Dos horrores alados fueron a buscarla. Surgieron a toda velocidad del pasadizo y cayeron sobre la criatura, que se había agazapado, aterrorizada, junto al pozo. El fuego líquido que salía de sus fauces le quemó la piel y la hizo gritar, y sus gritos se renovaron cuando, llevada por garras que le desollaban la carne, arrancada a una velocidad de vértigo de su refugio, salió arrastrada por sus captores a la cegadora luz del extraño mundo exterior.
Ascendieron a gran altura en un cielo que rugía y escupía relámpagos. Azotada por los vientos, desgarrada por los ululantes elementos, incapaz de entender qué estaba ocurriéndole o por qué, la criatura se debatía indefensa, agarrada por las dos quimeras que la transportaban implacables hacia adelante. Y al fin, acobardada por la gigantesca magnitud de su terror e incapaz ya de luchar, vio una pared de roca negra que se alzaba ante ella y que terminaba unos trescientos metros por encima de su cabeza. Más allá de la cara del acantilado, en medio del torbellino de la estridente tormenta, seis prismas monstruosos y espectrales giraban lentamente en el cielo, pulsando con tenebrosa luz propia, y su visión casi acabó con los últimos vestigios de su cordura.
Las quimeras cambiaron de trayectoria bruscamente y fueron subiendo y subiendo mientras el acantilado se cernía sobre ellas a una velocidad aterradora. Con los ojos medio velados por lágrimas de dolor y miedo, la criatura vio que el muro negro pasaba a su lado, al parecer a escasos centímetros de su rostro. Entonces lo superaron y se elevaron sobre su cima y, cuando miró hacia abajo, perdió toda esperanza.
El gran pico estaba truncado y formaba una enorme meseta, negra y monótona como un dedo negro. En la meseta esperaban dos figuras. En toda su simple vida subterránea nunca los había visto, pero aun así los reconoció. Aunque para ellos no significaba nada, aunque era tan inferior que no ocupaba ningún lugar en sus titánicas mentes, ella les pertenecía por completo, porque ellos y sus hermanos habían sido sus creadores.
Una de las figuras alzó despacio la cabeza y miró a las quimeras, que ahora trazaban lentos círculos. Había asumido la forma y proporciones de un hombre, pero incluso a aquella distancia la criatura sintió el terrible poder que irradiaba, un poder que abarcaba todas las dimensiones y que se burlaba de la mera estatura física. En su adusto cráneo brillaban unos ojos que eran como estrellas blancas, y su largo cabello dorado flotaba y se ondulaba en la tormenta. En su pecho, cuando alzó una mano imperiosa y ordenó bajar a las quimeras, la criatura vio una luz pulsante y mortífera que arrojaba siete lanzas resplandecientes a la noche: la estrella de siete puntas, el símbolo de la autoridad absoluta del Caos.
La criatura comenzó a implorar de forma incoherente; las palabras se amontonaban en su garganta, y sus miembros se agitaban débilmente en un último esfuerzo por escapar de sus captores. Pensó que sería mejor caer, precipitarse gritando a las profundidades y hacerse añicos, igual que había ocurrido con el último regalo precioso y deseado de su traicionero señor, antes que sufrir aquel horror y el destino que seguramente traería consigo. Pero no podía hacer nada. Despacio, horriblemente despacio, las quimeras descendieron trazando círculos. De pronto las garras la soltaron, y cayó como una piedra sobre la superficie de la meseta mientras sus torturadores batían sus grandes alas y se perdían en la oscuridad.
No podía moverse. Había chocado contra el suelo con tremenda fuerza y el dolor la consumía mientras yacía con el rostro destrozado, aplastado contra la roca. Cuatro de sus extremidades manoteaban débilmente el vacío; las otras dos estaban torcidas y aplastadas bajo su cuerpo. Un gran ruido zumbaba en sus oídos, como el latido de un horrible corazón, y un fluido blanco le goteaba de las esquinas de los ojos.
Sintió la presencia ante ella, que la obligaba a vencer su terror y dejarlo de lado, y atravesaba su conciencia para llegar a las profundidades más elementales de su ser. Por muy golpeada, sangrante y dolorida que estuviera, no tuvo más remedio que obedecer la compulsión de levantar su maltrecha cabeza, dolorosamente, centímetro a centímetro, y alzar la vista.
La miraban, y, cuando los ojos de Yandros cambiaron de blanco a dorado, luego a verde y por último a negro intenso, ella vio ira, desprecio y sed —una sed enorme, insaciable— de venganza. A su lado, la segunda figura, cuyos ojos eran como esmeraldas mortíferas y oscuras, y cuyo cabello era tan negro como el humo de una pira funeraria, la contemplaba con una indiferencia que le pareció tan terrible como la rabia de Yandros. Abrió la boca e intentó emitir un sonido, pero no lo consiguió. Estaba muda, la esperanza reducida a frías cenizas en su interior, y mentalmente repetía una y otra vez una súplica fútil pero desesperada: «Amado mío, ¡no me abandones ahora! ¡Vuelve! ¡Ayúdame! Por favor, oh, por favor…»
El pensamiento se interrumpió cuando Yandros volvió a alzar su fina mano. Un largo dedo la señaló, y un atormentador espasmo le sacudió el cuerpo, renovando el sufrimiento. Y el señor del Caos habló con voz sibilante que contenía todo el poder reprimido de la tormenta que rugía sobre sus cabezas.
