Las llamas de la hoguera se elevaron en la noche a gran altura, desafiando a la primera luna que salía, y provocaron un entusiasta griterío en la multitud que se agolpaba alrededor del palacio del Alto Margrave. Un segundo más tarde, el gran edificio respondió a las llamas, cuando las incontables facetas de cuarzo incrustadas en sus muros atraparon y reflejaron la luz del fuego en un centelleante resplandor, como si fuera una atalaya emitiendo señales a través de las altas lomas de la Isla de Verano. En un promontorio a tres kilómetros de distancia se encendió un segundo fuego, luego otro, y otro, una cadena que iluminaba la isla, mientras desde una elevada torre del resplandeciente palacio tañían las campanas para proclamar y celebrar el matrimonio de Blis Alacar y Jianna Hanmen.
En el gran salón de palacio, espléndido con las llamas de las antorchas y la magnificencia de los trajes ceremoniales, se estaba formando la procesión que llevaría a los invitados de la boda a los jardines, donde el festín nupcial estaba a punto de comenzar. En el espacio cerrado, las aclamaciones que saludaron a Blis y Jianna fueron ensordecedoras, y Karuth, dejándose llevar por la gloria y la excitación del momento, sumó su voz a las demás cuando la pareja vestida con túnicas doradas avanzó por el pasillo abierto entre la multitud. Tras ellos caminaba Calvi, con el rostro iluminado por una sonrisa incontenible, llevando a su madre, la Alta Margravina viuda, cogida del brazo; y detrás seguía una pareja de más edad —los padres de Jianna— y tras ellos Tirand, escoltando a la Matriarca vestida con su velo de plata ceremonial. Karuth vio la sonrisa feliz de Tirand y encontró tiempo para agradecer a los dioses que su hermano estuviera de un humor tan espléndido. La Península de la Estrella pertenecía a otro mundo y podía ser olvidada durante un tiempo; todo lo que quería ahora era sumergirse en aquel espíritu festivo y divertirse…
Alguien le tocó el codo y, al volverse, vio a Lias Barnack que le sonreía.
—Médico y adepto Karuth, ¿puedo disfrutar del honor de acompañaros? —Los ojos del viejo político brillaban con malicia y admiración. Karuth se rió y pensó que, a pesar de su edad, seguía siendo un hombre atractivo… y un granuja.
—El honor será mío, señor —contestó, haciendo una reverencia burlona; colocó su brazo sobre el de Barnack, y se unieron a la procesión. Desde la galería, en el otro extremo del salón, sonó una fanfarria y se abrieron las grandes puertas. Lias subió un poco la voz, para hacerse escuchar por encima de las triunfantes notas.
—Estás encantadora esta noche, Karuth. Has dejado de lado las preocupaciones del mundo por una temporada, ¿eh?
Ella se vio sacudida por una risa reprimida.
—Por un rato, Lias. ¡Y no negaré que me está sentando mucho mejor que cualquiera de mis remedios!
—Como debe ser. La vida es demasiado corta para despreciar sus placeres. Lo cual me recuerda… ¿Podremos escuchar una muestra de tu talento durante las celebraciones de esta noche? —inquirió, señalando el broche que ella llevaba prendido al lado de la insignia de adepto en el pecho—. Es una rara ocasión tener entre nosotros a una Maestra de las Artes Musicales.
Las mejillas de Karuth enrojecieron y casi lamentó haberse puesto el broche, del que privadamente se sentía tan orgullosa.
—Bueno, el Alto Margrave me ha pedido que toque una pieza. Es un honor que me halaga.
—Tonterías; somos nosotros quienes nos sentimos muy halagados al tener la oportunidad de escucharte. ¡Es un raro placer para nosotros, ignorantes sureños!
