En este último capítulo, deseo demostrar, con un poco más de detalle, un hecho muy sorprendente que Demócrito de Abdera ya señalara en un célebre pensamiento. Me refiero a que, por un lado, todo nuestro conocimiento sobre el mundo que nos rodea (el conseguido en la vida cotidiana y el revelado por cuidadosas experiencias de laboratorio) descansa enteramente en las percepciones sensoriales inmediatas, mientras que, por otro lado, este conocimiento no es capaz de revelar las relaciones entre las percepciones sensoriales y el mundo exterior; toda calidad sensorial está ausente. Es fácil admitir la primera parte de la afirmación, pero no sabemos caer en la cuenta de la segunda, simplemente por el gran respeto que el no científico tiene —como norma— hacia nosotros los científicos y por el ilimitado poder vislumbrador que atribuye a nuestros «fabulosos y refinados métodos».
Si pedimos a un físico su idea sobre la luz amarilla, nos dirá que son ondas electromagnéticas transversales cuya longitud de onda es de unos 590 nanómetros[19]. Si le preguntamos: ¿Pero dónde está el amarillo?, contestará: No está en mis esquemas, pero este tipo de vibraciones producen, cuando dan en la retina de un ojo sano, una sensación de amarillo a su propietario. Si seguimos preguntando, sabremos que distintas longitudes de onda producen colores distintos, pero que no todas las longitudes de onda producen la sensación de color, sino sólo las comprendidas entre 800 y 400 nm. Para el físico, las ondas infrarrojas (más de 800 nm) y las ultravioleta (menos de 400 nm) pertenecen a la misma clase de fenómenos que los visibles por el ojo (entre 800 y 400 nm). ¿Cómo surge esta selección tan peculiar? Se trata obviamente de una adaptación a la radiación solar que es particularmente fuerte en esta zona de longitudes de onda y que decae hacia ambos extremos. Además, la sensación de color intrínsecamente brillante cae precisamente en el punto (de esta zona) en el que la radiación solar presenta su máximo valor, un verdadero pico.
Aún podemos preguntar más: ¿es la radiación en la proximidad de los 590 nm la única en producir sensación de amarillo? La respuesta es: en absoluto. Si se mezclan ondas de 760 nm (que producen sensación de rojo) con cierta proporción de ondas de 535 nm (que producen sensación de verde) se obtiene un amarillo que es indistinguible del producido por los 590 nm. Dos superficies iluminadas de este modo —una con la mezcla y otra con luz espectral pura— producen exactamente la misma sensación, nadie puede decir cuál es cuál. ¿Puede predecirse esta circunstancia a partir de las longitudes de onda? ¿Existe alguna relación numérica con estas características físicas y objetivas de las ondas? No. El diagrama de todas las mezclas de este tipo se ha representado empíricamente; se lo conoce como el diagrama cromático. Pero no existe una relación sencilla con las longitudes de onda. No existe regla general alguna en virtud de la cual la mezcla de dos luces espectrales se conjuga en otra intermedia, por ejemplo, una mezcla de «rojo» y «azul» (de los extremos del espectro) produce «púrpura», que es imposible de obtener mediante una luz espectral única. Además, el mencionado diagrama cromático varía ligeramente de una persona a otra, y difiere ostensiblemente para algunas personas, los llamados tricrómatos (no son daltónicos).
La imagen física objetiva de las longitudes de onda no dan cuenta de la sensación de color. ¿Podría hacerlo un fisiólogo si tuviera un mejor conocimiento de lo que ocurre en la retina y en el sistema nervioso, en el nervio óptico y en el cerebro? No lo creo. Alcanzaríamos, a lo sumo, cierto conocimiento sobre qué fibras ópticas se estimulan en particular y en qué proporción, quizá llegáramos a conocer incluso exactamente los procesos que se producen en ciertas células nerviosas (siempre que nuestra mente registre la sensación del amarillo en una dirección o dominio particular de nuestro campo visual). Pero ni siquiera este íntimo conocimiento nos diría algo sobre la sensación de color, más concretamente sobre el amarillo en tal dirección (el mismo proceso fisiológico podría producir una sensación de sabor dulce, o cualquier otra cosa). Sólo quiero decir lo siguiente: podemos estar seguros de que no existe un proceso nervioso cuya descripción objetiva incluya la característica «color amarillo» o «sabor dulce», y seguros de que tampoco la descripción objetiva de la onda electromagnética contiene estas características.
