Sin se teletransportó directamente hasta la habitación del hotel. Aunque podría haber elegido su propia casa, en esos momentos no le apetecía que Kish o Damien lo molestaran. Necesitaba espacio y tiempo a fin de prepararse mentalmente para lo que tenía que hacer.
Estaba cubierto de sangre y, a pesar de que en otra época le habría encantado la sensación, esos días eran agua pasada. Estaba cansado de todas esas peleas que parecían no tener fin. Cansado de una guerra que sabía que no podía ganar.
La sangre que deseaba tener en las manos pertenecía a una persona en concreto. Si esa sangre pegajosa lo cubriera de la cabeza a los pies, estaría eufórico.
La sangre de Artemisa.
La simple idea de separarle la cabeza del cuerpo le arrancó una sonrisa mientras caminaba hacia el cuarto de baño para darse una larga ducha caliente.
Abrió el grifo y soltó las armas, que cayeron al suelo con un golpe seco. Se desnudó mientras esperaba a que el agua saliera caliente, hasta que, de hecho, saliera hirviendo, para entrar y dejar que lo limpiara. La pelea lo había dejado cubierto de tierra, de sudor y de sangre; tanto suya como de los demonios. Inclinó la cabeza para contemplar cómo resbalaba por su cuerpo y por el plato de ducha antes de desaparecer por el desagüe en un remolino.
El agua caliente relajó sus doloridos músculos, pero no hizo nada para aliviar sus turbulentos pensamientos.
La Retribución, o el Kerir, como algunos lo llamaban, se acercaba, y todavía tenía que localizar el Hayar Bedr, también conocido como la «Luna Abandonada», antes de que los gallu dieran con él y lo liquidaran. No tenía nada que hacer contra ellos sin la Luna.
Aunque con la Luna sus posibilidades de vencerlos también eran escasas, contar con ella era mejor que nada.
Se imaginó el Kerir y apretó los dientes. La noche de Fin de Año, cuando todos los humanos se dispusieran a celebrar la entrada del año nuevo, las siete Dimme (demonios que Anu creó para vengar la destrucción de su panteón) serían liberadas. Él era el único que podía enfrentarse a ellas y, puesto que no contaba con sus poderes divinos, no podría acabar con las Dimme ni de coña.
Que los dioses, los antiguos y los nuevos, los protegieran a todos.
—¡Joder, Artemisa! —masculló.
Esa zorra imbécil. Los había condenado a todos con su egoísmo. Y ni siquiera le importaba. Creía que su divinidad la protegería de los demonios que los amenazaban.
Qué equivocada estaba.
¿Por qué te preocupas?, se preguntó. Al luchar solo conseguiría prolongar su propia muerte. Claro que su forma de ser le impedía mantenerse al margen y cruzarse de brazos mientras morían inocentes. Mientras los demonios asolaban la Tierra. No, llevaba demasiados siglos luchando contra los gallu como para ponerles la Tierra en bandeja sin llevarse por delante a todos los que pudiera.
Eran duros de pelar, pero las Dimme…
Lo despedazarían entre carcajadas. Cerró el grifo con un suspiro y cogió una toalla. La cicatriz que descubrió en su mano lo sorprendió.
Asquerosos gallu…, pensó.
A diferencia de los daimons, a quienes el dios griego Apolo había condenado a robar almas humanas para vivir, los gallu podían transformar a los humanos en uno de ellos. El veneno que transmitían con su mordedura podía incluso convertirlo a él. De ahí que tuviera que cauterizar las mordeduras cada vez que se enfrentaba a ellos. De ahí que se asegurara de decapitar a esas criaturas antes de quemar sus cuerpos. Era la única forma de destruir el veneno para que no se regeneraran.
Eran criaturas prolíficas. Bastaba un mordisco, un intercambio de sangre, y ¡bingo! No necesitaban matar humanos para convertirlos en demonios. Sin embargo, disfrutaban tanto asesinando que normalmente lo hacían por pura diversión. Una vez infectado, el humano muerto perdía su identidad y quedaba bajo el dominio absoluto de los gallu. Los humanos se convertían de ese modo en obedientes esclavos sin autonomía.
O en algo peor.
Once mil años atrás existían guerreros especialmente entrenados y designados por los dioses sumerios para luchar contra los gallu. Cuando el número de esos guerreros disminuyó hasta desaparecer por completo, Sin, ayudado por su hija y su hermano, logró encerrar a los demonios para evitar que sometieran a la Humanidad. Sin embargo, el paso del tiempo y la caída del panteón sumerio facilitaron la fuga de los gallu. Además, se habían organizado y actuaban de un modo mucho más inteligente.
En esos momentos estaban intentando reunir los objetos que su hermano ocultó y que ayudaban a invocar a las Dimme; tenían la esperanza de que ellas los recompensaran por su lealtad. Y era lo más probable.