Karuth se rió de la broma. Mientras otros se colocaban tras ellos y la procesión salía por las grandes puertas, unos ojos de color avellana contemplaban la espalda de Karuth con un súbito interés burlón; el observador se llevó una mano al hombro para tocar un broche idéntico al de Karuth. Así que aquélla era la hermana del Sumo Iniciado. Mayor de lo que había imaginado y bastante atractiva, aunque no era una belleza en el sentido clásico. Unas cejas castañas se arquearon ligeramente bajo el ala de un sombrero demasiado adornado, y el observador se preguntó si ella se merecería aquel rango en el gremio de la Academia o si sencillamente habría sido un honor político. Quizá más tarde lo descubriría. O quizá, pensó con irónico regocijo, podría realizar una investigación a su manera.
Tirand se sorprendió cuando, en una pausa momentánea, se dio cuenta de que estaba disfrutando plenamente la fiesta. Se había terminado el banquete nupcial y, desde hacía una hora, los invitados danzaban en el mullido césped de los jardines de palacio. Tirand nunca había sido un buen bailarín, pero, persuadido por Karuth y la Matriarca, se había unido a los bailes más vivos, en los que no hacía falta ni mucha elegancia ni mucha coordinación, y pronto descubrió que sus inhibiciones se derrumbaban ante la exuberancia de la ocasión. También ayudaba el hecho de verse libre por una vez de deberes oficiales, porque, para su alivio, Blis Alacar no le había pedido que solemnizara el casamiento. Se creía que ser casado por un pariente cercano traía buena suerte, por lo que el Alto Margrave había escogido a su primo mayor en segundo grado, un adepto de quinto rango, para que fuera testigo de los votos sagrados y los encomendara a él y a su novia a los dioses. Así, por una vez Tirand había podido olvidarse del rango y el deber para ser uno más en la multitud que festejaba el hecho.
El baile terminó por fin. Después, cuando los invitados se hubieran repuesto con más comida y hubieran bebido lo bastante para borrar los últimos rastros de formalidad, comenzaría la sesión de danzas realmente tumultuosas, los bailes de la serpiente, de los saltos y de los cruces, para culminar, cuando llegara el amanecer, con el enorme y estrepitoso Doble Círculo, en el que todos debían participar. Hasta entonces, se entretendría a los invitados de manera más tranquila, con una serie de cantantes y músicos.
Al tratarse de una noche cálida y despejada, los recitales se darían en una de las explanadas del palacio, que había sido cubierta con alfombras y cojines para acomodar a la gente. Karuth, todavía ruborizada y sin aliento tras el último baile, se detuvo un instante mientras se encaminaba a la antesala destinada a los músicos y contempló con admiración la escena iluminada por las antorchas. La gente iba ocupando sus sitios sobre la hierba; en el extremo más alejado vio a Tirand y a la Matriarca, seguidos por un grupo de jovencitas que sin duda esperaban llamar la atención del deseable Sumo Iniciado. Karuth sonrió maliciosamente y, volviéndose, llamó al criado que la seguía con su manzón y atravesó las puertas abiertas para entrar en la antesala. Encontró un lugar donde sentarse, despidió al criado y comenzó a afinar el instrumento de siete cuerdas. Una cuerda se resistía tenaz a sus esfuerzos por afinarla a la perfección, y, tras tocar rápidamente varias notas y arpegios e intentar entre uno y otro corregir el defecto, sacudió la cabeza irritada. Podía ser culpa suya —había bebido varias copas de vino y demasiado alcohol podía embotar la finura de oído—, pero era más probable que el instrumento estuviera expresando sus quejas por el descuido que había soportado durante los últimos meses. Debería haber engrasado el mástil más a menudo, y pulido la caja de resonancia; sobre todo, debería haber tocado aquel maldito trasto, aunque sólo fuera unos minutos, al menos una vez al día, en vez de en ocasiones aisladas y cada vez menos frecuentes. Hizo otro delicado ajuste y escuchó el armónico con atención. Maldita sea, otra vez estaba mal…
—Quizá si yo pulsara mi tercera cuerda, veríamos qué es lo que está desafinado.