—Larva traicionera, ¿qué has hecho?
La tormenta terrenal comenzó con un gigantesco relámpago que arrojó una luz cegadora sobre el pico del volcán, seguida de un trueno que pareció sacudir la Isla Blanca hasta los cimientos. Desde su mirador en el saliente que presidía la caldera del cráter, Ygorla sintió un arrebato de impaciencia que la hizo querer desafiar el rugido de la tormenta con un grito de júbilo. Aquél era el día. Lo había sabido, lo había deseado, había aguardado que llegara con todo el autocontrol de que era capaz su formidable cerebro. Ahora por fin llegaba el amanecer, y el heraldo estaba haciendo sonar su trompetazo. Su cumpleaños. Siete veces tres. El momento de mayor significado desde la noche en que había salido del vientre de su madre muerta, lejos, en aquel adusto Castillo de la Península de la Estrella. Había alcanzado la mayoría de edad. ¡Y su salida de la crisálida de la adolescencia para alcanzar la edad adulta pondría el mundo a sus pies!
Al oír el primer siseo de la lluvia torrencial, se puso en pie y alzó el rostro hacia el círculo de cielo oscuro, muy por encima de ella. Un gigantesco resplandor triple iluminó la caldera, e Ygorla se rió salvajemente mientras el trueno daba su resonante respuesta. Él venía. Lo sabía, lo sabía. Los largos años de espera habían terminado, y en este día reclamaría su herencia.
El relámpago y el trueno cantaron de nuevo, y en el suelo del cráter, donde descansaban los destrozados restos del viejo altar votivo, comenzó a brillar una luz ardiente, como el ojo feroz e incorpóreo de un horno. Ella retuvo la respiración, mirando fijamente a través de la lluvia e intentando contener su nerviosismo mientras la puerta entre este mundo y el del Caos tomaba forma lentamente y se solidificaba dentro de la luz. Vio cómo se alzaba el pomo, vio que la puerta empezaba a abrirse. Sonriente, con una nueva y triunfante seguridad reflejada en el rostro, Narid-na-Gost atravesó el portal y entró en el mundo de los mortales.
—¡Padre! —exclamó con un grito agudo que quedó ahogado por un trueno. Ygorla echó a correr por la empinada senda hacia él. El demonio la vio, y una mano de largas uñas hizo un rápido y violento gesto de rechazo.
—¡Espera, hija! ¡No te acerques!
Confundida, Ygorla se paró de golpe en una roca que ya estaba resbaladiza por la lluvia. El demonio giró sobre sí mismo y, encarándose con la puerta otra vez, alzó ambos brazos y pronunció una palabra extraña que hizo estremecerse violentamente de excitación a Ygorla, pese a no entenderla.
La luz y el portal que contenía implosionaron. El resplandor fue diez veces más brillante que los relámpagos; Ygorla quedó cegada momentáneamente y retrocedió lanzando un juramento de sorpresa. Cuando su visión se recuperó y pudo mirar de nuevo la caldera, vio que no quedaba ni el más mínimo resto de la puerta. Sólo había el cráter vacío, y la figura de su progenitor que todavía sonreía.
Narid-na-Gost la miró. Sus ojos eran como brasas.
—Está hecho —anunció—. El camino entre este mundo y el Caos está cerrado. Por fin he vuelto contigo, hija, y no volveré a dejarte.
Ygorla le devolvió la mirada, y se echó a reír. Era un sonido cantarino de alegría, de triunfo; riendo, corrió senda abajo por el cráter y se arrojó a los brazos abiertos del demonio. Narid-na-Gost también reía, de forma inhumana, maníaca; la alzó en vilo, la besó apasionadamente y por último la soltó, de forma que ella dio un par de vueltas y se detuvo, con los brazos extendidos y las manos cogidas todavía a las del demonio.
—Hija mía —dijo el demonio; de pronto, todo el júbilo había desaparecido de su voz, aunque el placer y un gélido orgullo seguían allí—. ¡Ah, mi dulce hija! Vengo a felicitarte en éste, el más feliz de los días. Y te traigo el regalo que te prometí hace tantos años. —Sonrió con ferocidad—. Te traigo el poder que has ansiado esgrimir desde la noche en que diste tu primer paso vacilante en los misterios de la hechicería.
