3

Kat levantó las piernas y le devolvió la patada. El Cazador cayó al suelo con un golpe sordo antes de ponerse en pie de un salto y abalanzarse sobre ella de nuevo. Kat se apartó del coche y esquivó sus manos, pero logró rozarle el brazo y el dolor la dejó sin aliento, enfureciéndola todavía más.

—No te conviene ponerme las manos encima, gilipollas.

El Cazador Oscuro soltó un resoplido burlón.

—Ya lo creo que me conviene. Llevo siglos soñando con estrangularte.

¿Qué querrá decir con eso?, se preguntó ella.

De repente, se escucharon sirenas a lo lejos. Kat ladeó la cabeza y aguzó el oído, pero en cuanto lo hizo, Sin la agarró.

En esa ocasión, cuando intentó golpearlo, él se movió más rápido de lo que era humanamente posible. Estaban en mitad de la calle, pero de pronto todo se volvió negro.

Sin esbozó una sonrisa siniestra cuando Artemisa se desmayó en sus brazos. Cierto que no poseía toda la fuerza que tenía siendo un dios, pero después de que Artemisa le robara los poderes, su hermano se había asegurado de que le quedara lo suficiente como para protegerse él solito.

Incluso contra los dioses.

No terminaba de creerse que las Moiras hubieran tenido la amabilidad de ponerle a esa zorra en su camino… Pero por fin la tenía en su poder e iba a hacerle pagar por todo lo que le había hecho.

La idea le arrancó una sonrisa. Se teletransportó a su ático de Las Vegas. Soltó sin mucha consideración a su prisionera en el sofá negro de piel y fue al dormitorio en busca de las cosas que necesitaba. Retener a una diosa era un asuntillo complicado. En cuanto se despertase, estaría de un humor de perros y querría sangre.

La suya.

Por tanto, necesitaba ciertos elementos para asegurarse de que no utilizaba sus poderes para arrancarle el corazón. Abrió el armario, apartó la ropa y rebuscó en el fondo. Allí tenía escondida su cámara de seguridad. La puerta era de bronce pulido y tenía un escáner de huellas y de retina. Increíble por su modernidad, sobre todo para un antiguo dios sumerio. Claro que había que adaptarse a los tiempos, sobre todo si se estaba atrapado en el infierno de la vida humana.

Abrió la puerta y entró en la cámara, donde guardaba los restos de su propio templo en Ur (lo poco que Artemisa no había destruido después de arrebatarle los poderes). No era mucho, alguna que otra urna de oro y la bandeja donde sus devotos habían colocado sus ofrendas. También conservaba unas cuantas estatuas, aunque la mayoría de los objetos procedía del templo de su hija también en Ur. Después de que Ishtar muriera, intentó conservar cualquier cosa que llevara su imagen. Dichos objetos estaban cuidadosamente guardados en las vitrinas de cristal que lo rodeaban.

Sin embargo, nada de eso lo había llevado hasta allí. Lo que buscaba se encontraba en el rincón más alejado, en un arcón forrado de cuero que soltó un crujido siniestro cuando lo abrió. Esbozó una sonrisa sádica en cuanto dio con el objeto que había conservado durante tantos siglos.

La diktion que Artemisa usó para inmovilizarlo mientras le arrebataba sus poderes. Bajo ella, los inmortales se quedaban indefensos. Los mantenía atrapados e impotentes.

Aún sentía la humillación de estar a merced de la diosa.

Y después, en cuanto la muy zorra le arrebató todos los poderes, lo dejó tirado en el desierto, atrapado en la red.

«Te agradezco que hayas sido tan complaciente. Ahora solo tengo que enfrentar a los pocos miembros que quedan de tu ridículo panteón para que se maten los unos a los otros», había dicho Artemisa.

En ese momento Sin recordó las carcajadas de la diosa mientras resonaban en sus oídos.

