En un mundo que llevaba más de setenta años en paz consigo mismo y con los dioses, las preocupaciones cotidianas de la existencia humana tenían la posibilidad de crecer y florecer de una forma que habría resultado imposible en épocas anteriores. Desde el Cambio, la historia no había mostrado nada destacable, de forma que los chismorreos —nacimientos, matrimonios, fallecimientos, escándalos, pequeños logros— jugaban un papel predominante en los tratos de todo el mundo, desde los más nobles a los más plebeyos.
Como se había predicho, el reino del hijo de Solas Jair Alacar, Blis, estaba resultando un éxito, aunque fuera un éxito tranquilo. En los años transcurridos desde la muerte de su padre, Blis había emprendido una serie de reformas modestas pero populares, al tiempo que se mostraba siempre dispuesto a escuchar los problemas de los Margraves menores y de las provincias que éstos gobernaban. Aunque ya había cumplido los treinta, todavía no había escogido esposa, y las esperanzas eran abundantes entre los miembros de las familias nobles con hijas que podían optar a ese puesto.
La soltería de Blis Alacar no era algo que preocupara demasiado a Ria Morys; pero en el otoño del cuarto año de su reinado estaba preocupada con el tema del matrimonio, aunque con otro objetivo en mente. Ygorla iba a cumplir catorce años, un múltiplo de siete y por lo tanto un teórico momento crucial en su vida. Era tradición que el futuro de una chica de buena crianza se considerase seria y largamente y, con el beneplácito de los dioses, se fijara a esa edad; pero, en el caso de Ygorla, Ria se veía obligada a admitir que el futuro parecía cualquier cosa menos seguro.
La negativa del Sumo Iniciado, puntillosamente diplomática, a la petición de que su sobrina nieta ingresara antes de tiempo en el Círculo había desanimado a Ria, aunque no la había cogido totalmente por sorpresa. Chiro Piadar Lin no era hombre que fuera en contra del protocolo, y el protocolo dictaba que, a menos que hubiera nacido y se hubiera criado en el Castillo, ningún niño de diez años podía ser lo suficientemente estable y maduro para embarcarse en el riguroso adiestramiento de un iniciado.
En cierta manera, el fin de sus esperanzas había sido una bendición porque, según pasaba el tiempo, Ygorla no mostraba síntomas de adoptar una actitud más adulta, ni parecía tampoco atemperar sus inclinaciones caprichosas en beneficio de una ambición más firme. La Matriarca no tenía más remedio que admitir que habría sido un fracaso como novicia en el Círculo; pero la irritante cuestión de cuál sería su futuro seguía sin respuesta. Mientras daba los últimos toques a la lista de invitados para la fiesta que señalaría el cumpleaños de su sobrina nieta, Ria oró en silencio a Aeoris y a Yandros —aunque su lealtad fundamental era para Aeoris, reconocía que en aquel asunto al menos, el Caos podría ser más comprensivo— para que por fin se viera un atisbo del amanecer después de una larga y tenebrosa noche. Había contado quince hijos solteros y potencialmente deseables pertenecientes a las mejores familias de cuatro provincias. Al menos uno habría que gustara a Ygorla. Puesto que se mostraba indiferente ante la idea de entrar en el Círculo o en la Hermandad, parecía que el matrimonio era la única opción que quedaba para que hiciera algo con su vida.
