—Damas, caballeros —dijo el Sumo Iniciado, echándose hacia atrás en su asiento—. Creo que este asunto puede darse finalmente por concluido. Hemos repasado los hechos conocidos con todo detalle, y creo que no hay nada más que ninguno de nosotros pueda añadir para arrojar más luz sobre el tema. —Sonrió al pequeño grupo sentado alrededor de la mesa, como si se disculpara—. Tan sólo lamento haberlos entretenido durante tanto tiempo.
Hubo murmullos de agradecimiento y de aprobación, y la atmósfera de la habitación se relajó un poco, al permitirse el grupo una cierta distensión. Tirand, obedeciendo un gesto de su padre, cruzó la habitación para correr los pesados cortinajes y abrir una rendija en la ventana. La luz de la luna y el aire frío se colaron en la habitación, y del fuego casi apagado de la chimenea se alzó humo hacia el techo en un rápido remolino. Tirand frotó el cristal empañado y miró afuera. Vio que la primera luna se había puesto y que la segunda comenzaba a ocultarse detrás del alto muro del Castillo. Habían discutido hasta muy entrada la noche, pero no estaba cansado. Se sentía demasiado inquieto para verse afectado por el cansancio.
Chiro se levantó de su asiento.
—Permítanme que al menos les ofrezca algún refresco antes de que nos retiremos a nuestros lechos —dijo, dirigiéndose a un armario muy adornado en el otro extremo de la habitación—. Sugiero vino calentado con especias para reconfortarnos… Por favor, Tirand, reaviva el fuego y yo mezclaré hidromiel con una botella de la cosecha de la provincia de Han y lo pondré a calentar en el hornillo. Veamos, ¿dónde puso Karuth las especias para el vino?
Se llenaron las copas y el Sumo Iniciado volvió a su asiento soltando un suspiro. Todos bebieron, degustando el vino apreciativamente, y durante un rato reinó el silencio. Las lámparas estaban casi apagadas y la atmósfera era soporífera. Como sólo serían ocho personas —que luego se redujeron a siete, cuando Karuth fue reclamada por una urgencia médica—, Chiro había decidido que la reunión se celebrara en su propio estudio en lugar de en la vasta y poco acogedora sala del Consejo, pero ahora se dio cuenta de que le sería muy fácil adormilarse si no prestaba atención. Estaba pensando en algo que decir para mantenerse despierto cuando Lias Barnack carraspeó.
Aunque Lias era ya bastante mayor —Chiro suponía que su jubilación estaba próxima—, como enviado más veterano del Alto Margrave, había considerado su deber asistir a la conferencia en persona, en lugar de enviar a algún subordinado con menos experiencia. Durante la discusión se había mantenido casi siempre en un segundo plano, interviniendo de vez en cuando para ofrecer alguna información acerca de los actos de la milicia o para hacer alguna pregunta pertinente; pero, al ver sus astutos ojos, Chiro supo que había prestado más atención de lo que las apariencias sugerían.
—Sumo Iniciado —dijo Lias—, puede que éste no sea el momento más oportuno para expresar lo que tengo en mente, pero…, creo que necesito ser sincero.
Todos lo miraron. La hermana Fiora, sentada entre la hermana Corelm y uno de los dos cancilleres superiores del Círculo presentes, se estremeció ligeramente y se ajustó la banda púrpura de luto en el hombro. Lias manoseaba el tallo de su copa.
—He de confesar —prosiguió— que, tras lo que he escuchado esta noche, tengo muy pocas esperanzas de que se encuentre a la niña. La milicia no ha escatimado esfuerzos en su búsqueda, y tanto el Círculo como la Hermandad —hizo un gesto serio de asentimiento a Fiora y Corelm— han utilizado sus habilidades en otros planos, y todo ello sin resultado. Debo decir que creo que la chica está muerta.
Esta vez el silencio fue tenso. Parecía que nadie quería encontrarse con la mirada de los demás, y al final Lias hizo un gesto de impotencia.
—Lo siento, amigos, pero no veo motivo en seguir dándole vueltas.
—Tienes razón, Lias —Chiro contempló los rostros rígidos y con expresión infeliz en torno a la mesa—. Creo que, aunque nos cueste admitirlo, en el fondo todos estamos de acuerdo contigo. —Tirand y los otros adeptos hicieron un breve gesto afirmativo; Corelm miraba su copa de vino, y Fiora se llevó un puño apretado a la boca y emitió un pequeño sonido que podría haber sido un sollozo. La mirada del Sumo Iniciado volvió a posarse en Lias y en los ojos del otro hombre vio reflejado lo que él había sospechado. Lias nunca decía o hacía nada sin una buena razón, y Chiro creía saber qué lo había empujado a hablar.
—Creo, Lias —dijo en tono suave—, que tus pensamientos y los míos han seguido caminos paralelos.
—No puedo decir eso, Chiro. Ni por un momento pensé en hablar en tu nombre, o en el del Círculo.
La indirecta era clara. Chiro asintió.
—Muy bien. No tenía intención de sacar a colación esto ahora, porque es tarde y no quiero provocar más discusiones hasta que todos hayamos dormido un poco. Pero tal vez sea justo que os comunique la propuesta que quiero plantear a un pleno del Consejo de Adeptos mañana.
Tirand clavó la vista en su padre, y los otros adeptos observaron al Sumo Iniciado con atención. Chiro vaciló unos instantes antes de proseguir.
—Amigos míos, sería un estúpido si aparentase no estar profundamente preocupado por las posibles implicaciones de esta tragedia. De hecho las considero lo bastante serias para justificar la realización de un ritual del Círculo para invocar directamente a los dioses en busca de su inspiración.