Debilitado, se había visto obligado a pedirle ayuda a su familia. Su padre se echó a reír antes de darle la espalda… como todos los demás. El único que se apiadó de él fue su hermano Zakar. De no ser por él, seguiría tirado en mitad del desierto.

Pudriéndose… como poco.

Claro que habían dejado de reírse al cabo de muy poco tiempo. Artemisa había cumplido su promesa. Casi todos los miembros de su familia acabaron muertos a manos de los dioses griegos que o bien absorbieron sus poderes y los reemplazaron, o bien los enemistaron hasta que se mataron entre ellos. Eso sucedió hacía ya tres mil años.

Había llegado la hora de ajustar cuentas.

Cogió la red y regresó junto al sofá, donde había dejado a Artemisa «durmiendo».

Seguía en el mismo sitio, inconsciente. Bien.

Sabes que podrías matarla sin más, ¿verdad? Ahora mismo, se dijo.

La tentación era casi irresistible. Pero si lo hacía, ¿dónde estaría la gracia? Artemisa estaba inconsciente. No se enteraría de nada. No lo sabría. Además, era una diosa. Matarla sin arrebatarle sus poderes divinos provocaría una perturbación en el universo.

La única manera de destruir a un dios era destruir o absorber sus poderes antes de matarlo.

Además, quería verla sufrir. Quería mirarla a los ojos mientras le arrebataba los poderes y recuperaba su estatus divino. Quería que sufriera la vergonzosa humillación y el escalofriante dolor de ser completamente vulnerable ante los demás.

Y eso solo podía hacerlo si estaba despierta y viva.

¡Joder!

Con eso en mente, se tomó su tiempo para envolverla en la red. Que su propia arma fuera su ruina. Era una dulce ironía. Si tenía suerte, se echaría a llorar como una niña y le suplicaría clemencia, cosa que no estaba dispuesto a ofrecerle.

Ya se imaginaba la escena al detalle:

«Por favor, Sin. Por favor, te lo suplico, suéltame. Haré lo que me pidas», diría ella.

«Ladra como un perro», le contestaría él.

Y ella lo obedecería, llorando e histérica. Y él se reiría en su cara. Saboreó la idea.

Se detuvo tras atarle los pies para mirarla a la cara. Muy a su pesar, tuvo que admitir que era hermosa… como una víbora venenosa y traicionera, pero hermosa. En sus sueños de venganza se había olvidado de lo elegante y guapa que era.

Sin embargo y en ese preciso momento, recordó cosas que había enterrado tres mil años antes.

Artemisa lo había traicionado como todos los demás. Se había reído en su cara y lo había convertido en un patético ser inmortal.

Nada más recordarlo, la belleza de la diosa desapareció. Pero sí le llamó la atención que tuviera el pelo rubio en vez de la famosa melena pelirroja. Tal vez estuviera intentando pasar desapercibida entre los humanos por algún motivo desconocido.

De todas maneras, el cuerpo seguía siendo el mismo. Alto, elegante y esbelto. Un cuerpo digno de la diosa que era. Cualquier hombre, inmortal o no, mataría por tener a una mujer como ella. Y recordó la época en la que se sintió tan atraído por ella que habría hecho cualquier cosa con tal de hacerla feliz.

En esos momentos solo quería matarla.

—Oye, Sin.

Perdió el hilo de sus pensamientos con la llegada de su ayudante. Aunque aparentaba veintipocos, en realidad Kish tenía casi tres mil años. Era alto, sobrepasaba el metro ochenta y, al igual que él, tenía el pelo negro y la piel morena; la única diferencia era que llevaba el pelo largo.

Kish se quedó de piedra al ver a la mujer del sofá.

—Esto… Jefe, ¿qué haces?

—¿A ti qué te parece que hago?

Kish hizo una mueca y se rascó la sien izquierda.

—Pues, la verdad, algo morbosillo. Y ya que me has preguntado, te diré que secuestrar a una mujer en los tiempos que corren, y en este país en concreto, es un delito.

A Sin no le hizo gracia.

—Sí, en tus tiempos era una ofensa capital que se castigaba cortándole los huevos al culpable antes de decapitarlo.