Ygorla sintió que el corazón comenzaba a latirle con tal fuerza que creyó que se le desencajarían los huesos de la caja torácica, y sus brillantes ojos azules despidieron una luz ávida. Éste era el día que había esperado durante todos aquellos largos y frustrantes años, y, ahora que el momento estaba cerca, apenas podía contener su nerviosismo.
Pero Narid-na-Gost estaba saboreando su triunfo y no iba a permitir que le metiera prisa.
—¿Recuerdas aquella noche, Ygorla? —preguntó en voz baja—. ¿Recuerdas lo que sentiste, hija, cuando la columna de piedra ardió a una orden tuya? ¿Recuerdas las llamas del Caos que obedecieron tu voluntad?
Lo recordaba, del mismo modo que recordaba a las mujeres que gritaban y a los hombres asustados. También recordaba la última mirada aterrada en el rostro de su tía abuela, la vieja Matriarca, un momento antes de que el fuego del Caos la consumiera. Esbozó una sonrisa que armonizaba con la del demonio.
—Has recorrido un largo, largo camino desde entonces —prosiguió Narid-na-Gost, sin hacer caso de otro ensordecedor trueno—. Esos pequeños hechizos son ahora juegos de niños para ti. Pero el ansia sigue ahí, ¿verdad? El ansia de poder, más y más poder; todo el que tu alma pueda contener.
—¡Sí! —jadeó Ygorla—. ¡Oh, sí!
—Entonces, mi demoníaca hija, tendrás ese poder. O, mejor, lo tendremos. Porque yo también tengo mis ambiciones. Mientras que tú conseguirás la grandeza en el mundo de los mortales, yo pienso adquirir otro tipo de poder en otro reino.
Echó a andar por el cráter y, por encima de los hombros encorvados y deformes, su cabeza se volvió para mirar siniestramente al cielo. Un relámpago surcó las alturas, poniendo de relieve sus rasgos, y, cuando volvió a hablar, su voz rezumaba un veneno dulzón.
—Hoy en el Caos hay una tormenta de otra clase —dijo—. Y esa tormenta no ha hecho más que empezar. Una nueva era está a punto de comenzar, tanto para los dioses como para los humanos.
Ygorla lo miró con ojos febriles. No entendía lo que quería decir, pero sentía como respuesta un impulso de impaciencia en su alma.
—Mis amos —prosiguió Narid-na-Gost con furia— se han vuelto autocomplacientes. Han olvidado su propósito y han olvidado el linaje que una vez les dio la voluntad y la fuerza para romper el yugo del Orden sobre el mundo mortal. Desde que Aeoris y sus anémicos paniaguados fueron vencidos, ha habido paz. —El desprecio llenó su rostro de fealdad—. ¡Paz! ¿Qué placer encuentra el Caos en ello? ¿Dónde está la gloria, dónde el pandemónium, dónde el terror que antes imponía el Caos? ¡Yandros nos ha fallado! Permanece ausente, satisfecho con que prevalezca el Equilibrio, y permite que los hombres nos adoren o no a su gusto; ¡y con eso ha demostrado ser un pusilánime y un estúpido!
Ygorla miró inquieta al cielo. ¿Oirían los dioses aquella blasfemia? Porque si lo escuchaban, entonces…
—No habrá represalia —afirmó Narid-na-Gost, girando bruscamente para encararse con ella, quien se dio cuenta de que él había leído su atemorizado pensamiento. Sus ojos mostraban irritación, pero en sus labios se dibujaba un sonrisa feroz—. No puede haber represalias, Ygorla, ahora no, porque estamos fuera del alcance de Yandros y no nos puede ni controlar ni amenazar. —Hizo una pausa y luego añadió—: Se terminó el secreto. Estamos a punto de mostrarnos ante un mundo desprevenido, y a punto de embarcarnos hacia nuestro último propósito: ¡gobernar no sólo el reino de los mortales sino también el reino del Caos!
La mirada de Ygorla se hizo desorbitada.
—¿Qué?
El demonio se rió quedamente.
—Ah, de manera que te sorprendo. ¿Nunca adivinaste mi verdadero propósito, hija? ¿No habías comprendido cuál había de ser mi última meta?
Ella intentó hablar, pero sólo consiguió pronunciar una incoherente negativa.
—Yo… nunca…, yo pensé…
—¿Pensaste que mis ambiciones eran terrenales? Oh, no. No soy de carne mortal, soy del Caos. Y, aunque Yandros y los de su raza de alta cuna puedan despreciar a los que son como yo, estoy más cerca del corazón del verdadero Caos que ellos. El verdadero Caos es la locura, Ygorla. Es esgrimir el poder de forma gloriosa y salvaje por el valor del poder mismo, ¡por la magnífica y total alegría de hacerlo! Ésa es nuestra herencia, la herencia que esos que se hacen llamar dioses han abandonado y han permitido que se olvide. Ha llegado la hora de poner remedio a ese descuido. Es hora de que todo el poder del Caos vuelva a elevarse y aprisione con un abrazo de hierro al mundo, como debería haberlo hecho en el momento del Cambio.
