Hace nueve años establecí dos principios generales que constituyen la base del método científico, el principio de la comprensibilidad de la Naturaleza y el principio de objetivización. Desde entonces, he vuelto sobre el tema una y otra vez, la última en mi librito Nature and the Greeks[2]
Deseo tratar aquí con detalle el segundo principio, el de la objetivización. Antes de decir lo que entiendo por ello, permítaseme deshacer un posible malentendido que puede surgir (como he comprobado en algunas críticas aparecidas sobre aquel libro), a pesar de que creí haberlo evitado desde el principio. Se trata simplemente de lo siguiente: muchos parecen creer que mi intención era la de prescindir de los principios fundamentales que tienen que estar en la base del método científico o que, por lo menos, están justa y correctamente en la base de la ciencia y que deben mantenerse a toda costa. Nada más lejos de mi intención; yo sólo mantenía, y mantengo, que aquéllos son —y por cierto, como herencia de los antiguos griegos— el origen de toda nuestra ciencia y del pensamiento occidentales.
El malentendido no es demasiado sorprendente. Cuando oímos a un científico pronunciar principios de la Ciencia, destacando dos de ellos como especialmente fundamentales y de viejo cuño, resulta natural creer que por lo menos está muy a favor de ellos y que desea imponerlos. Pero obsérvese por otro lado que la Ciencia nunca impone nada, la Ciencia establece. La Ciencia sólo pretende hacer afirmaciones verdaderas y adecuadas a su objeto. El científico sólo impone dos cosas: verdad y sinceridad; y lo hace por encima de sí mismo y de otros científicos. En este caso, el objeto es la Ciencia misma, la Ciencia tal como se ha desarrollado y tal como es en este momento, y no la Ciencia tal como debe ser o tal como debe desarrollarse en el futuro.
Volvamos ahora a estos dos principios. Sobre el primero, «se puede comprender la Naturaleza», quiero decir sólo unas palabras. Lo más sorprendente es que tuviera que ser inventado, de que fuera totalmente necesario inventarlo. Proviene de la Escuela de Milesia, el physiologoi. Desde entonces ha permanecido intacto, aunque quizá no siempre libre de contaminaciones. La evolución actual de la Física posiblemente suponga una seria contaminación. El principio de incertidumbre, la alegada falta de conexión estrictamente causal en la Naturaleza, puede representar un paso en este sentido, un abandono parcial de este principio. Sería interesante discutirlo, pero quiero centrarme en la discusión del otro, del principio que yo llamo de objetivización.
Entiendo por ello lo que también suele denominarse «la hipótesis del mundo real» que nos rodea. Mantengo que esto equivale a cierta simplificación que adoptamos con el fin de dominar el infinitamente intrincado problema de la Naturaleza. Debemos tener en cuenta esta hipótesis y ser rigurosamente sistemáticos con ella; lo contrario supondría la exclusión del Sujeto del Conocimiento del dominio de la naturaleza que tratamos de entender. Retrocedamos con nuestro propio yo hasta conseguir ser un observador externo al mundo, el cual se convierte, por este procedimiento, en un mundo objetivo. Este mecanismo encuentra dificultades en las dos circunstancias siguientes. En primer lugar, mi propio cuerpo (al que tan íntima y directamente se liga mi actividad mental) forma parte del objeto (el mundo real a mi alrededor) que he construido con mis sensaciones, percepciones y recuerdos. En segundo lugar, los cuerpos de otras personas forman parte de este mundo objetivo. Pero tengo muy buenas razones para creer que esos otros cuerpos también están acoplados con (o digamos que son) el soporte de esferas de conciencia. No puedo tener duda alguna sobre la existencia —o sobre cierta clase de realidad— de dichas extrañas esferas de conciencia y, sin embargo, no tengo el menor acceso subjetivo directo a ninguna de ellas. Por ello, tiendo a considerarlas como algo objetivo, como parte del mundo real que me rodea. Además, puesto que no hay distinción entre yo mismo y otros, aunque sí gran simetría en las intenciones y propósitos, concluyo que yo mismo formo parte del mundo material que me rodea. Digamos que coloco mi propio ser sensible (que ha construido este mundo como un producto mental) de nuevo en dicho mundo —con el pandemónium de las desastrosas consecuencias lógicas que emergen de la mencionada cadena de defectuosas conclusiones. Las señalaremos una a una; sólo mencionaré por ahora las dos contradicciones más flagrantes. Su existencia se debe a que no nos damos cuenta de que una imagen moderadamente satisfactoria del mundo sólo se consigue al alto precio de ser nosotros mismos quienes tomemos la imagen retrocediendo para ello al papel de observador no involucrado.