Kish dio un respingo al escuchar la parte de la castración y se llevó una mano al paquete.

—Vale, ¿por qué la has secuestrado?

—¿Quién dice que lo haya hecho?

—Bueno, como está inconsciente y atada… Completamente vestida. Supongo que si os fuera el rollo sado y ella estuviera por la labor, estaría despierta y desnuda.

En eso tenía razón.

Kish se acercó al sofá y observó a Artemisa con detenimiento antes de mirarlo.

—¿Quién es?

—Artemisa.

—¿Artemisa?

Lo miró con los ojos entrecerrados.

—Ya sabes, la zorra griega que me robó los poderes.

Kish soltó una carcajada nerviosa.

—Y esa es la mujer que tienes atada como un pavo en el sofá. ¿Te has vuelto loco?

—No —contestó mientras la furia que tenía derecho a sentir se apoderaba de él—. Se me presentó la oportunidad y la he aprovechado.

Kish se quedó blanco.

—Y cuando se despierte, los dos estaremos fritos. ¡Qué digo fritos, quemados! Achicharrados. O lo que cojones se le ocurra. —Movía el índice de uno a otro, señalándolos, para darle énfasis al asunto—. Estamos listos. Va a darnos una paliza. Y no te ofendas, pero no quiero que una diosa me dé una paliza a menos que sea Angelina Jolie con un picardías negro y tacones de aguja. Ese bomboncito podría taladrarme con los tacones, pero esta… —dijo al tiempo que señalaba a Artemisa—. Esta hará que me destripen lenta y dolorosamente, cosa que me gustaría evitar a toda costa.

Sin meneó la cabeza al ver el nerviosismo de su ayudante.

—Tranquilízate antes de que te mees en la alfombra y tenga que enseñarte a hacer pis en la hoja de un periódico. No va a darnos una paliza. Esta red anula sus poderes. Así fue como me dejó seco y humillado.

Kish ladeó la cabeza como si quisiera creerlo, pero sin saber muy bien si fiarse o no.

—¿Estás seguro, jefe?

—Totalmente. La diktion fue diseñada para atrapar dioses y otros seres inmortales. Mientras la inmovilice, estaremos a salvo.

—No sé yo si usar esa expresión en este momento —replicó Kish, que seguía indeciso—. Más bien creo que estamos jodidos, puede que muertos. No le va a hacer gracia nada de esto.

Como si a él le importara lo que le hacía gracia o dejaba de hacérsela.

—En cuanto recupere mis poderes, dará lo mismo. No podrá hacernos daño a ninguno de los dos.

—¿Y cómo vas a conseguirlo?

No tenía ni idea. A decir verdad, no estaba seguro del método que había empleado Artemisa para hacerse con los suyos. Recordaba que le dio a beber néctar en su templo, y a partir de entonces sus recuerdos eran confusos, de modo que no estaba seguro de lo que le había hecho. Estaba casi seguro de que Artemisa le había arrebatado los poderes bebiendo de su sangre. La verdad era que no quería beber de la sangre de la diosa (a saber la de enfermedades de las que esa zorra podría ser portadora: la rabia, la parvo, el moquillo…), pero si de esa forma conseguía recuperar su divinidad, lo haría.

Claro que antes tendría que averiguar si el intercambio de sangre funcionaría.

Fulminó a su ayudante con la mirada.

—¿No tienes nada que hacer?

—En realidad estaba por llamar a la policía, pero sé que acabarías rompiéndome todos los huesos. Tal como están las cosas, creo que lo mejor para mi cuello es que intente hacerte entrar en razón.

Sin apretó los dientes.

—Kish, si valoras tu vida, sal de aquí y piérdete.

Sin embargo, en cuanto su ayudante se alejó, lo asaltaron las dudas. Kish tenía demasiado miedo, y la gente que se dejaba llevar por el pánico siempre cometía estupideces…

Como dejar en manos de los polis a un inmortal que no quería explicar qué hacía en su sofá una mujer inmovilizada con una red.

