas lo rodearan por la cintura mientras se hundía en el interior de su cuerpo.
Sin embargo, Kat se apartó para mirarlo a los ojos. Tenía las pestañas humedecidas por las lágrimas.
—Siento mucho todo lo que has sufrido.
—No lo sientas. Tú no hiciste nada.
Kat tragó saliva al escuchar ese tono de voz tan inexpresivo. No, no lo había hecho, pero toda su familia había sido partícipe.
El hombre al que había visto en la cama con la esposa de Sin era su abuelo Arcón. Se preguntó si Apolimia sabría que su marido no le fue fiel. En caso de saberlo, eso explicaría el odio que les profesaba a los sumerios.
La política divina siempre fue complicada. Y solía ser dolorosa, aunque nunca tanto como en ese caso.
Inclinó la cabeza, cogió una de las manos de Sin y observó las quemaduras y las cicatrices de sus peleas. Tenía la piel muy oscura comparada con la suya. En sus manos había fuerza. Sin embargo, era la soledad que padecía lo que más le dolía.
«Las adversidades nos hacen más fuertes.» Eso es lo que le dijo el dios ctónico, Savitar, cuando le preguntó por qué algunas personas tenían que sufrir tanto. «El acero más resistente se forja en los fuegos del infierno. Se golpea una y otra vez antes de volver a hundirlo en la fragua. El fuego le da su poder y su flexibilidad, y los golpes le dan fuerza. El fuego y los golpes hacen que el metal sea dúctil y capaz de soportar todas las batallas que tendrá que librar.»
De niña le había parecido muy cruel. Y todavía seguía pareciéndoselo en ocasiones.
No obstante, Sin lo había soportado sin rechistar.
Se llevó la mano a los labios y besó las peores quemaduras que tenía en el dorso de la muñeca izquierda.
Sin se estremeció por esa muestra de ternura. A decir verdad, no sabía qué hacer con ella. Era capaz de lidiar con los insultos y los ataques.
La ternura…
Lo aterraba.
—Creía que me odiabas.
Kat soltó una carcajada que él sintió sobre la piel.
—Y lo hago. —Lo miró a los ojos con una sinceridad que lo desarmó—. Sabes que no deberías permitir que los daimons trabajen para ti.
—Los pocos daimons que tengo a mi cargo no han destruido ni la mitad de vidas que tu madre y tu tío, pero aun así tú los sigues queriendo.
En eso tenía razón.
—Solo cuando tengo un buen día. —Carraspeó y se apartó de él—. Ibas a enseñarme a luchar contra los gallu.
Nada más pronunciar esas palabras, vio la imagen de la hija de Sin en su cabeza. Los demonios habían despedazado a Ishtar. Literalmente. Y a juzgar por la cara que él había puesto, supo que estaba recordando lo mismo.
—No te preocupes —le aseguró—. Puedo con ellos. Soy hija de dos dioses.
Sin resopló por sus palabras.
—Lo mismo que Ishtar.
Sí, pero Ishtar no era como ella ni tenía los mismos padres.
—Mi padre es el heraldo de la muerte y la destrucción. Mi abuela es la Gran Destructora. Mi madre es la diosa de la caza. Creo que no me pasará nada.
—Ya —dijo él entre dientes antes de retroceder—. Por tus venas corre el terror y la crueldad a raudales.
Le guiñó un ojo.
—Recuérdalo por si alguna vez se te ocurre interponerte entre una tableta de chocolate y yo.
—Intentaré tenerlo en mente.
Sin no parecía muy convencido. No la creía una luchadora, pero ya se enteraría. Le demostraría de qué pasta estaba hecha.
—Bueno, ¿cuántos daimons tienes trabajando en el casino? —le preguntó ella.
Sin se encogió de hombros.
—No estoy seguro. No me acerco demasiado a ellos para cerciorarme. Damien los controla. Si se alimentan de los turistas equivocados, los mata.
—¿Y eso te da igual?
—Confío en Damien más que en ninguna otra persona.
Eso no tenía ningún sentido. Claro que su abuela controlaba todo un ejército de daimons y no protestaba por las vidas y las almas que robaban para seguir con vida. Por supuesto, su líder, Stryker, estaba conspirando para acabar con ella, pero esa era otra cuestión.
Tardó un minuto en darse cuenta de por qué la tolerancia de Sin le molestaba tanto. Porque estaban en el mismo plano que los humanos. Stryker y su ejército tenían que acudir a ese plano para alimentarse, cosa que nunca había presenciado. Por extraño que pareciera, consideraba que era peor el hecho de darles cobijo a los daimons en el mundo humano.
—Creía que no te fiabas de nadie —le dijo.
—No he dicho que me fíe de Damien hasta el punto de confiarle mi vida. Solo le confío mi dinero.
—¿Eso quiere decir que confías en mí para que te cubra las espaldas?
—No del todo. Vas a quedarte a mi lado para que pueda tenerte controlada. No creas que me he olvidado ni por un instante de que tienes la cara y la voz de la mujer a quien deseo matar con todas mis ganas.
Que lo olvidara sería demasiado pedir. Claro que si alguien le hubiera arrebatado su divinidad, ella también estaría un pelín molesta.