Tirand sintió un intenso y gélido estremecimiento de excitación. Lias asintió; los rostros de las hermanas se convirtieron en máscaras inmóviles. Sólo los dos consejeros permanecieron imperturbables, y Tirand sospechó que habían esperado aquello todo el tiempo. El mismo había pensado desde el principio que sería un acto sabio aunque drástico, pero, conociendo la innata precaución de su padre, no había supuesto que tomara la decisión con tanta rapidez.
—Piensas entonces —dijo Lias— que hay algo de verdad en la idea de que algún agente sobrenatural ha tenido algo que ver.
—Sí, lo pienso.
—¿Y tienes alguna noción de cuál sería la naturaleza de ese agente?
Estaba sondeándolo con descaro, pero Chiro no se dejó arrastrar.
—No —contestó, y Tirand supo que estaba refrenando su lengua deliberadamente, y también supo por qué—. Pero creo que lo descubriremos.
Dándose cuenta de que no averiguaría nada más por el momento, Lias cedió y no dijo nada más, pero la revelación de Chiro había amargado un tanto el ambiente. Por prudencia, los adeptos se reservaban su opinión, para darla a conocer más tarde y con menos testigos presentes, y las dos hermanas, sintiéndose en terreno desconocido, consideraron prudente no añadir nada. Terminaron el vino en un silencio sumiso y al final, con evidente alivio, el grupo abandonó sus asientos, se desearon unos a otros las buenas noches y dejaron el estudio. Lias fue el último en salir al pasillo tenuemente iluminado; cogió el brazo de Chiro en un gesto de despedida y le dedicó una sonrisa ligeramente irónica.
—Lamento si he soltado un gato en el palomar, Chiro. No fue ésa mi intención.
—No —replicó el Sumo Iniciado—. Hiciste bien en incitarme. Y podré decirte algo más sobre mis planes en un par de días. ¿Te quedarás algún tiempo?
—Oh, sí; si no me hago pesado. Tengo intención de pasar algún tiempo con el joven Calvi. Se lo echa mucho de menos en la Isla de Verano, y el Alto Margrave quiere que le lleve un informe completo de sus progresos.
—Estoy seguro de que Calvi se mostrará encantado de verte —repuso Chiro, sonriendo con cansancio—. Buenas noches, Lias.
—Buenas noches, amigo mío.
Chiro cerró la puerta y se volvió hacia la habitación. Tirand estaba recogiendo las copas y colocándolas en una bandeja para que un criado las retirara por la mañana; el Sumo Iniciado retiró el hornillo de la chimenea y comenzó a cubrir el fuego. Ninguno de los dos habló durante un rato, pero Chiro era consciente de que su hijo le daba vueltas a algo.
—Puedes decir lo que piensas, Tirand —dijo al cabo—. ¿Qué te inquieta?
Tirand había terminado con las copas y ahora estaba ordenando los papeles del escritorio. Se detuvo y alzó la cabeza; sus castaños ojos tenían una expresión seria.
—El ritual, padre. Me preguntaba a qué dioses piensas invocar.
—Ah. —Chiro se humedeció los dedos y se tocó con ellos los labios—. Sí. ¿De manera que viste por dónde iban las insinuaciones de Lias?
Tirand asintió.
—No debería haber intentado esa táctica. Debería saberlo.
—Es un privilegio de su rango, Tirand; y, además, no me cabe duda de que tiene instrucciones estrictas del Alto Margrave para hacer todo lo posible con tal de conseguir información.
—Pero intentar engatusarte de manera tan descarada…
—No ha pasado nada. De todas maneras, sospecho que Lias sólo buscaba una confirmación a sus propias opiniones. —Chiro cerró con llave las puertas del armario de los vinos—. A pesar del Equilibrio, es prácticamente imposible no sentir preferencias en un sentido u otro, y conozco a Lias Barnack desde hace el tiempo suficiente como para saber adonde se inclina su lealtad. No tiene por qué ocultarlo; pero, como tú sabes muy bien, mi posición es muy distinta. Como Sumo Iniciado tengo igual lealtad por el Orden que por el Caos, tal y como exige mi deber. Pero, como hombre, no puedo quitarme de encima fidelidades más fundamentales, y una de esas fidelidades está arraigada en mis recuerdos de Keridil Toln.
—Sabes que siento lo mismo.
—Claro que lo sientes; tú también recuerdas a Keridil, aunque no fueras más que un niño cuando él murió. Sin embargo, no podemos expresar nuestros sentimientos de la misma manera que pueda hacerlo Lias u otros como él. Debemos mantener el statu quo y demostrar al mundo que nuestros tratos con los dioses no se ven alterados por prejuicios.
—Pero en privado… —dijo Tirand.
Chiro lo miró con seriedad.
—En privado, Tirand, creo que no tengo que decírtelo, o recordarte que lo que hablo es sólo para tus oídos. Los hechos son bastante simples: sospecho la mano del Caos en este desgraciado asunto.
Tirand aspiró aire entre los dientes y luego lo exhaló lentamente.
—¿Pedirás entonces la ayuda de Aeoris?
—No. Invocaré por igual a Aeoris y a Yandros.
—Pero desde luego…
—Apaga esa lámpara, ¿quieres? Se ha vaciado y está quemándose la mecha. —Chiro aguardó hasta que la luz se hubiera apagado, trayendo consigo más sombras—. Invocaré al Orden y al Caos porque así es como debe ser. Al fin y al cabo, mis sospechas carecen de pruebas.
—¿Hacen falta pruebas? —replicó Tirand—. Las tienes en el incendio del monumento y en la forma en que murió la Matriarca —concluyó con un estremecimiento.
