—No debería haber venido. —La superiora Fiora se asomó un poco desde el rincón de la chimenea para observar a la chica, que, ayudada por una novicia de hábitos blancos, subía lenta y torpemente la escalera que llevaba al primer piso de la posada—. Lamento si hablo fuera de lugar, Matriarca, pero tan sólo expreso lo que todas nosotras hemos pensado. No está en condiciones de viajar. Por su bien y el de la criatura, deberíamos dejarla aquí y partir mañana sin ella.
Las otras dos hermanas que compartían la mesa habían bajado la mirada porque no querían entrar en la discusión. A Ria Morys no le hacían falta sus capacidades de vidente para saber lo que pensaban y apartó su plato con un suspiro, al tiempo que hacía un gesto para que alguien llenara de nuevo su copa de vino.
—Lo sé, Fiora. Y, si pudiera hacer que el tiempo retrocediera, cambiaría mi decisión y haría frente a los berrinches que se producirían. Pero ahora es demasiado tarde. Si la dejamos aquí, alguien deberá quedarse con ella, y tú eres la única sanadora de nuestro grupo. No puede ser. Nadie más es lo bastante veterana como para ocupar tu lugar en la conferencia. —Bebió un poco de vino, y frunció el entrecejo tanto por el gusto ligeramente rancio como por sus incómodos pensamientos—. Sea acertado o no, Avali debe acompañarnos al Castillo.
Fiora resopló y apretó sus regordetas manos.
—Pero, Matriarca, hablando como sanadora, debo resaltar el hecho de que…
—No. —Ria no utilizaba aquel tono a menudo, pero cualquier hermana de la congregación de Chaun Meridional, desde la más alta superiora a la novicia más joven, sabía que en esas ocasiones más valía no discutir. Algunos parroquianos de las mesas cercanas se volvieron curiosos, para apartar luego la vista rápida y respetuosamente; el posadero lanzó una mirada ansiosa desde detrás del mostrador. Fiora se sonrojó.
—Hermana Fiora, aprecio y comparto tu preocupación. —Ria bajó el tono de voz y colocó las palmas de las manos sobre el mantel con firmeza—. Pero Avali está aquí y ya tengo suficientes preocupaciones como para además hacer frente a una larga lista de «síes», «peros» y «no obstantes» acerca de por qué no habría de estar. Me complacerás, por favor, si no vuelves a hablar del tema.
Siguió un embarazoso silencio.
—Sí, Matriarca —dijo Fiora al cabo.
En ese instante apareció una sirvienta para retirar los platos y preguntar si deseaban algo más. Su llegada rompió el embarazoso silencio y Ria, agradecida, se echó hacia atrás en su silla y apoyó la cabeza contra el cálido muro de piedra de la chimenea mientras intentaba con disimulo aliviar la tensión de su espalda. Estaba agotada, lo sabía; en contra de las predicciones, el clima no se les había mostrado favorable, y once días de viaje a través de tormentas de granizo y vientos gélidos habían mermado su energía. Mañana les esperaba el desfiladero y prometía ser el peor día de todos, pero al anochecer —si no pasaba ninguna desgracia, y en todo caso más valía no pensarlo— habrían alcanzado su destino.
Y entonces habría otra clase de preocupaciones a las que enfrentarse.
La sirvienta se retiró en silencio y durante unos minutos reinó una tranquilidad amigable, tan sólo teñida por las consecuencias de la discusión. Ria cerró los ojos y se dio cuenta de que podría dormirse con facilidad, a la vez que comprendía que, por una cuestión de dignidad, no debía hacerlo. Sospechaba que, desde hacía unos meses, roncaba al dormir, aunque no tenía un marido que lo confirmara y ninguna de sus correligionarias, en caso de oírla, se atrevería nunca a mencionárselo. Otra señal de la edad, pensó con amargura. Sería impensable que la Matriarca de la Hermandad se quedara apoltronada, roncando y gruñendo como un animal ahito, en una posada repleta de viajeros. Sería mejor acostarse. Los días de otoño eran cortos en estas latitudes septentrionales, y deberían ponerse en camino al amanecer si querían terminar su viaje sin una nueva parada.
