La paradoja aritmética: la unicidad de la mente

La razón por la que no podemos encontrar nuestro ego sensible perceptor y pensante en lugar alguno de nuestra imagen científica del mundo puede expresarse fácilmente en siete palabras: porque esta imagen es la mente misma. Es idéntica al todo por lo que no puede estar contenido en él como una de sus partes. Pero, claro, aquí nos topamos con la paradoja aritmética; parece haber una gran multitud de egos conscientes y, sin embargo, el mundo es uno solo. Esto es consecuencia de la manera por la que el concepto «mundo» se produce a sí mismo. Los varios dominios de conciencia «privada» se superponen parcialmente. La región común de esta superposición es la elaboración que damos en llamar «mundo real que nos rodea». Nos queda, con todo, una sensación incómoda que hacen surgir preguntas como las que siguen: ¿es en verdad mi mundo el mismo que el tuyo? ¿Existe un mundo real que debamos distinguir de las imágenes que la percepción inyecta en nosotros? Y, si es así, ¿representan bien al mundo estas imágenes? ¿No será quizás el mundo «en sí mismo» muy distinto al que percibimos?

Se trata de preguntas ingeniosas pero, en mi opinión, muy susceptibles de confundir la cuestión. No tienen respuestas adecuadas. Todas ellas son (o conducen a) contradicciones que manan de una misma fuente, una fuente que yo he llamado la paradoja matemática; los muchos egos conscientes con cuyas experiencias mentales se confeccionan un mundo único. Resolver esta paradoja serviría para acabar con preguntas como las mencionadas y, me atrevería a decir, para demostrar que, en realidad, son preguntas falsas.

Existen dos salidas para esta paradoja, ambas un tanto caprichosas para el pensamiento científico actual (pensamiento basado en el antiguo griego y, por lo tanto, profundamente «occidental»). Una es la tímida doctrina de las mónadas de Leibniz: cada mónada es un mundo de por sí sin comunicación con las demás; la mónada «no tiene ventanas», está «incomunicada». El hecho de que, a pesar de todo, exista acuerdo entre ellas se llama «armonía preestablecida». Creo que son pocos los que se sienten atraídos por semejante sugerencia, y menos los que piensan que ésta supone el menor alivio para la contradicción numérica.

Sólo hay obviamente una alternativa, a saber, la unificación de mentes y conciencias. Su multiplicidad es sólo aparente, en realidad sólo existe una única mente. Ésta es la doctrina de las Upanisad. Y no sólo de ellas. La unión con Dios, experimentada místicamente, supone generalmente esta actitud, excepto si se opone a fuertes prejuicios; y esto explica que en Occidente se acepte menos que en Oriente. Citaré como ejemplo (fuera de las Upanisad) a un místico de la Persia islámica del siglo XIII, Aziz Nasafi. Lo tomo de un artículo de Fritz Meyer[8]:

Cuando muere una criatura viviente, su espíritu vuelve al mundo espiritual y el cuerpo al mundo corpóreo. Pero, en este proceso, sólo los cuerpos están sujetos al cambio. El mundo espiritual es un espíritu único que está detrás del mundo corpóreo como una luz y que, cuando una criatura viva accede a la existencia, luce a su través como a través de una ventana. Y en el mundo entra más o menos luz según sea la clase y el tamaño de la ventana. Pero la luz en sí no cambia.

Hace diez años Aldous Huxley publicó un precioso volumen que llamó The perennial Philosophy[9], una antología de los místicos de las épocas y los pueblos más variados. Se abra por donde se abra este libro, encontraremos declaraciones parecidas. Sorprende la milagrosa coincidencia entre seres humanos de diferentes razas y religiones (que nada sabían de su mutua existencia), separados por siglos y milenios y por las mayores distancias del planeta.

