Sin soltó un taco cuando cayó de costado al suelo en mitad de lo que parecía un festín caronte. Habría al menos cien demonios mirándolo mientras yacía frente a ellos en el suelo adoquinado. Lo único que se escuchaba era algún que otro aleteo.
La estancia tenía un regusto medieval con sus arcos de medio punto y sus travesaños vistos de madera. Los muros de piedra sumían la estancia en un tétrico silencio que no parecía desconcertar a los semidesnudos carontes, más interesados en comer cerdos asados, vacas y otras cosas que ni siquiera era capaz de identificar.
—¿Es para comer? —preguntó uno de los machos más pequeños a un congénere de más edad.
Antes de que Sin pudiera incorporarse o responder, Apolimia apareció en el otro extremo de la mesa del banquete, junto al caronte al que le habían hecho la pregunta.
La diosa lo miró mientras el color plateado de sus iris se agitaba sin cesar.
—Despedazad a este despreciable sumerio.
—¿Sumerio? —repitió con voz amenazante el macho adulto.
Sin soltó un taco. Sí… para el grupo que tenía delante su condición de sumerio era tan ofensiva como una actuación de Ozzy Osbourne y Marilyn Mason en el encuentro anual de la Iglesia baptista. Era como si llevara tatuado en la frente: «Carne fresca». Se levantó a la espera de la muerte que estaba a punto de llamar a su puerta.
—A ver, ¿no podemos hacer un esfuerzo para llevarnos bien?
—Ekeira danyaha —masculló una hembra, cosa que traducida sería algo así como «Que te den».
De repente, uno de los machos se abalanzó sobre él por la espalda. Sin lo atrapó antes de que lo tocara y lo arrojó al suelo. Sin embargo y antes de que pudiera golpearlo, otro caronte le mordió en un hombro. Siseando por el dolor, se zafó de él con un cabezazo. El demonio cayó hacia atrás, desgarrándole el hombro en el proceso. En ese momento le tocó el turno a una hembra. Sin la atrapó y la lanzó sobre otros dos machos que se preparaban para el ataque.
—¿Dónde está el bote de Raid cuando hace falta? —masculló al tiempo que otro demonio lo agarraba por detrás.
Se dejó caer contra él con todo su peso, cosa que lo ayudó bien poco porque el demonio era muy fuerte. Cambió de estrategia y le asestó un par de patadas en las rodillas. El caronte gritó de dolor antes de soltarlo. En décimas de segundo, Sin se giró y le dio un puñetazo en las costillas.
—¡Ya vale!
Los demonios se detuvieron al escuchar la orden y Sin se tambaleó hacia atrás. Katra estaba a su derecha, observando horrorizada lo que había sucedido.
—No interfieras en esto —le advirtió Apolimia con voz furiosa.
Kat meneó la cabeza.
—No permitiré que muera. No así y no sin una explicación.
—¿Una explicación? —Apolimia apartó al macho que tenía delante para acercarse a su nieta—. Le pedí a su panteón que me ayudaran a ocultar a tu padre para que mi familia no lo matara. ¿Sabes lo que hicieron?
—Reírse a carcajadas —contestó Sin, que recordaba la historia con claridad.
Apolimia se volvió hacia él, resoplando indignada por la nariz. Le sorprendió que la diosa atlante no utilizara sus poderes para estamparlo contra la pared. Saltaba a la vista que no tenía en mente una muerte rápida, sino una muy lenta y dolorosa.
—Mi hijo sufrió como nadie debería sufrir y quiero devolvértelo… multiplicado por diez.
Lo entendía. ¡Joder, si hasta respetaba su afán vengativo! Sin embargo, eso no cambiaba el hecho de que él era inocente de todo lo sucedido.
—Yo no te di la espalda, Apolimia. Ni siquiera estaba allí aquel día. Te lo juro. De haberlo sabido, te habría ayudado. Pero cuando me enteré, ya era demasiado tarde.
—¡Mentiroso!
—No te estoy mintiendo —le aseguró justo cuando uno de los demonios se acercaba a él.
Tragó saliva al recordar su amarga infancia. Sus hermanos y él eran trillizos. No había pasado ni una hora desde su nacimiento cuando se vaticinó que ocasionarían la destrucción del panteón.
Lo triste era que la profecía se cumplió. Sin embargo, las cosas no sucedieron exactamente como su padre temía. Los causantes del fin fueron los celos y el odio de su propia familia. Por su culpa se convirtió en el punto débil que Artemisa y los dioses griegos utilizaron para dividir con sus mentiras a la familia hasta destruirla.