La primera de estas contradicciones es la sorpresa por encontrar nuestra imagen del mundo «incolora, fría y muda». El color y el sonido, el calor y el frío son nuestras sensaciones inmediatas, su ausencia en un modelo del mundo, del que hemos omitido nuestra propia mente, es una pequeña maravilla.
La segunda es nuestra búsqueda estéril del lugar en el que la mente actúa sobre la materia, o viceversa, algo bien conocido gracias a la honesta investigación de Sir Charles Sherrington, magníficamente desarrollada en su Man on his Nature. El mundo material se ha construido sólo a costa de extraer de él el yo, es decir, la mente; la mente no forma parte de él, por ello no puede, evidentemente, interaccionar ni con él ni con cualquiera de sus partes. (Spinoza dejó esto muy claro en una breve frase [3]).
Deseo detallar algunos de estos puntos. Permítaseme primero citar un pasaje de un artículo de C. G. Jung, que me ha complacido porque destaca el mismo punto en un contexto muy distinto, aunque con unas maneras muy agresivas. Considero que extraer el Sujeto del Conocimiento del mundo objetivo es un precio alto en aras de una imagen satisfactoria, pero Jung va más lejos y nos acusa por pagar semejante rescate desde una intrincada y difícil situación. Dice:
Toda Ciencia (Wissenschaft) es, sin embargo, una función del alma en la que se arraiga todo conocimiento. El alma es el más grande de los milagros cósmicos, es el conditio sine qua non del mundo considerado como un objeto. Es muy sorprendente que el mundo occidental (salvo muy raras excepciones) parezca apreciar tan poco esta circunstancia. El aluvión de objetos externos de conocimiento ha arrinconado al sujeto; muchas veces hasta la aparente no existencia[4].
Jung tiene, desde luego, bastante razón. También está claro que, por dedicarse a la psicología, es mucho más sensible al gambito inicial en cuestión, mucho más que un físico o que un fisiólogo. No obstante, yo diría que abandonar de repente una posición que hemos mantenido durante 2000 años es peligroso. Podemos perderlo todo sin ganar más que cierta libertad en un dominio especial, aunque muy importante. Pero aquí se plantea el problema. La Psicología, una ciencia relativamente nueva, exige imperiosamente un espacio vital y hace inevitable la reconsideración del gambito inicial. Es una dura tarea en la que no vamos a embarcamos aquí y ahora. Nos contentaremos con haber señalado la cuestión.
El psicólogo Jung se queja, pues, de la exclusión de la mente de nuestra imagen del mundo, de la omisión del alma. A mí me gustaría aducir por contra, o quizá mejor, como complemento, ciertas glosas de eminentes representantes de épocas más antiguas y humildes de la Física y la Psicología, que muestran cómo «el mundo de la Ciencia» se ha concentrado en un objetivo horrible que no deja lugar a la mente y a sus inmediatas sensaciones.
Algunos lectores recordarán «los dos escritorios» de A. S. Eddington; uno es un mueble familiar antiguo, en el que está sentado y sobre el que apoya sus brazos; el otro es un objeto físico, acribillado de agujeros y desprovisto de toda cualidad sensorial. Su mayor parte es, con mucho, un espacio vacío, la nada esparcida entre minúsculas e innumerables partículas de algo, núcleos y electrones girando, pero siempre a distancias que son unas 100 000 veces mayores que sus propios tamaños. Tras comparar ambos objetos, Eddington resume con su buen y expresivo estilo:
Los acontecimientos de la vida cotidiana se observan, en el mundo de la Física, como una representación de sombras. La sombra de mi codo se apoya sobre la sombra de la mesa, la sombra de la tinta fluye sobre la sombra del papel… Aceptar llanamente que la Física está relacionada con un mundo de sombras es uno de los avances recientes más significativos[5].
Hago constar que el avance más reciente no reside en que el mundo de la Física haya adquirido este carácter de representación de sombras; lo ha tenido siempre desde Demócrito de Abdera e incluso desde antes; no nos dábamos cuenta de ello; creíamos que nos enfrentábamos al mundo mismo; expresiones como modelo o imagen para la construcción conceptual de la Ciencia no surgieron, creo, hasta la segunda mitad del siglo XIX.
Sir Charles Sherrington publicó no mucho más tarde su trascendental Man on his Nature. El libro está impregnado de un sincero deseo por extraer objetiva evidencia de la interacción entre mentes y materia.