De todos modos, debemos insistir en que estas doctrinas tienen poco atractivo para el pensamiento occidental; se nos antojan indigeribles, las tildamos de no científicas y de fantásticas. Bien, así es, porque nuestra ciencia —la ciencia de Grecia— se basa en la objetivización, por lo que se ha privado a sí misma de una comprensión adecuada del sujeto del conocimiento, de la mente. Pero creo que éste es precisamente el punto de nuestra manera de pensar que debemos enmendar, quizá con la transfusión de una gota de sangre de pensamiento oriental. No será nada fácil, debemos tener cuidado con no dar un patinazo (las transfusiones de sangre necesitan siempre gran precaución para prevenir posibles embolias). No querremos perder la precisión lógica que ha alcanzado nuestro pensamiento científico y que no tiene parangón en lugar ni época algunos.

Una cosa, sin embargo, puede afirmarse en favor de la enseñanza mística de la identidad de todas las mentes entre sí y con la mente suprema —y en contra de la tímida doctrina de las mónadas de Leibniz. La doctrina de la identidad puede afirmar su íntima relación con el hecho empírico de que la conciencia nunca se experimenta en plural, sólo en singular. No sólo nadie nunca ha experimentado más de una conciencia, sino que no existe huella de la evidencia circunstancial de que ello haya jamás ocurrido en el mundo. Decir que no puede existir más de una conciencia en una misma mente parece una tosca tautología (somos casi incapaces de imaginar lo contrario).

Sin embargo, existen casos y situaciones en los que estaríamos dispuestos a suponer, y casi a afirmar, que estas cosas inimaginables ocurren, si ello es de alguna forma posible. Éste es el punto que deseo discutir ahora con cierto detalle, relacionándolo con citas de Sir Charles Sherrington que fue a la vez (¡cosa rara!) un hombre de enorme genio y un científico sensato. Por lo que sé, no tuvo especial predisposición hacia la filosofía de las Upanisad. Mi propósito en esta discusión es contribuir quizás a clarificar un camino para una futura asimilación de la doctrina de la identidad con nuestra propia visión del mundo científico, sin tener que pagar por ello una pérdida de sensatez y precisión lógica.

Acabo de señalar que ni siquiera podemos imaginar una pluralidad de conciencias en una misma mente. Podemos pronunciar muy bien estas palabras, pero no representan la descripción de una experiencia imaginable. Incluso en los casos patológicos de un «desdoblamiento de personalidad», las dos personas se alternan, nunca se manifiestan a la vez; ésta es precisamente la característica principal: ningún; de las dos sabe nada acerca de la otra.

El sueño es como un teatro de marionetas en el que manejamos los hilos de bastantes actores, controlamos sus acciones y sus discursos, pero no somos conscientes de ello. Sólo uno de ellos soy yo mismo, el que sueña. Yo puedo actuar y hablar inmediatamente en el papel de un personaje, mientras puedo estar esperando, impaciente y ansioso, lo que otro pueda replicar, pendiente de si va a satisfacer o no mi urgente demanda. Y puedo obligarle a hacer y a decir lo que me apetezca para que nada me ocurra. Pues, en un sueño de esta clase, el «otro» es sobre todo la imitación de algún obstáculo que se cruza en mi vida real y sobre el que no tengo en realidad control alguno. La extraña situación que aquí hemos descrito explica obviamente la firme creencia de casi todos los pueblos antiguos cuando creen que se comunican realmente con las personas, vivas o muertas o, quizá, con los héroes y los dioses que aparecían en sus sueños. Es una superstición que muere con dificultad. A finales del siglo VI a. C., Heráclito de Efeso se pronunció definitivamente en contra, con una claridad no muy frecuente en sus, a veces, muy oscuros pensamientos. Pero Lucrecio Carus, que se consideraba a sí mismo el protagonista de un pensamiento iluminado, todavía mantenía esta superstición en el siglo V a. C. En nuestros días, probablemente sea muy rara, pero dudo de que esté completamente extinguida.