Karuth dio un respingo, y sus dedos pellizcaron dos cuerdas que soltaron un desagradable sonido disonante. Las silenció rápidamente y miró al desconocido que se le había acercado tan calladamente y que ahora sostenía con ademán descuidado su propio manzón en la mano. No le vio el rostro con claridad, puesto que en gran parte quedaba oculto por el ala de un sombrero ostentosamente adornado con cintas y plumas, pero la sonrisa que se apreciaba bajo las sombras era franca y amigable. En el hombro izquierdo llevaba prendida la insignia de Maestro del gremio de la Academia.
Karuth relajó los hombros y le devolvió la sonrisa.
—Gracias. Creo que el aire nocturno debe de haberlo afectado —repuso, y luego añadió más sinceramente—. Eso o ha sido mi descuido. Debería haberme preparado más a fondo.
El desconocido se puso en cuclillas y colocó su instrumento sobre las rodillas.
—Debéis de haber tenido muy poco tiempo para estos placeres dadas las recientes circunstancias. —Unos ojos cuyo color Karuth no podía definir brillaron bajo el ala del sombrero—. No estoy muy ducho en protocolo, de manera que no sé qué debería ofreceros primero, si mis condolencias por la muerte de vuestro padre o mi felicitación por el honor concedido por el gremio.
—Ah. —Karuth volvió a sentirse un poco tensa—. Entonces conocéis mi nombre. Lleváis ventaja.
Él rió silenciosamente.
—Apenas ventaja, dama Karuth. Mi nombre es bastante menos distinguido que el vuestro —dijo, quitándose el sombrero y haciendo una pequeña inclinación de cabeza—. Mis amigos me llaman Strann.
Tenía los ojos de color avellana, un rostro huesudo presidido por una nariz que habría estado mejor en una cara más grande, boca generosa, y pelo nada a la moda y muy largo, del color de la piel de un ratón, que el desconocido apenas se había esforzado en peinar y desenredar. Karuth calculó que tendría la misma edad que ella, y vio que sus ropas eran una peculiar mezcla de lo teatral y lo estrictamente práctico, de colores chillones, pero —aparte del sombrero— bastante usadas. Un músico ambulante, pensó Karuth. Pero, desde luego, no era un músico ambulante corriente. La insignia, y su presencia en aquella sonada ocasión, contradecían su aspecto, y la joven se sintió a la vez confusa e intrigada.
Strann pasó una mano bronceada por las cuerdas de su manzón.
—Así que, ¿puedo seros de utilidad? —La sonrisa, que no había desaparecido del todo en ningún momento, de repente se hizo muy amplia—. No he hecho nada más que ver y mirar desde que llegué aquí. Si puedo ser útil en algo, me sentiré menos desplazado en medio de tanta gente importante.
Karuth no estaba segura de si la pulla iba dirigida contra sí mismo o contra ella, pero prevaleció el sentido práctico.
—Gracias —respondió—. Desde luego que agradecería una segunda opinión.
Él asintió y, cogiendo una silla, se sentó y pulsó la tercera cuerda de su manzón. Karuth hizo lo mismo, y Strann entrecerró los ojos.
—Está alta. Sólo un ápice. —La observó mientras ella ajustaba la afinación y luego volvió a escuchar—. Mejor… Os habéis pasado. Sí…, un poco más. Más… Ya está. Volved a tocar. —La sonrisa apareció de nuevo—. Ahí.
—¡Perfecto! —La voz de Karuth demostraba alivio—. ¡Os estoy muy agradecida!
Él se encogió de hombros con modestia, o aparentando modestia.
—Ha sido un placer, señora —dijo, y Karuth detectó un toque de malicia en su mirada—. Aunque creo que deberíamos probar los dos instrumentos al unísono para estar seguros. —Y, antes de que ella pudiera responder, tocó una serie de rápidas y deslumbrantes notas en el manzón que sostenía.