Lo mismo podemos asegurar para otras sensaciones. Es muy interesante comparar la percepción del color (que acabamos de comentar) con la del sonido. El sonido nos llega por ondas elásticas de compresión y dilatación que se propagan a través del aire. Su longitud de onda (o su frecuencia, para ser más exactos) determina el tono del sonido que oímos (nótese: la relevancia fisiológica proviene de la frecuencia, no de la longitud de onda, lo mismo ocurre en el caso de la luz, en la que, sin embargo, las dos incógnitas son virtualmente recíprocas una de la otra, ya que las velocidades de propagación en el vacío y en el aire apenas difieren). No necesito precisar que el rango de frecuencias «audible» es muy diferente al de la luz visible; va desde los 12 ó 16 ciclos por segundo hasta los 20000 ó 30000 ciclos por segundo, mientras que, para la luz, las frecuencias son del orden de varios centenares de miles de millones. Sin embargo, el rango relativo es mucho más ancho para el sonido. Abarca unas diez octavas (contra la una que, a duras penas, abarca la luz visible); además, este rango varía en un mismo individuo, especialmente con la edad: el límite superior del tono se reduce regular y considerablemente a medida que pasan los años. Pero lo más sorprendente del sonido es que una mezcla de frecuencias distintas nunca se combinan para dar un tono intermedio, como el que produciría una frecuencia intermedia. Los sonidos superpuestos se distinguen en gran medida por separado —aunque simultáneamente, por personas dotadas de buen oído musical en especial. La adición de muchos tonos altos (los armónicos) de varias calidades e intensidades define lo que llamamos timbre (en alemán Klangfarbe), mediante el cual distinguimos el sonido de un violín, de una corneta, de una campana de iglesia, de un piano… aunque sólo oigamos una nota. Pero incluso los ruidos tienen su timbre y, mediante ellos, identificamos lo que pasa; incluso mi perro se familiariza con el peculiar sonido de una cajita de la que ocasionalmente recibe una galleta. En todo ello es fundamental la proporción de las frecuencias cooperadoras. Si las cambiamos todas en la misma proporción (por ejemplo, haciendo que el tocadiscos gire más rápido o más lento), todavía reconocemos lo que sucede. Pero algunas distinciones relevantes dependen de las frecuencias absolutas de ciertos componentes. Si un disco en el que se ha grabado una voz humana gira demasiado rápido, las vocales cambian apreciablemente, por ejemplo la «a» tiende a convertirse en una «e». Un rango continuo de frecuencias es siempre desagradable tanto si se presenta en sucesión (como ocurre con una sirena o con el maullido de un gato), como simultáneamente, lo cual es difícil de llevar a cabo (excepto quizá con una multitud de sirenas o con un ejército de gatos aullando). Esto es enteramente distinto al caso de la percepción de la luz. Todos los colores que normalmente percibimos son mezclas continuas; y una gama continua de matices puede ser, en Pintura o en la Naturaleza, de una gran belleza.
Las características principales de la percepción sonora están bien descritas en el mecanismo del oído (que conocemos mejor que la química de la retina). El órgano principal es un huesecillo llamado (por su forma) caracol: una minúscula escalera de caracol que se hace cada vez más estrecha, a medida que «asciende». En lugar de escalones (para seguir con la analogía), tiene unas fibras elásticas tensadas a su través en forma de membrana. El espesor de la membrana —o la longitud de la fibra individual— disminuye desde la «base» al «vértice». Sus fibras de distinta longitud responden así mecánicamente (como ocurre con las cuerdas de un arpa o de un piano) a las oscilaciones de diferente frecuencia. Un área pequeña determinada de la membrana —no una fibra única— responde a una frecuencia definida; otra zona con fibras más cortas responde a una frecuencia superior. Una vibración mecánica de frecuencia definida debe establecer, en cada grupo de fibras, los conocidos impulsos nerviosos que se propagan hasta ciertas regiones de la corteza cerebral. Tenemos en general conocimiento de que el proceso de conducción es muy similar en todos los nervios y que depende sólo de la intensidad de excitación; esta última afecta a la frecuencia de los pulsos que, claro, no deben confundirse con la frecuencia del sonido (no tienen nada que ver).
La cuestión no es tan simple como desearíamos. Un físico que tuviera que construir un oído, con la idea de proporcionar a su propietario el poder increíblemente fino que en realidad posee para distinguir tonos y timbres, lo haría de una manera muy distinta. Pero quizá tuviera que acabar imitando el modelo natural. Sería más simple y más bonito, si pudiéramos decir que cada cuerda individual a través del caracol contesta sólo a una frecuencia nítida y definida de la vibración entrante. No es así. Pero ¿por qué no? Porque las vibraciones de estas «cuerdas» están muy amortiguadas. Esto necesariamente ensancha su margen de resonancia. Nuestro físico las construiría con el menor amortiguamiento posible. Pero esto tendría la terrible consecuencia de que la percepción del sonido no cesaría casi inmediatamente después del cese de las ondas productoras; la percepción duraría cierto tiempo (hasta que el resonador pobremente amortiguado del caracol dejase de vibrar). La discriminación de tono se obtendría sacrificando la discriminación temporal entre sonidos sucesivos. El mecanismo por el cual se concilian óptimamente las dos cosas es un verdadero rompecabezas.