El panteón sumerio cayó después de que él perdiera su divinidad y después de que el único hermano que le quedaba tuviera que ocultarse.
El dolor por los recuerdos lo hizo hablar con voz ronca.
—Mi padre mató a mi hermano por culpa de una profecía y estuvo a punto de matarme también a mí. Nunca habría permitido que otro niño sufriera por una idiotez semejante. Yo no soy así.
Kat frunció el ceño al escucharlo, consciente del sufrimiento que se reflejaba en el rostro de su abuela y de la nota emocionada en la voz de Sin. Había hablado muy en serio.
—¿Y cómo sé que no estás mintiéndome? —exigió saber Apolimia.
—Porque yo también he perdido a mis hijos y conozco el sufrimiento que se lleva en el corazón y que ni siquiera el alcohol puede aliviar. Sé lo que se siente cuando se tienen poderes divinos y no se puede abrazar a quien más quieres. Si me crees capaz de hacerle eso a otra persona, incluso a Artemisa (a la que me encantaría torturar toda la eternidad), échame a tu ejército encima. Merezco la muerte que decidan darme.
Kat tragó saliva al ver la agonía de su mirada mientras hablaba de sus hijos y de su pérdida. Ese era un hombre que había sufrido una inmensa tragedia. La simple idea le llenó los ojos de lágrimas y la conmovió. Nadie debería padecer semejante dolor.
Apolimia estaba rígida como una estatua. Tenía una mirada atormentada y estaba muy pálida.
Bastó una simple mirada amenazadora por parte de Sin para detener al demonio que se estaba acercando a él.
—Apolimia —siguió—, Aquerón es uno de mis pocos amigos. Por nada del mundo me quedaría de brazos cruzados viendo sufrir a un hombre tan decente.
Apolimia siguió en silencio, pero al final se movió. Bajó del estrado con regia elegancia y se acercó a él. Sin decir una palabra, extendió un brazo y le pasó la mano por el brazo herido y por el hombro, que se curaron al instante.
Cuando habló, su voz apenas fue un susurro, aunque poseía la suficiente fuerza como para que todos la escucharan.
—Mi hijo tiene pocos amigos, aunque solo unos cuantos lo conocen por lo que es. Mientras lo protejas, seguirás viviendo. Ya seas sumerio o no. Pero si descubro que me has mentido, caeré sobre ti con tal ira que pasarás el resto de la eternidad intentando arrancarte el cerebro para aliviar el dolor.
Sin apartó la vista de la diosa para mirar a Katra.
—Ahora sé de quién has heredado tu imaginación.
Kat contuvo la sonrisa. Su padre y Sin eran los únicos capaces de recurrir al humor en una situación semejante.
Apolimia pasó por alto el comentario.
—Katra —la llamó sin mirarla—, es tu invitado en mi reino. Sácalo de aquí y asegúrate de que no se tropiece con alguien que quiera matarlo.
—Pero ¿no íbamos a comérnoslo? —se quejó el pequeño caronte.
Apolimia miró al «niño» con ternura.
—Otro día, Parriton.
El caronte hizo un mohín mientras Kat se acercaba a Sin.
—¿No puedo darle un bocadito, akra?
Su avidez le arrancó una carcajada a Kat.
—Otro día, Parriton, te lo prometo.
El caronte soltó un exagerado suspiro y siguió comiéndose su filete.
Kat se detuvo frente a Sin y le tendió la mano para teletransportarlo a su casa. Aunque temió que la rechazara, no tardó en sentir el contacto de esa mano fuerte y grande en torno a la suya. Había en él un poder innato e indescriptible. Una especie de paz interior.
Al menos hasta que aparecieron en su salón.
Sin le soltó la mano y la miró con sorna.
—¡Vaya! —dijo con ironía—. Qué divertido. ¿Hay algún otro sitio que quieras enseñarme mientras estamos aquí? ¿Algún otro rincón del infierno más siniestro que ese salón infestado de demonios hambrientos?
Kat sonrió.
—Podemos ir al salón de los daimons. Estoy segura de que a Stryker le encantará clavarte los colmillos.
Sin resopló al escuchar su amenaza.
—Stryker es una nenaza. Se meará en los pantalones a los tres segundos de verme.
Su arrogancia le resultó graciosísima.
—Sí, claro. Me han dicho que la última vez que os visteis te dio para el pelo. —No era cierto, pero le apetecía pincharlo un poco.
—Y una mierda.
—Lo que yo te diga —insistió, acercándose a él con los brazos en jarras—. Todo el mundo lo comenta en el foro de los Cazadores Oscuros. Dicen que te usó de fregona y que se echó a reír mientras dejaba que te desangrases.