Se levantó, con una gracia que sólo se veía algo reducida por la edad y, sonriendo, dio las buenas noches a sus compañeras. Las hermanas se pusieron en pie y se inclinaron ante ella; los cuatro hombres de escolta que les había ofrecido el Margrave de Chaun Meridional saludaron con solemnidad. Sin ella presente, se relajarían y hablarían con más tranquilidad, pensó Ria, y podría aprovechar la oportunidad para visitar a Avali y ver si todo iba bien.
El posadero, agradecido e impresionado por albergar a la Matriarca, había ofrecido a Ria su mejor habitación, que ocupaba una zona orientada al sur y por lo tanto en la parte más protegida del piso superior del edificio y que además estaba lo más alejada posible de la ruidosa sala del bar. Para no ofenderlo, Ria había reorganizado con disimulo la disposición de habitaciones, ofreciendo su habitación a Avali, ocupando ella una pequeña habitación adyacente y colocando a Fiora al otro lado por si hacían falta sus servicios. Ahora, rechazando amablemente el ofrecimiento de una sirviente de iluminar su camino, abrirle la cama y encender el fuego, subió por los escalones de madera que crujían bajo sus pies y se dirigió —con precaución, puesto que el suelo era viejo e irregular— a la puerta de Avali. Llamó y entró.
Avali estaba en la cama. Su rubia melena le cubría los hombros, y el bulto de su vientre era claramente visible, tapado por las mejores mantas del posadero. La novicia que le hacía compañía y que estaba preparando las ropas de viaje para la mañana se inclinó ante Ria y, obedeciendo un gesto de ésta, salió de la habitación y las dejó solas.
—Bien, Avali —Ria se sentó en el borde de la cama y extendió las manos hacia el fuego que chisporroteaba en la chimenea—, ¿estás cómoda? ¿Tienes todo lo que necesitas?
Avali hizo una mueca.
—La cama es dura. Aunque es mejor de lo que esperaba encontrar en esta región; al menos eso creo.
Ria sonrió débilmente.
—La Tierra Alta del Oeste no es una de las provincias más refinadas.
—No. A menudo me pregunto por qué el Círculo eligió ocupar un lugar tan desolado, cuando podrían haber ido a Chaun Meridional, a Shu o incluso a Wishet.
—Fue una elección de los dioses, niña, no de los hombres —le recordó Ria—. No te preocupes; mañana, cuando lleguemos al Castillo, todo cambiará.
Avali era lo bastante inteligente para entender el suave reproche. Vaciló un instante; después su expresión se transformó en una sonrisa dulce y de autodesprecio, tan sólo ligeramente teñida de travesura.
—Lo siento, tía. He sido una pesada carga para ti durante estos meses, ¿verdad?
La sonrisa y el gesto de la cabeza ladeada recordaban tanto a su padre, el hermano menor de Ria, que la Matriarca no pudo mantener su enfado. Avali había heredado aquel encanto natural que lograba que, incluso cuando se mostraba más exasperante, desapareciera toda furia contra ella. Ria suspiró y se dio por vencida.
—Yo no diría tanto, querida. Pero estaré agradecida cuando este… interludio, digamos, haya terminado. —Alisó una esquina de la colcha, que estaba arrugada—. De todos modos, sigo pensando que hubiera hecho mejor en mantenerme firme y no permitir que me acompañaras en este viaje.
—¡Oh, tía! —Avali la miró con una encantadora mezcla de arrepentimiento y pena—. Un acontecimiento como éste no se repetirá en mi vida. ¡Si me lo hubiera perdido no habría podido soportar la desilusión!
