—Queridos, ¡ha sido un recital sencillamente espléndido! —Shaill Falada besó a Karuth en la mejilla y después estrechó efusivamente las manos de Strann—. ¡Espléndido! La Alta Margravina todavía lo está comentando; la ha emocionado tanto vuestra amabilidad al dedicarle esa pieza especial…
Strann tuvo la elegancia de ruborizarse ligeramente, y Karuth sonrió.
—Gracias, Matriarca —repuso—. No negaré, sin embargo, que estaba muy nerviosa al tener que tocar con semejante maestro —añadió, mirando a su compañero de dúo.
Esta vez Strann dijo algo ininteligible y se volvió; la sonrisa de Karuth se convirtió en risa. La Matriarca también se rió.
—No finjáis modestia conmigo, maestro Strann; conozco bien vuestra reputación, en más de una materia. Me honraríais si accedierais a visitarnos en Chaun Meridional para las festividades del Primer Día de Trimestre de verano. Alguien de vuestra talla artística sin duda animaría nuestros festejos.
Strann recobró su compostura al instante e hizo una reverencia.
—Señora, sois demasiado amable.
—Desde luego que lo soy, y pago bien por buenos servicios. Así que el Primer Día de Trimestre de verano, y no os atreváis a olvidarlo —dijo la Matriarca, y se volvió para contemplar la explanada, donde las enérgicas danzas campesinas estaban en pleno apogeo—. La tormenta ha quedado en nada, gracias sean dadas. Cuando se escuchó aquel trueno aislado pensé que la lluvia nos estropearía la noche, pero ahora no hay ni una nube en el cielo. Aunque hay que tener en cuenta que aquí el tiempo en primavera siempre es impredecible.
Karuth contempló la segunda luna, que se iba poniendo por el horizonte occidental, contra un fondo de estrellas. Tampoco había ni una nube en el cielo cuando el relámpago había surcado el cielo, pero parecía ser que ni la Matriarca ni nadie más, excepto Strann, lo había advertido. Reprimió un impulso de decirle algo a Shaill y decidió que era mejor guardarse sus intranquilos pensamientos acerca de aquel asunto.
Dejando aparte aquel momento de desconcierto, el improvisado recital que Strann y ella habían ofrecido a los invitados a la boda había sido un éxito. Ante las peticiones, habían tenido que improvisar dos bises y después, en medio de las felicitaciones, Karuth había visto que el Alto Margrave hacía un aparte con Strann, le cogía la mano efusivamente y le entregaba un buen puñado de monedas, entre las cuales, observó Karuth, había unas cuantas de oro. Era consciente de haber sido algo más que una pequeña ayuda para que Strann se congraciara con un patrón tan influyente, pero no le envidiaba a Strann ni una de las monedas que había ganado. Y, cuando él regresó a su lado, ruborizado por el éxito obtenido, los músicos del baile comenzaron a tocar de nuevo y Strann le pidió a Karuth que lo obsequiara con el primer baile; ella asintió con una amplia sonrisa. Karuth descubrió que Strann era un buen bailarín además de un buen músico, y al primer baile siguió el segundo y luego el tercero, hasta que Karuth se declaró sin aliento para poder seguir. Ahora habían encontrado sitio cerca de las mesas, donde se estaba sirviendo más comida y más vino, y Strann no parecía dispuesto a abandonar su compañía, aunque ella había notado, divertida, cómo paseaba su mirada por la gente, fijándose en una cara bonita aquí, un cuerpo esbelto allá. Su popularidad entre las jóvenes asistentes era evidente, y Karuth supo que, si no hubiera sido por su imponente presencia, las chicas habrían acudido a él como moscas a la miel. Pero, por el momento, Strann creía que ser visto en compañía de la hermana del Sumo Iniciado valía más la pena que buscar otro tipo de citas.
—Vuestro plato está vacío, dama Karuth. —La voz de Strann interrumpió sus ensoñaciones a la vez que el músico le cogía su plato—. ¿Puedo traeros algo de comer?
Karuth sonrió.
—Gracias, no. He comido de sobra.
—Otra copa de vino entonces —dijo y llamó a un criado chasqueando los dedos; algo, sospechó Karuth, que no hubiera osado hacer un rato antes.
Volvieron a llenarles las copas. La Matriarca los había dejado, llevada por un conocido, y por el momento no había nadie que pudiera escuchar su conversación.
—Un brindis —propuso Strann alzando la copa—. Por la música y por su más virtuosa maestra. Os saludo y os doy las gracias por la amabilidad que conmigo habéis tenido.
—¿Amabilidad? —repitió Karuth, sorprendida.