—¿Quién lo dice?
Se quedó helada al darse cuenta de que se había acercado demasiado a él mientras le tomaba el pelo. Estaban tan cerca que podía sentir su aliento en la cara.
Era tan alto y tan sexy… Era imposible no darse cuenta. Además, esos ojos…
Podría pasarse la eternidad contemplando esas profundidades doradas y esas espesas pestañas oscuras. Para colmo, la textura de su piel la tenía fascinada. Un mentón masculino poseía una cualidad electrizante. Despertaba el apetito. Y la impulsaba a acariciarlo.
Sin permaneció totalmente inmóvil, con la vista clavada en los labios separados de Katra. Tenía la boca perfecta para su tono de piel y sus rasgos. De repente, sintió una punzada de deseo. Todo era precioso en ella. Su piel, suave y clara. Sus ojos, brillantes y de mirada inteligente.
A medida que la iba conociendo, las similitudes con su madre desaparecían.
Además, hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer que se atreviera a desafiarlo, mucho menos a tomarle el pelo. Y también hacía mucho que no sentía ese ardor en la entrepierna.
Inclinó la cabeza para besarla sin darse cuenta de lo que hacía.
Kat se estremeció al sentir el roce de esos labios. Era su primer beso de verdad. Su madre y su abuela la habían vigilado y resguardado hasta el punto de que nunca había estado a solas con ningún hombre.
Al menos no por mucho tiempo.
Siempre se había preguntado cómo era un beso de esa naturaleza. Y Sin no la decepcionó en absoluto. Sus labios eran suaves y exigentes, en contraste con la dureza de su cuerpo. Le echó los brazos al cuello para acercarlo un poco más. ¡Era como estar en la gloria! Una sensación maravillosa y cálida. Hipnotizante. Sí, podría seguir en la misma postura un buen rato.
No obstante y de buenas a primeras, lo arrancaron de sus brazos y lo estrellaron contra la pared.
Sin soltó un taco mientras miraba hacia el suelo, que estaba a unos dos metros de sus pies.
—¡Mantén tus labios y otras partes de tu persona alejados de ella o acabarás decapitado!
Kat se echó a reír al escuchar la estentórea voz de su abuela en la estancia. Una vez hecha la advertencia, su abuela liberó a Sin, que cayó al suelo con fuerza.
Lo escuchó soltar un suspiro disgustado.
—Juro que algún día recuperaré mis poderes aunque solo sea para…
—¡Chitón! —lo interrumpió ella—. Ten cuidado porque puede oírte.
Lo vio girar en el suelo hasta quedar tumbado de espaldas para mirarla. Aunque no sabía muy bien cómo lo había logrado, la postura resultaba la mar de sexy.
—¿Cómo te las arreglas para tener vida social?
—No tengo vida social.
—No me extraña —replicó él mientras se levantaba—. Supongo que Ash es peor que ellas.
La tristeza la invadió por la simple mención de un padre al que le encantaría conocer. Sin embargo, su madre la había mantenido alejada de él y, aunque le dolía, había obedecido sus deseos porque comprendía sus razones. Eso sí, el distanciamiento con su padre era lo peor de su vida.
—Pues no. Mi padre no sabe nada de mí.
Las noticias lo dejaron alucinado. Conociendo a Aquerón, sabía que se pondría hecho una furia cuando supiera que tenía una hija de la que nadie le había hablado.
—¿Qué habéis hecho para ocultárselo? Es omnisciente.
Kat se encogió de hombros.
—Bueno, no lo sabe todo. No percibe nada de sus allegados y, dado el vínculo genético que nos une, para él soy un fantasma. Mi madre le ocultó mi existencia cuando nací y después mi abuela hizo lo mismo al comprender que las noticias solo conseguirían hacerle más daño… y al comprender que le darían a Artemisa un arma más que usar contra él. Créeme, es mucho mejor para todos que nunca se entere de que existo.
Aunque tenía sentido, no estaba bien. Personalmente, él mataría a cualquiera que le ocultara algo así.
—¿Y no se os ha ocurrido pensar que lo que habéis hecho no está bien?
—¿A qué te refieres?
—Ash se morirá si se entera de que tiene una hija a la que nunca ha visto. Una hija crecidita.
—Por eso no debe enterarse nunca y por eso debes dejar de referirte a Artemisa como mi madre. Todo el mundo cree que solo soy una niña abandonada que ella recogió, al igual que las demás doncellas.
Sin meneó la cabeza. Joder, salvo por la experiencia de perder un hijo, no se le ocurría nada peor que tener uno e ignorar su existencia. Aquerón no se merecía una cosa así.
