Incluso Karuth Piadar había olvidado a Ygorla hacía mucho tiempo. Según fueron pasando los años, el misterio de Chaun Meridional se desvaneció en la lejanía y otros temas que exigían su tiempo y atención erosionaron poco a poco su preocupación anterior, hasta que llegó un momento en que incluso el críptico acertijo del elemental no fue más que un recuerdo vago que pocas veces le venía a la memoria.
Había muchas otras preocupaciones que llenaban su tiempo. Poco después de cumplir los 32 años —y como todo el mundo esperaba en el Círculo— pasó las pruebas que la elevaban al quinto rango entre los adeptos. Y un mes más tarde recibió una distinción más seglar, pero que, como decían en broma su padre y su hermano, seguramente significaba para ella más que cualquier galardón del Círculo. El gremio de la Academia de Músicos le otorgó el título de Maestra de las Artes Musicales.
A pesar de las bromas, Chiro estaba inmensamente orgulloso del logro de su hija, porque sabía cuánto significaba la música para Karuth y sabía, también, que en ocasiones ella sentía una profunda frustración al disponer de tan escaso tiempo libre para practicar. Chiro era lo bastante ducho en aquellas lides para saber que el nombramiento ocultaba un cierto grado de maniobra política, puesto que el gremio era plenamente consciente de que, honrando a su hija, se ganarían el favor del Sumo Iniciado; aun así, el galardón era bien merecido. Chiro también esperaba que la nueva posición de Karuth en el gremio podría ayudar a convencerla para que dedicara algo más de tiempo a sus intereses particulares y un poco menos a sus obligaciones en el Castillo que, en su opinión, se tomaba demasiado en serio. Ninguno de sus hijos se había casado todavía. En el caso de Tirand, eso estaba bien, puesto que se esperaba del hijo y heredero del Sumo Iniciado que se dedicara exclusivamente a prepararse para el cargo que algún día heredaría. Cuando llegara el momento adecuado, sería un buen partido; hasta entonces no había por qué preocuparse. Pero Karuth era otro asunto. Para empezar, era cinco años mayor que su hermano, y, mientras que un hombre podía incluso esperar a estar en mitad de su vida antes de encontrar una esposa, para una mujer, según creía Chiro, el tema era totalmente distinto. Lo que más lo inquietaba era la sensación de que Karuth no tenía intención de contraer matrimonio ni ahora ni en el futuro. La idea intranquilizaba a Chiro, que quería, por encima de todo, que ella fuera feliz. Y, aunque ella nunca lo admitiría y ni siquiera querría discutirlo, Chiro tenía la clara sensación de que, a veces, la soltería era algo que Karuth lamentaba profundamente.
Pero el asunto siguió sin ser aireado y Karuth continuó cumpliendo sus deberes con la misma dedicación de siempre. Calvi Alacar, que había regresado a casa, a la Isla de Verano, durante un año, regresó a la primavera siguiente, con la piel morena y el cabello rubio por los efectos del sol meridional, y casi tres centímetros más alto. Tenía veinte años y, de ser un adolescente torpón, se estaba convirtiendo en un atractivo joven, delgado y enjuto; también ganaba confianza en sí mismo y en modesto encanto, y su nivel de logros en los estudios que había escogido justificaba plenamente la confianza que Tirand había depositado en él al principio. La vida en el Castillo era tranquila y agradable.
Entonces, en el verano de aquel mismo año, llegó el golpe que nadie podía haber predicho o esperado. En las fiestas del Primer Día del Trimestre de verano, Chiro se puso en pie en la sala de banquetes para dirigirse al Círculo y a sus invitados, se interrumpió en medio de una frase, frunció el entrecejo como si estuviera desconcertado, y se derrumbó sobre la mesa. Karuth, lanzando platos y copas en todas direcciones, lo tendió sobre la mesa y le masajeó el pecho en un intento frenético de volver a poner su corazón en marcha, pero ni siquiera su habilidad fue suficiente y, en medio de un silencio aturdido, el Sumo Iniciado fue declarado muerto.