Sí, en cuestión de tres semanas nadie querría estar en el pellejo de un humano…
Se secó el pelo con una toalla y decidió que no tenía sentido reflexionar al respecto esa noche. Tenía en su poder la Estela del Destino. Al día siguiente se haría con la Luna. Hasta entonces podría descansar unas horas.
Se metió en la cama completamente desnudo e intentó olvidar los acontecimientos de esa noche. En vano. Se imaginaba a los gallu aunando sus fuerzas. Los veía transformando a los humanos en demonios como ellos. No tardarían mucho en controlar el mundo. Madres contra hijos. Hermanos contra hermanos. Su sed de sangre era insaciable. Los gallu eran el arma definitiva, que en un principio fue creada para combatir a los enemigos del panteón sumerio.
En concreto, se crearon para luchar contra los carontes, los demonios que, según su padre, acabarían con los dioses sumerios. Lo que su panteón nunca había previsto era la destrucción de la Atlántida y de sus carontes. Puesto que no había ningún otro demonio que los mantuviera a raya, los gallu decidieron alimentarse y distraerse con los humanos.
Antes de que Ishtar, Zakar y él los acorralaran, consiguieron asolar ciudades enteras. Aún tenía grabada a fuego en la memoria la imagen de los cadáveres de los humanos alzándose de nuevo como demonios para luchar contra ellos.
No obstante, más nítida todavía era la imagen de sus propios hijos volviéndose en su contra…
Gruñó mientras desterraba esos recuerdos. Lo único que conseguiría de esa forma sería hacerse más daño. Y ya había sufrido bastante. El pasado estaba muerto y enterrado.
Tenía un futuro por el que luchar y para hacerlo necesitaba reponer fuerzas.
Cerró los ojos y se obligó a no pensar en nada. A no sentir nada. No podía permitir que algo tan trivial como el deseo de venganza o el odio lo debilitaran. Tenía demasiadas cosas que hacer.
Kat deambuló por las calles de Nueva York, intentando localizar el rastro de Sin. Tal vez ya no estuviera siquiera en la ciudad, pero dado que ese era su paradero la noche anterior, era el punto de partida más lógico. El gélido viento la atravesó mientras se abría paso entre la festiva multitud.
Le encantaba darse una vuelta por Nueva York en Navidad. Y comprendía la necesidad de su padre de pasar esa época del año en la ciudad. Sí, hacía frío, pero sus calles rezumaban vida con toda esa gente comprando, trabajando y… viviendo.
Lo que más le gustaba eran los escaparates de las tiendas decorados y los temas tan divertidos que los escaparatistas elegían. Eran preciosos, y a la niña que todavía llevaba en su interior la volvían loca, sobre todo cuando escuchaba los alegres gritos de los niños que corrían de un escaparate al siguiente señalando con las manos entre los contrariados adultos.
Ella nunca había disfrutado de esa despreocupación. Aunque había vivido una infancia muy protegida, nunca había sido inocente. Había visto cosas que ningún niño debería ver y, aunque había intentado no convertirse en una cínica, costaba no hacerlo.
Sin embargo, esos niños y sus alegres carcajadas… Esos niños que no tenían ni idea de lo feo que el mundo podía llegar a ser… Eran el motivo de su lucha. Por ellos tenía que localizar a Sin y detenerlo. No podía permitir que los convirtiera en sus víctimas.
No después de lo que le había hecho la noche anterior a esa pobre mujer. ¿Por qué profanar un cadáver humano? Seguía sin entenderlo. La afectaba de tal modo que no paraba de pensar en esa mujer y en su familia, que jamás sabría qué le había sucedido.
Era una crueldad y un horror. Estaba mal, simple y llanamente.
Se detuvo para dejar pasar a una niña y en ese momento un tío enorme la empujó por la espalda. Kat lo miró con el ceño fruncido cuando pasó a su lado, mascullando algo. Se percató de que le echaba un vistazo a la niña y siseaba como si fuera un gato. Acto seguido, su expresión se tornó interrogante… como si fuera una bestia salvaje observando su siguiente comida.
No obstante, cuando estaba a punto de lanzarse a por ella, la madre de la niña apareció y le echó un buen sermón por haberse alejado de su lado.
El hombre las miró con tal avidez que a Kat se le heló la sangre en las venas. Había algo sobrenatural en él. Y lo más importante, un brillo rojizo en sus ojos que no tenía nada de humano.
Nunca había visto nada igual.
El hombre resopló y siguió caminando después de haber decidido que dejaría tranquilas a la madre y a la hija.
Movida por la curiosidad que despertaban en ella tanto él como sus intenciones, lo siguió con disimulo. Si no hubieran estado a plena luz del día, lo habría tomado por un daimon en busca de un alma humana para prolongar su vida. Pero era imposible. Porque la maldición de Apolo les impedía salir mientras el sol estuviera en el cielo. Si lo hacían, estallaban en llamas.