Había comenzado a andar otra vez; se detuvo de pronto y, volviéndose, señaló a Ygorla con un dedo retorcido.
—¡Yandros ya no es digno de reinar en el Caos! Ha traicionado todo aquello que el Caos representaba y ya no se merece el poder que ostenta. Es hora de que sea depuesto de su trono. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¡Tengo la intención de ser yo quien ocupe su lugar como nuevo señor del Caos!
Sus palabras fueron como un martillazo para Ygorla. No podía emitir sonido alguno; sólo podía mirarlo, mientras todo su cuerpo temblaba y el cerebro asimilaba la enormidad de lo que le acababa de decir.
—Ygorla —continuó Narid-na-Gost, poniéndose a su lado con un rápido movimiento—. Ygorla, piénsalo. Piensa en lo que significaría para nosotros. Tú podrías ser una Margravina de Margravinas en este mundo, pero ¿de qué te serviría esa gloria mortal si te vieras limitada por las necias restricciones de una sociedad humana débil y enfermiza? —Le acarició el rostro, lo que hizo que ella se estremeciera—. Eres mi hija, y tu alma nació del Caos. ¿Qué querrías como herencia? ¿Un Margraviato que sólo lo sería de nombre, con consejeros que te dirigieran y sabios que te limitaran y arrogantes mortales que se dirían tus iguales? ¿O verdadero poder, poder respaldado por toda la energía del Caos, que pondría el mundo a tus pies en temblorosa obediencia a tus más mínimos deseos?
¡Oh, pero qué visión tan espléndida! Una visión de gloria y de grandeza, que empequeñecía cualquier pretensión humana. Ygorla podía verlo; se veía a sí misma investida de majestad, temida y adorada por un mundo pasmado, mientras que su padre demonio subía al trono del Caos para canalizar su pandemónium a través de ella y unirse a ella en un reino de poderío incontestable que abarcaría distintas dimensiones. Lo deseaba, lo anhelaba con un ansia voraz y avasalladora que reducía su razón a cenizas.
Pero la razón no perdió del todo su dominio, y de repente clavó un cuchillo helado en su cerebro y deshizo su visión.
—¡No! —gritó desesperada y, cubriéndose el rostro con las manos, se volvió al tiempo que su sueño de dominio se derrumbaba—. ¡No es posible!
—Ygorla…
—¡No puede ser, no lo es! —Las lágrimas la cegaban cuando se giró de nuevo hacia él, desgarrada entre la atracción desesperada y la furiosa maldición—. ¡Padre, quiero ese poder! ¡Lo quiero! ¡Pero está fuera de nuestro alcance!
Narid-na-Gost la cogió por la muñeca.
—No, hija. Está en nuestras manos.
Ella se quedó helada. Con gesto indiferente y divertido, el demonio pensó que su rostro era un estudio de un trauma melodramático. No importaba; era joven y todavía estaba mancillada por cualidades humanas. Ya aprendería.
—He dicho —repitió en voz baja— que está en nuestras manos. —Le apretó la muñeca—. Tranquilízate y recuerda. ¿Recuerdas que te dije que traería una chuchería bonita para complacerte?
—Lo recuerdo. Desde luego, aunque…
—Calla. La chuchería que te he traído es algo más que un juguete, Ygorla. Es una llave. Y con ella podemos abrir la puerta que nos conducirá a cuanto deseamos.
Mientras Ygorla seguía mirándolo sin comprender, él se llevó la mano libre al pecho. Pareció por un instante que no era más que un gesto, pero entonces Ygorla vio el brillo oscuro de algo en su puño apretado. Aspiró con ansiedad; aunque no sabía qué tenía el demonio, había notado un repentino y claro cambio en la atmósfera.
El demonio abrió el puño y mostró la gema. De los labios de Ygorla surgió un suave sonido, mitad jadeo, mitad suspiro, mientras la contemplaba. Era hermosa; quizás el objeto más hermoso que había visto nunca. En aquel mundo, pocas de sus verdaderas tonalidades del Caos resultaban visibles; pero, aun así, parecía refractar y reflejar cien sutiles tonos distintos de azul. Y en su núcleo, como un diminuto corazón, se veía una negrura de la que emanaba un poder inimaginable.
A duras penas consiguió apartar la vista de la piedra, pero, por fin, con un tremendo esfuerzo miró una vez más a Narid-na-Gost.
—¿Qué es, padre? Nunca había visto algo tan… —Su voz se desvaneció cuando le fallaron las palabras, y movió la cabeza en un gesto de impotencia.
Narid-na-Gost sonrió.
—Esto —dijo— es la llave para alcanzar nuestros objetivos, y nuestra garantía y salvoconducto contra cualquiera que se interponga en nuestro camino. Tócala, Ygorla. Siente al menos una parte de su naturaleza.