O peor todavía, llamar a Aquerón, que se pondría como una fiera si llegaba a enterarse de eso.

De modo que lo inmovilizó donde estaba y observó su estatua con satisfacción.

—Eso es, tú relájate mientras yo me encargo de todo.

Era la mejor solución para todos, ya que así se evitaría tener que matar a Kish más adelante. Con esa idea en mente, cerró la puerta para que nadie más pudiera molestarlo.

Kat se despertó por el terrible dolor del brazo. Intentó cambiar de postura para no apoyar todo el peso sobre él, pero descubrió que no podía. Una red muy ligera la tenía atrapada. Por desgracia, era una red que conocía a la perfección.

Una de las diktion de Artemisa.

La indignación se apoderó de ella porque llevaba siglos sufriendo la bromita. Otra de las doncellas de Artemisa encontraba divertidísimo utilizar la red para inmovilizarla. ¿Cuándo iba a aprender que a ella no le hacía ni pizca de gracia?

—Ya vale, Satara, déjate de bromas y suéltame.

Sin embargo, cuando logró enfocar la vista, se dio cuenta de que no estaba en casa y de que Satara no se encontraba allí, riéndose de ella.

En su lugar había un hombre, que la observaba con odio. El mismo de antes.

Soltó un suspiro exasperado.

—¿Qué quieres?

—¡Bah! Poca cosa. Mis poderes.

Por supuesto. ¿Qué dios no querría recuperar sus poderes? Pero el infierno de Lucifer se congelaría antes de que permitiera que semejante loco consiguiera más poder del que tenía.

—Vaya, pues lo siento mucho, pero va a ser que no.

Sin hizo una mueca.

—No me jodas, Artemisa. No estoy de humor.

—Ya somos dos, imbécil. Por si no te has dado cuenta, no soy Artemisa.

Sin guardó silencio mientras la estudiaba con detenimiento. Había ciertos detalles que le daban otro aire, pero ahí estaban sus ojos verdes. Los mismos rasgos. Era Artemisa. Sentía el poder que emanaba de ella.

—No me mientas, zorra.

Kat intentó darle una patada, pero él se apartó.

—No te atrevas a insultarme, gilipollas. No aguanto tonterías de nadie, mucho menos de alguien como tú.

—Devuélveme los poderes y te dejaré marchar. —Y lo decía en serio. En cuanto recuperase sus poderes, la mataría y así sería libre.

—Mira, pesado, no puedo darte lo que no tengo. Porque no soy Artemisa —replicó, enfatizando cada palabra.

Se inclinó sobre ella para que pudiera ver todo el desdén que le inspiraban tanto ella como sus palabras.

—Claro, lo que tú digas. ¿Crees que me iba a olvidar de la cara que lleva atormentándome tres mil años? ¿De la cara de la mujer a la que quiero degollar?

—¡A ver si se te mete en la mollera! ¡No soy Artemisa! —repitió a voz en grito.

—¿Y quién eres?

—Kat Agrotera.

Sin soltó un resoplido.

—Así que Agrotera, ¿no? —Tiró de la red que le apretaba el pecho y la levantó para quedar cara a cara—. Buen intento, Artemisa. Agrotera significa «cazadora». ¿Creías que me iba a olvidar de que ese es uno de los nombres por los que te conocen tus fieles?

La diosa comenzó a debatirse para zafarse de sus manos.

—También es el nombre que usan todas las korai de Artemisa para honrarla… ¡Como yo, capullo!

Su respuesta le arrancó una carcajada.

—¿Eres una de las doncellas de Artemisa? ¿Me crees tan imbécil? Me engañaste una vez, pero no lo harás una segunda.

Kat soltó un largo suspiro mientras la frustración la consumía. Tenía los poderes necesarios para librarse de la red. Pero si lo hacía, desvelaría lo poderosa que era y su verdadera identidad. Una información que alguien como él debía ignorar.