Permítaseme derivar hacia un tema muy distinto. Creo que es del todo imposible hacerse una idea sobre si, por ejemplo, mi propia mente consciente (que yo siento como única) se originó por integración de las consciencias de las células (o de alguna de ellas) que forman mi cuerpo o si es, en cada momento de mi vida, su resultante última. Uno tiende a pensar que tal «república de células» (que todos somos) representaría la ocasión par excellence para que la mente exhibiera, si ello fuese posible, un carácter de pluralidad. La expresión «república» o «estado de células» (Zellstaat) ya no se considera actualmente como una metáfora. Oigamos a Sherrington:

Declarar que cada una de las células que integran nuestro cuerpo es una vida individual autocentrada no es una mera frase. No se trata de un simple acuerdo con propósitos descriptivos. La célula como componente del cuerpo no es sólo una unidad visiblemente delimitada, sino una unidad de vida centrada en sí misma. Controla su propia vida. La célula es una unidad de vida, y nuestra vida, que es también una vida unitaria, se compone a su vez de vidas celulares[10].

Pero podemos seguir esta descripción con mucho más detalle. Las investigaciones fisiológicas de la percepción y de la patología cerebral hablan inequívocamente de un sensorio dividido en regiones de sorprendente independencia, y ello sugeriría que estas regiones pueden asociarse con dominios independientes de la mente. No es así. He aquí un ejemplo especialmente característico. Si miramos un paisaje lejano, primero con los dos ojos, luego con el derecho cerrando el izquierdo y luego con el izquierdo cerrando el derecho, no apreciaremos diferencias notables. En los tres casos, el espacio físico visual es exactamente el mismo. Pero esto puede deberse muy bien a que el estímulo se transmite de las correspondientes terminaciones nerviosas de la retina a un mismo centro cerebral donde «fabrica la percepción». Lo mismo ocurre en mi casa, en la que tanto el pulsador de la puerta de la entrada como otro del dormitorio de mi mujer activan un mismo timbre situado en la cocina. Ésta sería la explicación más sencilla; pero es falsa.

Sherrington nos habla de experimentos muy interesantes sobre la frecuencia umbral de centelleo. Trataré de exponerlos lo más brevemente posible. Supongamos una bombilla pequeña instalada en el laboratorio que centellea con una alta frecuencia, digamos 40, 60, 80 ó 100 destellos por segundo. Al aumentar la frecuencia llega un momento en que el centelleo desaparece, es decir, para una frecuencia determinada (que depende de detalles experimentales), el observador, que mira con ambos ojos, ve una luz continua [11]. Supongamos que tal frecuencia es de 60 por segundo en determinadas circunstancias. Hagamos una segunda experiencia idéntica, salvo que ahora un dispositivo especial hace que el ojo derecho vea sólo uno de cada dos destellos, mientras que los restantes llegan al izquierdo. De esta manera cada ojo recibe sólo 30 destellos por segundo. Si el estímulo se recibiera en el mismo centro fisiológico, no debería presentarse diferencia alguna: si pulso el botón de la entrada a razón de una vez cada des segundos, y mi mujer hace lo propio desde su dormitorio, pero alternativamente con respecto a mí, entonces el timbre de la cocina sonaría cada segundo, es decir, exactamente lo que ocurriría si uno de los dos tocase su botón cada segundo (o si los dos lo hiciéramos simultáneamente). Sin embargo, no es eso lo que ocurre en la segunda experiencia con la bombilla. Treinta destellos en el ojo derecho alternando con treinta en el izquierdo están muy lejos de eliminar la sensación de centelleo; para ello se necesita una frecuencia doble, es decir, sesenta en cada ojo, si los dos están abiertos. Veamos la conclusión en palabras del propio Sherrington:

Las dos entradas de información no se combinan por una conjugación espacial del mecanismo cerebral… Es como si las imágenes de cada ojo fuesen recogidas por observadores distintos cuyas mentes fuesen luego fundidas en una sola. Es como si las percepciones de cada ojo se elaborasen por separado para fundirse luego psíquicamente en una unidad. Es como si cada ojo tuviera su propio sensorio independiente, de una considerable dignidad, lo que sirve para que se desarrollen ciertos procesos mentales hasta niveles de total percepción. Esto equivaldría fisiológicamente a un sub−cerebro visual. Habría dos sub−cerebros, uno para cada ojo. Su colaboración mental sería proporcionada más por una contemporaneidad de acción que por una unión estructural.