Karuth se puso rígida, al tiempo que el asombro y la desazón la asaltaban en igual e inesperada medida. En tan sólo un momento, Strann se había revelado como un músico de un virtuosismo sorprendente; y al mismo tiempo se había saltado todas las reglas del protocolo, lanzando un desafío descarado y agresivo. En el gremio lo llamaban «el lenguaje de las manos», un complejo código —casi un idioma en sí mismo— mediante el cual los alumnos más aplicados podían conversar usando notas musicales. Karuth había estudiado el lenguaje de las manos durante su aprendizaje, y reconoció enseguida el mensaje que Strann había tocado. Quería decir: Si tu virtuosismo puede compararse con el mío, entonces te consideraré digna de mí.
Sus mejillas se ruborizaron con irritación. ¿Cómo se atrevía a lanzar un desafío tan jactancioso? Y, además, utilizando el código del gremio cuyo uso estaba estrictamente circunscrito. Se estaba saltando todas las reglas, todas las normas…
Y de pronto empezó a ver el lado gracioso del asunto, y tuvo que reprimir las ganas de reír al darse cuenta de lo que había detrás del desafío. Strann la estaba poniendo a prueba. Sabía quién era, sabía que le habían concedido un rango igual al suyo en el gremio, y se preguntaba si de verdad merecía aquel honor o si sencillamente se lo habían otorgado por el afortunado accidente de su alta cuna.
Karuth flexionó los dedos y lo miró a los ojos con un desafío propio al tiempo que tocaba una rápida respuesta en el lenguaje de las manos: El juicio de valor es el privilegio de aquellos que son a su vez respetables.
Strann inclinó la cabeza, admitiendo el argumento. Mi señora dice la verdad —tocó—. ¿Querrá entonces juzgarme? Terminó la secuencia de notas con una filigrana que hizo que Karuth, admirada, contuviese la respiración.
No podía competir con él. Karuth era una buena instrumentista, pero habían bastado unos instantes para que comprendiera que Strann era un virtuoso innato.
—No —dijo en voz alta, permitiendo por fin que aflorara en su rostro la sonrisa que llevaba tiempo reprimiendo—. No os juzgaré. No me atrevería.
Él pareció sorprendido e inclinó de nuevo la cabeza.
—Señora, me halagáis.
—No hago tal cosa —aseguró Karuth—. No soy tan tonta como para no saber cuando me superan, ni tan vanidosa como para no poder admitirlo. —Dejó su instrumento y se echó hacia atrás en su silla—. Tan sólo me sorprende no haberme encontrado antes con vos. Hace dos años, en el cónclave del gremio…
—No estaba presente —la interrumpió Strann, sonriente—. Me temo que he convertido en costumbre el no asistir a los actos oficiales del gremio.
—Pero es que ni siquiera he oído mencionar vuestro nombre.
Él se rió.
—Estoy seguro de que se me menciona a menudo, señora, pero probablemente no sea ante compañía educada. De hecho, supongo que debería ser sincero y confesar que, desde el Primer Día de Trimestre del invierno pasado, mi pertenencia al gremio ha prescrito.
Karuth se quedó desconcertada.
—¿Habéis dimitido?
—Bueno…, sería más exacto decir que mi nombre fue borrado de las listas por mutuo acuerdo. «Por desacreditar al gremio», fue la frase que usaron los ancianos. —Strann se rió—. Me halagó saber que mi mala reputación se había difundido tanto que mereció su atención.
—¿Qué hicisteis para molestarlos?
—Oh, nada en particular. Pero nunca conseguí obedecer todas las reglas. —Le sonrió y comenzó a contar con los dedos—. No pagaba los diezmos del gremio, no seguía el código de conducta del gremio, y desde luego que no mantenía su elevado nivel ético. —La sonrisa se hizo todavía más amplia—. Mi breve pero deliciosa aventura con la hija del anciano Kyen Skand fue la gota que desbordó el vaso e hizo caer sobre mi cabeza el escándalo oficial. Se me sugirió que quizá preferiría seguir mi carrera sin el beneficio del protector abrazo del gremio. Desde luego, se me sugirió con toda educación.