—Muy bien. En fin, ¿qué plan tienes? Además de evitar a Deimos y a mi madre.
—Tenemos que encontrar el Hayar Bedr.
Frunció el ceño al escuchar el nombre, desconocido para ella.
—¿Qué es eso?
—La Luna Abandonada.
—Vale, ¿y es animal, vegetal o mineral?
—Animal. Definitivamente animal.
¿Por qué le sorprendía? Porque era muy normal referirse a un animal como la «Luna Abandonada». Claro, claro…
—¿En serio? ¿Qué clase de animal recibiría el nombre de «Luna Abandonada»?
—Mi hermano gemelo.
La revelación la dejó de piedra. No había visto ese detalle en sus recuerdos.
—¿Hay dos como tú?
El semblante de Sin se crispó.
—Por decirlo de alguna manera. Al principio, nacimos tres de una madre humana. Era una campesina que llamó la atención de mi padre y a la que dejó embarazada. Todavía éramos pequeños cuando una profecía vaticinó que provocaríamos la destrucción del panteón sumerio. Mi padre logró matar al primogénito en un arrebato de furia, de modo que escondí a Zakar en el plano onírico y me enfrenté a mi padre por mi derecho a vivir. Le dije que ya me había ocupado de mi hermano y que le había arrebatado sus poderes.
—Pero no lo hiciste.
—No, pero la idea de que poseía el poder necesario para matar a mi hermano asustó tanto a mi padre que recapacitó. Aunque seguía deseando mi muerte, llegó a la conclusión de que la profecía no tenía valor alguno ya que los culpables de la destrucción debían ser tres y solo quedaba uno. De modo que ocupé el lugar que me correspondía en su panteón y Zakar permaneció casi todo el tiempo oculto. Los humanos lo conocían, pero cada vez que alguien lo mencionaba, le decía a mi padre que era yo a quien veían en sueños, bajo el nombre de mi hermano.
—¿Y te creyó?
—Es mejor no mosquear a un dios de la fertilidad si quieres que se te siga levantando —respondió él con una sonrisa ufana.
Cierto. Los dioses de la fertilidad eran capaces de arruinar las noches de muchos hombres con sus maldiciones.
Y sus egos para toda la eternidad.
—Bueno, ¿y dónde está tu hermano ahora? —quiso saber.
Sin suspiró con cansancio al tiempo que la soltaba para acercarse al mueble bar, donde se sirvió un whisky.
—No tengo ni idea. La última vez que lo vi fue después de que Artemisa me arrebatara los poderes y me diera por muerto. Zakar me ayudó a liberarme de la red, pero no se quedó mucho tiempo. Me dijo que tenía algo de lo que ocuparse antes de desaparecer.
—¿Y no sabes adónde fue?
Sin apuró el whisky de un trago y se sirvió otro. Doble.
—Ni idea. He intentado invocarlo. Llamarlo. Todo lo que se te ocurra. Nada. Ni una postal ni un susurro en miles de años. Una parte de mí se pregunta si no estará muerto.
—De estarlo, ¿cómo nos afecta?
—Básicamente querría decir que lo llevamos crudo. —Apuró la copa—. Su sangre fue lo que sirvió para atrapar a los gallu la última vez. Lo que significa que necesitamos su sangre para volver a encerrarlos.
—Si sois gemelos, ¿por qué no sirve tu sangre?
Le sirvió una copa, pero Kat la rechazó con un gesto de la cabeza.
Antes de responder a su pregunta Sin soltó el vaso que le había ofrecido.
—Yo no puedo moverme por el plano onírico. Zakar sí. Una vez luchó en sueños contra Asag, el demonio del que se crearon los gallu. Durante el combate, mi hermano absorbió algunos de los poderes del demonio. Por eso puede enfrentarse a ellos solo mientras que yo no puedo hacerlo. Los comprende, y también conoce sus debilidades. Gracias a mi hermano pude controlar a los demonios y enfrentarme a ellos.
—¿Y por qué Ishtar murió a manos de los gallu?
En esa ocasión ni se molestó en llenar un vaso. Bebió directamente de la botella antes de responder la pregunta.
—En cuanto perdí mis poderes y Zakar desapareció, se quedó sola para luchar contra ellos. La escuché pidiendo ayuda una noche y corrí a su lado, aunque sabía que no podría luchar con los demonios. —Tragó saliva al tiempo que el dolor se reflejaba en sus ojos—. Ya era demasiado tarde. No tienes ni idea de lo que se siente al acunar a tu hija en los brazos mientras la ves morir con la certeza de que podrías haberla salvado si conservaras tus poderes. —Sus ojos la atravesaron—. Podría perdonarle a Artemisa lo que me hizo. Es la muerte de mi hija lo que no podré perdonarle jamás. Si alguna vez se me presenta la oportunidad de matar a esa zorra, la aprovecharé, en serio. Y a la mierda con las consecuencias.
Sus apasionadas palabras le provocaron a Kat un escalofrío. Aunque no podía culparlo. Había visto el dolor de la muerte de Ishtar a través de sus ojos y también había sentido su horror y su furia.
