4

Kat dio un respingo al escuchar que Sin decía en voz alta una verdad que solo los más valientes se atrevían a susurrar. Y nunca en presencia de Artemisa.

Se apoyó en él para alejarse de la hoja de la daga.

—Joder, tío, tienes un don especial para cabrear a la gente. —Tal como indicaba el grito furioso que acababa de soltar Artemisa—. Ya puestos, ¿por qué no le dices que ese vestido la hace más gorda?

Sin respondió acercándole más la daga al cuello.

—No estoy bromeando, Artemisa.

El rostro de la diosa adoptó una expresión pétrea.

—Ni yo.

Antes de que Kat pudiera parpadear siquiera, la daga se alejó de su cuello y una fuerza invisible la apartó de los brazos de Sin. El arma salió volando y le asestó al Cazador tres puñaladas en el pecho, donde se quedó clavada hasta la empuñadura, girando lentamente.

Sin soltó un taco antes de arrancársela.

Matisera… —dijo ella, que extendió un brazo hacia Artemisa en un intento por calmar los ánimos.

—Mantente al margen, Katra. Vete a casa.

El tono de voz que la diosa había empleado no admitía la menor desobediencia, pero no podía quedarse de brazos cruzados y dejar que matara a Sin si lo que le había dicho sobre los demonios gallu era cierto. Necesitaban a alguien que supiera cómo enfrentarse a ellos.

Artemisa se acercó despacio a Sin.

—Ha llegado la hora de terminar con esto de una vez por todas.

Sin se incorporó y corrió hacia la diosa, pero apenas se había acercado cuando ella lo estampó contra la pared. Gruñó mientras extendía un brazo y Artemisa salió volando hacia atrás.

Kat dio un paso hacia su madre para protegerla. Sin embargo, antes de dar el segundo la escuchó gritar:

—¡Deimos!

Kat se detuvo al ver al hombre corpulento y de aspecto feroz que acababa de aparecer al lado de su madre. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies y llevaba el pelo muy corto y con mechones blancos. Un estilo muy distinto al que lucía la última vez que lo vio. Su apariencia era aterradora, sobre todo por el tatuaje de su cara, que en los párpados parecía el efecto de un discreto delineador, pero que adoptaba forma de un relámpago conforme bajaba desde los lagrimales hasta las mejillas y de estas hasta el cuello. Era un tío guapo, de ojos azul eléctrico, pero de aspecto letal. Los contemplaba fijamente con la cabeza ladeada como un depredador, las piernas separadas y las manos cerca de sus armas, una espada y una pistola, listo para la lucha.

—Despójalo de sus poderes y mátalo —masculló Artemisa.

La orden dejó a Kat boquiabierta. Una vez pronunciada era imposible que su madre se retractara. Deimos era uno de los Dolofoni más peligrosos. Sus hermanos y él eran hijos de las temidas Erinias, pero era a él a quien los dioses acudían cuando necesitaban a un Exterminador implacable. De modo que no se detendría hasta que Sin estuviera muerto.

Deimos se abalanzó sobre Sin y lo tiró de espaldas al suelo.

—¿Qué has hecho, matisera?

—Lo que debería haber hecho desde el principio.

Artemisa intentó sacarla de la habitación con sus poderes, pero dado que había dejado de ser su sirvienta ya que estaba a las órdenes de su abuela, no le fue posible. Al ver que no lo conseguía, le ordenó furiosa:

—Márchate, Katra. Ahora mismo.

Pero no podía hacerlo. Ella era la culpable de que Sin estuviera metido en ese lío, y aunque estaba plantándole cara a Deimos, sabía muy bien quién saldría vencedor de la pelea.

Y no lo decía precisamente por Sin, que luchaba con una mano ya que la otra la tenía inmovilizada a la espalda, y tenía tres puñaladas en el pecho mientras que Deimos contaba con el poder de todo el panteón griego para matarlo. Esa era una de las ventajas con las que contaban las Erinias y sus hijos. Así que, por mucho que Sin mereciera morir, no merecía hacerlo de ese modo.