—Los demonios pueden adoptar muchos disfraces, Tirand. Sean cuales sean mis puntos de vista personales, no me atrevo a hacer suposiciones sin pruebas. —Anduvo por la habitación y apagó la segunda y última lámpara. Una tenue penumbra inundó la habitación, rota tan sólo por los últimos destellos del fuego, y el Sumo Iniciado se encaminó cansinamente hacia la puerta.
—Acuéstate, hijo mío, y procura no mantenerte despierto haciéndote preguntas que todavía no pueden tener respuesta —le recomendó; luego bostezó y se apretó las palmas de las manos contra los ojos. Tirand le abrió la puerta.
—Lo intentaré, padre. Buenas noches.
El Sumo Iniciado asintió y sonrió.
—Buenas noches, Tirand. Aunque ya queda muy poco para el amanecer.
Camino de su dormitorio, Tirand decidió de repente dar un rodeo y visitar la habitación de su hermana. Pocas esperanzas tenía de que estuviera despierta a aquellas horas, puesto que la pequeña emergencia que la había hecho abandonar la reunión no podía haber durado tanto, y supuso que debía de haber ido a acostarse en lugar de volver en plena discusión e interrumpir su desarrollo. Pero había una probabilidad, aunque pequeña, de que todavía estuviera despierta y deseaba hablar con ella. Sencillamente, deseaba tener compañía, porque el sueño lo había abandonado.
Para su sorpresa, se encontró con Karuth en el pasillo que daba a su habitación. Iba vestida con su camisón, cubierto con una túnica atada holgadamente con un cinto; llevaba el cabello despeinado y profundas ojeras le marcaban los ojos. A la tenue luz que desprendía la única antorcha goteante que todavía no había sido apagada, ella contempló su rostro y después rió en voz baja y con alivio.
—¡Tirand! Por un instante me pregunté quién diablos podía ser a estas horas. Por favor, ¡no me digas que se necesitan otra vez mis servicios, o tendré tentaciones de arrojarme desde una de las torres!
—La reunión acaba de terminar —repuso él; le cogió el brazo amigablemente y se dirigieron hacia la habitación de Karuth—. ¿Te han llamado una segunda vez?
Ella hizo una mueca.
—Como si la primera no fuera suficiente… Uno de los criados derramó en la cocina un balde de agua hirviendo y se escaldó. Acababa de dormirme, después de curar las heridas de Calvi, y…
—¿Calvi? —la interrumpió Tirand—. Creí que se trataba de una pelea entre dos de los criados.
—No, no. El mayordomo de servicio, Reyni, ya sabes lo delgado que es, quiso intervenir y salió con dos costillas rotas por ello. —Llegaron a su puerta; Karuth la abrió y Tirand se apartó para dejar que ella entrara primero. La joven tropezó con algo en la oscuridad, maldijo por lo bajo y luego encontró yesca y pedernal—. Tres de los estudiantes más jóvenes tuvieron una discusión en el comedor y de las palabras pasaron a las manos.
—¿Calvi era uno de ellos?
—Sí —contestó Karuth, mientras encendía tres velas en un candelabro—. También estaba Gant Harlon, y ese chico pelirrojo de Han Oriental, no recuerdo cómo se llama. Pero, antes de que me lo preguntes, Tirand, no sé cómo empezó la cosa ni de quién fue la culpa. Cuando llegué allí, parecía que les hubieran cosido los labios; nadie quería ni aceptar la culpa ni echársela a los otros.
Tirand soltó un suspiro de exasperación.
—¿Cuál fue el motivo de la pelea?
—Una chica. ¿Qué otra cosa sería lo bastante importante para convertir a tres jóvenes estudiosos en un tumulto de patadas y puñetazos en el suelo del comedor?
Tirand ahogó un estallido de risa; la cosa no tenía gracia.
—Habrá que informar a su tutor —dijo—. No puede tolerarse un comportamiento semejante.
—No creo que tengamos más problemas —afirmó Karuth; llevó el candelabro a su mesilla de noche, lo dejó y se hundió agradecida en su lecho—. Me tomé la molestia de utilizar un ungüento que pica y creo que eso será lección suficiente —explicó con una sonrisa—. Calvi, por lo menos, ya se ha disculpado por haberme molestado.
Tirand gruñó, no aplacado del todo.
—Supongo que habían estado bebiendo…
—Sí, claro que sí —contestó Karuth y, al ver la expresión de su hermano, añadió—: No los juzgues demasiado severamente, Tirand. Son jóvenes e inmaduros. Nosotros no éramos tan distintos a su edad.
—¿Hace ocho o diez años? —Tirand alzó una ceja en un gesto irónico—. Sí que éramos distintos, Karuth. Jamás se nos habría ocurrido comportarnos de manera tan lamentable.
El rostro de Karuth adoptó una expresión pensativa.
—No —reconoció—, pero es que quizá nunca tuvimos la oportunidad.
—Bueno, creo que podríamos conseguir que esto no se repita. Si hace falta, hablaré con nuestro padre, y desde luego le daré un rapapolvo a Calvi. ¿Qué pensaría el Alto Margrave si llegara a enterarse? Su hermano, confiado a nosotros para aprender filosofía, acaba peleándose por una chica. No está nada bien.
Karuth hundió la cabeza en las almohadas y cerró los ojos.
—Por ahora no quiero oír nada más del asunto. Ya he tenido bastante acerca de estudiantes que se pelean por esta noche. —Cambió de postura, poniéndose más cómoda—. Cuéntame lo de la reunión. ¿Me perdí algo importante?
Tirand se sentó en una silla a caballo y apoyó la barbilla y los brazos en el alto respaldo.
—No. Fue más o menos como esperábamos; nadie tenía nuevas pistas que pudieran ayudarnos a resolver el misterio. Y Lias Barnack expresó una opinión que creo que todos compartimos: que la sobrina nieta de la Matriarca debe de haber muerto.