He entrado en cierto detalle para demostrar que ni la descripción del físico ni la del fisiólogo contiene el menor rastro de sensación sonora. Cualquier descripción de este tipo puede resumirse así: los impulsos nerviosos son conducidos a cierta región del cerebro donde se registran como una sucesión de sonidos. Podemos observar cómo los cambios de presión del aire provocan vibraciones en el tímpano, podemos ver cómo este movimiento se transmite por minúsculos huesos hasta otra membrana, y eventualmente hasta ciertas zonas de la membrana en el interior del caracol (compuesto por fibras de longitud variable, como hemos dicho). Podemos llegar a comprender cómo estas vibraciones dan lugar a procesos químicos y eléctricos en la fibra nerviosa con la que está en contacto. Podemos seguir incluso el camino hasta la corteza cerebral y obtener algún conocimiento objetivo sobre algunas de las cosas que allí ocurren. Pero no nos tropezaremos con el «registro del sonido» por ningún lado, simplemente porque no forma parte de nuestra imagen científica; sólo está en la mente del individuo por cuyo oído y cerebro nos interesamos.
De manera análoga podríamos discutir las sensaciones del tacto, del calor y del frío, del olfato y del gusto. Los dos últimos, los sentidos químicos como a veces se les llama (el olfato proporciona un examen de materia gaseosa, el gusto de líquidos), tienen algo en común con la sensación visual. Responden con una diversidad restringida de cualidades sensoriales a un número infinito de posibles estímulos. En el caso del gusto: el amargo, el dulce, el agrio y el salado y sus peculiares mezclas. El olfato es, creo, más variado que el gusto, y particularmente más fino en ciertos animales que en el hombre. Las circunstancias objetivas de los estímulos físicos o químicos, que modifican apreciablemente nuestras sensaciones, parecen variar mucho dentro del reino animal. Las abejas, por ejemplo, pueden ver bien la luz ultravioleta, son auténticas tricrómatas (no dicrómatas como parecía tras ciertos experimentos que no atendieron al ultravioleta). Es interesante el hecho de que las abejas (como descubriera recientemente Von Frisch en Munich) sean particularmente sensibles a las polarizaciones parciales de la luz; esto les sirve para orientarse con respecto al sol mediante un complejo mecanismo. Un ser humano no distingue siquiera la polarización completa. Se sabe que los murciélagos son sensibles a vibraciones de frecuencias extremadamente altas (ultrasonidos) que están muy por encima del límite auditivo humano; las producen ellos mismos y las emplean como un radar para evitar los obstáculos. El sentido humano de calor y de frío exhibe la extraña circunstancia de que «los extremos se tocan»: si tocamos inadvertidamente un objeto muy frío, podemos tener la sensación instantánea de que nos quemamos los dedos.
Hace unos veinte o treinta años, unos químicos norteamericanos descubrieron una sustancia curiosa (no recuerdo el nombre químico), un polvo blanco que es insípido para algunas personas, pero intensamente amargo para otras. Fue algo que suscitó mucho interés y que ha sido muy investigado desde entonces. La propiedad de ser un «catador» (para esta sustancia particular) es inherente al individuo e independiente de cualquier otra condición. Además, esta facultad se hereda (según las leyes de Mendel) asociada a características del grupo sanguíneo. Tampoco aquí parece haber ventaja alguna en ser o no catador. Uno de los alelos es dominante en los heterozigóticos (creo que es el del catador). Creo muy improbable que esta sustancia, descubierta por azar, sea un caso único. El sentido del gusto presenta muchas diferencias en general ¡y en un sentido muy real!
Volvamos al caso de la luz y exploremos un poco más profundamente en cómo se produce la luz y en qué hace la Física para determinar sus características objetivas. La luz es producida en general por los electrones, en particular por aquéllos del átomo que «están haciendo algo» alrededor del núcleo. Un electrón no es rojo, ni azul, ni de cualquier otro color; lo mismo ocurre con el protón (el núcleo del átomo de hidrógeno). Pero la acción de los dos en el átomo de hidrógeno produce, según la Física, radiación electromagnética de cierto intervalo discreto de longitudes de onda. Los constituyentes homogéneos de esta radiación (que pueden separarse mediante un prisma o una rejilla óptica) estimulan en el observador las sensaciones de rojo, verde, azul, violeta, con el concurso de ciertos procesos fisiológicos, cuyo carácter general se conoce lo bastante bien como para afirmar que no son rojos, ni verdes, ni azules. Los nervios no exhiben color alguno por el hecho de ser estimulados. El blanco o el gris que exhiben las células —estimuladas o no— es insignificante con respecto a la sensación de color que experimenta el individuo que recibe estos estímulos.