No después de lo que le habían hecho y mucho menos si lo que afirmaba era cierto. Iban a necesitarlo para enfrentarse a los demonios del panteón sumerio.

—Lo siento, matisera —dijo sin detenerse siquiera a ver la cara de confusión de Artemisa antes de correr hacia Sin.

Estaba inmovilizado contra la pared, forcejeando para zafarse de Deimos, que en esos momentos sacaba su espada para rematarlo. De modo que Kat lo agarró y utilizó sus poderes para salir con él del apartamento y materializarse en su residencia en Kalosis.

Aterrizaron en el suelo, el uno en los brazos del otro, en mitad de su oscuro salón. Lo escuchó sisear antes de quitársela de encima de un empujón, pero ella se negó a alejarse demasiado. Sabía que estaba sangrando mucho y que lo peor eran las puñaladas. Si fuera mortal, serían letales; aunque debían de dolerle tanto que tal vez deseara estar muerto.

Volvió a acercarse a él arrastrándose por el suelo.

—Hay que curarte esa herida.

Sin le lanzó una mirada furiosa.

—¿Dónde estamos? ¿Qué has hecho?

—Evitar que te mataran.

—Ya, pues resulta que sé defenderme solito —replicó, apartándole la mano de una de sus heridas.

Kat se incorporó para sentarse sobre los talones.

—Sí, la verdad es que le estabas dando caña. Tu forma de machacarle los nudillos con la cara ha sido impresionante. Unos minutos más y estoy segurísima de que te habrías empleado a fondo… desde el fondo de tu tumba, sí.

Sin hizo una mueca de asco.

—¿Qué sabrás tú?

—Últimamente más de lo que me gustaría.

La respuesta fue tan sentida que Sin frunció el ceño. Saltaba a la vista que estaba harta, sin duda de Artemisa y de sus maquinaciones, que podrían acabar con la paciencia del santo Job.

Por mucho que aborreciera admitirlo, posiblemente estuviera en lo cierto al decir que habría acabado mordiendo el polvo. No debería haberse lanzado sobre Artemisa sin contar con sus poderes. Había sido una estupidez, y tenía suerte de que el Dolofoni no le hubiera arrancado el corazón de cuajo.

No obstante, ansiaba vengarse por encima de todo lo demás y lo último que se le habría ocurrido en ese momento era hacerle caso al sentido común.

Katra se acercó y le desgarró la camisa para dejar a la vista las puñaladas que Artemisa le había asestado en el pecho. Estaba a punto de quitarse a la mujer de encima cuando vio que se materializaba un paño húmedo en su mano con el que comenzó a limpiarle las heridas. Su amabilidad lo desconcertó, sobre todo por su herencia genética. Además, no estaba acostumbrado a que la gente lo ayudara. Todos sus conocidos le habían dado la espalda y lo habían dejado sufrir.

La gente no era amable, y lo sabía muy bien. A menos que obtuvieran algún beneficio a cambio, claro.

—¿Por qué estás ayudándome?

Ella le lanzó una mirada desdeñosa.

—¿Quién dice que esté ayudándote?

Sin enarcó una ceja al tiempo que lanzaba una mirada elocuente a la mano con la que le estaba limpiando la sangre.

Katra carraspeó antes de decir:

—No me gusta que abusen de nadie.

—¿Por qué me cuesta creerlo? ¡Ah, ya! Será porque eres la hija de la zorra más impresentable de la Historia que ha dedicado su vida entera a abusar de todo aquel que se acerca a ella.

—¿Cuándo vas a dejar de repetir eso? —replicó ella entre dientes.

Así, desde luego, no iba a convencerlo.

—Es una zorra.

—Eso no, lo otro. Aunque será mejor que no repitas más ninguna de las dos cosas o te pongo un emplasto de sal en las heridas.

—¿Por qué? ¿No estás orgullosa de tu queridísima mami?

Esos ojos verdes lo miraron con una furia abrasadora.

—Quiero a mi madre con todas mis fuerzas y soy capaz de matar o de morir para protegerla. Por eso te pido que dejes de hablar así de ella o tendré que matarte.