—Sí. Habéis sido lo bastante amable para permitir que yo persiga mis ambiciones egoístas esta noche y, gracias a vos, parece ser que no me faltará el pan durante una buena temporada. —Esbozó su amplia y contagiosa sonrisa—. Supongo que no querréis considerar el convertiros en mi mecenas oficial.
Karuth se echó a reír.
—No creo que necesitéis un mecenas, Strann. No haría más que estorbar vuestra pomposidad natural.
—Ah, bien —repuso él, aparentando desánimo; pero, antes de que pudiera decir nada más, el griterío procedente de la gente en la explanada los hizo volver las cabezas. Comenzaba una nueva danza y, entre gritos de aprobación, Blis Hanmen Alacar conducía a la Matriarca al centro de los bailarines ya dispuestos.
—Debe de estar a punto de amanecer —comentó Strann y dio palmas para sumarse a la aprobación general—. Éstos son los últimos emparejamientos rituales; pronto llegará la hora de la danza del Doble Círculo, y entonces aquellos de nosotros que no nos hayamos derrumbado exhaustos podremos por fin acostarnos. No niego que lo agradeceré —añadió sonriente—. Ha sido una larga noche.
—Pero memorable.
—Oh, sí. —Su expresión se hizo repentinamente seria, y una ligera arruga apareció en su frente—. Eso desde luego.
Antes de que Karuth pudiera indagar sobre aquel repentino cambio de humor, llamó su atención un movimiento entre la gente que se agolpaba en los límites de la explanada y vio un reducido grupo que se dirigía hacia ellos. Abría la marcha la Alta Margravina, escoltada por Tirand y Lias Barnack, seguidos a una distancia prudencial por una chica atractiva, morena y pequeña, cuyo nombre Karuth no conocía, pero que había bailado con Tirand en varias de las danzas anteriores. Jianna apretó el paso al acercarse, y tanto Karuth como Strann se levantaron e hicieron una reverencia ante ella.
—Karuth… ¿Puedo llamarte Karuth? —inquirió Jianna, con el rostro rojo de felicidad; su cabello desprendía destellos dorados a la luz de las antorchas—. Muchísimas gracias por tu interpretación de esta noche. Ha sido realmente arrebatadora. Y tú, maestro Strann, ¡has estado magnífico! Tu reputación no te hace justicia en absoluto. Tirand me ha dicho que ni siquiera os habíais visto antes de esta noche. Apenas puedo creerlo; tocasteis como si lo hubierais hecho juntos toda la vida.
—Señora, nos honráis —repuso Strann haciendo una nueva reverencia. Karuth lo imitó.
—No puedo entretenerme. Debo bailar esta pieza con mi padre, mientras que Blis lo hace con la Matriarca. Gracias de nuevo. Gracias de parte de todos nosotros. ¡Gracias! —Era probable que Jianna hubiera bebido un poco más de lo que estaba acostumbrada, pensó Karuth; eso realzaba su brillo, pero estaba sobreexcitada y locuaz. Se alejó apresuradamente, como un torbellino de capa dorada y cabellos resplandecientes, y Lias Barnack sonrió a sus espaldas.
—Nuestra nueva Alta Margravina traerá un aire nuevo a esta corte rancia, si no me equivoco —comentó—. ¡Que Aeoris y Yandros la bendigan! En cuanto a vosotros dos, tan sólo puedo añadir mi humilde granito de arena a los elogios que ya habéis recibido. Estuvisteis muy inspirados.
A Karuth la sorprendió y emocionó aquel sencillo elogio de Lias, que siempre hacía ostentación de su cinismo. Tirand también añadió sus cumplidos, aunque ella detectó una nota de reserva en su voz y vio que miraba a Strann con cierta desconfianza. La chica morena se había quedado en un segundo plano, y Tirand no hizo ademán de presentarla; en lugar de eso, se encaró con Strann y le habló directamente.
—Veo que eres Maestro de las Artes Musicales —observó con tono no demasiado amistoso—. Me sorprende que, como ha dicho antes la Alta Margravina, no nos hayamos conocido antes.
Strann hizo un gesto de desaprobación hacia sí mismo.
—Mis lazos con el gremio nunca han sido fuertes, Sumo Iniciado. No soy más que un artista ambulante.
—Aunque con un virtuosismo fuera de lo normal —observó Lias.
Tirand no hizo caso del comentario.
—¿Cuál es el nombre de vuestro clan?
—Como mi relación con el gremio, es cosa del pasado —repuso Strann mirando a Tirand a los ojos, sonriente—. Supongo que mis parientes de Wishet deben de estar tan contentos como yo de haber cortado los viejos lazos.
—Una pena —replicó Tirand, devolviendo la sonrisa con frialdad—. Hay mucho que decir en defensa de la seguridad y protección de una familia unida, ¿no lo crees así?