Pero nuestro conocimiento de la radiación del átomo de hidrógeno y de sus propiedades físicas objetivas, se basa en la observación de las posiciones de las líneas espectrales en el espectro que se obtiene del vapor de hidrógeno incandescente. Esto nos proporcionó el primer conocimiento pero, en ningún modo, el conocimiento completo. Para conseguirlo, es necesario prescindir de las sensaciones. Vale la pena continuar con este ejemplo característico. El color en sí no nos dice nada sobre la longitud de onda; de hecho, hemos visto ya en el caso del amarillo que una línea espectral del amarillo podía no ser «monocromática» en el sentido físico, sino una superposición de diferentes longitudes de onda. Esta posibilidad queda, sin embargo, excluida por el propio funcionamiento del espectroscopio. Este aparato recoge la luz seleccionando una longitud de onda de una posición determinada del espectro. Y la luz que allí aparece tiene siempre el mismo color independientemente de la fuente productora. Aun así, la cualidad de la sensación de color no proporciona indicio directo alguno sobre la propiedad física, sobre la longitud de onda (y ello sin contar con nuestra comparativamente pobre capacidad para distinguir, que en nada satisface a un físico). La sensación de azul podría ser, a priori, el resultado de un estímulo de ondas largas y la del rojo consecuencia de un estímulo de ondas cortas, en lugar de lo contrario (que es lo que en realidad ocurre).
Para completar nuestro conocimiento de las propiedades físicas de la luz, producida por cualquier fuente, se necesita un espectroscopio especial que descompone la luz mediante una red de difracción. Un prisma no serviría porque no conocemos de antemano los ángulos de refracción de las distintas longitudes de onda. Estos ángulos varían con prismas de distintos materiales. Utilizando un prisma ni siquiera podríamos ver que la longitud de onda se acorta con una mayor desviación de la radiación, como en verdad ocurre.
La teoría de la red de difracción es mucho más simple que la del prisma. De la hipótesis fundamental sobre la estructura de la luz (se trata simplemente de un fenómeno ondulatorio) podemos determinar —midiendo previamente el equiespaciado de la red por centímetro (del orden de varios miles en general)— el ángulo exacto de la desviación para una longitud de onda determinada, e inversamente, podemos deducir la longitud de onda de la «constante de la red» y de la desviación. En algunos casos (sobre todo en los efectos Zeeman y Stark), se polarizan algunas líneas espectrales. Para completar la descripción física en este aspecto en el que el ojo humano es completamente insensible, se intercepta la trayectoria del rayo con un polarizador (un prisma de Nicol) antes de proceder a la descomposición de la luz; si el polarizador gira lentamente alrededor de su eje, se observa que, para ciertas orientaciones del polarizador, algunas líneas reducen su brillo al mínimo o incluso desaparecen. Estas orientaciones indican la dirección (perpendicular al rayo) de la polarización total o parcial de estas líneas.
Esta técnica, debidamente perfeccionada, puede extenderse más allá de la región visible. Las líneas espectrales de los vapores incandescentes no se limitan en modo alguno a la región visible, región que la física no distingue. Las líneas forman largas series teóricamente infinitas. Las longitudes de onda de cada serie están relacionadas por una ley matemática bastante sencilla que rige para todas ellas sin distinguir qué parte de las mismas cae en la región visible. Estas características leyes seriales se descubrieron primero empíricamente y ahora se comprenden teóricamente. Pero, claro, fuera de la zona visible, el ojo debe ser sustituido por una placa fotográfica: las longitudes de onda se deducen de meras medidas de longitud: primero, se mide la constante de la red, esto es, la longitud del equiespaciado (el recíproco de la densidad lineal de agujeros); luego, se miden las posiciones de las líneas en la placa fotográfica y así (con las dimensiones conocidas del aparato) pueden calcularse los ángulos de desviación.
Éstas son cosas archiconocidas, pero quiero destacar dos aspectos de importancia general, que conciernen casi toda medida física.