Karuth se llevó una mano a la boca para reprimir la risa.
—Claro —repuso en tono guasón—. Pero seguís conservando vuestro título, ¿no es así?
—¿Maestro de las Artes Musicales? Oh, sí, eso no lo pueden revocar, por mucho que les gustara. Debo reconocerles algo; al menos honran el talento genuino en lugar de vender sus títulos a los postores más influyentes.
Karuth no supo a ciencia cierta si aquella última afirmación era una arrogancia descarada o sencilla franqueza. Lo dejó pasar; al fin y al cabo, era un cumplido indirecto hacia ella.
—Bien —dijo—, ¿y qué hacéis ahora?
—Lo que siempre he hecho. Viajo, interpreto mi música, canto mis canciones, y llevo historias y chismes de una provincia a otra. A veces, la pequeña insignia prendida en mi hombro me abre puertas que de otro modo permanecerían cerradas —explicó, señalando la habitación en la que se encontraban con un rápido y expresivo parpadeo—, y desde luego no le hago ascos a aprovecharme de ello. Todos necesitamos pan y carne para prosperar, después de todo, y yo tengo un apetito muy sano. —La sonrisa apareció de nuevo—. Podría decirse que soy un oportunista profesional.
Karuth no podía imaginar qué se sentiría al llevar una vida tan desarraigada y despreocupada. Por un instante deseó experimentar aquella libertad. La palabra «deber» no parecía existir en el vocabulario de Strann: un agudo contraste con las cargas de su vida en el Castillo. En los últimos días probablemente había visto más cosas del mundo que en sus anteriores treinta años de vida, y aquello la había hecho darse cuenta de lo limitado —y restrictivo— que era su historial. Strann, reflexionó irónicamente, era su completo opuesto en casi todos los aspectos, y no le costaba nada envidiarlo.
Un mayordomo de palacio se presentó en la puerta para anunciar que todo estaba dispuesto, y un hombre de mediana edad, a quien Karuth no conocía, recogió su lira y siguió al mayordomo en dirección a los invitados que aguardaban. Strann lo vio marchar y dijo en voz baja:
—Ah; ése es Cadro Alacar, primo del Alto Margrave. Parece ser que esta noche el rango tiene prioridad sobre el talento.
—Bueno, pues yo lo agradezco, aunque vos no lo hagáis —replicó Karuth con énfasis—. No me gustaría tener que salir después de vuestro concierto con mis pocos medios.
—Sois injusta con vos misma. —Strann hizo una pausa—. Aunque se me ocurre que el espectáculo podría animarse un poco si alguien rompiera el orden establecido. Decidme, dama Karuth, ¿sabéis «Cabellos de Plata, Ojos de Oro» de la epopeya Equilibrio?
—Sí, aunque hace mucho tiempo que no la toco.
—Tocadla conmigo, aquí, esta noche.
Ella lo miró con sorpresa.
—Oh, no…, ¡no podría!
—¿Por qué no?
—Porque… —Karuth buscó las palabras adecuadas, un argumento que él no pudiera rebatir. Equilibrio era una de las grandes obras musicales más famosas del siglo pasado, la historia de la gran batalla entre los dioses. La epopeya completa era una partitura para más de treinta músicos y cantantes, pero contenía numerosos fragmentos individuales, algunos de ellos de extrema dificultad. El dúo al que Strann se refería era uno de los más difíciles; el tema de la pastora Cyllan Anassan, que había jugado un papel decisivo en el conflicto histórico y quien, según la leyenda, había recibido un lugar entre los dioses como recompensa. Era una de las piezas favoritas de Karuth, pero ahora no podía tocarla. No delante de semejante público; y desde luego no con un virtuoso como Strann como pareja.