—Desde luego, señor, y envidio a quienes poseen ese refugio —contestó Strann sin alterar su sonrisa; entonces hizo una brusca reverencia—. Os he entretenido demasiado tiempo, dama Karuth —dijo, dando la espalda a Tirand y cogiendo la mano de Karuth—. Gracias de nuevo por el privilegio que me habéis otorgado esta noche. Que los dioses os sigan siendo propicios. —Le besó los dedos con deliberada lentitud y luego volvió a inclinarse ante los otros dos—. Sumo Iniciado, maese Lias, buenas noches.
Karuth lo vio alejarse y sintió cómo la furia crecía en su interior. Lias se había retirado prudentemente e invitaba a bailar a la chica morena; al cabo de unos instantes los dos se perdieron entre la multitud, y Karuth y Tirand se quedaron solos.
El silencio se mantuvo durante unos segundos. Entonces, Tirand explotó:
—Que los dioses me cieguen, ¡qué frescura la de ese juglar vagabundo!
Karuth sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula.
—No seas ridículo, Tirand —le respondió.
—¿Yo ridículo? —bufó Tirand—. ¡Intentaba burlarse de los dos! Maldito sea, ¡te ha utilizado, Karuth! Ha tenido la descarada arrogancia de intentar ponerse a tu nivel, de congraciarse…
—¿Importa eso?
—¡Claro que importa! Si veías su juego, me sorprende que lo dejaras seguir. Besarte la mano como si fuera un amigo íntimo, y tenerte monopolizada durante tres bailes…
Karuth empezó a enfadarse de verdad.
—Igual que tú monopolizaste a esa guapa jovencita a quien Lias ha tenido el tacto de llevarse. Pero supongo que eso es distinto.
—Sí, por supuesto que es distinto. Ilase es…
—Oh, ¿se llama Ilase? —lo cortó Karuth con mordacidad—. Podrías habérmela presentado.
Las mejillas de Tirand se arrebolaron.
—No, no lo hice porque, aunque podría haber querido presentársela a mi hermana, ¡no tenía intención de presentarla a un hombre que no es digno ni de llevar su equipaje!
Karuth lo miró fijamente.
—Ya veo. De manera que el talento de Strann no cuenta para nada; sólo su rango es importante. ¿He de suponer entonces que he mancillado nuestro nombre y el del Círculo por haber consentido en tocar un dúo con él?
—¡No he querido decir eso! —De repente, la furia indignada de Tirand cedió y siguió en un tono más apagado—. No es eso, Karuth. La música fue espléndida; no pretendo negar eso ni por un instante. Pero, sea Maestro de Música o no, ese hombre no es más que un cínico oportunista y no me gusta ver cómo mercadea con tu posición y cómo te utiliza de reclamo para obtener ventajas. Es algo que está mal y que te degrada.
—¡Oh, Tirand! —Karuth exhaló un profundo suspiro—. ¿De verdad me crees tan ingenua? ¿Crees que no sabía exactamente lo que intentaba hacer Strann?
—No sólo lo intentaba. Lo estaba consiguiendo, por lo que yo he visto.
—Bueno, ¿y qué importa? Su profesión es el espectáculo; de él depende para ganarse la vida. ¿Esperas que no aproveche una oportunidad cuando la encuentra?
—¡No a costa tuya!
La ira de Karuth creció de nuevo.
—¡Por el amor de Yandros, Tirand, no fue a costa mía! Disfruté tocando con él, y disfruté bailando con él, y encontré que su compañía era agradable y divertida. ¡Puedo asegurarte que, de cualquier ventaja que él obtuviera de estar conmigo, yo también saqué provecho!
Tirand la miró furioso.
—Todo eso está muy bien; siempre y cuando no acabe por subírsele a la cabeza. Si piensa que le has dado la menor señal de ánimo, entonces sólo los dioses saben a qué se atreverá en la próxima ocasión.
—Tirand… —De pronto el tono de voz de Karuth fue venenoso, y su hermano se quedó parado—. ¡Strann no se atrevió a nada, pero tú sí que lo estás haciendo! ¿Cómo te atreves a decirme eso? ¿Es que me tomas por una idiota?
—Karuth, yo sólo…
—¡Nada! —lo interrumpió; entonces advirtió que había gente que los miraba y convirtió su voz en un quedo y furioso murmullo—: ¡No pienso escuchar ni una palabra más, Tirand! Si no te conociera tan bien, diría que estás borracho; tal y como están las cosas, prefiero pensar que has intentado protegerme torpemente de una amenaza que sólo existe en tu imaginación. —Hizo una pausa y su boca dibujó una dura línea recta—. Y te recuerdo que, incluso en el caso de que tus sospechas fueran fundadas, ¡la forma en que yo quiera llevar mi vida privada es asunto sólo mío!
