La energía golpeó a Karuth como un martillo y la arrancó gritando de sus sueños, en un espasmo gigantesco que la arrojó de la cama al suelo. Agitando los brazos, rodó como una loca en pleno ataque, totalmente fuera de control, mientras la realidad y el sueño chocaban entre sí y lanzaban su cuerpo y su mente a la confusión. Una mesa volcó, una alfombra patinó bajo Karuth y la empujó hacia adelante. Acabó golpeándose con fuerza contra la pared de piedra bajo la ventana, y el impacto la hizo morderse la lengua, mientras el aire entraba en sus pulmones en violentos estertores.
Luz. No había luz alguna, no veía, necesitaba luz. Gemía de miedo y no sabía por qué, pero no conseguía detener los sollozos. La sangre de la lengua herida le corría por la barbilla; buscó el alféizar de la ventana y, al encontrarlo, se puso de rodillas y tiró débilmente de las cortinas, intentando apartarlas para que la luz de la luna —¡luz, bendita luz!— entrara en la habitación. Por fin, los pesados cortinajes se separaron un tanto, y un rayo helado de color plata gris cayó sobre el rostro de Karuth. Sus gemidos se transformaron en un gruñido de alivio y agradecimiento, y éste cedió paso al silencio cuando la razón comenzó a imponerse al pánico.
Una pesadilla. No podía haber sido otra cosa. Sólo un sueño muy, muy malo que ahora no podía recordar. Tenía arañazos en las rodillas y en los codos, por haberse arrastrado sin control por el suelo; se lamió la sangre del labio inferior, e hizo una mueca de dolor cuando sintió una punzada en la lengua, allí donde se había mordido. Dioses, debía de haber sido un sueño monstruoso para provocar semejante reacción. Por un instante, en el que su corazón se aceleró al máximo, se preguntó si de verdad estaba despierta o si aquél era otro nivel de la misma pesadilla. Bajo sus manos, el antepecho de la ventana parecía bien real, y la habitación, débilmente iluminada ahora por la segunda luna, tenía un aspecto normal y proporcionado. Pero al mismo tiempo se sentía… anormal. Era la única palabra que le venía a la mente para describir su sensación: anormal. Como si todavía estuviera en los brazos del sueño y en cualquier momento aquella realidad fuera a convertirse en algo enloquecido e incontrolable, y arrojarla a las profundidades de una nueva y peor pesadilla.
Se puso en pie y apartó del todo las cortinas. Una parte de ella no quería mirar al patio, por miedo a ver algo que pudiera confirmar sus dudas, y tuvo que hacer un esfuerzo para mirar a través del cristal el vacío panorama de ventanas sin iluminar y susurrantes enredaderas y la seca y silenciosa fuente central. No se veía nada extraño, tan sólo la familiar visión del Castillo dormido. Pero, sin embargo, algo parecía estar mal.
Recuperando confianza, Karuth se volvió para enfrentarse a la puerta del dormitorio. Sentía una necesidad urgente de salir corriendo de la habitación; pero ¿adónde? ¿Qué era lo que la empujaba? ¿Una llamada, o una invitación a huir? Aquella idea disparó otra vez sus nervios y, cuando se dio cuenta, ya estaba a medio camino de la puerta.
No —se dijo con firmeza, deteniéndose—. ¡Esto es ridículo! ¡Eres una adepta de alto nivel y una hechicera experta, no una novicia de primer rango, a quien asusta una sombra en la noche! Pero el raciocinio no era un arma lo bastante poderosa. Tenía que salir de aquella habitación. Tenía que hacerlo.
Karuth cogió la bata de lana que había dejado doblada a los pies de la cama, abrió la puerta y salió al pasillo. Las últimas antorchas se habían apagado y el pasillo semejaba unas fauces oscuras, abiertas a lo desconocido. No le daba miedo la oscuridad, pero temía otra cosa, algo a lo que todavía no podía dar un nombre o una identidad. En su sueño, el Castillo parecía respirar como un animal viejo pero poderoso al que no convenía molestar. Dio un paso dubitativo más allá de la puerta; y entonces se tuvo que morder la lengua otra vez para no gritar cuando, a su izquierda, apareció una luz.
—¡Karuth! —Una figura, con un rostro pálido y asustado que todavía parecía más espectral a la vacilante luz de la única vela que llevaba, surgió del pasillo lateral con los ojos desorbitados. Calvi Alacar dejó escapar un suspiro de alivio que hizo que la pequeña llama goteara cera—. Dioses, ¡creí que había llegado mi última hora!