Ella estiró el brazo. Sus dedos extendidos tocaron la joya, y, por un instante aturdidor, una visión asaltó su mente. Una oscuridad sulfurosa, una tormenta gigantesca que empequeñecía a cualquier cataclismo terrenal, y poder, un poder inmenso e inconmensurable.
Los ojos carmesíes de Narid-na-Gost la miraron con astucia.
—Los señores del Caos se han vuelto un poco descuidados con el paso de los años, desde que arrebataron las riendas del poder a Aeoris. Siguen manteniendo una atenta vigilancia ante las maquinaciones del Orden, pero ni una sola vez se les ha ocurrido mirar a sus espaldas, para ver qué podía estar tramándose en su propio dominio. —Por un momento, cerró la mano de nuevo sobre la joya, apretándola con fuerza—. Esto no es una chuchería, Ygorla. Le he robado algo a Yandros que él y sus hermanos valoran más que nada; ¡porque esta bonita gema contiene nada más y nada menos que el alma de un señor del Caos!
Un sonido extraordinario, incompleto, surgió de la garganta de Ygorla. Cada átomo de humanidad en ella se sublevaba contra aquella demencial revelación. «El alma de un dios»; no, ¡aquello era una locura, un disparate!
Pero, al mismo tiempo que se producía el aterrorizado rechazo en su interior, otra voz se alzó para chocar contra él, como la poderosa resaca en una marea. No sabía cómo podía ser posible algo semejante, pero un terrible e inquebrantable instinto la convencía de que Narid-na-Gost estaba diciendo la verdad.
Pero el alma de un dios…
La voz del demonio se abrió paso en su confusión.
—Aún hay muchas cosas que debes aprender para entender, hija mía. Una es que Yandros y sus hermanos no son ni omnipotentes ni del todo indestructibles. Nosotros, los del Caos, tenemos almas, aunque éstas sean distintas de las de los mortales. Y las almas de nuestros antiguos amos toman la forma de gemas, que han guardado seguras dentro de un complicado sistema de cavernas en el corazón de nuestro mundo… hasta ahora —concluyó con una risita.
Ygorla estaba todavía demasiado aturdida para poder hablar. Extendió una mano en dirección a la joya, obedeciendo a la necesidad de tocarla una vez más, pero su mano se quedó a unos centímetros del resplandeciente objeto, cuando el temor se impuso al deseo.
—Nunca soñé que fuera tan fácil —prosiguió Narid-na-Gost con leve satisfacción—. Pero el robo fue tan sencillo como quitarle la teta a un niño recién nacido, lo cual no es sino otro síntoma del declive de la prudencia de Yandros. La piedra tenía un único guardián, de una clase tan baja que casi no poseía cerebro, y un pequeño engaño fue suficiente para arrebatar la gema de su refugio y cogerla. Ygorla, ¡tenemos como rehén la vida de un dios!
Ygorla había quedado tan fascinada por la joya que no se había parado todavía a considerar las implicaciones más profundas. Pero ahora comenzó a entender el verdadero valor que tenía para ellos.
—Sería cuestión de un momento destruir esta piedra —dijo el demonio—. Otro pequeño secreto que nuestros amos no supieron guardar como es debido. Una sola palabra, y la gema se rompería en pedazos y el alma en su interior se extinguiría. Ése es nuestro salvoconducto contra los intentos de venganza de Yandros. No se atreverá a intervenir contra nosotros, pues el riesgo que implica es demasiado grande. Mientras esta gema permanezca en nuestro poder, él se ve impotente, ¡y nosotros podemos dejar nuestra señal en este mundo y hacer planes para llegar a dominar el Caos!
La visión que había llenado de júbilo el corazón de Ygorla volvía a cobrar forma. Poder y gloria, poder y adoración, la vida y la muerte esclavas de su voluntad. Tenía los medios para conseguir esas cosas. Gracias a aquel demonio de ojos carmesíes que la había concebido y que, hacía siete años, había regresado para revelarle su linaje, ahora el futuro estaba al alcance de su mano.
No podía expresar sus sentimientos con palabras, pero se traslucía en sus ojos, un mensaje claro y terrible. Narid-na-Gost lo vio, lo leyó y sonrió.
—Vamos, hija mía —indicó, cogiéndola de la mano—. Es hora de que por fin abandones este lugar.
El amanecer era tan frío y triste como los agitados pensamientos de Karuth, quien contemplaba el mar desde la vertiginosa altura de la torre más septentrional del Castillo.
En la medida en que era capaz de estar contenta de algo en aquel momento, estaba satisfecha de haberse obligado a realizar la agotadora escalada de los miles de peldaños que subían en espiral por el núcleo de la torre hasta aquella aguilera en la cima. Sin algo que fuera un reto para su mente y para su cuerpo, podría haber perdido el control, tras lo ocurrido hacía una hora. Aquella terrible prueba autoimpuesta —y ahora sabía que la subida lo era, aunque antes hubiera pensado que era una exageración— había canalizado la furiosa energía que crecía como una tormenta en su interior y, al menos, le había procurado tranquilidad.