Karuth pensó por un instante que Tirand querría seguir discutiendo, pero éste se encogió de hombros y retrocedió.
—No quiero pelearme contigo, Karuth. No quiero pelearme con nadie y menos en esta noche. —Le lanzó una última mirada suplicante—. Sólo estaba preocupado por ti.
—Lo sé —dijo ella con más suavidad.
Él asintió y se mordió los labios.
—Tienes razón. Me lo he tomado demasiado a la tremenda. Lo siento. No quería molestarte o insultarte.
Karuth lanzó un suspiro.
—Lo entiendo, Tirand. No creas que no aprecio tus desvelos, incluso cuando están fuera de lugar. No sigamos con esto, ¿de acuerdo? Olvidemos que ha tenido lugar esta conversación.
Tirand se sintió aliviado.
—Creo que sería lo más inteligente. —Vaciló y luego añadió—: ¿Querrás bailar conmigo? La noche casi ha terminado; hagamos las paces y disfrutemos lo que queda de la velada.
En la mente de Karuth quedaba todavía un rastro de amargura, pero lo desechó. Había disfrutado tanto de la fiesta hasta que sucedió aquello… Quería recuperar el deleite y no permitir que nada ensuciara el recuerdo que se llevaría a casa.
—Sí —repuso mientras intentaba borrar los últimos rastros de enfado de su voz—. Bailaré contigo, hermanito.
El amanecer en el horizonte oriental prometía otro hermoso día, pero Karuth estaba demasiado cansada para sentir poco más que una ligera punzada de envidia ante el amable clima sureño, mientras caminaba por los amplios pasillos del palacio en dirección a su dormitorio y a la ansiada cama.
Era uno de los últimos invitados en retirarse. Hacía una hora que la pareja de recién casados había sido escoltada a sus aposentos privados y algunos de los asistentes de más edad habían admitido su derrota mucho antes. Sólo unos cuantos incondicionales, que se negaban a que terminara la memorable noche, habían aguantado para brindar por Blis y Jianna y por ellos mismos, y por el primer resplandor del amanecer, y por cualquier pretexto que se les ocurrió antes de abandonar las opulentas salas en busca del sueño. Karuth se había quedado sentada un rato en el jardín donde habían tenido lugar las atracciones musicales, disfrutando del frescor de la madrugada y escuchando los primeros trinos de los pájaros. Tirand había abandonado la fiesta y se sentía contenta de haberse librado de su presencia, que desde la dura discusión le había resultado algo agobiante. No era culpa de Tirand. Tan sólo había intentado hacer lo que creía más conveniente, y Karuth sabía que debería haberse sentido halagada por su afán de protegerla. Pero, en la atmósfera más cálida y liberal de la Isla de Verano, que contrastaba duramente con el severo ambiente de la Península de la Estrella, la puntillosa preocupación de su hermano resultaba mortificante. De forma que había escapado a la tranquila soledad del jardín para relajarse y apaciguar su enfado antes de irse a dormir.
No había vuelto a hablar con Strann. Lo había visto una vez, aparentemente enfrascado en íntima conversación con una atractiva joven, y los dos habían desaparecido de la fiesta poco después. Karuth no se sentía disgustada —era demasiado mayor y demasiado experimentada para nociones tan ilusas— pero lamentó, sólo un poco, no haber tenido la ocasión de desearle las buenas noches de manera más amable.
Pero las lamentaciones, junto con los demás pensamientos, se vieron sumergidas en una agradable neblina de cansancio al acercarse a su dormitorio. El pasillo seguía a oscuras; los invitados de mayor rango habían sido hospedados en el ala oeste de palacio, donde sus sueños no se verían molestados por el sol matutino y, ahora que las antorchas estaban apagadas, tan sólo un débil brillo perlífero aliviaba las tinieblas. Subió un corto tramo de escalera y después torció por un pasillo más estrecho que arrancaba a la izquierda del final de la escalera. Su habitación estaba casi al final de aquel pasillo, y estaba contando puertas cuando sintió un cosquilleo en la base del cuello, y los finos pelos de la nuca se le erizaron como si un relámpago hubiera centelleado silenciosamente a sus espaldas.
Los pasos de Karuth se hicieron indecisos y se paró a escuchar en el silencio repentino que se creó al detenerse del todo. No se oía nada, ni un movimiento furtivo. Pero sabía con toda seguridad que la estaban observando.
Recordando las lecciones más elementales de su adiestramiento como adepto, hizo que su respiración adquiriera un ritmo lento y poco profundo, que calmó los acelerados latidos de su corazón. La lógica decía que no podía haber ningún peligro en aquel lugar, pero a pesar de ello le costaba mirar por encima del hombro. Se regañó a sí misma por permitir que la imaginación la intimidara, y se volvió en un rápido movimiento.