—Tus padres estarán más que desilusionados si te pasa algo —dijo enfáticamente Ria. Sabía muy bien que la queja de Avali era una mentira; a la chica no le interesaba la conferencia en la Península de la Estrella, pero había querido ir debido a una mezcla de curiosidad y capricho, aparte el hecho de que, tras cuatro meses en la atmósfera tranquila y ordenada del Matriarcado, estaba muerta de aburrimiento.
Avali se miró el vientre y mostró una expresión de disgusto.
—No me pasará nada, tía. Estoy asquerosamente sana y todavía faltan dos meses para que nazca el bebé. Aile, que es mi amiga más antigua… ya la conociste el año pasado en la festividad del Primer Día del Trimestre de primavera…, pues Aile montaba a caballo tan sólo quince días antes de que su hijo naciera.
—Tu amiga Aile tiene un marido que la cuida. Y no era tan tozuda como para intentar atravesar las montañas septentrionales en estado.
—Tú cuidas de mí ¿no es así? Y también la hermana Fiora. Todos saben que es la mejor sanadora de tres provincias. —La luz del fuego se reflejó en los ojos de Avali, al cambiar ésta de postura, y su mirada casi pareció maliciosa—. Querida tía Ria, ¿cómo no iba a venir? Para ver en persona al Sumo Iniciado, que anduvo con los mismos dioses hace tantos años…
—Y a quien no le gusta ahora que se lo recuerden —la interrumpió Ria con brusquedad—. Tienes la lengua demasiado suelta, niña. Ya te he dicho que todos esos acontecimientos no deben mencionarse en presencia del Sumo Iniciado y te agradecería que me obedecieras, al menos en eso.
—Sí, tía —repuso la joven, bajando la mirada—. Lo siento.
Aquella muestra de arrepentimiento no engañó a Ria ni por un instante, pero estaba demasiado cansada para insistir. Se puso en pie rígidamente.
—Bien, entonces, si no necesitas nada más, será mejor que intentemos dormir. ¿Tienes a mano tu campanilla? —Miró la mesilla de noche y vio la campanilla al alcance de Avali—. Bien; pero, por favor, no molestes a la hermana Fiora a menos que sea realmente necesario.
—Claro. —Avali dio un beso en la mejilla a la anciana cuando Ria se inclinó sobre ella; era un saludo formal pero también cariñoso—. Buenas noches, tía.
Si hubiera sido una mujer más sabia, pensó irónicamente Ria, mientras apagaba la vela junto a su cama, no habría cometido el error de oponerse a la petición inicial de Avali de acompañarla a la Península de la Estrella. La chica se había mostrado tan tenaz en su resolución precisamente por aquel empecinamiento que mostraba en salirse siempre con la suya; si se le hubiera dicho que sí desde el principio, seguramente habría dejado de interesarse y se habría conformado con quedarse a salvo en la congregación de Chaun Meridional. Pero, al primer atisbo de oposición, Avali había usado todas las triquiñuelas de su repertorio; y, como su padre, tenía un repertorio considerable.
Ria pensó que, desde el principio de aquel asunto, debería haberle dicho a su hermano Paon que la imprudencia de Avali al quedarse embarazada sin haber pasado por el matrimonio no era asunto de la Hermandad y que, desde luego, no estaba preparada para acoger a la chica bajo su manto de manera que el bebé naciera sin publicidad, fuera entregado en adopción, y que luego Avali regresara al refugio familiar sin que sus perspectivas de casamiento quedaran afectadas. Debería haberse enfrentado a su hermano y no haberlo dejado abusar de los privilegios del rango de la Matriarca. Pero siempre había sido vulnerable ante los halagos de Paon, igual que ante los de Avali, y su generosa dotación para la congregación de la Matriarca había sellado su obligación. De manera que, cuatro meses atrás, Avali había llegado a Chaun Meridional con un tren de mulas de equipaje y, desde entonces, la tranquila y ordenada vida de Ria se había visto completamente alterada.