La fiesta sería un acontecimiento fastuoso. Ria se sentía obligada a ofrecer lo mejor, y había exprimido a conciencia su bolsa para asegurarse de que la ocasión se comentara en tres provincias durante un buen tiempo. Para mantener las formas, envió invitaciones a su hermano y su esposa —como abuelos de Ygorla, habría sido impensable omitirlos— pero en secreto se sintió aliviada cuando ellos educadamente excusaron su asistencia. Desde el nacimiento de Ygorla, la familia se había negado en redondo a hacer nada más que reconocer su existencia; en cierto modo culpaban a la niña de la muerte prematura de su madre, y cualquier encuentro habría sido, como mínimo, tenso. Además, en los últimos años, Ria y Paon se habían ido alejando más y más, y la Matriarca admitía en privado que cada vez encontraba más insoportables las pretensiones y los aires de su hermano. La vejez no le sentaba bien a Paon, se decía. La excentricidad que traen los años no se acomodaba con él y, para decirlo sin remilgos, se estaba convirtiendo en un pelmazo intolerable. La fiesta, pensó Ria satisfecha mientras rompía su carta de excusa y la tiraba a la papelera, sería perfecta sin su presencia.
—De manera que… la hermana de tu tía abuela debe ser… tu abuela. —El joven sonrió impotente, mientras sus ojos azules suplicaban ayuda. Hacía calor en la sala, la multitud era impresionante para un retoño inocente de una familia poco importante pero ambiciosa de la provincia de Wishet, y además era muy consciente de que la mirada de ave rapaz de su madre no se apartaba de él, vigilando cada uno de sus movimientos.
La boca pintada de Ygorla se curvó elegantemente y dijo:
—No.
Nuevas gotas de sudor aparecieron en el rostro del joven.
—Ah. —No pudo decir más, y a la confusión siguió la vergüenza. ¡Ella era tan hermosa y estaba tan segura de sí misma! Era demasiado fácil olvidar que contaba cuatro años menos que él y que le habría correspondido a él estar llevando la conversación en lugar de ser ella, que además le echaba la zancadilla en cada ocasión. Tragó saliva y lo intentó otra vez—. Entonces tu abuela debe ser…
—La esposa de mi abuelo. —Los ojos de Ygorla, mucho más azules que los del chico, lo miraron con desprecio teñido de cierta diversión—. Es muy sencillo, si tienes el cerebro para comprenderlo. Me dieron el nombre del clan de mi tía abuela Ria porque mi abuelo, su hermano, no quiso reconocerme. Soy una hija bastarda, ¿no lo sabías?
El rostro de su acompañante se volvió carmesí. Admitir en privado que no era un estigma nacer fuera de un matrimonio era una cosa; escuchar que se proclamaba esa condición con tanto descaro era otra. Hizo un último intento desesperado por cambiar de tema, pero no consiguió más que un balbuceo. Ygorla, sin piedad, lo contempló en silencio hasta que él se calló sin saber qué hacer; entonces ella encogió sus desnudos hombros en un gesto despreocupado.
—Estoy segura de que mis orígenes no te interesan lo más mínimo —dijo en tono meloso—. Al fin y al cabo, sólo te preocupa aquello que tu madre te indica que debe preocuparte, y en su mundo la posición pesa mucho más que el historial, ¿no es así? —Bostezó sin disimulo—. Creo que voy a buscar compañía más interesante. Buenas noches.
Se alejó sin mirar atrás. No necesitaba hacerlo, porque sabía perfectamente cuál sería la expresión en el rostro del chico. Vergüenza, pena, frustración y desilusión. Debía de ser el tercero, quizás el cuarto, pretendiente esperanzado que fulminaba aquella noche con su lengua. Ygorla sintió que una perversa satisfacción la inundaba. Hasta ahora era la única distracción que había encontrado en aquella aburrida fiesta.
Cuando se dirigía hacia el extremo del refectorio, donde estaban colocadas cuatro largas mesas repletas de comida y bebida, la alcanzó una chica, unos tres años mayor que ella. Shar Veryan era novicia de la Hermandad y, en la medida en que Ygorla podía mostrarse amistosa con alguien, se había establecido una relación amigable entre ambas desde que Shar había llegado a la Residencia.
—¡Ygorla! —le dio un beso en la mejilla—. Siento llegar tan tarde. Han venido mis padres y me he visto atrapada en una charla interminable con ellos. —Retrocedió un paso para contemplar a Ygorla—. ¡Oh, estás espléndida! Nos vas a ridiculizar a todas… ¡Felicidades en tu día propicio!