Karuth volvió a abrir los ojos.
—¿De manera que sigue sin haber ni rastro de ella?
—No, ni hay pistas de cuál haya podido ser su destino. Padre está convencido de que algún agente demoníaco está implicado en el asunto. Quiere realizar un Ritual Superior, para pedir inspiración a los dioses. —Hizo una pausa y miró el rostro de su hermana—. No pareces sorprendida por la noticia.
—No lo estoy. Pero me siento aliviada; tenía la esperanza de que ocurriera eso. Aunque no pensaba que el consejo iba a ponerse de acuerdo tan rápido con respecto a esa propuesta.
—Todavía no han accedido; padre no lo ha propuesto oficialmente aún. Pero saqué la impresión de que Keln y Acoro, como mínimo, compartían su punto de vista.
Karuth vaciló un instante; luego pasó las piernas por encima del borde de la cama y se sentó.
—Hemos de hacer cuanto podamos para convencer a los demás. Tengo la sensación… —Se paró en mitad de la frase.
—¿Karuth? ¿Qué ocurre? ¿Algo anda mal?
Ella negó con la cabeza.
—Quizá no sea nada. No lo sé.
—Cuéntamelo.
—Bien… —Lo miró de repente y su mirada fue muy intensa—. Tirand, tú sabes, ¿verdad?, que siempre he tenido una intuición extraña con respecto a esa niña.
Tirand se mostró sorprendido.
—¿Siempre? Recuerdo que lo mencionaste hace algunos años, pero nada más.
—Entonces puede que le haya dado más vueltas en mi cabeza de lo que estoy dispuesta a admitir. Todo empezó el día en que la niña nació, y con el incidente con el antiguo Sumo Iniciado…
—Ah, sí. —Recordaba lo que Karuth le había contado en una ocasión, y su tono mostró preocupación.
—Keridil Toln era un hombre sabio —prosiguió Karuth—, y creo que tenía esa intuición fuera de lo corriente que a veces los dioses otorgan a los sabios en sus últimos días. Él sabía que algo andaba mal. Y después, cuando la Matriarca propuso que la niña fuera admitida en el Círculo, yo también sentí una inquietud parecida. Ahora —encogió los hombros como protegiéndose del frío— vuelvo a tener esa sensación.
Tirand tardó algunos instantes en decir algo. Pensaba en lo que su padre había dicho durante la breve discusión que habían tenido antes de separarse y se preguntó si podría tener alguna relación con la inquietud de Karuth. Él no veía ninguna relación y, aunque el pensamiento no era nada piadoso, creía que la extraña reacción de Keridil Toln tras el nacimiento de Ygorla Morys no había sido más que el espejismo creado por una mente vieja que perdía facultades. Pero confiaba en los talentos psíquicos de Karuth. Al menos, merecía la pena investigar su sospecha.
—Si este asunto te preocupa, Karuth —dijo por fin—, hay algo más que debería decirte. Padre piensa que, sea lo que sea lo que haya ocurrido con la chica, el Caos puede haber tenido que ver con ello.
Karuth había estado jugueteando con el cinto de su túnica; dejó de hacerlo de repente.
—¿El Caos?
Se miraron. Tirand sabía que su hermana no compartía los puntos de vista de Chiro y de él mismo con respecto a los dioses del Orden. Desde que Karuth tuvo edad suficiente para emitir una opinión fundada en aquellos asuntos, nunca había parecido tener una inclinación hacia un bando u otro en sus lealtades, pero ahora, cuando intentó interpretar la expresión de su rostro y no lo consiguió, Tirand comenzó a dudar que aquella suposición hubiera sido completamente cierta.
Desechó aquel pensamiento. Karuth tenía el mismo derecho que cualquier otra persona a tener sus preferencias, y, si estaba más inclinada a invocar a Yandros que a Aeoris en momentos de dificultad, él, con sus propios prejuicios, no era quién para criticarla.
—¿Cuándo se realizará el rito? —inquirió Karuth—. Suponiendo que sea aprobado, por supuesto.
—Todavía no se ha decidido nada. Sospecho que padre preferirá esperar a que Lias Barnack esté a salvo y seguro camino del sur.
—Mmmm. —Karuth reflexionó sobre ello—. Entonces faltan unos cuantos días.
—Probablemente. ¿Por qué?
—Oh… Se me ha pasado una idea por la cabeza. Me pregunto si no sería prudente hacer algunas investigaciones preliminares.
Tirand la miró fijamente.
—¿Realizadas por ti?
—Sí —contestó la joven, con una expresión en el rostro que su hermano no acabó de interpretar; la expresión desapareció enseguida—. Lo siento, Tirand, no quiero parecer críptica. Es el misterio de la desaparición de la niña; no hago más que darle vueltas y no puedo dejar de pensar que hay algún aspecto en él que ninguno de nosotros ha conseguido atisbar.
Tirand exhaló un suspiro. Confiaba en la intuición de su hermana, aunque no pudiera compartirla, y cualquier cosa que pudiera serles de ayuda en la presente situación sería doblemente bienvenida.
—Explóralo, Karuth —dijo—. Y si te enteras de algo…
—No puedo asegurar nada.
—Lo sé. Pero…
—Pero lo intentaré —prometió Karuth, poniéndose en pie—. Tirand, perdóname, pero quisiera estar sola. —Lo miró con firmeza, con ojos de repente muy despiertos—. No voy a dormir esta noche; falta tan poco para el amanecer que no tiene sentido intentarlo. Así que será mejor que intente aprovechar un poco el tiempo, ¿no crees?
Él asintió.