Me he extendido en comentar algo que frecuentemente se describe en una frase: a medida que la técnica de observación se afina, el observador cede gradualmente su puesto a aparatos cada vez más sofisticados. Pero, precisamente en este caso, esto no es cierto. El observador no es sustituido gradualmente, sino desde el principio. He intentado explicar que la sensación a «todo color» del observador no proporciona el menor indicio sobre la naturaleza física del fenómeno. Debemos introducir ingenios como los antes descritos para obtener el primero y más remoto conocimiento cualitativo sobre eso que llamamos naturaleza física objetiva de la luz. Éste es el eslabón trascendente. Que el ingenio se afine gradualmente (aunque en esencia sea siempre el mismo) no tiene, a pesar de las ventajas que proporciona, importancia epistemológica.
El segundo punto es que el observador nunca es totalmente sustituido por los instrumentos; si lo fuera, no llegaría obviamente a obtener conocimiento. El observador ha tenido que construir el instrumento y, durante su construcción, o después, ha tenido que hacer cuidadosas medidas de sus dimensiones y pruebas a sus partes móviles para asegurarse de que funciona exactamente como se pretende. Para algunas de estas medidas y para alguno de estos controles, el físico depende, es verdad, de la empresa que ha fabricado y servido el instrumento; de todos modos, toda esta información siempre acaba en el sistema sensorial de alguna persona o personas, aunque se utilicen más instrumentos para facilitar esta labor. El observador debe finalmente leer en este instrumento, cuando lo utiliza para su investigación, ya sea leyendo directamente ángulos o distancias (bajo un microscopio) o indirectamente entre las líneas espectrales registradas en una fotografía. Muchos sistemas accesorios pueden facilitar este trabajo; por ejemplo, un registro fotométrico de la transparencia de la placa que proporciona un diagrama aumentado en el que las posiciones de las líneas se aprecian mejor. ¡Pero hay que leerlas! Los sentidos del observador deben interferir en algún momento. El registro más cuidadoso no dice nada si no es examinado.
Volvamos a esta extraña cuestión. La percepción sensorial directa del fenómeno nada dice sobre su naturaleza física objetiva (o lo que así solemos llamar) y debe desconectarse desde el principio como fuente de información, pero la imagen teórica que eventualmente obtenemos consiste siempre en un conjunto de complicadas informaciones obtenidas, todas ellas, a través de percepción sensorial. La percepción reside en ellas, es una combinación de ellas, pero no puede decirse en realidad que las contenga. Al usar la imagen, las olvidamos con frecuencia, excepto en el sentido general de que sabemos que nuestra idea de la luz como fenómeno ondulatorio no es una invención arbitraria de un chiflado, sino producto de la experiencia.
Me llevé una sorpresa cuando descubrí que Democrito había comprendido perfectamente esta cuestión en el siglo V a. C. sin tener conocimiento de aparato de medida alguno que sea remotamente comparable a los que acabo de describir (hoy del uso más corriente).
Galeno nos ha dejado un pasaje (Diels, fr. 125) en el que Demócrito introduce el intelecto (διάυοια) mediante una discusión que éste tiene con los sentidos (αίσθήσεις) sobre qué es lo «real». El primero dice: «Aparentemente, existe el color, la dulzura, lo amargo; en realidad, sólo existen átomos y vacío», a lo que los sentidos replican: «Pobre intelecto, nosotros te hemos prestado la evidencia de ti mismo, ¿y tú quieres derrotarnos? Tu victoria es tu derrota».
En este capítulo, he intentado contrastar (con ejemplos sencillos tomados de la más humilde de las ciencias, de la Física) dos hechos generales: a) que todo el conocimiento científico se basa en los sentidos, y b) que, a pesar de todo, las descripciones científicas de los procesos naturales así elaborados carecen de todas las cualidades sensoriales, por lo que no pueden dar cuenta de ellas, no pueden explicarlas. Terminaré con un comentario de carácter general.
Las teorías científicas sirven para facilitar el examen de nuestras observaciones y de nuestros descubrimientos experimentales. Todo científico sabe lo difícil que es recordar un conjunto moderadamente grande de hechos, antes al menos de que se haya esbozado una imagen teórica primaria. No es de extrañar, pues, que los autores de artículos originales y de libros de texto no describan los resultados desnudos que han obtenido, sino que los revisten con la terminología de una teoría o teorías previamente concebidas. Este proceder (por el que no debemos en absoluto acusarlos), aunque muy útil para recordar ordenadamente los hechos, tiende a destruir la distinción entre las observaciones reales y la teoría que surge de ellas. Y, como las primeras siempre pertenecen a alguna cualidad sensorial, tendemos a creer que las teorías deben explicar las cualidades sensoriales, cosa que, claro, nunca consiguen.