No, era mejor que siguiera creyendo que estaba indefensa, que no era nadie.

—Te lo creas o no, así es.

Sin la soltó y la dejó caer al sofá antes de lanzarle una mirada venenosa.

—Claro, claro. Artemisa nunca toleraría la presencia de una koré que midiera lo mismo que ella. Ni a una con su mismo color de ojos. Es demasiado vanidosa. ¡Eres demasiado vanidosa!

—Si te vas a poner puntilloso, soy más alta que ella. ¿No te has dado cuenta?

Sin titubeó. La verdad era que no recordaba la altura exacta de Artemisa… había pasado demasiado tiempo desde la última vez que la vio. Lo único que recordaba era que pasaba del metro ochenta.

—Te repito que Artemisa nunca permitiría en su templo a una koré más alta que ella.

—Tengo noticias para ti: se ha ablandado con la edad.

Sí, claro, se dijo.

—Claro que lo has hecho… Igualito que yo.

Artemisa echó la cabeza hacia atrás y soltó un gruñido irritado.

—A ver, me da la sensación de que tienes una cantidad de problemas alucinantes. Suéltame y nos olvidamos de este incidente sin importancia. Si no lo haces, te vas a arrepentir.

Sin resopló al escucharla.

—Esta vez no, Artemisa. Eres tú quien se va a arrepentir. Quiero que me devuelvas los poderes que me robaste. Me engañaste y después me lo quitaste todo salvo la vida, y por los pelos.

Kat se quedó helada al escucharlo, ya que esas palabras despertaron un recóndito recuerdo. Pero era muy vago y borroso, demasiado como para verlo con claridad, de modo que recurrió a lo que recordaba del incidente.

—Ibas a matar a Artemisa. Dijo que la odiabas… que te habías colado en su templo e intentaste violarla, que… —Dejó la frase en el aire al caer en la cuenta de la mentira que le había contado Artemisa.

¿Cómo era posible que un dios de otro panteón se colase en su templo del Olimpo sin una invitación? En aquel entonces no cayó en el asunto. Era demasiado joven y tenía demasiado miedo de que le hiciera daño a Artemisa, de que la matara. En aquel momento, muchos de los dioses estaban en guerra, y los que supuestamente debían controlarlos estaban ocupados con sus propios asuntos. Hubo muchas amenazas contra Artemisa, y estuvieron a punto de cumplirlas en numerosas ocasiones.

Sin embargo, había algo imposible. Un dios de otro panteón no podía entrar en los dominios de otro dios sin invitación.

¡Otra de las medias verdades de su madre!

Sin la miró con el gesto torcido.

—¿De qué estás hablando? ¿Se te ha ido la pinza?

—No —contestó ella, consumida por la culpa—. No soy Artemisa. Suéltame.

—No hasta que me devuelvas mis poderes.

La situación empezaba a ser irritante…

—Te repito, y por última vez, que no puedo darte lo que no tengo.

—Pues entonces te vas a quedar en esa red toda la eternidad.

—Pues menuda ocurrencia, ¿no crees? —le soltó—. ¿Qué vas a hacer? ¿Utilizarme de mueble bar o como una obra de arte sobre la que hablar cuando vengan tus amigos? No quiero ni pensar qué va a pasar cuando tenga que ir al baño. Espero que te hagan descuento en la tienda de muebles, porque no vas a ganar para sofás.

Sin no sabía si reírse por el arranque o mosquearse. Aunque tenía que reconocer que tenía una imaginación desbordante.

—Vaya, vaya, veo que eres una mina de comentarios sarcásticos.

—Todavía no has visto ni la mitad, estoy calentando. —Dio un respingo al golpearse el brazo, porque el dolor le corrió hasta el hombro.

El dolor que vio reflejado en su rostro despertó los remordimientos de Sin, que se odió por ello. Que sufriera. ¿Qué le importaba a él? Sin embargo, la parte que más odiaba de sí mismo (esa que todavía sentía compasión) le suplicó que la ayudase.