Se miraron, sintiéndose ambos un poco estúpidos; ninguno de los dos quería ser el primero en confesar los motivos de andar por el Castillo a aquellas horas. Karuth aún tenía la sensación de que la llamaban, y ahora dicha sensación parecía cobrar forma, pero no le hizo caso.
—Calvi…, es tarde para que estés levantado —dijo. Era una afirmación obvia y fatua, pero, en medio del alivio que experimentaba, no se le ocurrió nada mejor.
—Sí. —Karuth pensó que Calvi se ruborizaba, aunque era difícil comprobarlo en la penumbra—. Yo… —De pronto se vino abajo—. ¡Oh, Karuth, tuve una pesadilla tan terrible! ¡Pensé que había sacado de la cama a todo el Castillo con el grito que di al despertarme! —Vaciló y luego se encogió de hombros—. Tenía que encontrar a alguien. No podía quedarme allí solo, de verdad que no podía. Lo siento. No quería despertarte.
—No me despertaste, Calvi. Yo también tuve una pesadilla. O al menos creo que la tuve —confesó. De nuevo, la sensación de que la llamaban fue como una garra helada que se posara sobre ella. Esta vez no pudo relegarla y vino acompañada de un imperativo más tenebroso: «Algo está mal».
—Algo está mal. —Las palabras de Calvi repitieron con tanta exactitud el pensamiento de Karuth que ésta se quedó parada, y su rostro mostró la desolación que sentía. El joven asintió—. Lo sé, Karuth. Los dioses sabrán por qué es así. No tengo poderes extrasensoriales, pero lo siento como una enfermedad en los huesos.
—Sí —dijo ella—, yo también lo siento. —Y bruscamente comprendió el impulso, comprendió lo que tenía que hacer, y las palabras surgieron sin que pudiera contenerlas—. Es en el Salón de Mármol.
—¡Aeoris! —exclamó Calvi, abriendo mucho los ojos y haciendo el signo de los catorce dioses con la mano que tenía libre—. ¡Éste era mi sueño! ¡Me lo has hecho recordar! Sabía que algo andaba mal en el Salón de Mármol pero no podía entrar, porque no soy adepto, y por eso iba corriendo por el Castillo en busca de alguien que me ayudara, y no había nadie. Entonces, de repente, supe que algo me estaba siguiendo, me volví y… —Se interrumpió de improviso y se estremeció—. No quiero recordar eso. Era demasiado real.
Karuth no necesitaba más confirmaciones. Metió rápidamente los brazos en las mangas de la bata y se la ciñó. Cuando habló, su voz era firme y autoritaria.
—Voy a investigar. Será mejor que vuelvas a tu habitación, Calvi. Aquí no hay peligro; estarás a salvo.
—No, Karuth. Voy contigo.
—No puedes. Como tú mismo has dicho, el Salón de Mármol está prohibido para todos menos para los adeptos de mayor rango. Obedéceme y vuelve a tu habitación, por favor.
—No. —Su tono recordaba de repente al Alto Margrave, su hermano, y Karuth quedó sorprendida—. Ya no soy un niño —dijo—. Y, con el debido respeto, no estoy bajo tu tutela. Si tienes intención de averiguar qué está pasando, entonces iré contigo y, francamente, no veo cómo podrás impedírmelo.
Desde el punto de vista puramente práctico se equivocaba; Karuth podría haberlo detenido porque conocía uno o dos trucos de magia que lo harían salir corriendo hacia su habitación y encerrarse allí con llave hasta la mañana. Pero recurrir a esos métodos sería un despilfarro de tiempo y energía. Además, no tenía derecho a hacerlo; y debía admitir, aunque sólo fuera para sí, que agradecería su compañía.
—Muy bien —aceptó Karuth—. No voy a discutir contigo. Pero sólo podrás acompañarme hasta la biblioteca. No puedo infringir las leyes del Círculo.
Él asintió rápidamente.
—Lo comprendo.
Las sombras aparecían y se movían entre las barandillas mientras ellos descendían por la escalera principal. De mutuo acuerdo, y sin necesidad de hablar, ambos se mantuvieron muy cerca el uno del otro dentro del pequeño círculo de la luz de la vela mientras cruzaban el suelo embaldosado y abrían la gran puerta del Castillo. Cuando ésta se abrió con un crujido de sus enormes goznes, irrumpieron en la sala el aire frío y la gélida luz de la luna; afuera el patio era un mosaico de negro y plata.