Siguen consideraciones muy generales de las que de nuevo extraigo sólo los puntos más característicos:

¿Se basan pues estos subcerebros cuasi-independientes en los varios tipos de sentidos? Los «cinco» sentidos clásicos, en lugar de estar intrincadamente unidos en la corteza del cerebro y sumergidos en complicados mecanismos de su interior, resultan fáciles de localizar en zonas bien diferenciadas. ¿Hasta qué punto será la mente una colección de mentes perceptoras cuasi-independientes, muy integradas psíquicamente por la concurrencia temporal de la experiencia?… Cuando se trata de la «mente», el sistema nervioso no se integra mediante una centralización en torno a una célula pontificia. Se trata más bien de una democracia un millón de veces múltiple, cuya unidad es la célula… la vida concreta compuesta de sub-vidas revela, aunque integrada, su carácter aditivo y se manifiesta como una entidad de minúsculos focos de vida que actúan juntos… Pero, cuando consideramos la mente, nada de eso ocurre. La célula nerviosa individual no es nunca un cerebro en miniatura. La constitución celular del cuerpo no necesita depender lo más mínimo de la mente. Una célula-cerebro central no podría asegurar a la reacción mental un carácter más unificado y no atómico como lo hace la multitudinaria capa de células de la corteza cerebral. La materia y la energía parecen poseer una estructura granular, y así ocurre con «la vida», pero no con la mente.

He reproducido los pasajes que más me han impresionado. Sherrington, con su superior conocimiento de lo que realmente ocurre en un cuerpo vivo, parece luchar con una paradoja que (en su ingenuidad y total sinceridad intelectual) no trata de eludir ni resolver, sino que la plantea así, brutalmente, consciente de que es la única forma de conducir un problema de la Ciencia o la Filosofía hacia su solución; y no plasmando frases «bonitas», que es cómo se evita el progreso y es la manera de eternizar las contradicciones (no para siempre, sino hasta que alguien detecte el fraude). La paradoja de Sherrington también es una paradoja numérica, una paradoja de números, y tiene mucho que ver, creo, con la que así he bautizado al principio del capítulo, aunque en ningún modo es idéntica a aquélla. La primera consistía en un mundo resultante de la cristalización de muchas mentes. La de Sherrington es una mente basada aparentemente en muchas células vivas o, si se quiere, en una multiplicidad de sub-cerebros, cada uno de los cuales con una dignidad propia aparente, tan considerable que tendemos a asociarle una sub-mente. Pero sabemos que una sub-mente es una monstruosidad tan atroz como una mente plural (no hay el menor indicio en la experiencia del cuerpo, ni forma de imaginar estas mentes).

Me permito pronosticar que las dos paradojas serán resueltas (no pretendo resolverlas aquí y ahora) si asimilamos la doctrina de la identidad oriental a nuestra ciencia occidental. La mente es, por su propia naturaleza, un singulare-tantum. Yo diría: todas las mentes son una sola. Me atrevo a considerarla indestructible, ya que tiene una peculiar tabla de tiempos, esto es, para la mente es siempre ahora. No existe, en realidad, el antes y el después para la mente. Sólo existe un ahora que incluye memorias y expectativas. Pero doy por seguro que nuestro lenguaje es incapaz de expresar esta cuestión y también afirmo, por si alguien así desea decirlo, que estoy hablando ya de Religión, no de Ciencia; pero de una Religión que no se opone a la Ciencia, sino que se sustenta en todo aquello que la investigación científica desinteresada ha traído a la palestra.

Dice Sherrington: «La mente del hombre es un producto reciente de esta parte del planeta[12]».