De todas maneras, ella tenía razón. Dejarla en la red no iba a servirles de nada a ninguno de los dos.

—Mira, Artemisa o (suponiendo que no sea otro de tus trucos) Kat, tengo que recuperar mis poderes. Es imperativo que lo haga.

—Claro que sí. Necesitas recuperarlos para poder matar a Artemisa y vengarte de ella.

—No voy a mentirte y decirte que no es verdad. Porque lo es. Quiero verla muerta con todas mis ganas. Pero ahora mismo tengo problemas más graves. Y tú acabas de toparte con uno en ese callejón de Nueva York.

Kat se quedó callada mientras pensaba en la criatura contra la que había luchado. Había sido terrible, sí.

—Supongo que te refieres a esa… cosa que me atacó.

—Sí. Los demonios gallu están campando a sus anchas, las Dimme están a punto de liberarse y yo soy la única persona viva que puede detenerlos a ambos. Si no recupero mis poderes para luchar contra ellos, el mundo se acabará. ¿Recuerdas lo que le pasó a la Atlántida? Pues esto va a hacer que aquello parezca un parque de atracciones.

—No te ofendas, carcamal, pero la destrucción de la Atlántida sucedió antes de que yo naciera, así que va a ser que no me acuerdo de nada.

Aunque sí que estaba al tanto de los rumores que corrían sobre la destrucción y el hundimiento del continente.

Se quedó callada un momento mientras pensaba. Sabía que Artemisa no era de fiar. El problema era que no sabía si se podía decir lo mismo de Sin. ¿Le estaba soltando una sarta de mentiras o sus palabras tenían algo de verdad?

—¿Qué me dices de las personas de anoche? ¿Por qué los decapitaste y quemaste sus cuerpos?

La ira que llameó en sus ojos puso de manifiesto que la pregunta lo incomodaba.

—¿Me has estado espiando?

—Artemisa me dijo que lo hiciera… sí.

Su cólera era tan intensa que hacía crepitar el aire a su alrededor.

—No me mires de esa manera. Puedo espiar todo lo que quiera.

—¿Y por qué me estabas espiando?

Se removió inquieta. Decirle lo que quería Artemisa (su muerte, a fin de cuentas) solo conseguiría cabrearlo más. De modo que se decantó por una explicación más prudente.

—Artemisa quería saber qué estabas tramando. Creyó que querías matarla.

—Sí, pero por más que desee ver muerta a esa zorra, ahora mismo tengo otros problemas. —Hizo una pausa antes de añadir—: La razón por la que decapito a los gallu y los quemo es porque si no lo hago, se levantan como los zombis de cualquier serie B.

Eso lo explicaba en parte, pero no aclaraba por qué profanaba los cuerpos de las víctimas.

—¿Por qué hiciste lo mismo con la humana?

—¿Tú qué crees? Basta un mordisco de un gallu para que su víctima se convierta en un demonio sin voluntad que pueden controlar a su antojo. La profanación de su cuerpo no es nada comparado con lo que los gallu les hacen a las humanas como ella. Cada vez que un humano muere a manos de esos demonios hay que decapitarlo y quemarlo para que no vuelva a la vida convertido en una criatura semejante a ellos.

Vaya… Con razón le había estado buscando mordeduras como un loco antes de dejarla sin sentido.

—¿Por eso te quemaste el brazo anoche?

Lo vio asentir con la cabeza.

—Si lo coges a tiempo, puedes cauterizar la herida y evitar que el veneno se extienda por todo el cuerpo.

Sí, pero eso tenía que doler. Al pensarlo, se preguntó cuántas veces lo había hecho en el pasado.

—Oye, por curiosidad… ¿sabe Artemisa de la existencia de los gallu?

—No lo sé, Artemisa. ¿Lo sabes?

La insistencia de creerla la jefa le arrancó un suspiro.

—Creía que ya habíamos superado esta fase.

—Hasta que no tenga pruebas irrefutables, no. Me atengo a lo que sé sobre ti, zorra. Ahora, devuélveme mis poderes.