Se quedó helado al caer en la cuenta de algo. Si Katra era la hija de Artemisa…

Recordaba vagamente que la diosa lo llevó hasta su cama, le arrancó la camisa y lo arrojó al colchón mientras la cabeza le daba vueltas por la bebida.

Artemisa era virgen. Supuestamente, claro.

De repente, lo invadió una horrible premonición.

—¡Mierda! Eres mi hija, ¿verdad?

Katra lo miró como si esa fuera la idea más repugnante que pudiera imaginar.

—Bájate de la nube. Tus genes jamás habrían creado a alguien como yo.

Sí, claro. Era guapa, alta, más alta que Artemisa, un rasgo que podría haber heredado de él. Su piel era más oscura que la de su madre… La angustia le provocó un nudo en el estómago.

—Si no soy yo, ¿quién es tu padre?

—Eso ni te va ni te viene.

—Soy yo, ¿a que sí?

La vio poner los ojos en blanco un instante, y luego siguió atendiendo sus heridas, que cerró con sus propios dedos.

—El ego masculino… Hazme caso. Mi madre no te habría metido en su cama ni cubierto de chocolate y caramelo.

Eso sí que lo ofendió.

—¿Cómo dices? Resulta que soy muy bueno en la cama. Mis habilidades no tienen parangón. No solo era el dios de la luna, ¡era el dios sumerio de la fertilidad! Sabes lo que eso significa, ¿no?

—¿Que les tienes envidia a los penes de todos los demás dioses de la fertilidad?

Sin le apartó las manos de mala manera e hizo ademán de levantarse, pero el dolor se lo impidió y tuvo que volver a tumbarse con una mueca.

—Tranquilo. No les diré nada a los demás sobre tu deficiencia de tamaño.

El comentario lo dejó pasmado.

—Desde luego, eres digna hija de tu madre.

—Ya te he dicho que no lo repitas más.

—¿Por qué?

—Porque nadie sabe de mi existencia.

El tono airado de su voz le arrancó un resoplido.

—¿Crees que la gente es ciega o qué? Eres igualita que ella.

—No lo soy. Me parezco mucho más a mi padre, aunque los ojos sí son de Artemisa. Todavía no entiendo cómo lo has adivinado.

No es tan raro, pensó él.

—Tenéis la misma voz.

—¿En serio? —le preguntó antes de alejarse un poco para mirarlo con el ceño fruncido.

—Sí. El acento es distinto, pero el tono es idéntico. Hablas como ella.

Kat se puso en pie y se alejó de él, inquieta por su revelación. Era muy perceptivo. Cosa inusual en los hombres. Aunque tenía que admitir que normalmente nadie poseía semejante perspicacia, y eso la llevó a preguntarse si alguien más habría reparado en el parecido entre su voz y la de Artemisa. De ser así, habían hecho bien en no revelar el descubrimiento.

—Gracias por la ayuda —dijo Sin al tiempo que se señalaba el pecho, tras lo cual utilizó sus poderes para arreglar la camisa. Acto seguido intentó abandonar el lugar, pero descubrió que no podía—. ¿Qué co…?

Kat se encogió de hombros al ver que la miraba echando chispas por los ojos.

—Tienes que quedarte aquí.

—Y una mierda —masculló.

—De mierdas nada, gracias —replicó, señalando el suelo limpio con una mano, antes de llevarse el brazo roto al pecho—. En cuanto salgas de aquí, serás hombre muerto. En serio. Tu sentencia de muerte se firmó cuando dijiste lo que no debe decirse y mi madre invocó al Exterminador para eliminarte.

Estaba tan furioso que solo le faltaba echar humo por las orejas.

—No permitiré que me encierres aquí, ¿me oyes?

Parecía tan indignado que Kat se echó a reír.

—Sí, claro. Y eso lo dice el hombre que me noqueó y me inmovilizó como si fuera una momia. ¿Cómo llamarías tú a eso?

—Eso fue distinto.

—Desde luego, porque la víctima era yo. ¡Ah, no, espera! Tienes razón. Estoy haciendo esto para protegerte, mientras que tú lo hiciste para matarme. No sé, quizá deba dejar que te largues. Te lo mereces.