Aquella estrecha habitación, una de las tres que había en la cima de la torre, estaba muy fría y olía fuertemente a humedad. Era probable que nadie hubiera puesto el pie en ella durante los últimos treinta años, quizá más. Mirando a su alrededor, Karuth vio los desechos de viejos tiempos olvidados, amontonados por todas partes y pudriéndose: restos de velas, una caja de yesca, un montón de libros bajo una pequeña mesa comida por la carcoma; dos copas, una de ellas rota; un trozo de tela, irreconocible bajo capas y capas de polvo. Otros días, otras vidas, ahora reducidas a fantasmas. Tal vez, pensó con inusual amargura, debería trasladar sus pertenencias a aquel lugar desolado y convertirlo en su refugio, porque empezaba a sentirse tan fuera de lugar y anacrónica con respecto al Castillo como cualquier inquieto fantasma procedente del pasado.
La entrevista con Tirand, que había tenido lugar mientras amanecía, había sido uno de los momentos más dolorosos en la vida de Karuth. Pensando, con razón, que ella no habría dormido después de los acontecimientos ocurridos, Tirand había enviado a un criado a su habitación con un mensaje, rogándole que fuera a verlo a su estudio. El ceremonioso tono del mensaje ya dejaba entrever lo que iba a suceder, y, cuando su hermana entró en el estudio y se sentó, el Sumo Iniciado no perdió el tiempo con palabras agradables, sino que dijo lo que tenía que decir con franqueza y sin rodeos.
Al igual que Karuth, Tirand no había pensado en dormir y, tras su desagradable separación en el Salón de Mármol, había decidido que debía tomar ciertas medidas sin demora. Quería, dijo, ser únicamente justo, y por lo tanto había hecho lo que cualquier hombre razonable habría hecho en sus circunstancias. Había despertado a cuatro de los adeptos superiores y juntos habían regresado al Salón de Mármol para realizar un Rito Superior que confirmaría o negaría lo dicho por Karuth.
—Sondeamos los planos astrales, y sondeamos todos los niveles del éter —le dijo con solemnidad—. Debo informarte, que no encontramos nada. Ninguna perturbación en los dominios ocultos, superiores o inferiores. Ninguna señal de los dioses. Nada que pudiéramos interpretar, por muy sutilmente que fuera, como una confirmación de tu experiencia. —Alzó la mirada; sus ojos parecían cansados, tristes y un poco, sólo un poco, resentidos—. Por lo tanto, tengo que decir que sólo puedo sacar la conclusión de que lo que viste fue una ilusión.
—Entiendo —repuso Karuth, mirándose las manos, que tenía fuertemente entrelazadas sobre su regazo; luego lo miró con gesto desafiante—. ¿Me has hecho llamar sólo para decirme eso?
Hubo una pausa.
—No —contestó Tirand—. No sólo eso. Hay más.
Ella esperó. Estaba claro que Tirand se sentía muy incómodo, pero Karuth no quiso ceder facilitándole las cosas. Por fin, él volvió a hablar.
—Karuth, quiero que me prometas que darás este asunto por concluido.
Era lo que ella había esperado, y tenía lista la respuesta. Con tranquilidad, pero con firmeza, dijo:
—No, Tirand. No lo haré.
—¿Por qué no?
—¡Porque no puedo! Te lo he dicho antes, y parece que tengo que repetírtelo ahora: ¡lo que vi no fue ni una alucinación ni un espejismo!
Tirand se pasó las manos por el pelo con un gesto tenso.
—¡Karuth, te equivocas! Nuestro ritual lo demostró…
—¡Lo único que demostró fue que tú y unos cuantos adeptos no fuisteis capaces de ver lo que yo vi! Los rituales no son infalibles, Tirand, ¡y es peligroso y de cortas entendederas confiar en ellos tanto como tú lo haces!
—¡Y es mucho más peligroso fiarse de un suceso psíquico momentáneo, sin evidencias que lo respalden! —replicó enfadado Tirand—. Dioses, Karuth, ¿qué te ocurre? Esto es completamente irracional…
—¡No lo es! —exclamó ella—. ¡Ha ocurrido algo y yo lo he presenciado! —Se puso en pie y le dio la espalda con frustración e ira—. Pero mi palabra no es suficiente, ¿verdad? La palabra de una maga experta en elementales, quien además es una de las personas del Círculo con capacidades extrasensoriales más desarrolladas…, ¡eso no basta!
—No es cuestión de tu palabra, ¡maldición! No estoy poniendo en duda lo que viste, sólo las circunstancias en que lo viste.
—Ohhh… —Karuth se encaró de nuevo con él y lo miró con frialdad—. ¿Sabes?, empiezas a hablar igual que padre. ¿Recuerdas, hace años, cuando la Matriarca resultó muerta y su pupila desapareció? Padre dijo exactamente lo mismo que tú ahora: «Da carpetazo al asunto, olvídalo; no hemos encontrado nada y, por lo tanto, no haremos nada».