Cuando por fin se dio cuenta de la verdad, Karuth se desmayó por primera vez en su vida. Su ayudante, un joven capaz y tranquilo, llamado Sanquar, dio instrucciones a los criados para que la llevaran a la cama y se aseguró de que permaneciera allí. Después, con la ayuda de varios adeptos de alto nivel y de una sanadora superior de la Hermandad que por suerte estaba presente, dispuso todos los preparativos necesarios para el velatorio.
Más de doscientas personas pasaron aquella breve y cálida noche de verano sentadas en silencio en la gran estancia. Tirand, conmocionado y sin saber apenas lo que hacía, había sido llevado con sombrío ceremonial a ocupar un asiento en el centro de la gran mesa, y se sentía extrañamente distante y aislado, sin lágrimas, mientras contemplaba el mar de rostros apenados iluminados por las antorchas. La verdadera pena, lo sabía, vendría después, una vez pasado el primer trauma, pero por el momento su mente se aferraba tenazmente a dos pensamientos que nada tenían que ver el uno con el otro, pero que se repetían obsesivos: Hay tantos presentes que están llorando… Todos deben de haberlo querido. Y otra parte de su ser preguntaba impotente: Dioses…, ¿qué voy a hacer ahora?
Chiro fue enviado a su descanso final con todo el solemne ceremonial de que era capaz el Castillo. Sus dos hijos asistieron al funeral, Karuth con el rostro cubierto por un velo, Tirand ostentando el fajín púrpura bordado con los símbolos de los dioses que era el emblema de un Sumo Iniciado que guardaba luto por su predecesor. Llegaron mensajes de todas las partes del mundo; cada Margrave de provincia envió su pésame personal, y una carta sellada de Blis Alacar, escrita de su puño y letra, rendía un homenaje a Chiro que hizo llorar a Tirand en privado. Pero por fin pasó el luto y, cuando comenzaban a soplar los primeros vientos fríos del otoño, Tirand Lin fue nombrado oficialmente nuevo Sumo Iniciado del Círculo.
Esa misma noche, Karuth rechazó una proposición de matrimonio del hombre que durante los últimos siete meses había sido su amante y, sin aspavientos, dio por terminada la relación.
Tirand y su padre habían advertido aquella amistad, pero Karuth se había preocupado de ocultarles el hecho de que, al menos durante un tiempo, había sido algo más que eso. Sabía que todo hombre al que había mirado con aprecio durante los últimos diez años había sido a los ojos de Chiro un posible yerno y no había querido defraudarlo una vez más. Pero, ahora que su padre había desaparecido, las probabilidades de contraer matrimonio eran más remotas que nunca. Tirand, sobre quien había caído tan de repente la nueva responsabilidad, necesitaría más que nunca su ayuda y su apoyo. No podía pensar en ella misma; el deber era lo primero, y, si durante algún tiempo tenía que sufrir las punzadas del remordimiento, bueno, ya las había soportado anteriormente y ahora no serían peores.
Así que, durante el otoño y el invierno que siguieron al nombramiento de su hermano, Karuth dedicó cada instante de su vigilia al trabajo. No hubo nuevos amantes. Incluso su ayudante, Sanquar, que la adoraba y a quien, en circunstancias más propicias, habría podido ver como algo más que un colega, se encontró con un amable pero firme rechazo cuando intentó expresar con timidez sus esperanzas. No podía permitirse más complicaciones en su nueva vida; mientras Tirand y el Círculo la necesitaran, tenían preferencia.