—Gracias. ¿Sabes?, si al menos…
—No —lo interrumpió, apoyando una mano en su brazo—. Por favor. Ya lo has dicho antes y sabes que no es verdad.
—Pues yo pienso que sí lo es —afirmó Tirand, poniéndose también en pie y acercándose a ella, hasta que sólo los separaron unos centímetros—. Creo que estás mucho más capacitada que yo para suceder a padre, cuando ello sea necesario. Sólo lamento que no pueda ser así.
—Yo no —dijo Karuth con firmeza—. En serio, Tirand: no quiero resucitar de nuevo ese viejo fantasma, y menos ahora. Ya tengo suficientes cosas en que pensar. —Se inclinó y lo besó en la mejilla—. Vete, hermanito. Ve y cumple con tus obligaciones, mientras yo cumplo con las mías. Si hubiera deseado la fama y la gloria, habría entrado en la Hermandad y puesto el punto de mira en el Matriarcado.
—Quizá deberías haberlo hecho.
—No. Soy una médico y una maga, no una maestra y una política. No me gustaría ser la Matriarca. Ni tampoco me gustaría ser la heredera del Sumo Iniciado, aunque me ofrecieras toda una cosecha de Chaun Meridional por el privilegio.
—De todos modos…
—Nada de «de todos modos». Es tu responsabilidad, no la mía, y doy las gracias por ello. Vete, Tirand. Que duermas bien.
Tirand no era una persona que mostrara con facilidad sus sentimientos, pero la abrazó impulsivamente.
—No corras riesgos.
—No lo haré. Y, si me entero de algo, tú serás el primero en saberlo. Buenas noches.
Karuth cerró la puerta con suavidad al salir su hermano, y se quedó inmóvil hasta que el ruido de sus pasos se perdió en el pasillo; entonces se volvió hacia donde estaba el candelabro y apagó dos de las velas, dejando una solitaria llama que goteaba inquieta. El fuego de la chimenea se había apagado; había despedido a sus criados pronto y nadie lo había alimentado, de manera que ahora la habitación estaba iluminada únicamente por el débil resplandor de la solitaria vela. Así estaba bien; necesitaba poca luz para lo que pensaba hacer.
Ojalá Tirand no le hubiera recordado la vieja herida. Aunque los precedentes no lo hubieran hecho imposible, no habría querido ser Sumo Iniciado cuando llegara el momento. Ni tampoco Matriarca o Alta Margravina, ni Gran Dama ni ningún título imaginable. Era Karuth, y a veces eso ya era una responsabilidad demasiado grande. Tantas influencias distintas tirando de ella en una u otra dirección, tantas cosas que quería hacer, que explorar, y nunca había el tiempo suficiente… Ahora, una vez más, Tirand se apoyaba en ella, y a través de Tirand lo hacía su padre. Médico, maga, adepta; los dioses no concedían horas suficientes para todo aquello y, desde luego, no concedían horas para que, de vez en cuando, pudiera ser ella misma. A veces, pensó con una amargura nada común en ella, se preguntaba si todavía tenía una verdadera personalidad propia.
En un acto reflejo, casi sin darse cuenta, se había dirigido cruzando la habitación al lugar donde, sobre una mesa bajo la ventana, descansaba una cajita de madera profusamente adornada. Sus dedos alzaron la tapa sin que ella se diera cuenta todavía de lo que estaba haciendo. Un olor a especias y a humedad resinosa le hizo arrugar la nariz; era tan familiar que casi se echó a reír.
Obligaciones. Había cumplido sus obligaciones aquella noche, primero con los estudiantes camorristas, luego con el sirviente escaldado. Y ahora otro deber. Quizás autoimpuesto, pero ¿por qué había ido a verla Tirand si no? Era demasiado escrupuloso y demasiado inhibido para pedirle ayuda directamente, pero la petición había estado claramente presente en su mirada. Además, ella también deseaba obtener respuestas para ciertas cuestiones, o no conseguiría dormir tranquila.
Había comenzado a revolver en la caja, desechando instintivamente la mayoría de sus contenidos, en busca de los pocos ingredientes que necesitaba. Incienso: no tenía verdadero valor arcano, pero ayudaría a lograr la atmósfera adecuada. Sustancias que representaran los elementos; reflexionó unos instantes, y acabó escogiendo el aire y el fuego. La tierra y el agua eran demasiado sólidas; aquel asunto venía de una dimensión más efímera. Por último, una pequeña botella de opaco cristal ambarino. Su crisol estaba listo, como siempre. La vela bastaría para calentarlo, y colocó el pequeño trípode sobre la llama antes de cerrar la tapa de la caja.
El ritual que pretendía realizar era una labor sencilla de magia inferior, nada que requiriera grandes esfuerzos y nada que necesitara algo más que someros preparativos. Estaba demasiado agotada para embarcarse en algo más complejo —aunque el cansancio podía ser un elemento positivo en ciertas condiciones, podía resultar peligroso si iba demasiado lejos— y, además, creía que no haría falta nada más. Siempre había trabajado bien con las fuerzas elementales, y los elementales eran una fuente preciosa de información, puesto que no eran leales ni al Orden ni al Caos. También era un cambio el trabajar a solas y no como parte del grupo de sus iguales. Chiro no incentivaba precisamente la magia individual entre los adeptos pero, aunque jamás lo habría confesado ante su padre, Karuth encontraba a veces los ritos del Círculo tediosos y largos. Comprendía y aceptaba la necesidad de ser precavido y también la necesidad de una rutina establecida para la magia de alto nivel, donde las fuerzas conjuradas eran mucho más poderosas; pero, para propósitos más modestos, ella prefería practicar la magia sin ayuda de otros.