Y acentúo el epíteto «sincero» porque se necesita un esfuerzo muy serio y honesto para buscar algo que, de antemano, sabemos imposible de encontrar, porque, en contra de lo que la gente suele creer, esta interacción no existe. Un breve resumen de su investigación se encuentra en la página 357 de su libro:
Para todo aquello que alcanza la percepción, la mente interviene en nuestro mundo espacial como un verdadero fantasma invisible, intangible, es algo que incluso carece de contorno; no es una «cosa». Se queda sin confirmación sensorial y así se queda para siempre.
Con mis propias palabras, yo diría: la mente ha construido el objetivo mundo exterior (del filósofo natural) fuera de su propia sustancia. La mente no ha podido abordar esta gigantesca tarea sin el recurso simplificador de excluirse a sí misma, de omitirse en su creación conceptual. De donde se deduce que tal creación no contiene a su creador.
No puedo transmitir la grandeza del inmortal libro de Sherrington citando frases; hay que leerlo. Pero quiero mencionar algunas de las más representativas.
La Física… nos plantea el impasse de que la mente no puede per se tocar el piano (la mente no puede per se mover un dedo de la mano. (P. 222).
Entonces, el impasse sale a nuestro encuentro. Frente al «cómo» la mente influencia la materia, el vacío. La inconsecuencia nos hace vacilar. ¿Hay algo que hemos comprendido mal? (P. 232).
Compárense estas conclusiones de un fisiólogo experimental del siglo XX con la siguiente simple afirmación del filósofo más grande del siglo XVII: B. Spinoza. (Ethics, Pt. III, Prop. 2.)
Nec corpus mentem ad cogitandum nec mens corpus ad motum neque ad quietem nec ad aliquid (si quid est) aliud determinare potest.
[El cuerpo no determina que la mente piense, ni la mente determina que el cuerpo se mueva, o esté en reposo, o cualquier otra cosa (si ello así sucediese)].
El impasse ES un impasse. ¿No somos entonces los hacedores de nuestros actos? Sin embargo, por ellos nos sentimos responsables y, si se da el caso, por ellos somos castigados o premiados. Es una horrible contradicción. Y mantengo que ésta no puede resolverse mediante la Ciencia actual que todavía se ve enteramente comprometida —sin saberlo— con el «principio de exclusión»; de ahí la contradicción. Esto sirve para damos cuenta del problema, pero no para resolverlo. No podemos deshacemos del «principio de exclusión» mediante (digamos) una moción en el Parlamento. Debería reconsiderarse la actitud científica, la Ciencia debe construirse de nuevo. Hay que ir con cuidado.
Nos enfrentamos, pues, a la notable siguiente situación. Nuestra imagen del mundo se elabora a partir de la información proporcionada por los órganos sensoriales de la mente (de manera que la imagen del mundo es y se conserva, para cualquier hombre, como una elaboración de su propia mente, y no es posible demostrar que esta imagen tenga otra existencia), mientras que nuestra mente consciente se queda en algo extraño dentro de esta imagen, no tiene espacio vital en ella, no es localizable en ningún punto del espacio. No sabemos darnos cuenta de este hecho porque hemos admitido enteramente que el pensamiento de la personalidad de un ser humano (o también, en este sentido, de un animal) está localizado en el interior de su cuerpo. Saber que, en realidad, no es así resulta sorprendente por lo que nos invade la duda y la confusión, es algo que no admitimos de buena gana. Nos hemos acostumbrado a localizar la personalidad consciente en la cabeza de los individuos —me atrevería incluso a decir que una o dos pulgadas detrás del punto medio de los ojos. De ahí nos llegan (si se da el caso) miradas amorosas o tiernas, recelosas o enojadas. Me pregunto si se ha hecho notar alguna vez que el ojo es el único órgano de los sentidos cuyo carácter puramente receptivo ingenuamente no reconocemos. Tendemos a pensar en contra de la realidad, es decir, en «rayos visuales» que salen de los ojos y no en «rayos de luz» que impactan los ojos desde el exterior. Es frecuente encontrarse con «rayos visuales» representados en los dibujos de los «cómics» o incluso en los antiguos diagramas que ilustran instrumentos o leyes ópticas: una línea de puntos que emerge del ojo y que apunta a un objeto con una lejana flecha. Estimado lector, o mejor aún, estimada lectora, recuerde el brillo de los gozosos ojos con los que le obsequia su hijo cuando le trae un juguete nuevo y deje que un físico le explique que, en realidad, nada emerge de esos ojos; su única función objetivamente detectable es, en realidad, recibir los impactos de cuantos de luz. ¡En realidad! ¡Extraña realidad! No parece una realidad completa.