No había nada. Karuth observó los ángulos débilmente iluminados de las paredes mientras contaba despacio hasta siete; luego se giró.
Y, al moverse, un violento resplandor esmeralda centelleó en la periferia de su campo de visión.
—¿Quién…? —La palabra escapó de su garganta antes de que pudiera tragarse el resto de la pregunta, y resonó en el silencio. Alargó el brazo y apoyó la mano contra la pared para mantener el equilibrio tanto de su cuerpo como de su mente; avanzando despacio, con cautela, volvió a la intersección con el pasillo principal. La penumbra parecía doblemente intensa, tras la luminosidad instantánea del resplandor esmeralda, y, aunque la oscuridad que tenía ante sí parecía tan vacía como silenciosa, Karuth seguía con la piel de gallina a causa de la intranquilidad psíquica. Dos pasos más, tres. Alcanzó la intersección donde la escalera bajaba en ángulo recto, y se obligó a salir al pasillo más amplio.
A su derecha, la escalera bajaba. Al final del corto tramo, una mujer joven la miraba.
Karuth se sintió completamente estúpida. Todo aquel drama, todos aquellos nervios, sólo para descubrir que su misterioso seguidor era sencillamente otra juerguista tardía —o madrugadora— que buscaba su lecho. La tensión la abandonó y, alzando una mano a modo de saludo, abrió la boca para pronunciar un «buenas noches» cómplice y sigiloso.
Entonces, cuando su cerebro interpretó lo que sus ojos veían, se detuvo.
Las sombras al pie de la escalera eran tan intensas que habría debido ser imposible ver algo más que una vaga silueta de la mujer y, no obstante, cada detalle de su rostro y de su cuerpo se mostraba con total claridad. Estaba envuelta en una débil aureola de extraños colores que parecía emanar de su interior; el halo resaltaba su cabello, despeinado y pálido, y daba un aire sobrenatural y estremecedor a sus ojos, inusualmente grandes. Además, su vestido de seda roja era de un estilo anticuado que no se llevaba desde hacía al menos cincuenta años.
Karuth se apoyó en la pared, cautivada por la aparición, y una terrible sensación de reconocimiento afloró a la superficie de su mente. Luchó contra ella, negándose a reconocerlo; y la mujer le sonrió abiertamente, con una sonrisa traviesa y sabía que no era del todo humana.
Y desapareció.
—¡Aah! —Karuth dio un respingo y casi cayó al suelo cuando uno de sus zapatos pisó el dobladillo de su túnica. Recobró el equilibrio y miró hacia la oscuridad de la escalera, incapaz, en los primeros segundos de aturdimiento, de creer que no hubiera sido una alucinación. Pero al fin la razón consiguió imponerle la verdad. No se había imaginado aquella silueta pálida y mágica, ni estaba soñando despierta. Había tenido una visión clara y categórica de alguien que en términos humanos llevaba muerta casi cien años.
No existían retratos, puesto que aquella joven de cabellos blancos y ojos ambarinos había abandonado el mundo mortal antes de que se le pudiera rendir semejante homenaje. Pero las viejas historias habían pasado de boca en boca a partir de aquellos que vivieron el Cambio, y habían preservado recuerdos de su imagen. Y aquella sonrisa, tan sabia y al tiempo tan burlona, aquella sonrisa llevaba el sello del Caos.
Karuth sintió un repentino mareo al tiempo que un pozo de miedo primordial parecía abrirse como una boca en su interior. Giró sobre sí misma, se metió en el pasillo lateral, y corrió hacia su habitación, sin importarle el ruido que hacía. Cruzó a toda prisa el umbral y se lanzó sobre la cama de rico dosel; sólo cuando se vio tendida cuan larga era sobre la rica colcha y cuando sintió debajo los sólidos contornos de la cama cedió el terror y volvió la racionalidad a su mente.
La ventana estaba abierta y una suave brisa entraba en la habitación, refrescándola y trayendo aromas de flores y hierba cortada. La luz del día iba desterrando las sombras. Karuth rodó en la cama y se sentó; recogió las piernas y, apoyando la barbilla en las rodillas, contempló el tranquilo mundo exterior.
De pronto, tras el pánico, su mente razonaba con claridad y frialdad y supo que el miedo que había sentido no había sido producto de lo que había visto, sino de sus implicaciones. No temía al Caos; como adepto de quinto rango tenía suficientes tratos con sus habitantes inferiores y menos predecibles para ser víctima de los terrores que podrían haber acosado a mortales comunes, y no tenía motivo para pensar que Yandros se le mostrara adverso. Pero, desde los tiempos del Cambio, los dioses habían mantenido su promesa de no participar de forma directa en los asuntos humanos; ya hacía casi un siglo que se mantenían alejados y aislados del mundo. Entonces, ¿por qué, se preguntaba, por qué aquella noche, en aquel lugar, había regresado al mundo de los mortales alguien que tan sólo podía ser un avatar del Caos?