—No —repuso al cabo—. Gracias, pero no puedo aceptar.
La expresión de Strann cambió e hizo un gesto de asentimiento.
—Claro, señora —dijo con rigidez—. Entiendo la dificultad. Ha sido un atrevimiento por mi parte el pedíroslo. —Hizo ademán de levantarse y marcharse.
Karuth se sintió humillada. Él había malinterpretado completamente lo que había querido decir y apresuradamente también ella se puso en pie.
—Strann, por favor, no me comprendéis. No quería decir que vuestro rango… —Se paró cuando vio un destello de humor diabólico en su mirada y comprendió que había caído en la trampa.
Strann sonrió e hizo una reverencia.
—Entonces, dama Karuth, tendréis que reconocer que no hay excusa posible para que os neguéis a tocar el dúo conmigo.
Ella se ruborizó.
—Oh, sí que la hay.
—No puedo ver otro impedimento —replicó él enarcando una ceja, un gesto que Karuth había siempre querido poder hacer, desde niña.
—Muy bien —dijo con un suspiro—. Si insistís en que os lo diga: no me apetece que mis limitaciones sean evidentes delante de todo el mundo tocando con vos, y ésa es la única verdad.
De repente, el rostro de Strann adquirió una expresión seria.
—Señora, si me honráis con semejante cumplido, entonces debéis tener también algo de fe en el juicio que hago de vuestro talento —declaró—. Recordad que os oí tocar antes de osar presentarme ante vos y eso me dijo todo lo que quería saber. —Olvidando la etiqueta, le cogió la mano—. Además, ¿qué motivo podría tener yo para querer humillaros?
Karuth abrió la boca para responder, pero se dio cuenta de que él tenía razón. Una vocecita impetuosa dentro de ella la animaba, diciéndole: Sí, acepta, toca el dúo. ¿Cuántas oportunidades tendrás de tocar con una pareja tan brillante? Y, si fallas, ¿quién lo notará en esta noche tan festiva?
Strann la miraba, sin soltarle la mano, y Karuth bajó la vista, cuando el equilibrio entre la precaución y la tentación comenzó a romperse.
—Bueno…
—Trato hecho —dijo Strann con tono decidido—. ¡Y será un regalo exquisito para este público tan notable! Sugiero que dediquemos la pieza a la Alta Margravina Jianna, para agradar a nuestros anfitriones.
Karuth se echó a reír.
—¡Sí que sois un oportunista!
—Desde luego que lo soy —replicó Strann—. No puedo permitirme el lujo de ser otra cosa. Y ahora, además de agradar al Alto Margrave, me he congraciado con la hermana del Sumo Iniciado —añadió, volviendo a lucir su contagiosa sonrisa—. Una noche de trabajo completamente satisfactoria, ¿no lo creéis?
Karuth se preguntó qué habría dicho Tirand ante un reconocimiento tan descarado, y reprimió la risa. Le gustaba Strann. Era una persona sin complicaciones y estimulante, un gran cambio respecto a las compañías que normalmente tenía ella. Y, si la arrastraba por un camino arriesgado, si ella hacía el ridículo más completo aquella noche, por una vez, no le importaba.
Volvió a sentarse, cogió su manzón y se lo puso sobre la rodilla.
—Muy bien —dijo Karuth con un tono serio que a la vez encerraba burla—. Me habéis convencido. Pero será mejor que ensayemos la pieza…; ¡o terminaréis la noche lamentando con amargura vuestra precipitación!