—¿Oyes el mar? —La voz de Calvi era un susurro inquieto cuando comenzaron a bajar los escalones de piedra.
—No —contestó Karuth, irracionalmente enfadada con él por llamarle la atención acerca del peculiar silencio. Podía contar con los dedos de la mano los días de su vida en los que el rugido de la marea bajo la mole del Castillo había sido inaudible, y no quería pensar en posibles portentos—. Pero esta noche no hay viento y hay marea muerta —añadió. Era una explicación racional, pero no acababa de parecer del todo verdadera, y la apartó de su mente—. Vamos. No dejes que se apague la vela.
Avanzaron como fantasmas por la avenida flanqueada de columnas hasta la puerta de la biblioteca. Cuando Calvi abrió la puerta, Karuth sintió el olor que venía de abajo, olor a polvo, moho y pergamino viejo. Siempre le había gustado aquel olor extraño pero de una familiaridad reconfortante. Pero aquella noche, sin embargo, algo la hizo pararse al olerlo.
—Yo iré primero —ofreció Calvi.
—No —se opuso ella. No podía dejar que aquel miedo ridículo y sin fundamento la venciera—. Yo iré delante. Mantén alta la vela ¡y no dejes que se apague!
Calvi se esforzó en dar a su voz un tono de animación que estaba muy lejos de sentir.
—No te preocupes. Ya te oí la primera vez.
Comenzaron a descender por la escalera de caracol. El frío pasaba de la helada piedra a los pies descalzos de Karuth; una vez, sus dedos tocaron algo pequeño que se apartó corriendo, y el estómago le dio un vuelco. Aspiró con fuerza el aire rancio y continuó. Todo estaba muy silencioso, silencioso como una tumba, y eso no era normal, porque allí, en los cimientos del Castillo, era corriente que el ruido del mar resonara desde las cavernas que había en la base del macizo. Esta noche, no obstante, como en el patio, no se oía nada.
Por fin, la indecisa luz de la vela de Calvi iluminó los imprecisos perfiles de una puerta delante dé ellos. Bajaron apresuradamente los últimos escalones, y Karuth abrió la puerta que daba a la biblioteca del Castillo.
Calvi dejó escapar lentamente el aire.
—Hay tizones en los hachones. ¿Enciendo unos cuantos?
—Sí, hazlo —repuso Karuth. Se sentía ridícula al intranquilizarse por la oscuridad, pero aquella inquietud primaria no la dejaba y la luz ayudaría a mantenerla a raya. Poco a poco, la cámara abovedada fue adquiriendo una tranquila iluminación amarillenta, a medida que Calvi aplicaba la vela a tres antorchas, y el ambiente también pareció iluminarse al retroceder las sombras.
Karuth miró en dirección a la puerta antigua y sin pretensiones, apenas visible detrás de su escudo de estanterías, que conducía al Salón de Mármol. Como si el contacto físico fuera una especie de talismán, alargó un brazo y tocó la mano de Calvi.
—Aguarda aquí —le dijo—. Confío en no tardar mucho.
Karuth esperaba —¿deseaba quizá?— que él discutiera y que al final ella no tuviera más remedio que saltarse las reglas y dejar que la acompañara, pero Calvi no hizo tal cosa. Algunas leyes eran sacrosantas y Calvi conocía la fuerza de la prohibición que le impedía entrar en el Salón de Mármol. Fuera lo que fuera lo que hubiera allí, Karuth tendría que afrontarlo sola.
Calvi se paró junto a la puerta abierta, con la vela en alto, y observó cómo Karuth se adentraba por el estrecho pasadizo de peculiar simetría que la conduciría a la puerta plateada. Una luz fresca se derramaba hacia ella; a medida que la débil llama de Calvi quedaba atrás y el brillo nacarado se hacía más intenso, Karuth fue recuperando algo de confianza. Aquél era territorio conocido, el santuario íntimo de los adeptos. Aquí no tenía nada que temer.
¿O sí? ¿Esta noche sí?