Y no era que Ria no quisiera a su sobrina. Si lo quería, Avali podía encantar a los pájaros en los árboles y, aunque había sido completamente malcriada por sus padres, su naturaleza, dulce en el fondo, todavía no se había estropeado del todo. Pero Ria no estaba de acuerdo con que los niños tuvieran la total libertad de que Avali siempre había disfrutado, ni, desde luego, con que los padres permitieran a sus hijas solteras ampliar sus experiencias mundanas teniendo amantes siempre que quisieran. Puede que fuera anticuada, pero nunca había podido aceptar el hecho, por muy asumido que estuviera en las clases altas, de que no significaba ninguna vergüenza que una chica tuviera uno o dos hijos antes del matrimonio, siempre y cuando no se permitiera que esos hijos se convirtieran en un obstáculo para el futuro de su madre. Los bebés no deseados podían ser adoptados con facilidad y olvidados, y Paon le había sugerido a Ria que la solución más apropiada sería que la Hermandad se hiciera cargo de Avali hasta el nacimiento y que después le encontrara al bebé un buen hogar. Si era niña, había sugerido, incluso podían adoptarla en la congregación y educarla como novicia de la orden.
Al principio, Ria se había escandalizado ante aquella sugerencia. El bebé, había dicho, era el nieto de Paon; ¿es que él no tenía sentimientos? ¿Y qué tenía que decir Avali? Con paciencia —siempre la había tratado como si fuera su hermana menor, aunque en realidad era seis años mayor que él— Paon le había explicado que Avali no tenía ninguna gana de quedarse con el bebé y que no sería él quien la convenciera de lo contrario. Además, ¿qué mejor inicio en la vida podía desear un niño, y más un niño sin padre, que tener toda la riqueza y seguridad de la congregación de la Matriarca?
Fue aquella última observación, aparentemente sin importancia, la que acabó por convencer a Ria. Si ni su madre ni su abuelo estaban preparados para querer al infeliz niño, ella sí lo estaba. Reflexionó con cierto humor que ella, una solterona de toda la vida, con poca experiencia con los niños, no era precisamente la madre adoptiva ideal; pero no importaba. Su nieto o sobrino nieto sería acogido bajo su techo y ella haría cuanto estuviera en su mano por él.
Desde que había tomado aquella decisión, Ria se había preguntado con frecuencia si la razón no era un poco más egoísta de lo que estaba dispuesta a aceptar. Aunque en la Hermandad no se ponían impedimentos al matrimonio, las hermanas de más alto rango rara vez conseguían conjugar sus responsabilidades con las propias de tener marido y familia y, por lo que Ria sabía, todas las Matriarcas en la historia de la Hermandad habían sido solteras. Al dedicarse por entero a su trabajo, había sacrificado algo que la mayoría de las mujeres daban por hecho, y había una parte de su persona que lo lamentaba. El papel de Matriarca, como miembro del triunvirato que gobernaba el mundo, era solitario; más aún que el del Sumo Iniciado o del Alto Margrave, pues se suponía que ambos tendrían familia propia. Al fin y al cabo, eran hombres, y por un hecho de simple biología estaban menos implicados en la crianza de sus hijos. Para una mujer, por fuerza tenía que ser distinto, pero, aunque Ria siempre había aceptado su destino de buena gana, sus instintos maternales no estaban totalmente aplacados. Quizá, pensaba con un pequeño y desconocido sentimiento de orgullo, al fin podría dar salida a esos instintos con el hijo de Avali.
El fuego de la chimenea se estaba convirtiendo en brasas y tan sólo despedía un tenue resplandor rojizo que se reflejaba en las paredes encaladas y en el techo. Ria se arrebujó en la cama y se riñó por tener pensamientos que la mantendrían despierta. Si querían completar el paso del desfiladero en un día, no debía malgastar el precioso tiempo de descanso en aquellas cosas, o por la mañana no serviría para nada. «Duerme —se dijo con severidad—. Y deja de ser una vieja estúpida y sentimental.»
—Háblame del Sumo Iniciado, tía.