Una oleada de murmullos de sorpresa surgió del público reunido en la explanada cuando Karuth y Strann salieron juntos. Karuth estaba tensa y nerviosa; el ensayo improvisado la había sacado sorprendentemente de su pesimismo y en aquel momento sentía que podía vencer cualquier obstáculo. Al ocupar sus sitios y preparar sus instrumentos, miró con disimulo y vio a Blis Alacar —Blis Hanmen Alacar, se corrigió, usando su nuevo nombre de casado— que se inclinaba hacia su novia y le hablaba al tiempo que hacía gestos en dirección a los músicos. Estaba claro que él, al menos, conocía el virtuosismo de Strann. El estómago de Karuth se encogió de repente debido al miedo escénico, pero después vio a Tirand y a la Matriarca —Tirand confundido, la Matriarca muy emocionada— y sus nervios desaparecieron. No defraudaría a su hermano. Demostraría lo que era capaz de hacer.
Strann sonrió a la concurrencia, y después les habló utilizando una voz muy cultivada, adiestrada para dirigirse al público y sorprendentemente distinta de su tono normal.
—Mis muy nobles señor y señora, venerable Sumo Iniciado, querida Matriarca, honorables amigos todos. Las palabras no pueden expresar mi alegría en esta noche propicia, por lo que espero que, allí donde fallan las palabras, la humilde ofrenda de mi música pueda, aunque sea en pequeña medida, transmitir mi más sincera y respetuosa felicitación. —Hizo una reverencia a la pareja nupcial, y Karuth vio que la nueva Alta Margravina sonreía feliz y apretaba la mano de su marido. Strann hizo una pausa para que la reacción fuera advertida y aprobada y después prosiguió—: Para ello, me siento muy honrado al anunciar que la dama Karuth Piadar, Maestra de las Artes Musicales y hermana de nuestro Sumo Iniciado Tirand Lin, ha consentido amablemente en unirse a mí en un dúo que queremos dedicar, con amor y respeto, a nuestra Alta Margravina Jianna Hanmen Alacar, quien a su vez es amada por los dioses, como lo fue aquella otra valerosa gran dama de nuestra noble historia. Amigos todos, tocaremos para vosotros una pieza de la epopeya Equilibrio: «Cabellos de Plata, Ojos de Oro», el tema de Cyllan.
La Alta Margravina soltó un gritito de satisfacción, que pudo oírse por encima del murmullo de sorprendida aprobación que se extendió por toda la explanada iluminada con antorchas. Karuth cerró los ojos, esforzándose en reprimir el estallido de risa que amenazaba con apoderarse de ella, a la vista de la pomposidad de comediante de Strann, y escuchó el lento y melódico solo de introducción que él comenzó a tocar. Las cristalinas notas de su manzón brotaban y fluían en el cálido aire nocturno. Karuth sintió una emoción conocida despertar dentro de ella, la cautivación de la música, la ansiedad, la necesidad de formar parte de aquel poder creativo. Sus dedos se movieron, y las cuerdas graves de su instrumento añadieron un acompañamiento lastimero a la melodía, un ritmo suave pero insistente, preparando la atmósfera para lo que venía después. Abrió los ojos; Strann la miraba y sonreía de manera tan cálida y abierta que Karuth se sintió plena de confianza. Los dedos de ambos intérpretes se movieron más rápido, acelerando la melodía, modulando una variación más urgente, creando las imágenes de la chica del cabello de plata y los ojos de oro, del dolor y el amor, de la traición y la fidelidad, de la tormenta que se cernía sobre el mundo. Cyllan, que había amado a un señor del Caos, que había estado dispuesta a sacrificar no sólo su vida sino su mismísima alma por él; en la mente de Karuth se formaban imágenes, como solía ocurrirle cuando tocaba con total entrega, y casi podía ver aquellas escenas del pasado y sentir los sufrimientos de la chica sencilla, inocente y sin educación cuyo valor había ayudado a cambiar el mundo. Si hubiera podido ser como Cyllan; si hubiera podido conocer aquel amor, aquella pasión…
Ahora los dedos de Karuth volaban, mientras Strann la guiaba a los vertiginosos compases de danza que recreaban la desesperada huida de Cyllan a través del mundo para encontrar a su amante y devolverle la brillante pero mortífera piedra que contenía su alma. Los cabellos le cayeron sobre el rostro, ocultando la escena iluminada de antorchas que la rodeaba, y su conciencia voló y voló con la música que iba llegando al clímax. Por fin, exhaló el aire contenido cuando sonó el último acorde triunfante, sonoro, y Strann pulsó la solitaria nota que lo atravesó en sorprendente disonancia, imponiéndose al tiempo que el acorde se desvanecía, sosteniendo el armónico que introduciría la melodía final y sobrenatural que se refería a la transformación de Cyllan, desde la mortalidad a algo más allá de la experiencia humana. Karuth estaba casi totalmente sumida en las imágenes creadas por su mente; apenas notaba a Strann que marcaba el tempo con el pie, contando los compases antes de que comenzara la melodía…
Un resplandor colosal iluminó de pronto la explanada, Karuth se asustó tanto que casi soltó su manzón. Oyó gritos de asombro entre la multitud y, segundos después, el lejano rugido de un trueno resonó procedente del mar. Con el corazón desbocado, intentando recobrar la compostura, Karuth alzó rápidamente la vista cuando Strann le dio una patada en el tobillo.