Apartó aquel pensamiento insidioso. Era una adepta del Círculo. No tenía nada que temer, se dijo una vez más. No había nada que temer, y repitió la afirmación en su mente como una letanía mientras llegaba al fin ante la puerta plateada y se detenía ante ella. Extendió un brazo para tocar la superficie brillante y fría, y casi se echó a reír cuando reparó en el elemento vital que había pasado por alto con las prisas. No tenía la llave de la puerta. La única llave estaba al cuidado de Tirand, y sin ella nadie podía entrar en el Salón de Mármol. Idiota, se reprochó Karuth, sin saber si estaba enfadada o tremendamente aliviada. ¡Idiota!
Reprimiendo la alegría que intentaba adueñarse de ella, apoyó la mano contra la superficie de la puerta para recuperarse.
El cierre hizo un chasquido, y la puerta se abrió.
El sonido que surgió de la garganta de Karuth fue muy agudo, y se truncó bruscamente cuando la impresión llegó al fondo de su cerebro. Aquello era imposible. Pero la vista no mentía: la puerta, cerrada y comprobada por el Sumo Iniciado, que no había sido tocada desde que se había realizado el último Rito Superior, había desafiado toda lógica y se abría ante ella.
—Dioses… —Las manos de Karuth comenzaron a temblar cuando el instinto apartó a la razón, y sus palabras susurradas fueron tanto un ruego de protección como de guía. La puerta abierta mostraba el interior del Salón, y vio que las nieblas de suaves colores que se movían entre las columnas se retorcían formando dibujos deformes, como si un viento racheado se hubiera colado allí y las estuviera agitando. Pensó, aunque intentó convencerse de que era imaginación suya, que escuchaba lejanas voces extrañas y etéreas que susurraban con tono preocupado.
No podía quedarse en el umbral, como un ratón que tuviera miedo de un gato merodeador. Tenía que decidirse; entrar, o admitir que era una cobarde y regresar a la biblioteca y a la reconfortante presencia de Calvi. Con resolución, Karuth se recordó que era una adepta del Círculo y que su deber consistía en llegar hasta el final de aquel asunto. Si se había enviado una señal desde el reino de los dioses, entonces ella, como su servidora, debía estar preparada y dispuesta a recibirla.
Cerró los ojos y realizó un ejercicio mental rápido pero eficaz para calmar sus alterados nervios. Después, y tras hacer el signo de respeto con los dedos separados, se obligó a avanzar al interior del Salón. Las neblinas la rodearon y los contornos de las columnas se hicieron precisos a su alrededor, como los troncos de un bosque petrificado; casi esperaba oír el sonido de la puerta cerrándose a sus espaldas, pero eso no ocurrió. El aire tenía un olor ligeramente acre, que reconoció pero que al principio no pudo identificar, hasta que recordó los experimentos con fuerzas elementales que a veces había llevado a cabo en la intimidad de sus aposentos. Aquello se parecía a la atmósfera que quedaba tras realizar aquellos rituales, la sensación de que algo había estado, se había marchado y había dejado su huella. Pero no detectó fuerzas semejantes en el Salón, y los susurros, no importa de dónde procedieran, no eran los de los elementales.
Apenas podía distinguir las siete estatuas de los dioses, que surgían ante ella entre la niebla. No podía percibir ningún detalle; por el momento eran meros contornos borrosos y oscuros que interrumpían los aleatorios dibujos de color. Karuth apartó la mirada de ellas deliberadamente, consciente de lo fácil que sería, en su actual estado, comenzar a imaginar que las estatuas no eran moles inertes sino cosas vivas, dispuestas a mover sus esculpidos miembros en cualquier momento y bajar de sus pedestales. Su mirada se paseó por el complejo mosaico del suelo; sin saber por qué, buscaba el dibujo circular negro, que, por lo que todo el mundo sabía, marcaba el centro exacto del Salón de Mármol. Por fin lo vio, destacando en agudo contraste con los delicados diseños que lo rodeaban, y anduvo deprisa hacia allí.
Entonces se detuvo.
Algo está mal. Las palabras le volvieron a la cabeza con una sorprendente brusquedad, y esta vez no eran conjeturas sino una completa certeza. El círculo de mosaico era demasiado negro; no parecía mármol sino un vórtice abierto de la nada, una boca que se abría a otra dimensión. Atraía su atención, la desorientaba, y Karuth se tambaleó mareada, mientras su sentido de la perspectiva se deformaba.