Ygorla sintió que desaparecía parte de su enfado.
—Gracias, Shar —repuso—. Tú también tienes un aspecto espléndido. —El cumplido era sincero, sobre todo porque sabía que podía ser generosa; comparada con su esbelta y morena belleza, Shar parecía una vaca. Y, desde luego, el rojo no le sentaba nada bien.
Shar juntó las manos y contempló embelesada la estancia.
—¡Qué magnífica ocasión! La Matriarca no ha reparado en gastos, y con toda razón. —Su voz adquirió un tono conspirador—. Te he visto bailar hace un rato con el primogénito del Margrave de la Perspectiva. ¿Cómo es?
—Tedioso —respondió Ygorla con rencor—. No sabe hablar más que de las propiedades de su padre y de cómo piensa mejorarlas cuando el viejo muera y él herede el cargo. ¡Es tan pueblerino! Creo que ésta es la primera noche en que ha salido de las fronteras de Perspectiva.
Shar enarcó las cejas.
—Pero es guapo. Tienes que reconocerlo.
—Guapo. —Ygorla repitió la palabra con estudiado desprecio—. Oh, sí, es guapo. Pero también es hermoso un buen caballo y yo no entablaría conversación con un caballo.
Se produjo un incómodo silencio. Luego Shar dijo en voz baja:
—Oh, querida.
El tono de voz encolerizó de nuevo a Ygorla, quien con más veneno del que pretendía respondió con brusquedad:
—¿Oh, querida qué?
Shar suspiró.
—No estás disfrutando de la velada, ¿verdad? No, no intentes negarlo. Te conozco demasiado bien a estas alturas y es justo lo que me temía. Ygorla, ¿por qué no lo intentas? Al menos por la Matriarca. Ella sólo quiere lo mejor para ti, ¡igual que todos!
El pequeño y tenso nudo de completa negrura que había estado agazapado en la mente de Ygorla desde que había comenzado la fiesta, explotó de repente, convertido en rabia. Se volvió hacia Shar y tuvo la satisfacción de verla retroceder ante su mirada helada y furiosa.
—Muy bien —dijo con enojo—. Muy bien. Te diré la verdad, Shar, si así lo deseas. ¡Odio esta fiesta! Odio todos los torpes y miserables intentos por complacerme y manipularme. Odio a todos los que están aquí; odio a los Margraves, a los mercaderes y a sus remilgados hijos. Odio a la tía Ria, a la hermana Fiora y a la hermana Corelm y a toda esa muchedumbre gorjeante… ¡Y si no tienes cuidado acabaré odiándote a ti también, porque no tienes la inteligencia necesaria para ver lo que hay detrás de toda esta charada!
—¡Ygorla! —Shar estaba asombrada y desolada—. No hablas en serio.
—¡Sí! —De pronto a Ygorla no le importó quién pudiera estar viéndola ni el castigo que pudiera recibir a la fría luz del amanecer. Dio una patada en el suelo, que hizo que todos se volvieran a mirar. La furia estaba desbocada y no podía ni quería controlarla. Se volvió con un gesto dramático y habló de manera que todos la oyeran—. ¡Os odio a todos! ¡Odio todo!
Y, ante la mirada asombrada de un centenar de invitados, se recogió la falda de su caro traje de seda y salió corriendo de la estancia.
El frío del otoño fue como una bofetada, cuando Ygorla salió corriendo atropelladamente de la sala que daba al refectorio y se adentró en la silenciosa noche. Dio unos cuantos pasos vacilantes en el patio, recuperó el equilibrio y la dignidad, y se paró para respirar el aire fresco y dejar que su bálsamo la calmara.