Ria volvió la cabeza y vio que la yegua gris de Avali se ponía a la altura de su caballo. Bajo el sol de última hora de la tarde que se colaba por el desfiladero, la cabellera de la chica parecía oro hilado y sus ojos brillaban excitados. La Matriarca sonrió.
—Querida niña, ¿qué podría decirte? —Apretó la boca fingiendo seriedad—. ¡Si hubieras prestado atención a tus tutores cuando eras pequeña, no tendrías ahora que pedirme que te recordara lo que debiste haber aprendido entonces!
Avali se rió, lo cual provocó miradas y sonrisas en los cuatro hombres armados que iban con la pequeña caravana.
—Oh, conozco toda la historia. ¡Mi profesor de historia decía que yo era su mejor alumna! Pero tú conoces en persona al Sumo Iniciado desde hace muchos años. De eso quiero que me hables.
Ria contempló la senda que serpenteaba ante ellos entre los riscos. Calculaba que llegarían al final de las montañas en una media hora o quizás algo menos; apenas tiempo suficiente para dar su punto de vista acerca del ser humano más inteligente, complejo y al mismo tiempo inefablemente triste que jamás hubiera conocido. Además, muchos de sus recuerdos estaban anclados en el pasado, y la carta de Chiro le había avisado que Keridil había experimentado un serio declive en los últimos meses. Tal vez era de esperar en alguien de su edad, pero Ria se lamentaba por el hombre que había sido.
—Oh, querida —dijo en voz alta—, ¿cómo puedo esperar condensar lo que Keridil Toln es, o fue, en unas pocas palabras? —Su caballo comenzó a salirse de la senda, atraído por uno de los pocos arbustos enanos que conseguían crecer entre el esquisto, y ella tiró de las riendas—. ¿Sabes?, es una de las pocas personas vivas que recuerdan los días anteriores al Cambio, cuando los dioses del Caos desafiaron el gobierno de los dioses del Orden y los mortales nos ganamos el derecho a adorar a quien quisiéramos.
—¿La época en la que se restauró el Equilibrio?
—Sí. —De manera que Avali no había descuidado del todo su catecismo, observó Ria—. En nuestras vidas no hemos conocido otra cosa que el statu quo. Decimos que el Orden impera de día y el Caos por la noche, y que así es como debe ser. Pero intenta pensar cómo te sentirías si hubieras nacido en un tiempo en el que no había otros dioses que Aeoris del Orden y sus seis hermanos. —Alzó la mano en un gesto reflejo con los dedos separados, el tradicional signo de respeto hacia los dioses, antes de continuar—. Cuando Keridil Toln se convirtió en Sumo Iniciado, Yandros y los otros señores del Caos no tenían lugar en nuestro mundo. Habían sido desterrados. —Sonrió con un pequeño gesto mohíno—. Eran considerados demonios.
Avali abrió mucho los ojos y también hizo el gesto, como para protegerse del disgusto de los dioses.
—Como a todo hombre, mujer o niño, a Keridil le enseñaron a adorar únicamente el Orden y a despreciar el Caos como si fuera el mal —continuó Ria—. Por ejemplo, ¿sabías que antes nos llamábamos la Hermandad de Aeoris, y no la Hermandad a secas?
Avali negó con la cabeza.
—Oh, sí, nosotras también servíamos al Orden, y sólo al Orden, por muy extraño que pueda parecer en estos días ilustrados. Eso es lo que intento explicarte, Avali. Nuestro Sumo Iniciado fue educado para ver en el Caos a un enemigo, pero durante sesenta años ha sido el jefe religioso de un pueblo que rinde igual homenaje al Caos que al Orden. ¿Puedes empezar a imaginar lo que debe de haber significado para él?