Estoy de acuerdo, naturalmente. Si omitiéramos la segunda palabra («del hombre»), ya no lo estaría. Hemos tratado antes este asunto en el capítulo primero. Sería extraño, por no decir ridículo, pensar que la mente consciente y contempladora, que sólo refleja el devenir del mundo, haya aparecido en un instante determinado durante el curso de este «devenir», pensar que haya aparecido por azar, asociado a cierto artilugio biológico especial con la misión de facilitar que ciertas formas de vida se mantengan a sí mismas (favoreciendo así su conservación y propagación): formas de vida tardías y precedidas de muchas otras que se han conservado sin el concurso de semejante peculiar artilugio (el cerebro). Sólo unas pocas (si contamos por especies) se han embarcado en «conseguir un cerebro». Y antes de que esto sucediera, ¿había una función en un teatro vacío? Más aún, ¿podemos apelar a un mundo que nadie ha contemplado? Cuando un arqueólogo reconstruye una ciudad, o una cultura de tiempos muy lejanos, se interesa por la vida humana del pasado, por los actos, sensaciones, pensamientos, sentimientos, gozos o penas que se manifestaron allí, entonces. Pero un mundo que ha existido durante muchos millones de años sin que ninguna mente lo contemple ni tenga noticia de él, ¿significa algo? ¿Ha existido? Pues no debemos olvidar esto: decir, como hemos dicho, que el devenir del mundo se refleja en la mente consciente no es sino un cliché, una frase, una metáfora que se nos ha hecho familiar. El mundo sólo se da una vez. Nada se refleja. El original y la imagen especular son idénticas. El mundo que se extiende en el espacio y en el tiempo no es sino una representación nuestra (Vorstellung). La experiencia no nos proporciona el menor indicio sobre si hay algo detrás de ella (como Berkeley sabía muy bien).

Pero la novela de un mundo anterior, que ha existido durante millones de años y que ha producido cerebros en los que mirarse, tiene una continuación casi trágica que describiré utilizando de nuevo las palabras de Sherrington:

Decimos que el universo de la energía degenera. Tiende fatalmente hacia un equilibrio que será final. Un equilibrio en el que la vida no puede existir. Pero la vida evoluciona sin pausa. Nuestro planeta la ha evolucionado y la sigue evolucionando en su girar. Y, con ella, evoluciona la mente. Si la mente no es un sistema de energía, ¿cómo puede ser afectada por la degeneración del universo?; ¿puede salir ilesa? Hasta donde sabemos, la mente finita siempre se asocia al funcionamiento de un sistema energético. Cuando este sistema energético deje de funcionar, ¿qué será de la mente?; ¿estará entonces el universo, elaborador de la mente y por ella elaborado, en peligro[13]?

Estas consideraciones son de alguna manera desconcertantes. Lo cual nos deja perplejos en el curioso doble papel que desempeña la mente. Por un lado, es el escenario, el único en el que se representa el proceso universal global, o el recipiente que lo contiene todo y fuera del cual no hay nada. Por otro, alimentamos la sensación, quizá la engañosa sensación, de que, dentro de este bullicioso mundo, la mente consciente se aloja en ciertos órganos muy particulares (los cerebros), los cuales —aunque sin duda los ingenios más interesantes de la Fisiología animal y vegetal— no son sin embargo únicos, no son sui generis; pues muchos de ellos no sirven, después de todo, sino para mantener las vidas de sus propietarios, y a ello se deben como producto de una especialización por selección natural.

Muchas veces el pintor introduce conscientemente en sus grandes cuadros, y el poeta en sus largos poemas, un elemento subordinado que es él mismo. Así, el poeta de la Odisea se representa a sí mismo, creo, en el bardo ciego que canta las batallas de Troya que conmueven al héroe maltrecho. Lo mismo ocurre con la canción de los Nibelungos, en la que nos encontramos (cuando aquéllos atraviesan las tierras de Austria) con un poeta sospechoso de ser el autor de toda la épica. En el cuadro de Durero, Adoración de la Santísima Trinidad, dos corros de creyentes se han reunido para orar en tomo de la Trinidad que aparece suspendida en los cielos, un corro de santos en lo alto y uno de humanos en el suelo. Entre estos últimos hay reyes, emperadores y papas, pero también, si no me equivoco, el retrato del propio artista, una humilde figura marginal de la que se podría muy bien prescindir.