Malditos. No se retractaba de nada de lo que había dicho, ni de una sola palabra, y sentía el odio como una joya preciosa en su interior. No había querido aquel festejo, pensado únicamente para meterla en un molde al que no quería someterse. Matrimonio.
¿Qué podía esperar ella del matrimonio? Ser una posesión más de algún estúpido inseguro que ostentaría el poder sin tener la inteligencia para comprender lo que éste podía significar verdaderamente. O aceptar el blanco velo de la Hermandad, o la insignia dorada de iniciado del Círculo. No eran más que otras formas de matrimonio. Ser siempre una segundona, siempre estar sujeta a la voluntad de otro. No era eso lo que quería. Y no lo iba a tolerar.
Echó a andar por el patio en dirección al pequeño anexo junto a la vivienda de la Matriarca, donde tenía sus aposentos privados. Una sombra alargada, producto de las dos lunas casi en conjunción, se proyectó sobre ella y aminoró el paso, para contemplar la sencilla columna de mármol blanco, de unos diez metros de altura, que se alzaba en el centro exacto del patio. La columna había sido erigida hacía más de setenta años, para conmemorar el Cambio. Se suponía que simbolizaba la pureza del equilibrio entre el Orden y el Caos, aunque Ygorla nunca había podido entender cómo un objeto tan aburrido y sin rasgos podía simbolizar nada. Durante años no había hecho caso del monumento, pero por una vez se detuvo y lo contempló, y su furia se concentró en su suave perfil.
—¿Qué sabéis vosotros? —siseó, desafiando a los catorce dioses y experimentando una deliciosa sensación de herejía al escupir las palabras—. ¿Para qué servís? Aeoris y Yandros, y todos los dioses de la luz y las tinieblas, ¿qué habéis hecho por mí?
Su impertinencia no mereció ni rayo fulminante ni castigo instantáneo. Y, si lo hubiera habido, si hubiera sido fulminada allí mismo, Ygorla dudaba que le hubiera importado. Maldita tía Ria, pensó de nuevo. Malditos también los dioses. Maldito fuera todo.
A su espalda, en el refectorio, seguían ardiendo las antorchas y las velas y sonaba la música. A través de las veladas ventanas vio las formas borrosas de los invitados a la fiesta que bailaban, en una vertiginosa mezcla de colores. Comida, vino, risas y diversión y ella, para quien en teoría se había montado toda aquella farsa, estaba allí sola en medio de la noche, triste, sin alivio y enfadada. No era justo.
Pero a los dioses, al igual que a las estrellas que parpadeaban remotas en el claro cielo otoñal, no les importaban sus deseos, y el saberlo no hizo más que aumentar la ira de Ygorla y fortalecer su decisión de que aquella noche de entre todas, cuando acababa de cumplir los catorce años y era ya casi una adulta, no se inclinaría ante nadie. Que siguieran con la fiesta si era lo que deseaban. Ella no volvería.
Sus aposentos estaban a oscuras, pero no quería ninguna luz. Años de familiaridad la habían acostumbrado a dónde se encontraba exactamente cada mueble, y atravesó la habitación en dirección a la cama al tiempo que se desabrochaba el vestido que en ese momento odiaba, aunque sabía cuánto realzaba su esplendorosa belleza. El vestido cayó al suelo con un ruido de seda que no hizo más que aumentar su irritación. Vestida sólo con la ropa interior, Ygorla se arrojó cabeza abajo sobre la cama y estalló en un furioso llanto.
—¡Maldito sea todo! —Su frustración había alcanzado un grado tal que no se le ocurría nada más satisfactorio que repetir aquel exabrupto, aunque de poco servía. Si tuviera la oportunidad, se dijo con furia, prendería fuego a todo. La Residencia, con las remilgadas hermanas, su tía abuela, los invitados, y sobre todo aquel complaciente monumento, tres veces maldito, que sentía que la contemplaba a través de la ventana, como si la juzgara en silencio. Que se pudriera. A la mierda. Que la putrefacción se los llevara a todos. ¿Por qué no se morían y la dejaban en paz?