Sin embargo, la tensión de los cambios ocurridos en sus vidas se estaba cobrando su precio tanto en Tirand como en Karuth. Durante una visita oficial a la Península de la Estrella a finales del invierno, la Matriarca dijo con firmeza que tenían un aspecto pálido y enfermizo y que necesitaban descansar; lo cual no era de extrañar si se tenía en cuenta la carga que se había depositado sobre sus hombros. Pero, aunque su consejo estaba lleno de sentido común, era impensable la idea de algún tipo de pausa. Además de las obligaciones más importantes, que de por sí ya eran bastante onerosas, Tirand descubrió que un Sumo Iniciado tenía otras menos importantes que también ocupaban su tiempo; asuntos nimios pero necesarios de los que nada había sabido mientras vivía Chiro. Y Karuth, que dividía sus días entre su propio trabajo y ayudar a su hermano en cuanto podía, tenía tan pocas posibilidades como él de pensar en una perspectiva de tiempo libre. Pero ella era consciente de que la Matriarca les había dicho unas cuantas verdades como puños. En particular, Tirand trabajaba demasiado, incluso con la ayuda del Consejo de Adeptos y los secretarios y criados para compartir las cargas cotidianas, y ella, por su parte, a duras penas se atrevía a mirarse en el espejo, porque odiaba a la extraña ojerosa y delgada que sabía que allí encontraría. Pero los días seguían pasando y no había respiro; hasta que, cuando el duro invierno septentrional llegaba a su esperado final, llegó al Castillo una carta procedente de la Isla de Verano.
La invitación llegó por medio de un ave mensajera en los primeros días del deshielo de primavera. El halconero del Castillo, que recogió el halcón cuando éste descendió trazando círculos sobre el patio del Castillo, vio el sello personal del Alto Margrave en el pequeño pergamino y lo llevó inmediatamente a Tirand. En cuanto leyó las noticias que contenía, Tirand envió corriendo a un criado para que trajera a Karuth de la enfermería.
En el estudio de Tirand, Karuth leyó el mensaje con sorpresa y alegría.
—¡Son noticias espléndidas! —Su cansado rostro esbozó una sonrisa—. Blis Alacar se casa por fin… ¡Ya empezábamos a preguntarnos si acabaría sus días soltero!
Tirand cogió la carta y volvió a ojearla.
—Su prometida es Jianna Hanmen. Hanmen… Conozco la familia; son de Han Oriental, ¿verdad? Uno de los clanes más antiguos de la provincia. Pero no acabo de situar a Jianna.
—La hija mayor del Margrave de Chaun se casó con el hijo de Hanmen Charises el año pasado —le recordó Karuth—. Creo que Jianna es su hermana, aunque no puedo decirte qué aspecto tiene.
—Bueno, bien pronto lo sabremos —dijo Tirand, pero de pronto frunció el entrecejo, preocupado—. Aunque desde un punto de vista práctico he de admitir que esto no podía llegar en peor momento. Aquí hay tanto que hacer que no estoy seguro de poder dejar el Castillo con la conciencia tranquila.
—No tienes forma de negarte —afirmó Karuth—. Sería un insulto para Blis; es impensable.
—Tú podrías ir en mi nombre.
—No lo haré. No, Tirand, debemos ir los dos. Nos irá bien; ambos necesitamos descansar, y esto nos da la ocasión sin que salgan perjudicadas nuestras conciencias. —Miró la invitación otra vez, por encima del hombro de Tirand—. Siete días de festejos, y coincidirá también con el vigésimo primer cumpleaños de Calvi. Será un acontecimiento magnífico.
Su voz traicionaba su ilusión y Tirand, al mirarla, vio en sus ojos el antiguo entusiasmo que tanto había echado de menos últimamente. Se recordó que no habían tenido ninguna distracción en los meses transcurridos desde la muerte de su padre; por muy estoicamente que él aceptara su carga, era una injusticia esperar que Karuth sacrificara indefinidamente sus propias diversiones. Ella tenía razón: les iría bien el alejarse de la severa vida del Castillo y del Círculo durante una temporada, salir de aquel nido cerrado y ver algo de mundo. Por su hermana, si no por otra cosa, debía dejar el deber de lado por una vez y disfrutar de aquella oportunidad de experimentar un cambio.