—¿Y por qué no lo haces?

Kat inspiró hondo para calmarse antes de contestar. La ira no le serviría de nada y lo sabía muy bien. Precisamente la ira había sido la culpable de que su madre acabara metida en tantos berenjenales.

—Porque quiero saber la verdad de lo que pasó la noche que fuiste al Olimpo. Artemisa dice que intentaste violarla.

Lo escuchó hacer un ruido raro, como si la simple idea de tocar a la diosa le provocara un ataque de asma o algo así.

—¿Tú qué crees?

—No lo sé. Hasta ahora no has demostrado un comportamiento muy ético que digamos. A lo mejor dice la verdad e intentaste violarla.

Sin se acercó hasta quedar frente a ella. Kat se percató de que le brillaban los ojos con un resplandor dorado mientras la miraba de arriba abajo con evidente desprecio.

—Nena, hazme caso. En la vida he llevado a una mujer obligada a la cama. Pero supongamos, para darle vidilla a la discusión, que lo intenté. ¿Me crees tan tonto como para hacerlo en el Olimpo, delante de las narices de los demás dioses?

Ahí le había dado, pero no estaba dispuesta a darle la razón.

—Eres muy arrogante. Podrías haberlo intentado.

—Arrogante sí —convino él en voz baja y amenazante—, pero no imbécil.

—Entonces, ¿qué hacías allí?

Su expresión se volvió inescrutable mientras se alejaba de ella, lo que la llevó a preguntarse qué estaría ocultando. Aquella noche sucedió algo de lo que Sin ni siquiera quería acordarse. Lo presentía.

—Contéstame.

—No es asunto tuyo —masculló—. Y ahora si me disculpas… —Caminó hacia la puerta.

Kat levantó una mano y cerró el puño. La puerta desapareció al instante.

—No estaba bromeando. No puedes salir de aquí.

Antes de saber qué estaba pasando, se encontró estampada contra la pared, a varios centímetros del suelo.

—Yo tampoco bromeaba. Sácame de aquí o lo lamentarás.

Kat negó despacio con la cabeza.

—Mátame y nunca saldrás. —Notó que la presionaba con más fuerza contra la pared justo antes de que volviera a dejarla en el suelo con una delicadeza que la pilló por sorpresa—. Gracias.

—Tengo que salir de aquí —insistió mientras la miraba con los ojos entrecerrados—. Faltan menos de tres semanas para el Armagedón y todavía tengo muchas cosas que hacer para prepararme.

—Vale, pero yo tengo un brazo roto que necesita atención. Vamos a hacer una cosa. Tú te quedas aquí sentadito tramando el asesinato de Artemisa y preparándote para el Armagedón y yo volveré dentro de un momento. Eso sí, no toques mis cosas ni las rompas… o te arranco la piel a tiras.

Lo vio abrir la boca para hablar, pero antes de que pudiera hacerlo Kat abandonó su casita de Kalosis y apareció en el palacio. Concretamente en el recibidor. Tardó un instante en localizar a su abuela con sus poderes. Como era habitual, Apolimia estaba fuera, en el jardín.

Por respeto, atravesó caminando la sala del trono hasta llegar a la puerta dorada de doble hoja que daba acceso al jardín. A su abuela no le gustaba que la gente apareciera sin avisar. Y ella era la única que sabía por qué. En una ocasión, cuando era pequeña, se le ocurrió hacerlo y la sorprendió llorando a lágrima viva, como si el sufrimiento que guardaba en su interior fuera insoportable. Apolimia no soportaba que nadie la viera así.

Como la Gran Destructora, ansiaba que todos vieran su faceta más fuerte e implacable. Sin embargo, era mucho más que eso. Su abuela tenía sentimientos y sufría, igual que el resto de los seres del universo.

Lo único que Apolimia quería era recuperar a su hijo, al padre de Kat. Un hijo al que había querido por encima de todas las cosas y al que solo había tenido entre sus brazos dos veces. La primera, el día que se lo sacaron de forma prematura para ocultarlo en el vientre de otra mujer; la segunda, el día que el dios griego Apolo lo mató.