El anillo con su estrella de siete puntas, el viejo regalo de Carnon Imbro, le apretaba el dedo y Karuth lo torció para aliviar la incomodidad, aunque no se lo quitó. Estaba agotada, pero no quería tumbarse y cerrar los ojos. Sus sentidos psíquicos estaban despiertos y trabajaban a ritmo febril; sabía que soñaría y que sus sueños tendrían un significado, y no quería enfrentarse a lo que éstos traerían consigo.
Aquella noche, Strann y ella habían interpretado el tema de Cyllan Anassan, un homenaje a una mujer muerta hacía largo tiempo y a la nueva Alta Margravina. La visión que había tenido ¿era sencillamente un reconocimiento a ese homenaje por parte de un dominio superior?, ¿o había una conexión más sutil que no podía adivinar? Recordó su inquietud cuando el extraño y solitario relámpago había surgido sobre el mar, como si algo lanzara un aviso. A Strann también lo había inquietado aquel incidente, y Karuth tenía la sospecha de que, aunque no quisiera admitirlo, él también había sido alertado a un nivel subconsciente con la sospecha de que algo iba mal.
Pero ¿qué? No encontraba respuesta a esa pregunta; no tenía ni el más mínimo indicio que la guiara. Sólo intuición y conjeturas, y eso no era suficiente.
Por fin, Karuth abrió la cama y se tapó con la colcha. Debería haberse desvestido, lavado y alisado el cabello, pero no podía dedicarse a tareas tan cotidianas. Estaba demasiado cansada; su cuerpo pedía dormir, por mucho que su mente se resistiera a ello.
Al cerrar los ojos, se formaron imágenes en su mente. Vio de nuevo el pálido rostro de la mujer, su sonrisa, la extraña y tenue aureola que la rodeaba. Karuth apretó los puños, y el anillo se le clavó dolorosamente en la palma mientras intentaba —era una contradicción, pero pocos recursos le quedaban— relajarse. El sueño aguardaba como un depredador; sintió que se le acercaba silencioso, apagando sus sentidos, arrastrándola lejos del mundo físico. Su último pensamiento consciente fue: ¿Por qué? ¿Por qué has regresado después de tanto tiempo? ¿Y qué intentas decirme?
Una pequeña y fina mano se elevó, y un par de ojos de color esmeralda y ámbar observaron las corrientes de colores innombrables que surgían de las yemas de los dedos de Cyllan y se mezclaban con las cambiantes y resplandecientes neblinas del Caos. Habían elegido un lugar tranquilo, sólo turbado por los suaves remolinos causados por brisas que surgían de ninguna parte y se perdían en la nada. No había ojos que los contemplaran, ni oídos que escucharan su conversación. De vez en cuando, chispas de energía elemental se les acercaban, atraídas por su presencia, y quedaban flotando como diminutas joyas, esperando alguna forma de reconocimiento o recompensa, pero una amable orden de la mente de Tarod las enviaba de nuevo a volar en un curso sin propósito. Normalmente no prestaba atención a cosas tan nimias, pero en aquel momento eran una intromisión, y no quería intromisiones.
—¿De manera que hay algo fuera de lo normal? —inquirió.
Cyllan encogió sus desnudos hombros y su plateada cabellera se movió.
—Sí, eso creo. Pero, en cuanto a su origen…, no lo sé, Tarod. No pude ni comenzar a imaginarlo. No encontré nada concreto, pero hay corrientes subterráneas en algunas de las mentes humanas con mayor capacidad psíquica: sueños extraños, miedos sin fundamento, sospechas… Pero no poseo tus poderes. No puedo estar segura de que no sea más que una agitación inofensiva.
Tarod suspiró.
—No podemos intervenir de manera directa sin romper nuestro viejo juramento. No nos han pedido que intervengamos; y, si lo hicieran, no tengo la seguridad de que Yandros quisiera responder.
—¿Aun cuando la petición viniera de alguien como Karuth Piadar?
Tarod reflexionó y negó con la cabeza.
—Dudo que significara alguna diferencia. Sé que está bien dispuesta hacia el Caos, y tiene el potencial para convertirse en un valioso avatar. Pero nunca ha utilizado ese potencial; es demasiado prudente y gran parte de su talento natural se desperdicia. Es una pena. Esperaba más de ella.
—Me preguntaba —dijo Cyllan— si alguno de los tres que vieron algo extraño en la noche podrían ser instigados a invocar al Caos en busca de consejo. —Sonrió débilmente, con el mismo gesto endiablado que le había helado la sangre a Karuth en el oscuro pasillo del palacio del Alto Margrave—. Karuth era mi más profunda esperanza; pero tienes razón: decidió seguir el camino de la prudencia y no hizo nada. Creo que está demasiado influida por la actitud de su hermano.