—Entre las tres le habéis hecho una buena jugarreta. ¿Lo sabe alguien más?
—Simi, tú y nosotras tres. Y cuento con tu silencio.
—Tranquila. Es posible que se cargue al mensajero, y no me apetece pagar los platos rotos. —Le regaló una sonrisa maliciosa mientras imaginaba que Ash eliminaba a Artemisa con una descarga—. En fin, en realidad esto tiene una parte positiva. Tarde o temprano tu padre va a descubrirte y, cuando lo haga, me ahorrará el trabajo de matar a Artemisa. Espero estar presente para verlo.
Katra le lanzó una mirada contrariada que consiguió reavivar el deseo en su interior.
—Muy gracioso. Nunca le haría daño —afirmó ella.
—Sí, lo sé. Esa hija de… —replicó en voz baja—. El cabrón sigue enamorado de ella. Eso demuestra que no carbura bien.
—No —lo corrigió ella con un hilo de voz—. Ya no la quiere. De lo contrario, yo lo sabría. Creo que lo suyo fue un simple encaprichamiento. Lo que pasa es que la conoce muy bien y no es capaz de hacerle daño a nadie si puede evitarlo.
Sin resopló. No estaba de acuerdo con ella. A lo largo de los siglos había visto a Ash perder los estribos con más de una persona, razón por la que nunca se le ocurriría presionarlo demasiado. En todas las ocasiones las faltas habían sido menores. No quería ni imaginarse la furia que podía desatar en él semejante bombazo.
—No lo conoces tan bien como crees.
—¿Y qué te hace tan experto en el tema?
—Digamos que entiendo el concepto de «traición». Y, como he estado en su pellejo, sé muy bien que va a estallar. Hazme caso. Quítate de en medio cuando suceda.
La advertencia la puso sobre aviso.
—¿Artemisa te traicionó?
—No me refería a ella.
Kat guardó silencio un instante mientras intentaba leer sus pensamientos, pero era un libro cerrado. Hasta sus emociones estaban ocultas. Normalmente era capaz de percibir los sentimientos de cualquiera que estuviese cerca y, aunque de vez en cuando percibía alguna que otra punzada de los de Sin, la situación era una novedad para ella. Ir tan a ciegas le resultaba desconcertante.
—Entonces, ¿quién te traicionó?
Sin cruzó los brazos por delante del pecho.
—Verás, el problemilla de la traición es que no apetece hablar del tema, mucho menos con desconocidos que también guardan parentesco con tu peor enemigo. —Echó un vistazo por la estancia antes de decir—: Así que, ¿dónde nos deja todo esto? ¿Tienes pensado mantenerme aquí encerrado hasta que los gallu liberen a las Dimme o qué?
Esa era la pregunta del millón. En realidad, no estaba segura de lo que debía hacer con él.
—Lo de las Dimme no es un cuento chino, ¿verdad?
Sin se quitó la camisa, pasándosela por la cabeza, y dejó a la vista un musculoso torso cubierto de cicatrices. Algunas parecían ser arañazos, mientras que otras eran claramente mordiscos y quemaduras.
—¿Te parece que estoy bromeando?
No, pensó.
Era un guerrero marcado por la lucha. La invadió una oleada de compasión. Era obvio que llevaba mucho tiempo luchando para mantener a la Humanidad a salvo.
Y gran parte del tiempo lo había hecho a solas. Sin nadie que le guardara las espaldas.
Eso era lo más triste. Nadie debería enfrentarse a solas a una pesadilla semejante.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Su pregunta hizo que enarcara una ceja como si no acabara de creerla. Antes de contestarle, volvió a ponerse la camisa. Cuando habló, la incredulidad había dado paso a la amargura y la frialdad.
—Llévame de vuelta a casa y no te interpongas en mi camino.
Meneó la cabeza al escucharlo. ¿Cómo podía haber olvidado que era un dios prehistórico con ínfulas de macho?
—Creo que debería recordarte que hay un perro de presa griego con sed de sangre que sabe tu nombre y tu dirección. ¿Te acuerdas de él? Deimos no tiene ganas de ofrecerte su amistad ni va a mostrarte clemencia. Aunque tendrá que escucharme.
—¿Por qué?
Le ofreció una sonrisa socarrona.
—Porque en una ocasión le di tal paliza que no ha podido olvidarla. —Se acercó a él con paso decidido—. Necesitas a alguien que te cubra las espaldas.
Él la miró con gesto frío y amenazador.