De repente, los agitados murmullos crecieron en su mente, y a través de la sibilante confusión escuchó una palabra, repetida una y mil veces en una enloquecida letanía: «NO, NO, NO, NO, NO…».
Karuth jadeó, alzó la mirada en dirección a las siete estatuas que surgían de la espesa niebla, y su garganta quedó atenazada por el asombro y la incredulidad.
Las siete estatuas ocupaban su lugar habitual, dominantes por encima de su cabeza. Pero, mientras que los rostros de los siete señores del Orden se mostraban tan serenos y distantes como siempre, los esculpidos rasgos de Yandros y cinco de sus hermanos habían cambiado. Tenían las bocas abiertas, en un horrible rictus que deformaba y tensaba cada rostro; los ojos miraban desorbitados y enloquecidos. En silencio, apresadas en un momento congelado y eterno, las estatuas de los dioses del Caos estaban gritando.
Y en una de las estatuas, en grotesco y horripilante contraste con la impasible expresión de su contrario en el reino del Orden, el rostro del séptimo señor del Caos se había roto, y no quedaba de él más que un cuarteado muñón de piedra.
Calvi se había apartado de la puerta, pero poca diferencia significaba eso, y ahora ya no podía seguir engañándose a sí mismo: estaba asustado. Idiota, estúpido, se dijo; la biblioteca era uno de los lugares que más frecuentaba y había pasado allí más horas de las que podía recordar, entre los libros y los pergaminos. Sin embargo, aquellas visitas se habían hecho en circunstancias más favorables, e, incluso con tres antorchas encendidas, había una enorme diferencia entre estar en aquella sombría cámara en la alegre compañía de sus iguales, o estar esperando a solas en mitad de la noche, mientras Karuth intentaba llevar a cabo su solitaria misión en el Salón de Mármol.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba Karuth en el Salón. El paso del tiempo era algo subjetivo; podía haber transcurrido un minuto o una hora desde que la había visto alejarse por el pasadizo tenuemente iluminado. Calvi se preguntó si no debería subir corriendo la escalera para ver en qué posición en el cielo se encontraba la segunda luna, pero desechó la idea. Todavía no. No podían haber pasado más que unos cuantos minutos desde que ella se había marchado. Mejor esperar: enseguida regresaría. Era demasiado pronto para comenzar a preocuparse.
Paseó la mirada por las estanterías de la biblioteca en busca de algo que entretuviera su mente y apartara las especulaciones enfermizas. Los libros y manuscritos parecían demasiado intimidadores; sabiéndose incapaz de concentrarse en la lectura, comenzó a andar arriba y abajo, ajustando sus pasos al ritmo de una tonadilla que había escuchado durante las fiestas del pasado Primer Día de Trimestre. Un grupo de músicos ambulantes habían venido a probar suerte en el Castillo y Tirand, de un humor inusualmente expansivo, los había contratado para que dieran un breve concierto en honor del verano que empezaba. No recordaba la letra de la canción, pero la melodía se había metido en algún rincón de su cerebro y ahora la recuperó en un esfuerzo por distraerse. Pero ni siquiera eso funcionó; recordó que era una canción para beber, y eso sólo sirvió para hacerle pensar que habría estado mucho mejor de haber tenido algo para beber, en lo posible algo muy fuerte. Y, mejor aún, algo de compañía humana.
En el mismo momento en que aquel sentido pensamiento cobraba forma, oyó pasos en la escalera, al otro lado de la puerta de la biblioteca.
El estómago de Calvi se contrajo violentamente con la impresión, y por un terrible instante creyó que iba a vomitar de puro miedo. No había hecho más que pensar en aquello y…
El pánico salvaje que iba en aumento se vio bruscamente anulado cuando una voz conocida habló desde el descansillo de la escalera.
—¿Quién hay ahí?
—¿Tirand? —La voz de Calvi se quebró, y carraspeó en la segunda sílaba, al dejar escapar la tensión—. ¡Tirand, soy yo, Calvi!
La puerta se abrió y el Sumo Iniciado, con ropas arrugadas y el cabello despeinado, apareció en el umbral.
—¿Calvi? En el nombre de Aeoris, ¿qué estás haciendo aquí?
Calvi reprimió una necesidad irracional de echarse a reír, y se llevó una mano a la boca para frenar aquel espasmo.