A su espalda, Ygorla oyó el tenue sonido de una puerta que se abría.
En un instante se puso tensa. Su reacción inmediata fue suponer que el sonido venía de su puerta, que alguien la había visto salir corriendo del refectorio y la había seguido. Pero otra intuición, más profunda que la primera sensación, le dijo que no era así.
Despacio, y con mucha cautela, Ygorla alzó la cabeza de entre las almohadas y se volvió para mirar.
Donde antes sólo había oscuridad, ahora había luz. Un óvalo perfecto, ligeramente fosforescente, flotaba suspendido un palmo por encima del suelo, y de él surgían extrañas sombras que se movían y parpadeaban en las paredes. La puerta cuyo picaporte había escuchado estaba suspendida en el centro del óvalo resplandeciente, y, mientras la contemplaba con creciente asombro, comenzó a abrirse.
Una extraña gama de colores brilló con luz mortecina en torno al perfil de la puerta por un instante; luego desapareció y sólo quedó el resplandor uniforme y opalescente. Ygorla vio que una mano, con los nudillos deformes como afectados por alguna enfermedad infecciosa, recorría el quicio de la puerta. Otra sombra se proyectó sobre el suelo y pareció vacilar en la luz nacarada. Se oyó una suave risa.
—Qué… —Ygorla se contuvo. Podía estar asombrada, pero no asustada; su intuición le decía que, fuera cual fuese aquel fenómeno, nada tenía que temer de él. Lo intentó de nuevo y esta vez su voz sonó fuerte y clara—. ¿Quién anda ahí?
Silencio. Los ecos de la risa se habían desvanecido; sólo quedaba la mano que poco a poco empujaba la puerta, abriéndola.
Los ojos fueron lo primero que vio. Eran como un fuego apagado, del que sólo quedasen las brasas, ardientes, carmesíes y penetrantes. Los ojos parecían sonreírle, reírse de ella, y la boca voluptuosa y sensual, bajo una nariz aguileña, sonreía también. El cabello, reluciente como una moneda de cobre recién acuñada, caía en bucles salvajes alrededor de un rostro esculpido como a navaja y sobre unos hombros deformados por una horrible joroba; el tronco, blanquecino, estaba desnudo, apergaminado, sostenido por unas zancas ahuesadas que terminaban en unas garras como si fueran las extremidades de una extraña ave.
Las retorcidas manos se aferraron al espectral marco de la puerta y, saliendo del óvalo resplandeciente, la figura lo atravesó para aterrizar en el suelo con suavidad.
Ygorla no se acobardó. Permaneció inmóvil, sabiendo con una mezcla de instinto y conocimiento qué tipo de criatura era aquélla. Aunque pareciese humana —o semihumana—, no era del mundo mortal sino que procedía de una dimensión fuera del alcance del mundo. No era un dios, no podía serlo aquella criatura retorcida. Incluso Yandros, la más impredecible y caprichosa de las catorce deidades, tenía su vanidad. Tampoco era un emisario de Aeoris, porque el Orden aborrecía aquella fealdad deforme. No, aquel ser era de otra categoría completamente diferente.
En la habitación reinaba una calma agobiante. El óvalo nacarino todavía resplandecía suspendido en el aire, pero la puerta de su interior había desaparecido. Sólo había la noche y el silencio. Y su visitante sobrenatural.
Ygorla habló con voz clara y totalmente tranquila.
—¿Quién eres?
Una sonrisa afilada y rápida; los ojos brillaron brevemente, con una expresión que podría haber sido de diversión. Aquel ser tenía los dientes peculiarmente blancos, con los caninos más largos de lo normal, como los colmillos de un animal depredador. Entonces habló a su vez, y la voz que surgió de la sonriente boca fue la más persuasiva e inteligente que Ygorla hubiera oído jamás.