No pasaba un solo día sin que Apolimia sufriera por la separación y ansiara el regreso de su hijo. Por eso reaccionaba con extrema dureza contra cualquiera que la descubriera llorando. Era una mujer fuerte y orgullosa a la que no le gustaba mostrarles sus debilidades a los demás.

Ni siquiera a su nieta. Sin embargo, Kat percibía la tristeza y el sufrimiento de su abuela en su brusquedad. La empatía era una de las muchas cosas que había heredado de su padre. De ahí que no le gustara avergonzar a Apolimia ni a nadie si estaba en su mano evitarlo.

De modo que se acercó despacio, por si Apolimia necesitaba recuperar la compostura. Soplaba una ligera brisa. El jardín estaba rodeado por unos altísimos muros de mármol negro, tan pulido que parecían espejos.

Su abuela estaba sentada en un diván negro, de espaldas a ella. A su lado montaban guardia dos carontes, un macho y una hembra. El macho solo llevaba un taparrabos que dejaba a la vista la práctica totalidad de su musculoso y esbelto cuerpo. Tenía la piel de un tono marrón claro veteado de amarillo. Sus ojos eran negros, al igual que su pelo y sus alas. La hembra tenía la piel naranja y roja, e iba vestida con un top de cuero negro y unos shorts del mismo color. Su corte de pelo, de color castaño oscuro, era una melenita recta que resaltaba sus rasgos afilados y el color rojizo de sus ojos. Ambos demonios permanecían inmóviles como estatuas, pero Kat sabía que estaban pendientes de ella y que observaban cada uno de sus movimientos.

Apolimia, ataviada con una túnica vaporosa de color negro que dejaba sus hombros al aire, acunaba un pequeño almohadón en su regazo. Un regalo que Simi, el demonio caronte de Aquerón, le había hecho muchos años antes. El almohadón conservaba el olor de Aquerón, de modo que Apolimia nunca se separaba de él para poder sentirse cerca del hijo al que jamás podría tocar.

Su abuela era toda una belleza de apariencia serenísima. Su largo pelo rubio platino y sus turbulentos ojos plateados le otorgaban un aspecto juvenil de unos veintipocos años. Tenía la piel muy clara con un ligero resplandor, y lo mismo podía decirse de su pelo, que parecía tener toques de purpurina.

Volvió la cabeza para saludarla y la sonrisa de bienvenida desapareció de sus labios nada más percatarse de que tenía el brazo roto.

—Niña —susurró al tiempo que se levantaba del diván y soltaba el almohadón. Se acercó a ella para examinarle el brazo—. ¿Qué te ha pasado?

—Gajes del oficio.

—Si esa zorra de Artemisa…

—¡Por favor! —exclamó ella entre dientes—. Ya está bien de insultar a mi madre. ¿Es que soy la única persona que la quiere?

Apolimia enarcó una ceja.

—Por supuesto que lo eres. Todos los demás la vemos tal cual es.

—Piensa lo que quieras —refunfuñó—, pero de no ser por ella yo no estaría aquí. Así que, por favor, vamos a dejarnos de insultos y a curarme el brazo, ¿vale?

La expresión de Apolimia se suavizó de inmediato.

—Claro, cariño.

Un simple roce en el hombro y su brazo se curó.

Inspiró hondo, agradecida, cuando el dolor remitió por fin. Había heredado los poderes sanadores de su abuela, pero por desgracia no podía curarse a sí misma. Solo a los demás. Cosa que era una faena cuando no tenía a su abuela cerca.

—Gracias.

Apolimia sonrió antes de besarla en la frente y colocarle el pelo en torno a los hombros en un gesto cariñoso.

—Hace tiempo que no vienes a verme, agria. Te he echado de menos.

—Lo sé y lo siento. No tengo tiempo para nada.

La tristeza ensombreció los ojos de Apolimia mientras le daba unos golpecitos a Kat en el hombro.

—Ojalá pudiera decir lo mismo —replicó al tiempo que se alejaba de ella.