—¡No os paréis! —le dijo con un susurro áspero—. Seguid tocando; ¡acabad! Uno… dos… y…
Karuth no supo cómo logró recuperarse a tiempo, pero sus manos, si no su cerebro, reaccionaron mecánicamente y se unió otra vez a Strann para tocar el lento movimiento final, resplandeciente, que acabó por desvanecerse en el silencio.
Durante unos instantes, no hubo reacción por parte del público. Entonces, de manera tan repentina que Karuth volvió a sobresaltarse, estalló una tremenda ovación. Los aplausos de cientos de manos parecían una repetición del trueno, y algunos, perdida la inhibición gracias al vino, gritaban y lanzaban vítores pidiendo más. Strann se puso en pie y tiró de Karuth al ver que ésta parecía demasiado confundida para poder moverse. Hicieron una reverencia ante el Alto Margrave y la Alta Margravina, después al público en general, y por último Strann realizó un florido gesto de reverencia a los catorce dioses, que fue saludado con renovado entusiasmo.
—Bien, bien —comentó en tono bajo y divertido, de manera que sólo Karuth pudiera escucharlo—. ¡Creo que les hemos gustado de verdad!
Las emociones de Karuth se debatían entre la vergüenza, la excitación y la satisfacción. Pero bajo todo ello había una sensación de intranquilidad y, cuando los aplausos por fin comenzaron a ceder, miró de reojo a su compañero.
—Gracias por salvarme —dijo en voz baja—. Por un instante perdí la cabeza. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Qué fue aquello?
Él volvió a hacer una reverencia al público y, hablando con la boca entrecerrada, contestó:
—Un relámpago en el mar.
—Eso pensé yo. Pero los relámpagos no surgen de un cielo despejado.
Strann se enderezó y la miró a los ojos.
—No, no lo hacen.
—Entonces, ¿qué…?
—Señora —la interrumpió él—, sois una adepta de quinto rango del Círculo; estáis mejor cualificada que yo para responder a ese enigma. —Hizo otra reverencia al público, y Karuth lo imitó enseguida. Entonces él le cogió la mano izquierda. Todavía llevaba el anillo que le había dado Carnon Imbro, y Strann lo vio. Las diminutas gemas que formaban la estrella de siete puntas del Caos brillaban a la luz de las antorchas, y Strann, en un gesto muy deliberado, a la vista de todo el público, alzó la mano de Karuth y besó los dedos y el anillo con suavidad.
—Quizá —respondió en voz muy queda— haya sido una señal de aprobación de Yandros.
—¿Eso creéis?
Él vaciló, al parecer no queriendo soltarle la mano. Pero lo hizo y dejó caer también su brazo.
—No —contestó con seriedad—. No lo creo en absoluto. Pero es la única explicación que no me hace sentir más incómodo de lo que me gustaría reconocer.