—Mi nombre es Narid-na-Gost —dijo.
Una sensación de fuego y hielo a la vez recorrió la espina dorsal de Ygorla con dedos sobrenaturales. Nunca había oído ese nombre, pero en una parte de su cerebro, que no podía sondear ni controlar, tenía un emocionante toque familiar. Y su naturaleza —las duras sílabas, la astucia implícita en su pronunciación— convirtió su sospecha en certeza. Ygorla entrecerró sus brillantes ojos.
—Narid-na-Gost —pronunció el nombre ella misma, y el sonido le gustó—. ¿Por qué habría de enviarme el Caos a uno de sus demonios?
Su visitante se mostró sorprendido por un instante. Después se rió, una risa silenciosa que muchos mortales habrían encontrado terrorífica. Pero Ygorla no se inmutó. Se limitó a sonreír, satisfecha por su pequeña victoria, y Narid-na-Gost, cuando su risa cedió, hizo una reverencia burlona.
—Me inclino ante tu percepción, Ygorla, aunque debo corregirte en un punto. Pertenezco, como dices, al Caos; pero no ha sido el Caos quien me ha enviado. De hecho —dio unos lentos pasos por la habitación, mirándola calculadoramente mientras tanto—, mis amos —sus labios se encogieron levemente— no saben que estoy aquí. Se trata de un asunto estrictamente personal entre tú y yo.
Ygorla no contestó. Su pulso se había acelerado hasta hacerse doloroso, pero estaba decidida a mantener su aspecto de tranquilidad. Por dentro, sin embargo, sus pensamientos bullían. Un demonio que decía tener un asunto personal con ella; y aquél era su decimocuarto cumpleaños, una ocasión de gran importancia. Debía de haber alguna relación. ¡Debía de haberla!
—El día es importante. —Narid-na-Gost se detuvo y volvió a reír al ver su expresión de asombro—. No, Ygorla, no puedo leer hasta tus más mínimos pensamientos. Sin embargo tus ojos son ventanas a través de los cuales brilla tu mente como un faro. —Volvió a pasear, dirigiéndose con su extraña cojera hacia la ventana. Al llegar a ella, miró hacia el patio, más allá del monumento, a las ventanas iluminadas del refectorio.
»He aguardado esta noche durante catorce años —prosiguió, sin mirarla—. Más de catorce años, porque he estado esperando y vigilando desde la noche en la provincia de la Perspectiva en que un joven con varias copas de más quiso seducir a una chica rica y lanzada de diecisiete años. —Hizo una pausa y sus ojos como brasas se clavaron de nuevo en los de Ygorla—. ¿O quizá éste no es un tema adecuado para alguien tan joven como tú?
Ygorla sonrió con arrogancia.
—No soy una cría. Sé perfectamente qué hacen hombres y mujeres cuando buscan placer.
—Sí, ya lo suponía. —Narid-na-Gost se apartó por fin de la ventana y contempló la habitación. Su espartana decoración, que Ygorla siempre había odiado, parecía divertirlo—. Entonces también te habrás enterado, por las conversaciones escuchadas a escondidas a tus mayores, que tu madre concedió sus favores de manera bastante generosa antes de morir prematuramente. Un rostro atractivo, unos cuantos gestos galantes, unos cuantos cumplidos —de nuevo, no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desprecio— eran suficiente para que cediera ante un nuevo amante. —Hizo una pausa, y una intuición muy superior a sus años le dijo a Ygorla que aquello era un desafío, un guante arrojado. Él esperaba que ella picara, como lo habría hecho cualquier niña. Ygorla sonrió.
—Mi madre era una fulana, y yo soy la hija bastarda de su prostitución. No vaciles en decirlo; no es más que la verdad.