Creo que es el mejor símil del sorprendente doble papel de la mente. La mente es, por un lado, el artista que ha producido el todo; sin embargo, en la obra terminada no es sino un accesorio insignificante que puede omitirse sin que por ello el efecto total pierda el menor mérito.

Dicho sin metáforas, debemos afirmar que estamos ante una de esas contradicciones que surgen porque no hemos conseguido elaborar una imagen comprensible del mundo sin retirar de él nuestra propia mente, la mente creadora de esa imagen, por lo que la mente no tiene lugar en aquélla. El intento de presionar su introducción produce necesariamente algunos absurdos.

He comentado antes que, por esta misma razón, la imagen del mundo físico carece de todas las cualidades sensoriales que forman el Sujeto del Conocimiento. El modelo es incoloro, mudo e intocable. El mundo de la Ciencia carece, del mismo modo y por la misma razón, de todo aquello que tenga que ver con el Sujeto que percibe, siente y contempla conscientemente. Me refiero, en primer lugar, a los valores éticos y estéticos, a los valores de todo tipo, a todo aquello relacionado con el significado y alcance de la imagen global. Todo ello no sólo está ausente, sino que, desde el punto de vista puramente científico, no puede insertarse orgánicamente. Si lo intentamos, como haría un niño que pinta copias para colorear, no se ajustará. Pues, cualesquiera que sean estas introducciones, el modelo del mundo toma la forma, se quiera o no, de afirmación científica de los hechos; y, como tal, el mundo se convierte en falso.

La vida es valiosa en sí. «Respetad la vida» así formuló Albert Schweitzer el mandamiento fundamental de la Etica. La Naturaleza no reverencia la vida. La Naturaleza trata a la vida como si fuese la cosa menos valiosa del mundo. Parte de la diversidad millonaria producida se aniquila rápidamente en forma de presa para alimentar otra vida. Éste es precisamente el método maestro para producir formas de vida siempre nuevas. «¡No torturarás, no inflingirás penas!». La Naturaleza ignora este mandamiento. Sus criaturas dependen de la atrocidad de una contienda eterna.

«No existe nada bueno ni malo, excepto en el pensamiento». Ningún acontecer natural es de por sí bueno o malo, ni es de por sí hermoso o feo. No existen valores, ni significados particulares, ni finalidad. La Naturaleza no actúa movida por propósitos. Cuando, en alemán, hablamos de la adaptación intencionada (.Zweckmässig) de un organismo a su entorno, sabemos que se trata sólo de una forma conveniente para hablar. Nos equivocamos en el marco de nuestra propia imagen del mundo. En ella, sólo existe la relación casual.

Lo más penoso es el absoluto silencio de nuestras investigaciones científicas con respecto a nuestras preguntas sobre el alcance y significado de la imagen global. Cuanto más atentamente la observamos, más absurda y sin sentido se nos antoja. El espectáculo que se desarrolla sólo adquiere sentido con respecto a la mente que la contempla. Pero lo que la Ciencia nos dice de esta relación es evidentemente absurdo: como si la mente hubiese sido creada por esta imagen que ahora está observando y fuera a desaparecer con ella, cuando el sol finalmente se enfríe y la tierra se haya convertido en un desierto de hielo y nieve.

Permítaseme decir que el notorio ateísmo de la Ciencia surge, claro, de esta misma circunstancia. La Ciencia debe sufrir este reproche una y otra vez, pero injustamente. Ningún dios personal puede formar parte de un modelo del mundo que sólo se ha hecho accesible a costa de despojarlo de todo lo que es personal. Sabemos que experimentar a Dios es un hecho tan real como la percepción inmediata de un sentido o de nuestra propia personalidad. Yo no encuentro a Dios en lugar alguno del espacio o del tiempo, así hablaría el naturalista honesto. Por esto es acusado por aquéllos en cuyo catequismo está escrito: Dios es espíritu.