Dejaron la Península de la Estrella doce días después, una grande e impresionante comitiva compuesta por Tirand, Karuth, Calvi Alacar y una veintena de los adeptos superiores del Círculo que también habían sido invitados, además de criados y un largo tren de equipajes. Para entonces, la nueva de la boda del Alto Margrave se había difundido por todo el mundo, y cada provincia planeaba festejos propios, de manera que en cada pueblo y aldea vieron que se estaban preparando hogueras y colgando banderas y guirnaldas para decorar las calles. Viajaron a través de la Tierra Alta del Oeste, se reunieron con un grupo procedente de la principal residencia de la Hermandad, siguieron bajando a través de Chaun, entraron en Perspectiva, donde se encontraron, como habían planeado, con la Matriarca y un grupo de sus superioras, y finalmente llegaron a Shu-Nhadek, desde donde embarcarían rumbo a la Isla de Verano.
En Shu-Nhadek los festejos estaban ya en pleno auge. Las gentes de la ciudad siempre habían creído que su cercanía de la Isla de Verano les otorgaba un vínculo privilegiado con el Alto Margraviato y, por lo tanto, se consideraban en cierto modo superiores al resto del mundo. Por la misma razón estaban decididos a que sus fiestas superaran a todos los acontecimientos rivales, y la ciudad estaba llena de algarabía y color. Tirand nunca se había sentido a gusto en medio del jolgorio y personalmente se sintió aliviado al saber que el Margrave de la provincia, quien también asistiría a la boda, había ofrecido hospedar al grupo del Sumo Iniciado en su casa, en unos terrenos aislados en una colina que daba a la bahía. Su barco zarparía con la marea de la mañana y Tirand no deseaba pasar una noche en vela en una posada, mientras las fiestas seguían su ruidoso curso afuera en las calles.
El Margrave y la Margravina eran conocidos por mantener una excelente cocina y, tras un espléndido banquete y quizás un exceso de vino, los invitados se retiraron a sus aposentos. Karuth compartía un dormitorio con la hermana Fiora, que había sido ascendida al rango de delegada inmediata de la Matriarca. Hacía mucho tiempo que Karuth no había visto a Fiora, y ambas aprovecharon aquella rara ocasión para intercambiar noticias y chismes, de manera que, cuando apagaron las velas de la habitación y se pusieron a dormir, la noche ya estaba avanzada.
Justo cuando amanecía, Karuth se despertó lanzando un chillido.
—¡Karuth! —Fiora, despierta del susto, se sentó en la cama, con el corazón latiéndole alocadamente—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
Karuth había saltado de la cama y se hallaba de pie antes de que su conciencia la hiciera apercibirse del mundo real. Se quedó oscilando, la boca moviéndose sin emitir sonido alguno; soltó un brusco suspiro y se sentó de golpe en el borde del colchón.
—Querida, ¿qué ha pasado? —Los largos años como sanadora le habían inculcado la capacidad de despertar del todo rápidamente; cogió a Karuth por los hombros y se los apretó con delicadeza—. ¿Una pesadilla?
Karuth apretó los dientes, que amenazaban con comenzar a castañetear incontrolados.
—No lo sé. Creí… —Con un esfuerzo se reconcentró, después se soltó de Fiora con suavidad y, levantándose, se dirigió a una mesa que contenía una jarra con agua.
—Deberías contármelo —aconsejó Fiora—. Siempre es aconsejable fijar esos sueños contándolos en voz alta.
Karuth bebió un sorbo de agua, deseando para sus adentros que hubiera sido una bebida más fuerte.
—No sé si podría hacerlo, Fiora. Ni siquiera estoy segura de que fuera un sueño.
Fiora se inclinó hacia adelante, alarmada.
—¿Una visión?