El silencio se adueñó de la habitación mientras el metal del crisol se oscurecía, y Karuth se dirigió hacia su mesilla de noche, donde había un jarro con agua de mar y una copa. Hacía mucho tiempo que se había impuesto como costumbre beber cada noche antes de dormir una dosis de aquella salmuera como defensa contra el reuma invernal; ahora vertió una pequeña cantidad en la copa y le añadió tres gotas del contenido de la redoma ambarina. Normalmente no utilizaba aquel atajo para inducir el necesario estado mental para los trabajos arcanos, ya que, como sabía por experiencias pasadas, era muy fácil ingerir demasiado narcótico y perder la orientación o, lo que era peor, el control. Pero aquella noche no tenía ni el tiempo ni la paciencia para los métodos más ortodoxos y más lentos, y, sin ceremonias, bebió el contenido de la copa de un solo trago, haciendo una mueca al notar el desagradable gusto de la mezcla de sal y droga. Después dejó la copa y se volvió hacia el crisol.
El silencio continuó durante un rato y su intensidad fue en aumento a medida que la pócima comenzaba a surtir efecto. La respiración de Karuth adquirió un ritmo regular y pausado; luego, cuando juzgó que el momento era adecuado, adelantó las manos para unirlas sobre la llama y soltar unos granos de incienso sobre el pequeño recipiente. El crisol bufó como un gato enfadado, y el humo ascendió hacia el techo mientras el incienso se coagulaba y formaba gotas que borboteaban y rebotaban en el fondo del cuenco. Karuth cerró los ojos y aspiró profundamente, dejando que el aromático humo le llenara la garganta y los pulmones y se filtrara hasta su mente. Las paredes de la habitación parecieron retroceder, convirtiéndose en algo remoto e irreal; se aferró a aquella sensación, concentrándose para hacerla más intensa, al tiempo que su conciencia de lo que la rodeaba comenzaba a vacilar y desaparecer. Sus labios pronunciaron el viejo canto que durante siglos habían usado los adeptos para alcanzar el estado de trance. Otra profunda inhalación le llenó las fosas nasales con el acre incienso; sintió un golpe intenso y sañudo de aire en la cabellera y escuchó el lejano chisporrotear del fuego. Despacio, muy despacio, a medida que su trance se hacía más profundo, unió las manos ante sí, un puño cerrado por encima del otro, como si sostuviera una vara invisible entre los dedos. Imaginó mentalmente la vara, que resplandecía con los colores pálidos y esquivos del aire, con los tonos ardientes del fuego, y fue definiendo más y más dicha imagen hasta que casi pudo sentir su presencia física. Lentamente volvió a abrir los ojos, resistiendo el efecto del trance que le hacía sentir los párpados intolerablemente pesados. Entre los dedos resplandecía la imagen de la vara como un rayo incierto; más allá, las dimensiones del cuarto se habían distorsionado formando ángulos anormales y grotescos. Un sonido tan débil que se encontraba casi en el umbral de lo audible le zumbaba en los oídos; entonces sintió un sobresalto doloroso y breve cuando el efímero y etéreo pasadizo entre el mundo físico y las dimensiones elementales se abrió.
Un rostro apareció flotando ante ella. Se componía de llamas, y semejaba oro grabado con carmesí vacilante; era pequeño y anguloso, y sonreía. Las cuencas vacías de sus ojos la miraron y una voz habló en la mente de Karuth.
Me llamas. Yo acudo.
Karuth dejó escapar el aire en un siseo entre dientes. El lenguaje de los elementales poco tenía en común con el habla humana, y comunicarse con aquella astuta y caprichosa criatura de aire y fuego ponía a prueba sus cuerdas vocales y su lengua. A pesar de todo, formuló las palabras, la orden, la pregunta.
—Te conjuro con la llama y te conjuro con el vendaval. Obtendré la verdad, y sólo eso me satisfará.
El pequeño rostro rabioso osciló, y una lengua de fuego surgió en silencio de la boca del elemental.
¿Con qué derecho y con qué vínculo me ordenas?
Karuth sonrió y la sonrisa le dio un aspecto inhumano en la penumbra llena de humo.
—Por derecho de señorío y por el vínculo de la obligación yo te ordeno. Soy fuego y soy aire. Soy tierra y soy aire. Mis huesos y mi carne son uno con todo lo que los dioses han creado, y te conjuro y te ordeno en el nombre de Yandros y en el nombre de Aeoris. Escúchame, amigo y siervo de la llama y el vendaval. Habla de lo que sabes y habla según yo te lo ordeno. —Aspiró y sintió en la garganta el gusto del azufre y el aliento helado de un viento septentrional, mientras el puente entre dimensiones temblaba y oscilaba. Pronunció entonces una palabra, dos sílabas ultraterrenales, las sílabas de orden máximas para un ser semejante.
Un chillido agudo y estremecedor vibró en su cabeza y le dolieron los oídos al escuchar aquella frecuencia sobrenatural. La imagen del elemental sufrió terribles transformaciones; Karuth se esforzó en no prestarles atención, pues conocía la prueba y sabía que la superaría. Por fin el sonido se extinguió, y el rostro brillante y felino volvió a permanecer inmóvil.
Reconozco tu señorío. Pregunta lo que quieras.
Otra Karuth, lejos, en otro mundo, dio fervientes gracias por la fuerza que le había permitido prevalecer. Seres como aquél no sentían lealtad hacia los humanos y podían mutilar, o en algunos casos hasta matar, al adepto cuya voluntad vacilara tan sólo un instante. Con el tiempo uno se acostumbraba a los riesgos, pero no llegaba a ser totalmente inmune a ellos.
—Se han producido alteraciones en Chaun Meridional —dijo Karuth—. Las fuerzas que gobiernan el equilibrio de tu raza y la mía han sufrido una alteración no deseada.