—Ah, sí, el respetable Tirand. Cada año se vuelve más estirado, ¿no crees? Las responsabilidades del liderazgo parecen haber extinguido las últimas chispas de independencia que pudiera haber tenido. A este paso, no será más que un simulacro de su padre.
Cyllan miró a lo lejos.
—Para él no debe de ser fácil. Que le caiga encima una carga tan pesada a su edad… es suficiente para aplastar el espíritu de cualquier hombre. Y su hermana le es muy fiel; sabe lo importante que es no socavar su autoridad.
Tarod entrelazó su mano con la de Cyllan y la apretó con suavidad.
—Siempre estás dispuesta a ver el lado bueno y a encontrar excusas para los defectos.
—En el caso de mortales como Tirand y Karuth, sí —repuso con una sonrisa, una sonrisa muy íntima que traía viejos recuerdos compartidos—. Igual que tú hiciste cuando viviste entre ellos.
—Puede ser… pero, sea como sea, no creo que podamos seguir con esto por el momento. Has visitado el mundo de los mortales y no has descubierto fuego tras el humo; desde luego, nada que nos permita actuar. Nada más podemos hacer. —Hizo una pausa y luego prosiguió—: Sólo quisiera poder desechar mi sospecha de que hay alguna relación entre este asunto y el incidente ocurrido en Chaun Meridional.
Cyllan lo miró fijamente.
—Creía que habías olvidado ese asunto hacía tiempo.
—Y lo hice, pero ahora comienzo a darle vueltas. Ha habido una o dos extrañas coincidencias: en aquella ocasión, ciertos individuos en el mundo de los mortales se vieron asaltados por pesadillas; y ahora esos mismos individuos vuelven a tener pesadillas. Sabemos también que hay una turbulencia en las corrientes psíquicas de ese mundo. Es pequeña, pero con la suficiente intensidad para que la hayamos sentido y nos hayamos decidido a examinarla más de cerca. —Se paró un instante para ordenar sus pensamientos—. Decidimos no contestar al Sumo Iniciado cuando nos pidió ayuda hace cinco años. No estoy diciendo que nos equivocáramos, pero sí que la mente humana no saca a la luz estas cosas sin motivo.
—Los señores del Orden no han demostrado ningún interés, ni entonces ni ahora —señaló Cyllan—. Seguro que, si Aeoris tuviera la sensación de que algo se estaba tramando, no se habría mantenido en silencio.
—En el pasado, Aeoris fue un estúpido pagado de sí mismo; puede que todavía no haya aprendido la lección. Me preocupa asegurarme de que no cometamos el mismo error que él cometió una vez, no haciendo caso de algo que puede tener cierto fundamento. —Tarod se puso en pie e, invitándola a acompañarlo, comenzaron a andar lentamente por el cambiante terreno—. El furor por la muerte de la antigua Matriarca se extinguió hace tiempo, pero el misterio nunca ha sido resuelto. Decidimos que era un asunto demasiado trivial para prestarle mayor atención; pero ahora pienso que quizá deberíamos volver sobre él. —Se detuvo y le cogió con suavidad el rostro entre las manos—. No tengo nada más para guiarme que mi intuición y la tuya. Pero sé que hay una relación, Cyllan, lo presiento. Y no me gusta ese presentimiento.
Ella reflexionó durante unos instantes. Tres centellas elementales más se le acercaron y se posaron en sus cabellos; Tarod hizo ademán de espantarlas, pero cambió de parecer y dejó caer el brazo.
—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó al fin Cyllan.
—Vigilar —respondió Tarod—. Estar alerta en busca de signos extraños en el mundo de los mortales, y también vigilar si hay algún indicio de que Aeoris y los suyos están saliendo de su letargo. —Miró a su alrededor, con los ojos entrecerrados—. Por el momento no le diré nada a Yandros: no tiene sentido mientras no tengamos algo más concreto que contarle. Puede ser que no haya nada malo y que estemos siguiendo una conjetura sin sentido, después de todo. Sin embargo, creo prudente que no pensemos eso por el momento.
Las tres chispas doradas cayeron de los cabellos de Cyllan cuando ésta y Tarod siguieron andando. Un caprichoso remolino las atrapó y desaparecieron dando vueltas en la neblina, girando y centelleando de manera irregular. Aquellos diminutos seres eran la mínima expresión de vida en aquel plano, como plancton en el gran mar cambiante del Caos. Apenas sensibles, sus vidas eran un ciclo sin inteligencia, vagando y danzando, reflejando todo lo que pasaba junto a ellas sin entenderlo. Eran burbujas, naderías, hermosas y completamente inofensivas.