¿Qué era entonces?
Y más importante aún: ¿a qué panteón pertenecía? Si no era humano ni tampoco un daimon, algún dios lo había creado. La pregunta era: ¿con qué propósito?
Utilizó sus poderes para sondearlo, pero lo único que percibió en él fue su espíritu humano y su ira al tropezarse.
Tal vez solo estuviera loco…
Lo vio meterse en un callejón desierto.
Algo la instó a pasar de él y seguir buscando a Sin.
Pero no lo hizo. Su forma de ser no le permitía desentenderse de un tema así sin más. Si ese hombre andaba tramando algo, ella era de las pocas personas que podría detenerlo. Nunca haría oídos sordos al dolor de la gente como hacía su madre. No si estaba en su mano aliviarlo.
De modo que, en lugar de seguir caminando por la calle, siguió al tío por el callejón. No tardó mucho en volverse hacia ella con un gruñido feroz.
En esa ocasión sus ojos eran de un brillante color rojo que giraba alrededor de las pupilas. Cuando abrió la boca, dejó a la vista dos hileras de dientes afilados. La agarró por los hombros y la estampó contra la pared de ladrillos.
Atontada por el ataque y por su apariencia, intentó devolverle el golpe.
No obstante, la criatura le cogió la mano, la agarró por el cuello y volvió a estamparla contra la pared con tal brutalidad que se le agitaron todos los huesos del cuerpo. De haber sido humana, estaría inconsciente o muerta.
En cambio, estaba cabreada porque dolía un montón.
—¿Qué eres? —le preguntó.
El tío guardó silencio mientras la alzaba en brazos, toda una proeza dado su metro noventa y dos centímetros de altura y su complexión musculosa, y la arrojó con violencia contra un coche aparcado. El impacto hundió el techo, destrozó el parabrisas y activó la alarma. Kat ni siquiera podía respirar. Notaba el regusto de la sangre en la boca, además de un dolor increíble.
Intentó moverse, pero tenía un brazo roto y parecía estar atrapada entre los restos hundidos del techo y del parabrisas. El hombre se acercó sin apartar esos turbulentos ojos rojos de ella.
Estaba a punto de cogerla cuando vio que algo caía del edificio que tenía enfrente. Un objeto negro que impactó contra el suelo con fuerza, agrietando el pavimento.
Tardó un segundo en comprender lo que era, y la sorpresa fue aún mayor que la que sintiera al ver a su atacante.
Era Sin, vestido de cuero negro de la cabeza a los pies. Estaba agachado en el suelo, pero se enderezó despacio, listo para la lucha. Sus ojos estaban clavados en la criatura que ella tenía delante.
—Gallu —lo escuchó decir—, búscate a alguien que pueda hacerte frente.
Y se abalanzaron el uno contra el otro, olvidándola de momento. Vio a su atacante blandir el puño para atizarle a Sin, que a su vez levantó el brazo para detener el golpe con el brazal plateado que lo protegía. Acto seguido, le dio un puñetazo en el mentón y la criatura retrocedió a trompicones. Sin lo golpeó en el pecho y logró que retrocediera un poco más. Mientras su oponente trastabillaba, él se apartó el abrigo y dejó a la vista un puñal de hoja larga. La criatura volvió a la carga con la boca abierta e intentó morderle. Sin se echó al suelo y lo golpeó en las piernas por detrás, de modo que acabó dándose un buen costalazo contra el pavimento antes de que Sin se girase para clavarle el puñal entre los ojos.
La criatura chilló mientras intentaba liberarse agitando brazos y piernas.
—¡Cierra la puta boca! —masculló Sin antes de sacar la hoja del puñal de la cabeza de su enemigo para volver a apuñalarlo.
Kat se bajó del coche deslizándose por el capó y se acercó a ellos sujetándose el brazo roto; sin embargo, antes de que pudiera llegar Sin decapitó a la criatura y la quemó allí mismo. Horrorizada, retrocedió al ver lo que estaba sucediendo ante sus ojos. Estaban a plena luz del día y a él no parecía importarle.
Cualquiera podría verlos.
Antes de que pudiera moverse, Sin se acercó a ella y la agarró del brazo.
—¿Te ha mordido? —le preguntó mientras comenzaba a toquetearla sin mirarla siquiera a la cara.
Kat siseó cuando le rozó el brazo roto, pero ni eso detuvo su inspección.
Al ver que estaba a punto de subirle la camiseta para echarle un vistazo a su abdomen, le apartó la mano con un guantazo.
—Deja de tocarme.
—¿Te ha mordido? —masculló él otra vez, enfatizando cada palabra. Justo entonces fue cuando la miró a la cara y se quedó petrificado.
Antes de que Kat supiera lo que estaba pasando, la tenía agarrada por el cuello e intentaba estrangularla.