—Sin ánimo de ofender, la última vez que permití que alguien me las cubriera, acabé recibiendo una puñalada trapera. Me gusta pensar que aprendo de mis errores.
—No todo el mundo es así de traicionero.
—La experiencia me ha demostrado lo contrario y, teniendo en cuenta tu parentesco con cierta persona que me la jugó bien, creo que no te extrañará saber que no voy a agregarte a mi lista de amigos de confianza.
Tenía razón, sí, pero ella no se parecía a su madre en nada.
—También soy hija de mi padre.
—Sí, y tú misma has dicho que has tenido mucho menos contacto con él que con tu madre. Así que espero que entiendas que vaya con pies de plomo.
No podía culparlo por su recelo. ¿Cómo iba a hacerlo si ella misma no confiaba del todo en su madre?
Sin la miró con cara de pocos amigos.
—Necesito salir de aquí, Kat. No puedo hacer mi trabajo si estoy atrapado en el inframundo.
—Y yo no puedo dejarte marchar sin saber qué planes tienes.
Sus palabras le arrancaron un suspiro asqueado.
—Evitar la aniquilación de la Humanidad y la destrucción de la Tierra. Un plan sencillo, pero importante. ¿Puedo irme ya?
La respuesta le hizo gracia hasta cierto punto, pero también hizo que le entraran ganas de agarrarlo del pescuezo por su cabezonería y su secretismo.
—¿Para qué necesitas la Estela del Destino?
Sin recorrió con un par de zancadas la distancia que los separaba y esos ojos dorados se cernieron sobre ella echando chispas.
—Sácame de aquí, Katra. Ahora mismo.
—No puedo.
—En ese caso, espero que seas capaz de vivir con la exterminación de la raza humana en tu conciencia. —Señaló el sofá con el dedo pulgar—. Yo me sentaré ahí hasta que todo haya acabado. ¿Tienes algunas películas buenas con las que pueda entretenerme? Me ayudarán a no escuchar sus gritos suplicando clemencia. Sobre todo los de los niños. Suelen ser los más duros de pasar por alto.
Sus palabras le llegaron a lo más hondo y afectaron su parte más humana. Ver a un niño sufrir le resultaba insoportable. Sin estaba jugando sucio y dolía.
—Me dan ganas de matarte.
La expresión de Sin se tensó.
—Ponte a la cola. Tu madre está antes.
Kat apartó la mirada mientras debatía consigo misma para decidir qué hacer. Si lo que decía era cierto, no podía retenerlo, pero ¿cuánto iba a durar con Deimos tras él? No tenía sus poderes divinos y el Dolofoni era un hijo de puta con todas las letras.
—¿Sabes a lo que te enfrentas?
Sin la miró como si fuera tonta.
—Si algo tan patético como un Dolofoni griego puede vencerme, mereceré morir.
—¿Y qué pasará con la Humanidad en ese caso?
—Supongo que lo llevará crudo, ¿no?
¿Cómo podía ser tan chulo y tan pasota? Sabía muy bien a lo que se enfrentaba. ¿De verdad pensaba que podía vencer a Deimos sin alguien que lo ayudara?
No soportaba pensar que pudiera morir en una pelea y que no quedara nadie más que supiera cómo enfrentarse a los gallu. La Humanidad necesitaba más de un defensor.
—Enséñame a luchar contra las Dimme.
No lo habría sorprendido más ni aunque se hubiera desnudado en ese momento para abalanzarse sobre él.
—¿Cómo dices? Estoy seguro de que no he oído lo que creo que acabo de oír.
Su respuesta no la amilanó.
—Enséñame a luchar contra ellas y contra los gallu.
La simple idea de verla enfrentarse a los demonios y a su crueldad le arrancó una carcajada. Sí, era alta y corpulenta, pero no era rival para la fuerza de un gallu, ni mucho menos para la de una Dimme. Se la comerían viva. Literalmente.
—No tienes sangre sumeria.
—Hay formas de solucionarlo.
Sin retrocedió unos pasos al imaginarse una de ellas.
—¿Lo de chupar la sangre es herencia familiar?
—No, pero si creamos el vínculo, conseguiré la fuerza y la sangre sumerias.
Eso no era lo único que conseguiría y Sin lo sabía muy bien.
—Y te dará poder sobre mí. Así que ni de coña.
Kat se acercó a él con una mirada suplicante en esos ojos verdes.
—Sin…
—Katra… —se burló él—. No voy a permitir que ni tú ni nadie me debilite aún más de lo que ya me han debilitado. Jamás.
—Entonces déjame entrenar contigo. Enséñame…
—¿Mis mejores movimientos? ¿Para que puedas matarme? —¿Estaba loca o qué?, se preguntó—. Vete a la mierda.