—Padre tenía razón.
Ella le lanzó una mirada de incredulidad.
—¿Razón? ¡Dioses, qué hipócrita eres! Lo has olvidado, ¿verdad? Viniste a mi cuarto después de la reunión con Lias Barnack y las hermanas de Chaun Meridional, y prácticamente me rogaste que realizara una investigación privada en los planos elementales. ¿O te atreverás a decir que ese recuerdo también es una imaginación mía?
Tirand se ruborizó, irritado por el hecho de que, hasta que Karuth se lo recordó, realmente había olvidado aquel viejo incidente.
—Aquello fue un asunto muy distinto.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porque en aquel momento no se había realizado ningún Rito Superior. ¡Padre sólo archivó el asunto más adelante, cuando llevó a cabo los rituales pertinentes y no encontró nada extraño!
—Oh, ya veo. —Karuth comenzó a andar como una leona enjaulada—. ¿De manera que el hecho de que la Matriarca de la Hermandad fuera abrasada por un fuego antinatural, y que ese mismo fuego calcinase una columna de piedra maciza, además de consumir aparentemente todos los restos mortales de una chica de catorce años, no fue nada extraño? —Se volvió hacia Tirand con los puños apretados—. ¡Eso es exactamente lo que quiero decir sobre los rituales, Tirand! ¡Pueden fallar! Claro que ocurrió algo, pero no conseguimos descubrirlo. ¡Ahora se ha producido exactamente la misma paradoja! —Vaciló, pero luego añadió una desafiante afirmación—: Si quieres que te lo diga con toda claridad, ¡creo que puede haber una relación entre ambos hechos!
Aquellas palabras, ahora lo sabía, fueron su mayor equivocación. Hasta entonces había existido una probabilidad, pequeña, pero probabilidad al fin y al cabo, de convencer a Tirand para que reconsiderase su actitud. En lugar de eso, había evocado un viejo fantasma que nadie aparte de ella quería recordar, y al hacerlo había echado a perder su argumento ante los ojos de Tirand.
Tirand apoyó las manos en la mesa y se quedó mirándolas.
—Dioses —dijo huecamente—. Eso otra vez, no.
Karuth hizo un esfuerzo desesperado por arreglar la situación.
—Tirand, no estoy diciendo necesariamente que…
No la dejó terminar.
—Pues yo creo que sí, creo que es lo que está detrás de todo esto, ¿no es cierto, Karuth? La sobrina nieta de Ria Morys. Tu misterio favorito que vuelve a asomar su fea cabeza. —De repente, una de sus manos se cerró y golpeó con fuerza la mesa—. ¡Ya estoy harto de esa obsesión, y no quiero oír nada más! —Se levantó, y su silla hizo un chirrido al arrastrarse que provocó dentera en Karuth. Tirand se cuadró con determinación—. Karuth —insistió, con tono áspero y ceremonioso—, te lo pediré de nuevo. ¿Me prometes que considerarás este asunto zanjado a partir de ahora?
La cosa había llegado demasiado lejos. Karuth ya no podía echarse atrás, a menos que estuviera dispuesta a transigir y a no ser coherente con sus más profundas creencias. Y eso era algo que no podía permitirse hacer.
—No —respondió—. No lo haré.
Durante medio minuto, quizás, hubo un tenso silencio. Tirand permanecía inmóvil, con la mirada fija en la mesa. Karuth sintió un frío desagradable en el estómago, cuando se dio cuenta de que por primera vez no sabía qué pensaba Tirand o cómo iba a reaccionar. Aquella revelación fue una conmoción para ella y de pronto se sintió a la deriva. Al fin, Tirand alzó la vista.
—Muy bien —dijo con calma—. No me dejas elección, Karuth, aunque me apena hacer esto. Como Sumo Iniciado es mi deber y mi privilegio ser el último arbitro en asuntos de conducta y disciplina dentro del Círculo. De acuerdo con esa capacidad, debo informarte que, a partir de ahora, impongo una prohibición sobre este asunto.
Karuth aspiró profundamente y entrecerró los ojos. No esperaba aquello.
—¿Oficialmente? —preguntó.
—Oficialmente. —Si Tirand notó el tono peligroso en la voz de Karuth, no dio muestras de ello. Su mirada se encontró con la de su hermana—. No me gusta, pero tampoco veo otra alternativa posible. No —la cortó, cuando ella abrió la boca para protestar—, no hay nada más que decir. El documento necesario será redactado y testificado esta mañana y tendrá efecto inmediato. —Dudó, y después prosiguió—: Estaría insultándote a ti y a tu rango si fuera más allá.