Sí, era duro para su abuela estar atrapada en lo que antaño fuera el infierno atlante. Once mil años antes su familia al completo conspiró para encerrarla, de modo que mientras Aquerón viviera ella jamás podría ser libre.

Kat la compadecía por la soledad que sufría, a pesar del ejército de daimons y carontes que comandaba. En el fondo no eran familia y nunca la harían feliz.

—¿Cómo van las cosas con Stryker? —le preguntó.

Stryker era el hijo de Apolo y estaba al mando del ejército de daimons que su abuela controlaba. Cuando Apolo maldijo a los apolitas a morir el día de su vigésimo séptimo cumpleaños, también condenó sin saberlo a su propio hijo y a sus nietos. Desde entonces Stryker odiaba a su padre y conspiraba para destruirlo.

Seguía vivo porque Apolimia aprovechó la oportunidad y lo convirtió en su hijo adoptivo para utilizarlo contra Apolo y Artemisa. Juntos habían pasado siglos intrigando contra los dioses griegos.

Hasta que, tres años antes, se produjo un fuerte enfrentamiento entre ellos y Stryker se revolvió contra Apolimia. Parecía que su disputa por el control no iba a acabar en breve.

Su abuela soltó una carcajada furiosa.

—Estamos en guerra, agria. Está sentado en el salón contiguo, planeando mi muerte como si yo no lo supiera. Pero se le olvida que otros muchos mejores que él han intentado matarme y sí, yo estoy aquí encerrada, pero ellos están muertos. El mismo destino que sufrirá él en cuanto reúna el valor suficiente como para atacarme de frente. Pero esto no es lo que te ha traído por aquí, ¿verdad? —Cogió una de sus manos—. ¿Qué es lo que te preocupa, preciosa?

No era necesario endulzar sus preguntas y, además, Kat era directa por naturaleza.

—¿Has oído hablar de los gallu?

Los dos carontes sisearon con fuerza en cuanto pronunció la palabra «gallu». La inesperada reacción la dejó boquiabierta. Nunca los había visto reaccionar de ese modo, ni de ningún otro que se le pareciera.

—Tranquilos —dijo Apolimia para aplacar a sus guardaespaldas—. Aquí no hay ningún gallu.

El demonio macho escupió en el suelo.

—Muerte a los sumerios y a toda su progenie.

Apolimia suspiró antes de soltarla y le hizo un gesto para que se alejara de los carontes.

—Enlil, uno de los dioses sumerios, creó a los gallu para exterminar a los carontes de la Tierra, cuando estos campaban a sus anchas. —Eso explicaba la inesperada hostilidad—. No hace falta que te diga que los carontes no soportan ni siquiera escuchar el nombre de esas asquerosas criaturas. A ver, ¿a qué viene tu interés?

—¿Sabes qué ha sido de ellos?

Apolimia asintió con la cabeza.

—Después de que destruyera la Atlántida, los gallu se revolvieron contra los humanos y contra sus propios creadores porque su enemigo había desaparecido. Al final, tres dioses sumerios unieron sus fuerzas para mantenerlos encerrados, tal como hicieron conmigo.

—¿Y las Dimme? ¿Qué son?

Apolimia la miró con expresión suspicaz.

—¿Por qué me preguntas por las Dimme?

—Me han dicho que están a punto de liberarse y destruirlo todo.

Una expresión serena y soñadora apareció en el rostro de Apolimia, como si la idea de semejante baño de sangre le encantara. Esbozó una lenta sonrisa.

—Una estampa preciosa, sí.

—¡Abuela!

—¿Qué? —preguntó Apolimia, como si su tono la hubiera ofendido—. Soy una diosa de la destrucción. Dime sinceramente que no te resulta emocionante la idea de un trillón de personas pidiendo socorro y clemencia en vano porque no hay nadie que se preocupe por ellas. O la posibilidad de que caiga sobre la Tierra una lluvia de demonios de todo tipo, decididos a torturar, a masacrar y a despedazar a los humanos en un incontrolable frenesí de odio. Me los imagino bebiendo sangre en una orgía de terror… ¡No hay nada tan bonito como la aniquilación!

Kat se habría quedado espantada si ese no fuera un pensamiento recurrente de su abuela.