—¿Es que no confías en nadie? —masculló ella de mala manera.
—¿No hemos hablado ya de esto? ¡Joder, no! No confío en nadie. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque nadie puede ir solo por la vida.
Soltó un resoplido burlón al escucharla. Aunque Katra parecía creerse todas las gilipolleces que estaba diciendo, él no era un papanatas ni mucho menos.
—Ahí te equivocas. Llevo solo toda mi vida y me gusta.
Katra no se rindió y lo persiguió por el salón cuando él intentó poner cierta distancia entre ambos.
—Confía en mí, Sin. Solo quiero ayudar.
—¿Quieres que confíe en ti? —Se detuvo de forma tan repentina que ella se dio de bruces contra su espalda y trastabilló hacia atrás. La suavidad de su cuerpo le hizo dar un respingo, pero no iba a permitir que la lujuria le nublara la razón. La agarró por los brazos para enderezarla y la alejó de él con una expresión furiosa. Sabía de qué forma podía cortar de raíz sus tonterías—. Vale. Confiaré en ti con una condición. Dime cómo matarte.
Ella lo miró con los ojos desorbitados por la confusión.
—¿Cómo dices?
Sonrió porque sabía muy bien que la había pillado. Nunca le diría cuál era la fuente de sus poderes.
—Todos los dioses tienen un talón de Aquiles que los deja expuestos. ¿Cuál es el tuyo?
Vio que lo miraba con recelo. Estupendo, después de todo no era tan pánfila.
—¿Cómo sé que no vas a usarlo para matarme?
—Ajá —replicó con voz ronca—. ¿Ves como no es tan fácil confiar en los demás?
De todas formas, Kat no dio su brazo a torcer, cosa que en cierto modo le resultó admirable.
—Tienes la Estela del Destino. Con ella puedes dejarme sin poderes.
—Pero así no me demuestras ninguna confianza, ¿no te parece? Dime cómo puedo matarte sin usarla.
Kat se detuvo a sopesar seriamente las consecuencias que podía sufrir si le contestaba. Dado el odio que le profesaba a su madre, sería un error garrafal darle ese tipo de información. Podría matarla en cualquier momento y en cualquier lugar.
Recordó todo lo que había leído sobre él en el foro de los Cazadores Oscuros. Carecía de compasión y de cordura. Claro que de ser así, no tendría el cuerpo marcado por sus peleas contra los demonios en defensa de la Humanidad.
Un hombre así no la habría rescatado. No, no era el monstruo que otros aseguraban. Pero tampoco era un santo.
Confiar en él podría costarle la vida. No confiar en él podría suponer el fin del mundo.
La elección estaba clara.
No lo hagas, se dijo.
La simple idea era aterradora, pero no tenía otra opción. Uno de ellos tenía que ser el primero en confiar en el otro, y saltaba a la vista que no iba a ser él.
—Si te lo digo, ¿me entrenarás? —le preguntó sin rodeos.
—Sí, ya puestos, ¿qué más da?
Kat inspiró hondo para hacer acopio de valor antes de volver a hablar:
—Muy bien. Mis poderes provienen del sol y de la luna. Si paso demasiado tiempo alejada de alguno de los dos, comienzo a debilitarme. Por eso no puedo quedarme mucho con mi abuela. Si me encerraran aquí, sin estar expuesta al cielo, moriría.
Sin la miró, alucinado. Le resultaba increíble que le hubiera dicho algo así. ¿Estaba loca?
—¿Sabes lo que has hecho?
—Sí. He confiado en ti.
Sí… Definitivamente estaba como una cabra. No le cabía duda. ¿Cómo si no iba a confesar algo tan crucial?
—Sabes muy bien que odio a tu madre.
—Y también sé lo que opinas de mi padre.
—Que ni siquiera sabe que existes.
—Cierto —admitió ella—. Pero quiero ayudarte a hacer lo correcto, y si la única forma de lograrlo es darte poder sobre mí, que así sea.
Estaba como un cencerro. No había otra explicación. ¿Qué clase de criatura podía ser tan imbécil y tan confiada? ¿Y por qué motivo? ¿Para ayudar a una raza que ignoraba su existencia?
—Puedo destruirte ahora mismo.
—Sí —reconoció ella, mirándolo con una intensidad abrasadora—, podrías hacerlo. Pero confío en que no lo hagas.
Meneó la cabeza sin dar crédito a lo que estaba pasando. Nadie había confiado en él de esa manera. Ni siquiera su mujer. Los dioses no entregaban ese tipo de información a los demás bajo ninguna circunstancia.