Aquello era cierto, pero al mismo tiempo Karuth se sintió más insultada que por cualquier protocolo. Sabía muy bien lo que significaba la prohibición: a partir de aquel momento ningún adepto del Círculo podría investigar lo ocurrido en el Salón de Mármol, ni siquiera discutirlo. Semejantes medidas drásticas habían sido siempre la prerrogativa del Sumo Iniciado, y el castigo por desobedecerlas era exponerse a una vista disciplinaria ante todo el concilio. Con un movimiento, Tirand la había encadenado, y ella no podía romper las cadenas sin poner en peligro todo su futuro como adepta.
Sentía la bilis en la garganta, la amargura de la furia, el rechazo y la humillación. No podía hacerle eso a ella, su hermana, su compañera, su colaboradora… ¿No significaba nada la lealtad para él? En algún lugar, se agitaba un gusano de culpabilidad, el conocimiento de que, en justicia, no podía culpar totalmente a Tirand de aquella situación, pero su propio enfado era demasiado grande para que la vocecita de la razón pudiera hacerse escuchar. Fue entonces, herida por el sentimiento de dolor y traición, que abandonó el autocontrol y dijo aquellas palabras que nunca debió haber pronunciado.
—Muy bien, hermano —replicó, y casi escupió esa última palabra—. No tengo opción; a menos, claro, que decidiera desafiarte abiertamente y enfrentarme a las consecuencias. Aunque, si el Círculo es tan ciego o tan psíquicamente inepto como su líder, entonces quizá la desobediencia no sea tan mala cosa.
Tirand la miró, con el rostro congestionado.
—Sal de esta habitación —le ordenó; tenía los puños apretados, y los músculos del cuello se le tensaron como cuerdas mientras intentaba contenerse para no estallar—. ¡Maldita seas, vete! ¡Y no te atrevas a presentarte ante mí hasta que no estés dispuesta a pedir perdón!
Karuth sonrió con amargura.
—Creo que ambos tendremos que esperar mucho tiempo —contestó y, girando sobre sus talones, salió de la habitación dando un portazo.
Ahora, en el tranquilo refugio de la torre, Karuth revivió mentalmente aquellos últimos minutos de su encuentro. Empezaba a lamentar sus imprudentes palabras; habían sido innecesariamente crueles, aunque hubiera —como creía— una pizca de verdad en ellas. Conociéndose, sabía que acabaría por pedir perdón a Tirand, aunque las excusas deberían esperar a que el genio de ambos se calmara un poco. Pero el mandato era una cuestión totalmente distinta, porque, allí donde su conciencia y su intuición chocaban con las leyes del Círculo, no estaba en su forma de ser el ceder. Y, en el asunto de su visión en el Salón de Mármol, sabía con toda certeza que el juicio de Tirand era fundamental y peligrosamente erróneo.
Lo que había visto no era una alucinación. La lógica podría argumentar que el peso de la evidencia estaba en su contra, pero Karuth creía que la lógica no tenía mucho que ver con aquella situación. Cuando estaba de pie junto al mosaico central, el momento antes de mirar y ver las siete estatuas, había sentido un poder terrible e insano que crecía en el Salón, la sensación de que una fuerza monstruosa amenazaba con abrirse camino al mundo mortal, utilizando el mosaico como foco. Había sido como la sensación de temor profundamente arraigado que experimentaba a menudo antes de que llegara un Warp, sólo que peor, mil veces peor. Energía salvaje, incontrolable. Energía caótica. Y, cuando las estatuas gritaron en silencio, una voz había martilleado en su cabeza una única palabra: «NO, NO, NO…».
Una ráfaga de viento helado y malintencionado se coló por el cristal roto de la ventana y la tocó con dedos helados. Afuera, sobre el mar, un claro en las nubes dejaba pasar un rayo de sol que era como una espada clavándose en el océano. Los tristes pensamientos de Karuth se cristalizaron de pronto, como el rayo de sol, en una única y clara certeza. Era lo que su subconsciente había estado intentando decirle desde que se había despertado gritando de su pesadilla, cuando su poder la había llamado, la había empujado hacia el Salón de Mármol y había colocado ante ella la verdadera visión. Era algo que iba contra toda lógica, pero ahora estaba segura. Y con la certeza llegó un miedo frío e implacable.
Algo terrible e inimaginable había ocurrido en el reino del Caos. Aunque su mente no podía ni siquiera atisbar su naturaleza o su propósito, Karuth sabía que estaba relacionado inexorablemente con aquel otro misterio más antiguo que durante tantos años la había perseguido. Con la sobrenatural sabiduría de un moribundo, Keridil Toln había descubierto la verdad y, aunque se había llevado su conocimiento a la tumba, Karuth creía de todo corazón que, dictara lo que dictara el Círculo, era vital que la clarividencia que le había sido otorgada al viejo Sumo Iniciado en sus últimas horas fuera investigada y redescubierta. Porque ahora, más de veinte años después de haber sido arrojada a la vida, la rueda innombrable que se había puesto en movimiento la noche en que nació Ygorla Morys, por algún terrible y oscuro avatar, acababa de completar un círculo completo.