Durante unos instantes no se oyó más que el ruido apagado y rítmico de las herraduras. Avali frunció el entrecejo mientras intentaba captar la importancia de lo dicho por la Matriarca, y Ria se dio cuenta, con cierto pesar, de que su discurso no tenía verdadero sentido para la chica. Para la generación de Avali —y también para los seglares de la generación de Ria— el tiempo del Cambio quedaba demasiado lejano para tener importancia. Avali rezaba a Aeoris por la mañana y a Yandros al anochecer, asistía a los ritos del Primer Día de Trimestre que marcaban el cambio de las estaciones y la munificencia del Equilibrio, pero no tenía ningún interés adicional en la estructura religiosa del mundo. En aquellos días pacíficos los dioses no exigían nada más.
—Lo que intento explicarte, Avali —añadió Ria—, es que las experiencias por las que pasó Keridil Toln hace tanto tiempo deben de haberle dejado huella. Ha sido un Sumo Iniciado noble y excelente pero también creo que ha sido un hombre que ha estado muy solo. —Sonrió con ironía—. Mi posición me ha hecho relacionarme mucho con Keridil a lo largo de los años, pero no puedo decir que lo conozca realmente. —Hizo una pausa antes de agregar—: Dudo que alguien pueda decirlo.
Un resplandor en la periferia de su visión captó su atención en ese momento y alzó la vista para contemplar el sol, que, hinchado y carmesí en aquella estación y latitud, desaparecía detrás de los grandes bloques de granito que se alzaban a ambos lados del desfiladero. Quedó una franja de luz, ardiendo y perfilando de fuego los contornos de los riscos; después, súbitamente, el desfiladero quedó sumido en intensas sombras y un frío húmedo cayó sobre los viajeros como un manto.
Ria tembló. Muy arriba, el cielo seguía claro; el día terminaba deprisa, pero el tiempo, siempre impredecible en la provincia de la Tierra Alta del Oeste, se mantenía apacible. Agradeció en silencio la bondad de los dioses y luego miró a Avali. La chica también miraba el punto en el que había desaparecido el sol y su rostro tenía una expresión pensativa.
—El Sumo Iniciado nunca se ha casado, ¿verdad? —inquirió.
—No, nunca.
—Entonces no tiene un hijo que lo suceda.
—Es cierto.
—Y por ese motivo ha convocado la conferencia. —Apartó la vista de las cimas y la fijó con atención en Ria—. Para escoger un sucesor. Se muere, ¿no es cierto?
Ria cerró los ojos. Deliberadamente no le había contado nada a Avali acerca de los motivos de su visita al Castillo, pero ahora no parecía tener mucho sentido seguir disimulando, y se sintió presa de la desolación.
—Sí, niña —dijo en voz baja—. Se muere.
Delante de ellas, un caballo relinchó y se oyó el grito de un hombre; los ecos rebotaron en las paredes de los riscos y confundieron las palabras. Ria abrió los ojos y miró la senda, hasta ver al jefe de su escolta que le hacía gestos y sonreía.
—¡Matriarca! —esta vez lo oyó con más claridad—. Ahí está el fin del desfiladero. ¡Hemos llegado!
De pronto, Ria advirtió que le llegaba el olor del mar. Desapareció la sensación de tristeza y espoleó a su caballo, consciente de que los demás la seguían. La senda dobló una curva cerrada, y escuchó el suspiro de Avali, seguido por las voces de las hermanas más jóvenes cuando salieron de las sombras de las montañas y ante ellas divisaron la Península de la Estrella.
La cordillera se abría a una extensión de vertiginosas cimas, cuyas laderas marcaban el límite septentrional del mundo. Desde donde se encontraban los jinetes, comenzaba una pradera de verde césped que descendía suavemente hasta acabar en un contrafuerte que sobresalía del continente, sobre un océano que se extendía ante ellos hacia el infinito. Más allá de los riscos quedaba un vasto y resplandeciente horizonte desde el que el sol poniente parecía explotar como en el principio del mundo. El cielo se teñía de oro, ámbar y carmesí, fundiéndose con el enorme brillo de espejo del mar; las penínsulas e islas semejaban cicatrices en aquel gigantesco paisaje. Y más cerca, más oscuro que los riscos que contrastaban con el brillo ensangrentado del sol, se encontraba su destino.