—Tú no estás bien, ¿verdad?
—Es posible. No eres el primero que lo piensa, y ahora mismo la voz de mi conciencia está poniéndome a caldo.
Extendió un brazo para acariciarle la mejilla. El roce de su piel en las yemas de los dedos era tan suave como la seda. Pese a su apariencia delicada, percibía en ella un núcleo duro como el acero.
—¿Eres consciente del peligro al que vas a enfrentarte?
—Después de que uno de ellos me partiera el brazo hace un rato y de haber visto tus cicatrices, me hago una idea, sí. Pero nunca he sido de las que se acobardan por nada. Necesitas que alguien te ayude, y tengo la intención de hacerlo lo quieras o no.
Alguien a su lado. En la lucha. Un concepto novedoso. Nadie le había hecho nunca una oferta semejante y todavía no sabía si aceptar o no. Claro que le había dado su palabra y él no se retractaba nunca de una promesa.
Aunque seguía sin confiar en ella.
—¿Cómo sé que no vas a utilizar en mi contra lo que te enseñe?
La oyó soltar un resoplido indignado.
—¡Oye! Tienes la información para matarme, ¿recuerdas? Me parece que yo llevo las de perder en todo esto.
Sin le dio la razón asintiendo con la cabeza, tras lo cual apartó la mano de su mejilla.
—Muy bien. Tengo que salir de aquí. Necesito volver a mi casa para prepararme.
—Vale.
En un abrir y cerrar de ojos estaban de vuelta en su ático de Las Vegas. Echó un vistazo a su alrededor por si Artemisa seguía allí, pero no había rastro de la diosa ni de su Dolofoni. Kish seguía de pie junto al sofá, como una estatua de tamaño real.
Kat enarcó una ceja al reparar en su presencia por primera vez.
—¿Amigo o enemigo?
—Depende del día y del momento —contestó él antes de chasquear los dedos para que Kish recobrara la normalidad.
—¿Has vuelto a congelarme? —le preguntó su ceñudo ayudante después de sacudir la cabeza.
—Me estabas molestando —contestó al tiempo que se encogía de hombros.
—Odio que lo hagas. —Al darse cuenta de la presencia de Kat, que lo miraba con un brillo curioso en los ojos, le dio un buen repaso con la vista. Confundido, se volvió hacia Sin—. ¿Artemisa y tú habéis hecho las paces? Joder, ¿cuánto tiempo he estado congelado?
Kat se echó a reír.
—No soy Artemisa.
—Cometí un error —reconoció él, renuente a explicar nada más.
—¿Y lo admites? —Kish alzó las manos—. No me desintegres, jefe. Voy a ver qué tal van las cosas en el casino. Esto no es asunto mío. No me interesa para nada. Como quiero seguir viviendo, me voy. —Se marchó a la carrera, como si no viera el momento de cerrar la puerta al salir.
Kat lo miró con una sonrisa sincera.
—Tu ayudante es gracioso. ¿Es tu escudero?
Negó con la cabeza antes de coger el abrigo y dejarlo sobre uno de los taburetes del mueble bar.
—No soy un Cazador Oscuro. Los escuderos no me van.
—Interesante elección de palabras.
Él la miró con expresión burlona.
—¡Ja, ja! Muy graciosa —le dijo.
Kat se acercó hasta atraparlo entre su cuerpo y la barra del mueble bar.
—Dime una cosa: entonces, ¿por qué se te considera un Cazador Oscuro?
—Fue idea de Aquerón. Pensó que tenerme en nómina era lo menos que podía hacer para reparar lo que Artemisa me había hecho.
—Pero tú pasas de los daimons.
—Sí. Aquerón sabía desde el principio que los gallu estaban ahí fuera. Así que entre los dos los hemos mantenido a raya.
—¿Ash te ayuda? —preguntó ella con el ceño fruncido.
—¿Por qué te sorprende?
—¿No decías que salvo los miembros de tu panteón nadie podía matarlos?
—Sí, bueno, tu padre es un poco distinto a los demás. Seguro que lo sabes.
No podía estar más de acuerdo. Su padre era muy raro y esa afirmación se quedaba corta.
—En ese caso, ¿por qué crees que no puedo hacerlo?
—Tú no eres ctónica. De serlo, no tendrías ningún punto débil.
Enarcó una ceja al escucharlo. Los ctónicos eran asesinos de dioses. Una especie de sistema de seguridad creado por la Naturaleza para mantener el equilibrio. Solo ellos poseían el poder para destruir a los indestructibles. El único problema era que nadie sabía cómo destruirlos a ellos. Solo un ctónico podía matar a otro ctónico.