Completamente inofensivas…
Una silueta cobró forma, surgiendo de la niebla donde instantes antes no había nada. Las tres chispas temblaron, atraídas por aquella nueva presencia; sopló un ligero céfiro que las empujó, y danzaron hacia la figura que las esperaba. El recién llegado alzó una mano retorcida y las dejó girar en ella; mientras bailaban y centelleaban, los ojos carmesíes las observaron con fijeza y vieron algo de lo que ellas habían visto y el ser escuchó algo de lo que habían oído. Era un rompecabezas incompleto, sin coherencia ni lógica, pero era suficiente para alarmarlo.
Narid-na-Gost arrojó a los elementales, que volaron, separándose, y se desvanecieron, y se volvió para contemplar el lugar donde habían estado sentados el señor del Caos y su dama. Sus ojos brillaban con amargura y odio, y una nueva sensación de urgencia se reflejó en ellos mientras en su interior se agitaba la intranquilidad como un gusano. Luego se alejó. Por un instante, la niebla se hizo oscura y a jirones, semejante a humo o a una nube cargada de lluvia y arrastrada por el viento. Cuando volvió a aclararse, el demonio había desaparecido.
—Hermano…
Un rayo de luz pura entraba oblicuamente por un alto ventanal y se derramaba sobre el suelo de mosaico, resaltando su perfecta simetría. El visitante recibió permiso para acercarse y se deslizó hasta donde se hallaba el más importante de sus hermanos, contemplando el paisaje de tonos pastel.
Aeoris alzó la cabeza. Sus ojos, sin pupilas, eran dos esferas gemelas doradas en su cráneo; el cabello blanco le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro de facciones duras pero atractivo. No sonreía; raras veces lo hacía. Pero sus mandíbulas se tensaron ligeramente, como por el efecto de una ansiedad reprimida.
—¿Qué noticias hay? —preguntó.
Su hermano, de apariencia idéntica a Aeoris en todos los aspectos, movió la cabeza.
—Algo se agita en el Caos, no cabe duda. Anoche enviaron un mensajero al reino de los mortales…
—¿Rompieron su juramento? —lo interrumpió Aeoris con brusquedad.
—No, no; era una criatura de orden inferior, no uno de la sucia familia de Yandros, y por lo que podemos saber no se ha hecho ningún intento de intervenir en los asuntos humanos. Aun así, no habrían dado ese paso, por pequeño que sea, sin una buena razón, y viene a confirmar nuestras sospechas. Algo se está tramando, y puede ser algo perjudicial para el Caos.
Aeoris volvió a mirar por la ventana, ponderando las noticias. Su aspecto externo era de tranquilidad, pero su hermano vio el significativo color blanco de los nudillos cuando agarró el alféizar de la ventana, y sintió la nueva excitación que crecía en su interior.
—Daría mucho por saber qué han descubierto —habló por fin Aeoris, y su tono revelaba una profunda frustración—. Pero no podemos penetrar en sus dominios, de la misma manera que ellos no pueden penetrar en los nuestros. —Bruscamente miró de nuevo al otro señor del Orden—. ¿Y qué hay del mundo de los mortales, Ailind? ¿Ocurre algo nuevo allí?
—Nada que no supiéramos ya —repuso Ailind—. Hay una sensación de presagios en algunas de las almas más sensibles, aunque ni ellos ni nosotros ni, por lo que parece, el Caos, podamos darle un nombre o un motivo. Pero el Círculo no muestra signos de preocupación.
Aeoris reflexionó unos momentos.
—Muy bien —dijo al cabo—. Entonces seguiremos como hemos hecho hasta ahora: esperaremos. —Sus ojos adquirieron una nueva e inquietante tonalidad—. Puede que nos equivoquemos, Ailind. Puede que esto no acabe en nada. Pero, si hay una oportunidad, por muy pequeña que sea, de atacar al Caos, quiero asegurarme de que estamos preparados para aprovecharla. —Apretó los puños y, clavando la vista en ellos, controló su voz con esfuerzo—. Le debo a Yandros una deuda de venganza que ardo en deseos de reparar. Si hay problemas en los dominios del Caos, estaré esperando para aprovecharme de ello. ¡Un error, un momento de descuido, y le daré a Yandros tal golpe que destrozará su arrogante supremacía y lo hará venir arrastrándose a mis pies! —Respiró honda y lentamente, obligándose a tranquilizarse antes de volverse a Ailind, esta vez con más calma—. Vigila, Ailind. Es todo lo que pido por el momento. Vigila —repitió, sonriendo al fin, una sonrisa gélida y feroz—. Y asegúrate de que nada escapa a tu atención.