Su terquedad y sus insultos la enfurecieron. ¿Qué tenía que hacer para que se diera cuenta de que ella no era Artemisa?

Rompe la red y rómpele la cabeza…, se dijo en silencio.

El impulso era tan fuerte que le costó la misma vida resistirse.

¿Katra?

Dio un respingo al escuchar la voz de Artemisa en su cabeza.

¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan enfadada? ¿Te está molestando Apolimia?

Kat puso los ojos en blanco.

—Deja de espiarme.

Sin torció el gesto.

—Me cuesta no mirarte ahí, tirada en mi sofá. Además, tiene narices que digas eso después de que tú me espiaras anoche.

Lo miró angustiada al darse cuenta de que había hablado en voz alta.

¿Katra? Dime qué está pasando o me planto allí ahora mismo. No es normal que te enfades tanto.

¿Ahora se preocupa por mí?, se preguntó Kat, sin saber qué le molestaba más: si el hecho de que un dios sumerio depuesto la hubiera atado como un pavo o que una diosa griega la tratara como a una niña.

Mmm, definitivamente ganaba de lejos lo primero. Igualado con la irritación que sentiría si le sacaran un ojo.

No pasa nada, matisera —le dijo a Artemisa—. Lo tengo todo controlado.

—¿Por qué me cuesta tanto creerte? —dijo Artemisa cuando se materializó en la habitación delante de Kat, con los brazos en jarras. Iba vestida con un largo peplo blanco y su larga melena pelirroja brillaba a la luz.

Kat dio un respingo al darse cuenta de lo que acababa de hacer su madre.

Sin se giró de golpe. Ver a Artemisa allí plantada lo había dejado alucinado. Esa era la prueba irrefutable que necesitaba para creer que ella no le había mentido. Saltaba a la vista que no era la diosa.

A favor de Artemisa debía decir que no se dejó llevar por el pánico. Se limitó a mirarlo como si fuera una mera molestia.

—Vaya, mira quién brota por aquí. —Fulminó a Kat con la mirada—. ¿Por qué está aquí?

Sin soltó un taco al darse cuenta de que le habían tomado el pelo doblemente.

Se olvidó de la mujer del sofá y se abalanzó sobre Artemisa, pero antes de que pudiera llegar hasta ella, la doncella apareció delante de él como si nada. ¿Cómo se había liberado de la red? Sabía por experiencia que no se rompía así como así. Pero eso daba lo mismo.

Lo único que importaba era echarle el guante a Artemisa.

—Tranquilízate —dijo Kat, que lo había agarrado del brazo.

—Fuera de mi camino, niñata —replicó él, meneando la cabeza—. Nada me impedirá conseguir lo que quiero.

Artemisa puso los ojos en blanco.

—¿Y qué quieres? ¿Tus ridículos poderes?

Sin se abalanzó sobre ella, pero la doncella de Artemisa lo agarró por la cintura y lo tiró al suelo con una fuerza que jamás habría imaginado en una mujer, mucho menos teniendo el brazo roto. La mujer cayó sobre él.

—No quiero hacerte daño —masculló antes de apartarla—, pero eso no quiere decir que no vaya a hacértelo.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Lo mismo digo.

Intentó quitársela de encima, pero se pegaba como el velcro. Lo tenía aferrado de tal forma que no podía llegar hasta Artemisa.

La diosa resopló al ver la pelea.

—Katra, quítate de en medio para que pueda lanzarle una descarga.

Sin se quedó quieto cuando se tranquilizó lo suficiente como para darse cuenta de algo muy importante. Miró a la tal Katra y a Artemisa.

Y al hacerlo, supo cómo iba a salirse con la suya.

Sacó la larga daga de la funda que tenía en la caña de la bota antes de agarrar a Katra y apoyarle la hoja en la garganta. Le lanzó una mirada asesina a la diosa.

—Artemisa, devuélveme mis poderes o mato a tu hija.