—¡Podría hacerte la misma pregunta, Tirand! Me desperté después de tener una pesadilla, y sentí una compulsión…
—¿Una compulsión? —Tirand frunció el entrecejo, y aquel gesto, unido al súbito cambio de tono en su voz, hizo que Calvi se diera cuenta de lo que implicaba.
—Dioses —dijo—. ¿Tú también?
Tirand barrió la biblioteca con la mirada.
—Sí —replicó lacónicamente—. Y no creo que seamos los únicos. He estado buscando a Karuth. No está en su habitación.
—No. Está aquí, Tirand. Vine con ella, pero sólo me dejó llegar hasta aquí —explicó, haciendo un gesto en dirección a la pequeña puerta—. Ahora se encuentra en el Salón de Mármol. Dijo que allí se hallaba el origen de lo que está ocurriendo, sea lo que sea.
El gesto de preocupación del Sumo Iniciado se hizo más intenso.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—No lo sé —repuso Calvi, con un gesto de impotencia—. Parece una eternidad, pero ya sabes lo engañoso que puede resultar el tiempo cuando esperas. Probablemente sólo unos minutos.
—Será mejor que vaya tras ella. —Tirand se dirigió hacia la puerta pero se detuvo—. Yo que tú me iría a la cama. Aquí no puedes hacer nada.
El joven se esforzó en sonreír débilmente.
—Esperaré, Tirand. Lo prefiero, si a ti te da lo mismo.
Pensó por un instante que el Sumo Iniciado pondría alguna objeción, pero Tirand se limitó a encogerse de hombros.
—Como quieras.
Se encorvó para pasar por el bajo dintel de la puerta y comenzó a avanzar por el pasadizo, que resplandecía levemente. Calvi estaba cerca, con la mano sobre el pomo de la puerta, observándolo, y Tirand pensó que después debía dar las gracias al joven. Había hecho bien en escoltar hasta aquí a Karuth, aunque se preguntó por qué precisamente Calvi habría sido afectado por lo que fuera que estaba ocurriendo aquella noche. Karuth y él era una cosa, pero ¿Calvi? No tenía sentido.
El pasadizo se curvaba ante él y la luz de la puerta plateada se reflejaba en un ángulo de la pared. Tirand casi había llegado a la curva cuando se perfiló una sombra y, un instante después, Karuth, con la bata recogida a la altura de las rodillas y abandonada toda dignidad, apareció corriendo y chocó con él.
—¡Karuth! —Ambos se tambalearon hacia atrás por el encontronazo, y Tirand cogió a su hermana por los brazos—. Karuth, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—¿Tirand? —Los ojos de Karuth estaban muy abiertos, como enloquecidos, y por un momento pareció totalmente desconcertada. Entonces, como cuando se abre una ventana en un cuarto a oscuras, regresaron la lucidez y el reconocimiento—. ¡Oh, gracias sean dadas a los dioses! ¡Rápido; ven conmigo! ¡Tienes que verlo! ¡Tienes que verlo por ti mismo!
Lo cogió de las manos y, antes de que pudiera decir nada, tiró de él en dirección al Salón de Mármol.
Tirand no tuvo oportunidad de hacer las preguntas que se amontonaban en su mente, y la febril urgencia de su hermana provocó en él el inicio de una reacción parecida, aunque no podía ni siquiera imaginar el motivo de la agitación de Karuth. Entraron en el Salón. Karuth se desvió para evitar el mosaico negro y luego se detuvo ante las siete grandes estatuas.
—¡Ahí! —Su voz resonó áspera en él Salón, y sus ecos fueron chocando entre las columnas—. ¡Mira!
Tirand obedeció; se produjo un tenso silencio.
—¿Qué se supone que debo ver? —inquirió al cabo.
—¿Co…? —La palabra no acabó de salir de la garganta de Karuth cuando ésta miró a su vez.
Las esculturas asomaban enormes y silenciosas en las neblinas que cambiaban lentamente. Yandros tenía su acostumbrada sonrisa sabia y privada, mientras que sus hermanos —sus seis hermanos— miraban serenamente a la neblina resplandeciente. Las estatuas estaban como siempre, sin ningún daño.
Tirand se volvió hacia su hermana.
—Karuth, ¿qué significa todo esto? —preguntó, desconcertado.
Ella tragó saliva. Parecía que su garganta se hubiera cerrado, y no podía apartar la vista de las estatuas. Aquello era imposible. Había visto los cambios. Los había visto y eso la había hecho huir del Salón para correr en busca de Tirand y los otros adeptos.