El Castillo de la Península de la Estrella se alzaba en la cima pelada de un enorme y antiguo macizo de granito que surgía orgulloso del límite del contrafuerte. Las cuatro grandes torres cortaban la grisácea tonalidad del cielo, y su enorme sombra se cernía sobre el estrecho y peligroso puente de roca que separaba el macizo del continente.
Al contemplar el paisaje, Ria sintió emociones encontradas. El Castillo y su titánico telón de fondo eran una visión impresionante, y la impresión no disminuía con la familiaridad. ¿Cuántos cientos de generaciones de hombres y mujeres, ya fueran peregrinos, prisioneros o buscadores del conocimiento arcano, se habían parado en aquel mismo lugar y habían tenido la misma sensación de completa insignificancia que el Castillo había producido en su larga y turbulenta historia? No habían sido manos humanas las que habían colocado aquellas piedras inmensas y amenazadoras. Aunque durante siglos antes del Cambio había sido la fortaleza de quienes adoraban el Orden, el Castillo había sido creado en una época muy anterior al principio de la historia conocida, por un capricho de Yandros, el impredecible y veleidoso señor del Caos, y durante siglos —milenios quizá— sus habitantes habían gobernado un mundo enloquecido en el que el Caos era el único señor. Mucho tiempo había transcurrido desde aquellos días, y también desde los tiempos del reino sin oposición del Orden, pero, incluso ahora, la paz no parecía del todo asentada entre las torres y defensas del Castillo. Las negras murallas sin sol todavía conservaban un intenso eco de poder antiguo y ominoso que el tiempo había sido incapaz de borrar.
El caballo de Ria dio un paso a un lado, movió la cabeza impaciente, y la Matriarca se dio cuenta de que había permanecido inmóvil, absorta en sus pensamientos, durante algunos minutos. Sus acompañantes esperaban obedientemente una orden suya; se volvió hacia ellos, sonrió como disculpa e hizo un gesto hacia el vertiginoso puente de piedra.
—El paso es bastante más ancho de lo que parece desde aquí, y bastante seguro —dijo—. Nuestros caballos son de la región y han sido adiestrados para no temerlo, pero si alguien se siente mejor yendo a pie, o dejando que le cojan las riendas, no tiene más que decirlo.
Una de las hermanas más jóvenes, agradecida, desmontó de inmediato, y Avali miró dubitativa en dirección al puente. Dos mojones de piedra señalaban el comienzo de su arcada; tras ellos había un precipicio de trescientos metros. Ria sonrió comprensiva y extendió la mano.
—Dame las riendas de tu yegua, niña —indicó—. Así podrás cerrar los ojos mientras yo te guío. Nadie dirá nada por eso. —Y, en tono de conspiración, añadió—: Cuando vine aquí por vez primera, mis superioras tuvieron que arrastrarme hasta el puente, mientras yo daba patadas y gritaba. Ya te acostumbrarás.
Avali se mordió los labios. Aunque había oído muchas historias dramáticas acerca del cruce hasta el Castillo, no estaba preparada para los terrores reales que significaba. Por un instante deseó haberse quedado en Chaun Meridional; luego pensó en lo que le esperaba al otro lado del puente y eso fortaleció su resolución. No podía volverse atrás. Si todas las amigas que envidiaban aquella oportunidad única llegaban a enterarse, no sobreviviría a la vergüenza.
Sonrió débilmente a Ria y asintió.
—Sí, tía.
El viento, en un súbito golpe procedente del noroeste, le cogió la cabellera y la levantó como si fuera un aureola alrededor de su cabeza; la yegua gris pateó y Avali cerró los ojos con fuerza, se encomendó en silencio a los catorce dioses para que la protegieran, y los caballos comenzaron a descender hacia la Península de la Estrella.