—¿Ese es su secreto?
—No, casi todos los dioses antiguos lo saben. Por eso les tienen tanto miedo a la justicia ctónica.
Cierto. Eran los únicos capaces de obligarlos a entrar en razón. Por desgracia para Sin, en la época en la que Artemisa atacó a su panteón los ctónicos estaban enfrentados entre ellos y no había nadie para proteger a los sumerios.
Kat echó un vistazo al exterior a través de los altos ventanales situados a su izquierda que ofrecían una vista espectacular del paisaje árido de Las Vegas.
—Dime, ¿qué se te ha perdido en el desierto?
—Es pura logística. Mi padre enterró a los gallu y a las Dimme en el desierto porque en aquella época esta zona estaba escasamente poblada y pensó que era una buena forma de mantenerlos controlados. Por desgracia, no era capaz de predecir el futuro, así que ignoraba los efectos del desarrollo nuclear del siglo XX. Las pruebas que llevaron a cabo en el desierto de Nevada despertaron a los gallu y comenzaron a liberarlos en grandes grupos. A medida que salían a la luz, yo los perseguía y también perseguía a sus víctimas.
Kat le cogió una mano para estudiar atentamente las cicatrices que tenía en la piel. Recordó el día en que, siendo apenas una niña, su madre la convocó a su dormitorio.
«Ayúdame, Katra. Tenemos que quitarle sus poderes o me matará.»
El recuerdo hizo que se encogiera por dentro. En aquel momento Sin estaba inconsciente. Su juventud y su inocencia la habían llevado a obedecer a su madre sin rechistar.
Y así acabó arruinando al hombre que tenía delante.
Si alguna vez llegara a enterarse de la verdad, la mataría.
—¿Qué le pasó a tu padre? —quiso saber.
Sin le acarició los dedos con el pulgar antes de alejarse de su mano.
—Acabó rodeado de enemigos, externos e internos. ¿Cómo era el dicho aquel? «No te fíes de los griegos con regalos.» Apolo y tu madre llegaron como amigos, pero comenzaron a soltar mentiras. Su fin era volvernos sistemáticamente los unos contra los otros hasta que no confiáramos en nadie. En mi caso, la confianza en los demás brillaba por su ausencia. Después de que me arrebataran mis poderes y mi condición de dios, intenté advertir a los otros, pero no creyeron que la historia pudiera repetirse con ellos. Al fin y al cabo, yo solo era un imbécil que me merecía lo que me había pasado. Ellos eran mucho más listos que yo. O eso pensaban.
—Y, después de todo, tú sigues aquí y ellos no.
Asintió con la cabeza antes de replicar:
—Sobrevivir es la mejor forma de vengarse. Ahí tienes a las cucarachas.
—Y a los gallu.
El comentario le arrancó una carcajada.
—Posiblemente. Me merezco pasarme toda la eternidad luchando contra ellos, la verdad.
Kat sonrió por su buen humor. Para ser un dios depuesto, era un tío gracioso y bastante listo. Había algo en él que resultaba contagioso, algo que tenía en ella un efecto embriagador. Normalmente tardaba más en congeniar con la gente; pero a pesar de todo lo que se decía sobre Sin, quería creer en su palabra.
No tenía sentido.
Quería extender un brazo para tocarlo. Quería besarlo otra vez y ver qué habría sucedido si Apolimia no los hubiera separado a la fuerza.
Dio un paso hacia él de forma inconsciente. Era muy probable que hubiera hecho algo más si en ese momento no hubiese sentido un extraño escalofrío en la espalda. Una sensación que le resultaba muy familiar.
Porque anunciaba la presencia de un daimon.
El origen de los daimons era una maldición de Apolo, que condenó a los apolitas a morir dolorosamente a la temprana edad de veintisiete años. Los daimons solo podían sobrevivir alimentándose de almas humanas. De ahí que tuvieran que aniquilarlos. Tan pronto como se hacían con un alma, esta comenzaba a morir porque no estaba en su cuerpo original. La única forma de salvarla y enviarla al lugar donde debía estar era matar al daimon antes de que fuera demasiado tarde.
Y en ese momento percibía la presencia de un daimon en las cercanías.
Alguien llamó a la puerta y notó que se le helaba la sangre en las venas. Había un daimon al otro lado. Lo sabía.
Intentó detener a Sin para que no abriera, pero él no le hizo caso. Abrió la puerta y allí estaba, un daimon alto, rubio y con un traje negro.
Kat hizo aparecer un puñal en su mano y corrió hacia él.