—Pues resulta que, aunque técnicamente no soy una diosa ya que no pertenezco a un panteón en concreto, me parezco a mi padre, a quien le gusta proteger a la Humanidad, así que no me apetece ver a una panda de demonios comiéndose a la gente. Llámame sentimental si quieres.

Apolimia resopló, disgustada.

—Eso es lo único que aborrezco de tu padre. Sois un par de… ¿Cómo lo llaman los humanos? Lloricas. Sois un par de lloricas.

—Te equivocas. Mi padre y yo somos capaces de apañárnoslas perfectamente sin ayuda.

Apolimia soltó un resoplido desdeñoso, cosa poco habitual en ella, pero decidió pasarlo por alto.

—Todavía no me has contestado —insistió, pese al mal humor de su abuela—. ¿Qué son las Dimme?

Se percató de que la diosa estaba irritada cuando la vio agarrar una de las dulces peras negras que crecían en los árboles de corteza negra de su jardín para aplastarla entre los dedos.

—Son la venganza final de Anu y de Enlil. Si los gallu son la bomba atómica capaz de neutralizar a mis carontes, las Dimme son el holocausto nuclear que creó Anu.

No estaba segura de entenderla.

—¿Por qué?

—Las Dimme son siete demonios cuya ferocidad ni siquiera serías capaz de imaginar. Son incontrolables incluso para los dioses y tan peligrosas que los sumerios nunca se atrevieron a liberarlas. Desde su creación viven confinadas en una celda cuya cerradura tiene un temporizador. Cada dos milenios más o menos, la fuerza que las mantiene encerradas se debilita. Si los dioses sumerios siguen vivos, no pasa nada. Vuelven a sellar la cámara y los demonios siguen encerrados como siempre. Sin embargo, si algo le sucediera al panteón y no hubiera ningún dios sumerio para sellar la cámara, las Dimme serían liberadas y camparían por el mundo para destruirlo y destruir al panteón dominante, sea cual sea. Es la broma final de Anu para reírse de aquel que lo asesinó y asesinó a sus hijos.

De modo que Sin no estaba mintiendo. La idea de lo que serían capaces de hacer esos siete demonios le revolvió el estómago. Tenía muy claro hasta dónde eran capaces de llegar los monstruos normales y corrientes. Y los carontes. Pero era incapaz de imaginar las atrocidades que las Dimme podían cometer.

—¿No te parece un poco extremo?

Apolimia la miró con expresión taimada.

—Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Meneó la cabeza al escucharla. No entendía por qué su abuela odiaba tanto a su madre, ya que eran idénticas en su comportamiento… y en su forma de pensar sobre casi todo.

Apolimia se lamió el dulce jugo de la pera de los dedos.

—Pero eso no explica tus preguntas, niña. ¿Qué tienen los sumerios para despertar este repentino interés cuando nunca te has preocupado por ellos?

—Bueno, es que tengo al último superviviente de su panteón encerrado en mi casa.

Apolimia se tensó de repente.

—¿Cómo dices?

—Que Sin está en mi casa. Aquí al lado.

Los turbulentos ojos de su abuela comenzaron a brillar, cosa que solo sucedía cuando algo la molestaba mucho.

—¿Te has vuelto loca?

Antes de que pudiera explicarse, Apolimia desapareció.

Segura del paradero de su abuela y furiosa, soltó un taco y se teletransportó hasta su casa.

Sí, allí estaba Apolimia… estampando a Sin contra la pared.

—Abuela…

—¡Vete! —rugió la diosa.

La orden la dejó pasmada. Ni una sola vez en su vida había escuchado a su abuela hablarle así. Apolimia y Sin desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

¡En el nombre de Zeus!, exclamó para sus adentros. ¿Qué estaba pasando?

Cerró los ojos, pero no percibió ni rastro de ellos.

Tenían que estar en el palacio y no quería ni imaginar lo que Apolimia podía estar haciéndole a Sin. Fuera lo que fuese, sería sangriento y doloroso.

Y eso que algo sangriento y doloroso era lo que su abuela le hacía a la gente que le caía bien…