Al hablar, experimentó una rápida subida de adrenalina. Nunca, en toda su vida, se había atrevido a decir aquellas palabras a nadie, aunque había perdido la cuenta de las veces que había deseado gritarlas, escupirlas a la cara de su tía abuela o de la hermana Corelm o de cualquiera de sus cloqueantes tutoras o compañeras. Por mucho que otros quisieran ocultarlo, ella sabía la verdad y no se avergonzaba. De hecho, el saberlo siempre había despertado en ella un perverso orgullo, porque, a falta de otras cosas, al menos su madre no había sido normal.
Narid-na-Gost inclinó la cabeza, reconociendo la verdad de sus palabras.
—¿La odias por eso?
—Por eso no —repuso Ygorla encogiendo los hombros—. La odio por haber muerto y haberme dejado a merced de la Hermandad.
—Ah, entonces, ¿no deseas ser novicia?
La mirada de Ygorla se hizo más dura.
—No.
—¿Y no deseas encontrar un marido rico y atractivo?
La chica arqueó los labios.
—Muéstrame a un hombre rico y atractivo en esta provincia o en cualquier otra y me habrás mostrado a un estúpido.
—Cuánto cinismo en alguien tan joven —comentó el demonio con un gesto de lástima, que no engañó a Ygorla ni por un instante. Luego su expresión se endureció—. Aunque no habría esperado otra cosa de ti. De hecho, estoy contento, muy contento de oírlo. —Dio un paso hacia ella y pareció satisfecho al ver que no retrocedía—. Pero alguna ambición debes de tener. ¿Cuál es, Ygorla? ¿Qué es lo que más deseas en el mundo mortal?
Por primera vez desde que había comenzado aquel extraño encuentro, Ygorla se sintió insegura. La cara del demonio estaba sólo a unos centímetros de la suya, y su mirada la tenía hipnotizada, igual que una serpiente hipnotiza a su presa. Miró en lo más profundo de aquellos ojos, más allá de los iris carmesíes, más allá de los puntos negros de las pupilas, y, por un instante que la dejó sin respiración, pareció asomarse a otra dimensión imposible donde reinaba algo similar a la locura. En aquellas profundidades se agitó un gusano de deseo que alzó su cabeza.
Sabía la respuesta a la pregunta del demonio y no se atrevió a mentirle. Y se dio cuenta con repentina claridad meridiana de que tampoco quería hacerlo.
—Quiero poder —declaró.
Se produjo un silencio que pareció durar una eternidad. Entonces Narid-na-Gost exhaló un suspiro que pareció adquirir vida propia, murmurar por la habitación y llenarla de ecos.
—Ah, Ygorla, cuánto me alegra. Cuánto me alegra. —Alzó una mano y se la ofreció. El gesto era amable pero imponía; aunque no lo deseaba conscientemente, Ygorla entrelazó sus dedos con los del demonio. Su piel era cálida y suave, como un pergamino antiguo y preciado. Las uñas ásperas le rozaron la palma.
—Tu madre gozaba en cualquier parte —dijo con suavidad Narid-na-Gost—. Pero el joven que la cortejó aquella noche hace más de catorce años estaba demasiado borracho para poder disfrutar de los favores que ella le ofrecía. De manera que mientras roncaba y dormía la mona, otro abrió la puerta que él dejó entreabierta. Y Avali Troi, inflamada también por el vino, pero sin verse afectada por sus desgraciadas consecuencias, recibió a aquel otro, creyendo que era su amante elegido.
Ygorla no dejó de mirarlo mientras la verdad penetraba como un cuchillo en su cerebro. No podía hablar, no podía articular sonido. Tan sólo sus ojos, iluminados por la llama súbita de la comprensión, reflejaron el asombro naciente que le producía aquella revelación.
Narid-na-Gost llevó la mano de Ygorla hasta sus voluptuosos labios y la besó. Cuando de nuevo habló, su voz era un susurro sibilante que atravesó el corazón de Ygorla como una estaca de hielo y fuego.
—He esperado catorce años a que me conocieras, Ygorla. Porque tú eres mi hija.