—Estaban gritando… —Su voz sonaba como la de una persona que tuviera dos veces su edad.
—¿Gritando? Karuth, en nombre de Aeoris, ¿qué quieres decir?
Ella respiró hondo un par de veces para tranquilizarse, y se lo contó. Tirand escuchó en silencio el lacónico relato y, cuando terminó, Karuth vio que dejaba de mirarla a ella para clavar la vista en el suelo. Su expresión era tensa y preocupada.
—Karuth… —Ella conocía aquel tono, que combinaba el dulce razonamiento con una total inexorabilidad—. Estabas soñando. Debió de ser eso.
—¿Soñando? ¿Quieres decir que me encontré con Calvi y bajé hasta la biblioteca y luego hasta el Salón de Mármol, todo eso dormida?
—No, claro que no quiero decir eso. Pero estamos en mitad de la noche, tu mente no debe de estar precisamente de lo más despejada. Puede que te hayas deslizado entre el sueño y la realidad sin darte cuenta después de llegar aquí…
—Estaba completamente despierta, Tirand. No me cabe la menor duda.
Él alzó las manos en un gesto conciliatorio.
—De acuerdo; si tú lo dices, no voy a discutirlo. Por lo tanto, ha de haber otra explicación.
En su estado febril, Karuth interpretó el poco convencimiento de Tirand como escepticismo y desconfianza, y sintió una súbita irritación.
—¡Claro que hay otra explicación! —replicó con aspereza—. ¡Maldita sea, Tirand, no estoy ciega! ¡Sé lo que vi! ¡Esas estatuas estaban atormentadas! Algo ha ocurrido…, algo terrible, algo que todavía no comprendemos…
—¡No puedes decir eso con ninguna certeza! —la interrumpió Tirand—. ¿Dónde están las pruebas? ¿Dónde están las señales? ¡Aquí no hay nada que esté mal! —afirmó, abriendo los brazos para abarcar todo el Salón—. ¿Sientes alguna perturbación astral? ¿Sientes que haya algo fuera de lo normal? Porque yo no.
—¡Pero yo lo sentí!
—Eso no basta, Karuth. No es suficiente para convencerme de que no estabas soñando o teniendo una alucinación.
Karuth expulsó el aire con violencia, entre los dientes apretados.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—¡No, claro que no! ¡Por todos los dioses, piensa con lógica! ¡No estoy cuestionando lo que creíste ver; sólo digo que debió de ser algún tipo de ilusión!
—¡Dioses! —estalló Karuth—. ¡Estúpido! ¿Qué forma crees que adoptaría una señal procedente de los dioses?
Tirand movió la cabeza con expresión cansina.
—Karuth, una ilusión no tiene por qué ser necesariamente una señal de los dioses. Eres una adepta de quinto rango; tú mejor que nadie debes reconocer que no podemos suponer que cualquier aberración momentánea tenga un significado más profundo. Como Sumo Iniciado, mi deber es conservar cierto sentido de la proporción…
—Oh, tu deber… —Karuth escupió las palabras, y luego la rabia volvió a apoderarse de ella y no pudo controlarse—. Tu deber es para con los dioses, todos los dioses, ¡no sólo para con Aeoris y sus cobardes hermanos! —Y se calló, horrorizada, al darse cuenta de lo que acababa de decir.
Por unos instantes hubo un silencio total. Después, muy sereno, Tirand habló.
—Karuth, no creo que tengas total dominio de ti misma en estos momentos, por lo que pasaré por alto esa blasfemia y el hecho de que haya sido pronunciada en este lugar sagrado. Pero no pienso oír nada más. Estás cansada y sobreexcitada; regresa al Castillo y acuéstate. Si hay algo más que hablar, lo hablaremos por la mañana.
Karuth no pudo responderle. Si se permitía hablar, diría algo que luego quizá lamentaría el resto de su vida. Lanzó una última mirada a las estatuas, giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta. La furia y la amargura la estaban desgarrando, y advirtió con desconsuelo que en aquel momento despreciaba a Tirand hasta tal punto que casi lo odiaba. Era tan ciego, tan pomposo, tan estirado… Dioses, pensó, ¿es que no se daba cuenta? ¿No sentía que algo estaba tremendamente mal? ¿En qué clase de Sumo Iniciado se había convertido, que permitía que sus capacidades de adepto se sofocaran bajo la insignificante obsesión de las formas y las maneras? ¿Qué había sido del hermano que tanto quería y admiraba?