La lengua del elemental se movió como la de una serpiente.
Lo sé.
—Entonces también debes saber que la Matriarca de la Hermandad ha muerto y que una niña ha desaparecido a los ojos de los mortales.
Una pausa, y una ráfaga de aire frío acarició el rostro de Karuth.
Sí, eso también lo sé. Pero la suerte de tu Matriarca no es asunto que me concierna. Otra ocupará su lugar. No es importante.
Karuth frunció el entrecejo, en parte por la falta de respeto del elemental, pero también porque creía haber detectado algo desfavorable en el tono de su respuesta. ¿Algún tema, quizá, que la criatura estaba ansiosa por evitar?
Cuando la joven habló de nuevo, su voz mostraba más que un atisbo de amenaza.
—No es la Matriarca sino la niña el sujeto de mi pregunta. ¿Qué sabes de su suerte?
Silencio. La silueta del elemental osciló un instante; por un momento el rostro se convirtió en algo de pesadilla.
—Habla, siervo —le ordenó Karuth, ceñuda—. O despertarás mi ira.
Ardientes colores se sucedían en el pequeño rostro anguloso, como si las llamas hubieran surgido de repente alrededor del ser. Por fin, la boca gatuna se abrió.
No puedo decirte qué fue de la niña. No lo sé.
¿Una mentira? Karuth pensó que no, puesto que, cuando una criatura como aquélla mentía, un adepto experto podía detectar cambios en su aura, y ahora no se veía tal cambio.
—Muy bien —dijo—. No pondré a prueba tu veracidad; al menos no por ahora. En lugar de eso, dime cuál fue la naturaleza de la fuerza que alteró los elementos, alejándolos de sus sitios correspondientes, en la noche que desapareció la niña.
Silencio otra vez. El ambiente de la habitación pareció de repente profundamente opresivo.
—Siervo —la voz de Karuth tenía un tono malévolo—. ¡Estás obligado a obedecerme por aquello que no puedes negar! ¡Quiero tu respuesta!
Al instante sintió como si le hubieran clavado un afilado cuchillo al rojo vivo en la parte más profunda del cerebro y jadeó de sorpresa y dolor. Durante un terrible instante pensó que había perdido el control y que el elemental, aprovechando la oportunidad, la atacaba; pero entonces desapareció la sensación y supo qué la había provocado: el ser estaba asustado. Y ella, sintonizada con su mente, había sentido de rebote el duro y terrible golpe de su miedo.
El rostro todavía flotaba ante ella, aunque los colores de su aura se habían vuelto pálidos y enfermizos. La boca del elemental se abrió y cerró con rapidez, pero ninguna voz resonó en la mente de Karuth.
—Siervo —lo conminó, implacable—, habla. ¿O debo castigarte?
El rostro volvió a deformarse. El elemental padecía grandes sufrimientos.
Yo… no puedo hablar. No puedo hacer lo que pides.
—No pido, exijo. Respóndeme, o la tierra será tu prisión y el agua tu lecho. ¡Por el poder de señorío que los dioses me han otorgado extinguiré tu llama!
Un grito débil y ululante resonó en la habitación, un signo de dolor, miedo y desesperación.
¡Ah, no! ¡No me condenes! ¡No tengo elección!
Karuth titubeó.
—Explícame.
Horribles colores resplandecieron en las cuencas vacías del elemental.
Ten piedad, señora, dijo en tono lastimero. ¡No puedo obedecerte porque no me atrevo a hacerlo! Otro poder más grande que el tuyo ha colocado vínculo sobre mí y, si hablo de lo que sé, ¡sufriré un destino mucho más terrible que cualquier cosa que tú puedas hacerme!
Karuth se esforzó por hacer caso omiso de su sensación de incomodidad.
—¿Qué poder es ese que te obliga?
No puedo decirlo, no me atrevo. Te serviré con gusto en cualquier otra cosa, pero en ésta no me es posible. ¡Ten piedad y libérame de mi obligación!
Karuth, a punto de lanzar un iracundo anatema sobre la criatura, se interrumpió, asaltada por un nuevo pensamiento. Se dominó, haciendo que la calma se sobrepusiera a su furia, y habló de nuevo.
—Tienes hermanos del aire y el fuego, y tienes primos de la tierra y el agua. ¿Cómo me responderían si les hiciera la misma pregunta que a ti?
Hubo una pausa. Después el elemental dijo:
Te responderían como yo he hecho. Fuimos desafiados. Fuimos vencidos. El vínculo está sobre todos nosotros, y no tenemos poder para escapar de él. La niña ha desaparecido, señora, y no hay nada que hacer. ¡Te lo suplico de nuevo, por favor, libérame!
Karuth permaneció muy quieta. Ahora no le quedaba duda de que el elemental decía la verdad, porque sentía su terror, que rezumaba como veneno desde su mente hasta la de ella. Los elementales ocupaban un nivel inferior entre las legiones de seres inhumanos que se movían en el espacio entre los dioses y los mortales. Su dominio estaba confinado al mundo que compartían con la humanidad, por lo que los grandes señores del Caos y el Orden no mostraban ningún interés en sus actividades. Pero en los estratos intermedios entre los ínfimos y los superiores había muchos tipos de seres con el poder para atar a los elementales con un vínculo, y cualquiera de ellos podría estar detrás de aquel extraordinario estado de cosas. ¿Cómo descubrir qué tipo de fuerza era la responsable de aquello? Y, lo que era más esencial, ¿por qué se había invocado aquel vínculo?