—No, no lo creo. Eso es más dominio de la Hermandad que del Círculo, y yo nunca he tenido talento para las visiones o los presagios. Era más bien… —Apretó un dedo contra el puente de la nariz, intentando, aunque un poco a regañadientes, lograr que su memoria se centrara. Frunció el entrecejo.
—No puedo recordarlo. Se ha ido. —Parecía confundida y la hermana se le acercó rápidamente y la acompañó hasta el lecho, como si fuera una niña con fiebre.
—Siéntate, querida, y date tiempo para recuperarte. —Alisó la colcha y Karuth se sentó—. Debe de haber sido un sueño, Karuth. A mí me ha sucedido más veces de las que puedo recordar; una violenta pesadilla que desaparece de la memoria en el momento en que una despierta.
—No era eso —replicó Karuth. Podía no estar segura de otra cosa, pero tenía la certeza de que aquello no había sido un sueño normal.
Fiora se mordió los labios.
—¿Quieres que despierte a la hermana Mysha? Es una experta en poderes psíquicos; podría ayudarte a desenredar los hilos y recordar.
—A estas horas, no —repuso, sonriendo sin ganas—. Puedo adivinar la hora; no he olvidado que aquí el sol sale mucho antes que en casa durante esta estación. No, Fiora. Estoy bien. Intentemos dormir un poco más y olvidar el asunto.
Fiora dudó, pero Karuth sabía ser firmemente persuasiva y al final la hermana cedió de mala gana. Pero, aunque aparentó acostarse tranquila otra vez, Karuth sentía que sus pensamientos eran todavía un torbellino. No podía recordar detalles de su visión, ni de qué había sido, pero sintió que la esencia era algo acechante y amenazador en lo más hondo de su mente, y estaba segura de que había sido un presentimiento; o, para ser más exactos, un aviso.
Pero ¿un aviso de qué? Volvió la cabeza y miró a la hermana Fiora en el otro lecho. Parecía haberse dormido, y Karuth exhaló un largo y silencioso suspiro. Quizá debería consultar a la hermana vidente Mysha, como había sugerido Fiora. La interpretación de los sueños era una habilidad que el Círculo, cuyas disciplinas abarcaban la magia y los ritos superiores ocultos más que las artes psíquicas personales e inferiores, siempre había dejado a sus colegas de la Hermandad. Como adivinas, las hermanas no tenían igual, y Mysha era una de las videntes más respetadas de la tierra. Pero ¿qué podría decirle ni siquiera Mysha que fuera de utilidad? Aunque la educación de Karuth —que muy pronto le enseñó que era una locura no hacer caso de posibles presagios del tipo que fueran— decía lo contrario, algo más dentro de ella argumentaba que sería mejor desechar el incidente como algo sin importancia, una aberración momentánea de su subconsciente, propiciada por un entorno que le era extraño y por una comida demasiado abundante. No quería ahondar más en el asunto; simplemente, quería creer que no había nada más que descubrir en todo aquello. «Olvídalo —se dijo a sí misma, acallando la vocecita que arrojaba dudas acerca de la sabiduría de semejante actitud—. No significa nada. Olvídalo y zarpa hacia la Isla de Verano con una mente tranquila.»
Con la ayuda de algunos trucos que calmaban las agitadas aguas de la mente, Karuth pudo adormilarse de nuevo, hasta que un criado llegó para despertarla. Sólo cuando se dirigía a desayunar junto a la hermana Fiora recordó lo que había estado flotando en la periferia de su conciencia, justo antes de levantarse, y se preguntó por qué razón, después de tantos años, había escogido aquella ocasión para soñar con Ygorla Morys.