Ningún padre se merecía ese recuerdo.
Dio un paso hacia él a pesar del nudo que tenía en la garganta.
—Sin…
—No me toques. No necesito que nadie me consuele, mucho menos la hija de la mujer que me lo quitó todo.
Asintió con la cabeza. Comprendía muy bien sus sentimientos, unos sentimientos que la conmovían.
—¿Qué pasó con los poderes de Ishtar cuando murió?
Sin apuró la botella con un último trago.
—Antes de morir me transfirió los poderes suficientes como para evitar que el universo se fuera al traste… razón por la que puedo luchar contra los gallu y vencerlos. Después de su muerte, los demás demonios se liberaron, lo que provocó una tremenda erupción volcánica. Y luego llegó Afrodita a nuestro panteón como la diosa del amor y la belleza para reemplazarla y en poquísimo tiempo los sumerios fuimos historia. Literalmente.
Tragó saliva al recordar los comentarios que había escuchado al respecto entre los dioses griegos. Afrodita había utilizado los celos como arma para que los sumerios se volvieran los unos contra los otros hasta que no confiaron en nadie. Su tía había sido una manipuladora insidiosa. Todavía le resultaba sorprendente que la gente que se conocía de toda la vida estuviera dispuesta a creerse las mentiras de una desconocida.
Que estuvieran dispuestos a sucumbir a los celos hasta el punto de hacer cualquier cosa para ver cómo su inocente enemigo caía en desgracia.
Al final todos habían pagado un altísimo precio.
Sin embargo, todo eso era historia y de nada les servía para solucionar su problema actual. Lo que necesitaban era a alguien que pudiera…
Empezó a darle vueltas a algo que Sin había dicho.
—Una pregunta. ¿Por qué no puedes hacer lo que hizo Zakar? Si sois gemelos, ¿por qué no puedes luchar contra Asag en sueños y conseguir los mismos poderes del demonio?
Lo vio limpiarse la boca con el dorso de la mano.
—Si tuviera mis poderes y no la mitad de los de Ishtar, podría hacer muchísimas cosas… como matar a tu madre.
Se lo había puesto a huevo. Decidió pasar de su rencor e intentó otra vía.
—¿Qué me dices de los Óneiroi? —Eran los dioses oníricos del panteón griego—. Podríamos conseguir que uno de ellos buscara a Asag y se enfrentara a él, ¿no?
—Podríamos probar. Claro que no tengo ni idea de cómo va a afectarles el veneno de Asag, porque son de panteones distintos. Sería muy interesante. O funciona o se convierten en otra clase de demonios a quienes tendremos que matar. ¿A quién quieres usar de cobaya?
Kat frunció el ceño al escuchar su sarcasmo. Aunque tenía razón. No había forma de saber los efectos negativos que ese veneno podía tener en sus primos.
—Supongo que Zakar es nuestra mejor opción.
—A menos que convenzas a tu madre para que me devuelva los poderes, sí.
Lo miró con los ojos entrecerrados.
—Bueno, eso va a ser difícil porque ni siquiera soy capaz de convencerla para que te perdone la vida, ¿no te parece? No has hecho mucho para engatusarla, la verdad.
—Perdona mis malos modales. ¿Quieres que llame a tu mami del alma y la invite a tomar el té? Te prometo que seré encantador mientras la estrangulo lentamente.
—¡Joder! —exclamó Kish con una carcajada al entrar en la habitación por la puerta de la derecha—. ¿Qué es esto? ¿Un concurso para ver quién está más cabreado y quién puede ser más sarcástico? ¿Hago palomitas? A la mierda con Factor X, tío. Esto es muchísimo más entretenido.
Sin le lanzó una mirada asesina a su ayudante.
—¿Por qué vienes a molestarme, Kish?
—Bueno, es que me han entrado unas repentinas ganas de morir. Sentí la imperiosa necesidad de subir para que me volvieras a congelar. Me gusta ser una estatua… siempre y cuando no me dejes en un parque perdido para que las palomas se me caguen encima.
Kat tuvo que contener una carcajada. Aunque si las miradas matasen, Kish estaría ensartado como una sardina.
—Valeeeeee —dijo Kish, alargando la palabra—, la cosa es que hay un hombre abajo que quiere hablar contigo. Dice que es urgente.
—Estoy liado.
—Se lo he dicho.
—¿Y por qué me molestas?
Kish extendió un puño cerrado.
—Quería que te diera esto.
A Sin le costó no poner los ojos en blanco.
—No acepto sobornos. —Pero la exasperación desapareció en cuanto Kish dejó caer un pequeño medallón en su mano. Era una antigua moneda babilónica—. ¿Te ha dicho su nombre por casualidad?
—Kessar.
Kat frunció el ceño, porque nunca había escuchado ese nombre.
—¿Kessar? —repitió.
Sin no dijo nada mientras el miedo y la ira le provocaban un nudo en el estómago.
—Digamos que es Stryker en versión gallu —le explicó a Kat.
Sin pronunciar otra palabra, cogió un bastón de la pared y se encaminó hacia el ascensor que lo llevaría al casino.