Desaparecido, había dicho. La niña ha desaparecido. Una afirmación ambigua… Abrió la boca para hablar, miró de nuevo al elemental y se dio cuenta de que, en las actuales circunstancias, no tenía sentido seguir con el interrogatorio. Podía llevar a cabo su amenaza y atarlo con las fuerzas de la tierra y el agua que eran opuestas a su existencia, pero ella no sacaría nada con semejante tortura. La criatura aceptaría antes la destrucción que romper el mandato que lo obligaba a guardar silencio. No podía hacer nada.
Aspiró aire, que tenía un gusto seco y ardiente, y habló de nuevo al elemental.
—Muy bien. Parece que no obtendremos nada más prolongando este encuentro. Seré compasiva y te liberaré sin castigarte. Pero quiero una última cosa de ti.
Pídela, señora. Si está en mi poder, te la daré de buena gana.
Por lo menos, pensó Karuth con ironía, se había ganado su gratitud, lo cual podría servirle de algo en el futuro.
—Entonces, en el nombre de Yandros y en el nombre de Aeoris, exijo de ti un acertijo. Háblame como aire y háblame como fuego, y que tu acertijo sea verdadero y sin engaño. Eso puede hacerse sin que rompas con tu obligación, y te lo exijo como precio por tu libertad.
El elemental hizo una pausa mientras reflexionaba sobre el asunto.
Sí, dijo al cabo. Puede hacerse. Alzó la mirada y sus ojos tomaron el color de llamas recién alimentadas.
Éste, entonces, es mi acertijo. Fuego fue el arma del intrigante, y aire la montura del intrigante. Pero quien se sienta a los pies del intrigante tendrá armas más poderosas y corceles más rápidos que los que nosotros podemos crear.
Karuth repitió para sus adentros las palabras, memorizándolas. Por el momento, no tenían significado alguno para ella, pero no podía pedir más. Obligado por el antiguo sortilegio y por el amor que los de su especie tenían por lo críptico y lo oculto, el elemental le había dado ni más ni menos lo que pedía: un verdadero acertijo que contenía una pista, por muy oscura que fuera, de las respuestas que buscaba. Ahora dependía de Karuth aprovecharlo al máximo.
Retrocedió, cogió la jarra de agua de mar, y la sostuvo sobre el crisol en el trípode.
—Tu trabajo ha terminado —dijo formalmente—. Por lo tanto puedes abandonar mi presencia hasta que vuelva a requerir tus servicios. ¡Siervo, ve! —Con esta última orden vertió la jarra sobre el crisol, al tiempo que musitaba una extraña palabra sibilante.
El crisol emitió un siseo, y el metal tintineó contra el metal al reaccionar al violento asalto del agua fría. El vapor se elevó en una densa nube, y el elemental vaciló, llameó y desapareció. Karuth sintió el soplo de fuego y hielo de su partida, y la impresión momentánea de que la habitación se comprimía y se expandía. Parpadeó para aclarar su visión, y las proporciones y la perspectiva retornaron a la normalidad.
El agua estaba a punto de rebosar el crisol; apresuradamente rescató la vela antes de que se apagara y apartó la nube de vapor. Le dolía la espalda y estaba agotada; debía de ser casi el amanecer, pensó, y pronto los más madrugadores del Castillo empezarían a moverse. Necesitaba dormir. Y hasta haber dormido y descansado, no quería pensar en las implicaciones de lo que había averiguado aquella noche.
Con un cuidado fastidioso, fruto de un largo adiestramiento, Karuth recogió todos los elementos utilizados, volvió a meter en la caja los inciensos y el frasco ambarino, y dejó aparte el crisol y el trípode para que se enfriaran del todo. Cuando hubo hecho esto, fue a su escritorio, sacó una carpeta de piel de uno de los cajones y extrajo los papeles que contenía. Aquél era su archivo personal mágico, una crónica de cada operación de magia que había realizado desde su primera iniciación en el Círculo. Por muy cansada que estuviera, debía anotar hasta el detalle más nimio del ritual de aquella noche antes de pensar en dormir.
Preparó la pluma y la tinta, y comenzó a escribir. Era una tarea conocida, pero que la tranquilizaba, puesto que disciplinaba su mente con el estricto régimen de su adiestramiento y le permitía apartar la preocupación de los pensamientos que intentaban atravesar la barrera que ella misma había levantado. Cuando hubo acabado se dirigió por fin a la cama… y entonces se detuvo.
Había oído un sonido al otro lado de la puerta. Era débil, apenas audible: un maullido inquisitivo. Segundos después sintió una nueva presencia en su mente, una sonda tentativa. Se relajó un tanto y fue a abrir la puerta.
Fuera, en el pasillo a oscuras, dos gatos, uno blanco y el otro a franjas grises y marrones como un pequeño gato montés, la miraban con ojos resplandecientes llenos de interés. Karuth sonrió y abrió más la puerta para dejarlos entrar en la habitación. Debía haberlo supuesto; era prácticamente imposible realizar un rito oculto sin atraer la atención de por lo menos uno de los muchos habitantes felinos del Castillo. Medio salvajes, medio domesticados, telepáticos y con una insaciable curiosidad, los gatos acudían atraídos por el perfume de los rituales como las luciérnagas a la luz, y Karuth los observó mientras empezaban a explorar, olisqueando, soltando de vez en cuando un ronroneo suave. El gato blanco, una hembra si Karuth recordaba bien, que tenía una nueva camada de gatitos oculta en algún lugar de las cocinas del Castillo, se le acercó y se frotó contra su pierna. Karuth se inclinó a acariciarla, a lo que la gata respondió con un fuerte ronroneo; después se dirigió a la cama y se acostó. Los silenciosos vagabundeos de los gatos no la molestarían y su presencia sería un alivio. Mucho mejor, pensó, que estar totalmente sola.
Mientras apagaba la vela y se disponía a dormir, Karuth siguió escuchando el ronroneo de la gata.