Zarparon al cambiar la marea, justo antes del mediodía, dejando atrás el festivo puerto y el ruido y bullicio de las multitudes, para adentrarse en la brillante calma del mar abierto. Era una mañana perfecta y Karuth, que permanecía junto a la borda del barco viendo el agua deslizarse resplandeciente bajo la quilla, se compadeció de Tirand, que nunca había sido buen marinero y que ya estaba confinado bajo cubierta, mareado. Había rechazado su ayuda con mal humor, pues deseaba estar a solas con su malestar, de manera que Karuth se había reunido con un grupo de hermanas que, como ella, nunca habían estado en la Isla de Verano y que escuchaban los entusiastas comentarios que Calvi Alacar hacía del paisaje marino.
Calvi estaba en su elemento. Muy excitado ante la perspectiva de ver su hogar y a su familia, había salido de su habitual caparazón de timidez y describía con entusiasmo las características de la lejana línea costera de Shu, que quedaba semioculta en una neblina por el lado de babor. Karuth escuchó durante unos minutos, protegiéndose los ojos del resplandor del sol en el agua; entonces, de repente, Calvi se giró y señaló excitado la proa de la embarcación.
—¡Allí! —dijo—. Allí está; ¿la veis, apenas visible en el horizonte? Aquélla es la Isla Blanca.
Obedientes, las hermanas se volvieron para mirar, pero, mientras Calvi hablaba, Karuth sintió un profundo estremecimiento que la cogió totalmente por sorpresa; asustada, se recuperó con rapidez y siguió la dirección de las otras miradas. No se veía nada destacable, sólo una mancha sombría que interrumpía la línea entre océano y cielo; pero, cuando la miró, sintió de nuevo el escalofrío inexplicable.
—¿Pasaremos cerca de ella? —No sabía por qué lo había preguntado; era algo que había surgido de repente de algún rincón inquieto de su mente.
Calvi calculó.
—Oh…, diría que pasaremos a unos quince kilómetros de su extremo septentrional —contestó, sin advertir la inquietud de Karuth—. Si estuviéramos navegando en línea recta hacia la Isla de Verano, seguramente ni la veríamos, pero aquí hay una fuerte corriente que hace que merezca la pena el viraje para aproximarse desde el suroeste. Supongo que no habías visto antes la Isla Blanca, ¿no es así? —inquirió sonriente.
—No —repuso Karuth y pensó: Y no quiero verla ahora.
—Es una visión familiar para todos los marinos de estas regiones —dijo Calvi con orgullo—. Claro que ahora nadie pone pie en ella. Cuando era pequeño, deseaba ir, pero nunca me lo permitieron. —Hizo una mueca—. Puede que algún día recupere la vieja costumbre y vaya en peregrinación al lugar de la gran batalla de los dioses. Y puede que os convenza a ti y a Tirand para que me acompañéis.
Algo muy profundo en la mente de Karuth se encogió, y se obligó a sonreír rápidamente a modo de respuesta, antes de que su mirada la traicionara.
—Sería… muy interesante.
—Pero no será en esta ocasión. ¡Imagina lo que diría Blis si llegáramos tarde a su ceremonia nupcial! A propósito —prosiguió sin darse cuenta de que algo fuera mal—, ¿dónde está Tirand? No lo he visto desde que salimos del puerto.
Karuth hizo un gesto en dirección a la escotilla que conducía a los camarotes.
—Está abajo, en uno de los camarotes, y no se encuentra nada bien. De hecho —aquello le daría una excusa, pensó, para retirarse, para no tener que ver la Isla Blanca que se acercaba—, tendría que ir a comprobar cómo está y a ver si puedo ayudarlo en algo. —Volvió a sonreír, esta vez de un modo más convincente—. Si me perdonáis…
Se alejó por el puente, guardando el equilibrio con el cabeceo del barco, y bajó rápidamente la escalerilla que llevaba a los camarotes. Al llegar abajo se detuvo para recuperar el aliento y secar la capa de sudor que le bañaba la frente y las palmas de las manos. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué le daba miedo la Isla Blanca? Era ridículo; no había relación posible entre aquella roca desierta y el terror que la había despertado al amanecer, pero no podía dejar de pensar, de manera ilógica, que, de alguna manera, tenían algo que ver.