Oyó pasos a su espalda cuando se acercaba a la puerta plateada, y Tirand la llamó. Podía ser que hubiera una nota conciliatoria, casi suplicante en su voz, pero Karuth no se detuvo a analizarla. En su presente estado de ánimo no tenía ganas de saber lo que Tirand sentía o pensaba, porque no le importaba lo más mínimo. En el umbral de la puerta se detuvo y miró hacia atrás, con ojos duros como el hielo.
—Hace años —dijo— me confesaste que no te considerabas tan digno del cargo de Sumo Iniciado como lo habría sido yo, si hubiese podido acceder a él. —Hizo una pausa; veía a Tirand a medias en la neblina que vacilaba. Una parte de Karuth no quería decirlo, pero se impuso la otra parte de su ser, más tenebrosa, y las palabras surgieron, amargas y enfurecidas—. Empiezo a pensar que quizá tuvieras razón.
Se alejó por el pasadizo que resplandecía suavemente.
Cuando Karuth apareció por la puerta, Calvi saltó de la silla en la que estaba, ante una de las mesas de la biblioteca.
—¡Karuth! —Su voz revelaba una mezcla de alivio y preocupación—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—Estoy perfectamente —contestó; pasó a su lado sin mirarlo a los ojos y se encaminó a la escalera. Calvi hizo ademán de seguirla, pero, antes de poder hacerlo, Tirand apareció.
—Ah, Calvi. —El Sumo Iniciado tenía el rostro colorado y pronunciaba las palabras como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo de autocontrol—. Volvemos todos al Castillo. No hay nada de que preocuparse.
—¿Qué pasa con…?
—¡Deja de hacer preguntas! —lo cortó Tirand, pero enseguida logró controlarse—. Lo siento —se disculpó, al tiempo que se volvía para cerrar y apagar metódicamente las antorchas—. Estoy demasiado cansado; perdóname. Nada está mal.
Calvi recogió la vela y se dejó conducir hacia la escalera.
—Karuth parecía… —comenzó a decir.
—Karuth está algo enfadada, sencillamente —repuso Tirand, y una sonrisa nada convincente afloró a sus labios—. Probablemente ha sido su sueño. Olvídalo, Calvi. Te lo aseguro, no hay nada que esté mal.
Calvi no quedó satisfecho, pero no tenía la suficiente confianza para presionar a Tirand. Y presentía que tampoco sería prudente preguntarle en aquel momento al Sumo Iniciado qué opinaba de su propia pesadilla y sus posibles implicaciones; así que permaneció callado, aunque por dentro rebosaba de interrogantes, mientras salían de la biblioteca y subían la escalera. Cuando llegaron al patio no se veía a Karuth por ningún lado, y Tirand se adelantó por la avenida de columnas y subió los escalones hasta la puerta principal. Cuando entraron, Calvi creyó oír pasos en el descansillo del final de la escalera, pero no se veía a nadie.
—Te deseo buenas noches —dijo Tirand volviéndose hacia él, y la mirada que le lanzó frenó cualquier comentario que pudiera haber hecho el joven. Entonces, como si algo que hasta el momento hubiera estado reprimido saliera a la superficie a pesar de sí mismo, la expresión de Tirand se relajó un tanto y se volvió casi triste, a juicio de Calvi—. No hay por qué preocuparse, Calvi, ni por qué dar vueltas a los acontecimientos de esta noche. Todo está bien.
Con la vela goteando en la mano, Calvi observó al Sumo Iniciado que se alejaba, no en dirección a la escalera sino hacia su estudio, y le pareció que el andar erguido de Tirand era una máscara, una defensa que ocultaba algo que no podía ni quería compartir con nadie. Sus aseveraciones de que todo andaba bien eran dolorosas y evidentes mentiras, pero Calvi se dijo que quizás el Sumo Iniciado había repetido aquellas mentiras tanto en su propio beneficio como en el de Calvi. Tirand parecía agobiado por las preocupaciones. Más que eso, parecía viejo. Apenas tendría diez años más que Calvi, pero la distancia que los separaba era mucho mayor que el mero tiempo físico de los años. Pertenecían a mundos distintos, pensó Calvi. Y, con una intuición de la que nunca había disfrutado antes, de repente sintió una profunda compasión por Tirand.