Un tripulante se acercó apresuradamente por el pasillo en dirección a la escalerilla y se tocó respetuosamente la frente cuando ella se apartó para dejarlo pasar. Su aparición la sacó de su abstracción, y Karuth intentó relajarse. Aquello era ridículo. Estaba dejándose arrastrar por la imaginación hasta un punto en el cual amenazaba con ahogar el sentido común bajo una marea de conjeturas sin fundamento. Debía acabarse, o dentro de poco vería demonios en todos los rincones.
Respiró una vez más lenta y profundamente y, cuando sintió que su pulso por fin se calmaba, se volvió con alivio hacia el camarote de Tirand. Pero, antes de echar a andar, metió la mano en un bolsillo de su cintura y sacó un pequeño anillo de oro que, por puro impulso, había decidido llevar consigo en el último momento antes de abandonar la Península de la Estrella. El anillo se lo había dado hacía mucho tiempo su predecesor y maestro, Carnon Imbro, quien, quizá conociéndola mejor que su hermano y su padre, había sido más consciente de su carácter y de sus inclinaciones instintivas. El anillo tenía incrustadas pequeñas gemas que formaban la estrella de siete rayos símbolo del Caos, y para Karuth siempre había sido algo más que un simple adorno. Quizá fuera un talismán…
Se lo puso en el dedo corazón de la mano izquierda y fue a ver a Tirand.
Ygorla estaba de pie, bajo el gran portal de piedra, mirando más allá del vertiginoso descenso de la gigantesca escalinata, más allá de la bahía, hacia el mar. Sus manos se movían frenéticas, dando vueltas una y otra vez a algo entre sus blancos dedos. Algo dorado brilló a la luz del sol.
—El Sumo Iniciado en persona… —Habló en voz baja, ronca, y en sus ojos brilló una luz desagradable—. Oh, padre. ¡Sería tan sencillo!
—No, hija —la voz de Narid-na-Gost no mostraba censura, pero su tono era implacable—. Esta vez no. —Mostró los dientes al sonreír—. Déjalos que disfruten por ahora. Debes ser paciente, un poco más.
Ella lanzó un suspiró y dejó de girar la insignia dorada entre los dedos; bajó la vista y la enganchó de nuevo en su corpiño, preguntándose una vez más si había pertenecido a aquel otro Sumo Iniciado, Keridil Toln. El emblema de un hombre muerto y de un reino fenecido, el emblema del Orden… Ahora era un anacronismo, como lo era quien lo había llevado en otros tiempos con orgullo. Igual que el Círculo, igual que el Matriarcado, igual que el Alto Margraviato.
Sus labios perfectos se curvaron en un gesto de desprecio, y dejó que la abandonara la visión aumentada mágicamente, de manera que el barco con sus velas escarlatas volvió a ser un punto insignificante en el mar, a lo lejos. Había aprendido tantas cosas, aumentado tanto su poder y sus capacidades, que la frustración de tener que contenerse era tan aguda como si le hubieran dado una estocada. De todas maneras, saber lo que podría haber hecho con aquel barco y sus pasajeros, si lo hubiera querido, era un bálsamo para aquella herida. Hasta ahora había sido paciente; podía, como decía su padre, serlo un poco más.
El gesto despreciativo se convirtió en sonrisa cuando habló.
—Son tan débiles.
—Sí. Y nosotros somos fuertes, y cada vez nos hacemos más fuertes. Pero todavía seremos más fuertes —dijo el demonio, acariciándole una mejilla con orgulloso afecto—, y nuestro poder final será superior a todo lo que podrían haber imaginado.
Se adentró en las sombras del portal. Quizá durante un minuto más, Ygorla siguió contemplando el mar y la lejana embarcación que ahora viraba hacia la Isla de Verano. Después dio la espalda al luminoso día y a sus agitados pensamientos, y siguió a Narid-na-Gost por el túnel en dirección al cráter.