Nos cuesta mucho aceptar el hecho de que la localización de la personalidad (de la mente consciente) en el cuerpo no es sino un símbolo, una ayuda de carácter práctico. Sigamos ahora una de estas «tiernas miradas» (con todo lo que sobre ella sabemos) hacia el interior del cuerpo. Allí nos topamos con un bullicio muy interesante o, si se quiere, con una maquinaria. Encontramos millones de células muy especializadas enzarzadas en una estructura de increíble complejidad, pero que sirve obviamente para consumar un alto grado de mutua comunicación y colaboración; por las células nerviosas circula un incesante martilleo de pulsos electroquímicos regulares que, sin embargo, cambian rápidamente de configuración; cientos de miles de contactos se abren y cierran cada fracción de segundo; se inducen transformaciones químicas y quizás otros procesos aún no descubiertos. Sí, todo ello encontramos, y podemos confiar en saber cada vez más a medida que progresa la Ciencia. Pero supongamos ahora un caso concreto en el que eventualmente observamos cómo ciertos grupos de corrientes pulsantes salen del cerebro para llegar a ciertos músculos del brazo. Como consecuencia de este estímulo, el brazo acciona una mano vacilante y temblorosa que representa un emocionado adiós de despedida para una larga y dolorosa separación. Simultáneamente observamos cómo otras corrientes pulsantes producen cierta secreción glandular que deja al pobre ojo triste velado por las lágrimas. Pero, en ningún punto de este trayecto (que parte del ojo, atraviesa el órgano central y llega a los músculos del brazo o a las glándulas lacrimógenas) encontraremos la personalidad, ni la honda pena, ni la preocupación que aturde el alma. Y, sin embargo, sentimos la realidad de tales conceptos como si de nosotros mismos se tratara (¡qué es lo que en realidad ocurre!). Esta imagen sobre el prójimo, que nos regala el análisis psicológico, me recuerda mucho una gran narración de Edgar Alan Poe, que estoy seguro muchos lectores recordarán; me refiero a La máscara de la muerte roja. Un príncipe y su séquito se encierran en un castillo aislado para escapar a la peste de la muerte roja que asola la región. Tras una semana de retiro, se organiza un gran baile de disfraces y máscaras. Uno de los participantes, muy alto, totalmente enmascarado y vestido de rojo (un intento obvio por representar alegóricamente la peste), hizo estremecer a todos los presentes, no sólo por su caprichosa elección, sino también por el temor a que fuese un intruso. Un joven audaz se acerca por fin al rojo enmascarado y, con un brusco tirón, le retira el sombrero y el velo del rostro. Estaba vacío.
Pero nuestros cráneos no están vacíos. Y, sin embargo, lo que en ellos encontramos no es (a pesar de lo mucho que nos interesa) nada comparado con la vida y las emociones del alma.
Esto puede trastornarnos en un principio. Pero a mí me parece, pensándolo más profundamente, más bien un consuelo. Cuando nos enfrentamos con el cuerpo de un ser querido cuya pérdida nos apena, ¿no es más consolador pensar que aquel cuerpo no fue nunca en realidad el asiento de su personalidad, si no tan sólo el símbolo de una «referencia a efectos prácticos»?
Deseo hacer un apéndice a estas consideraciones para aquéllos que se interesan especialmente por la Física, deseosos quizá de que me pronuncie sobre la cuestión del sujeto y el objeto, una cuestión revalorizada por la escuela predominante en mecánica cuántica, cuyos protagonistas son Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born y otros. Permítaseme primero hacer una breve descripción de sus ideas. Son las que siguen[6]:
No podemos hacer afirmación fáctica alguna sobre un objeto natural determinado (o sistema físico) sin «acceder a su contacto». Este contacto es una interacción física real. Incluso para que «veamos un objeto» se necesita que éste reciba el impacto de rayos de luz y los refleje hasta mi ojo o hasta algún instrumento de observación. Esto significa que nuestra observación afecta al objeto. No es posible obtener conocimiento sobre un objeto si se lo mantiene estrictamente aislado. La teoría afirma que esta perturbación no es irrelevante ni completamente controlada. Es decir, tras cualquier número de cuidadosas observaciones, el objeto queda en un estado del que se conocen ciertas cosas (las últimas observadas), pero otras (las interferidas por la última observación) no se conocen o no lo son con precisión. Así se explica el porqué no es posible dar una descripción completa de cualquier objeto físico.
Conceder una cosa así —y posiblemente no quede otro remedio— es precipitarse contra el principio de comprensibilidad de la Naturaleza. Esto no es, de por sí, una deshonra. Decía antes que mis dos principios no deben tomarse como obligatorios para la Ciencia; en realidad, sólo expresan lo que la Física ha aceptado tácitamente durante siglos, algo difícil de cambiar. Personalmente no estoy seguro de que nuestro actual conocimiento haya reclamado el cambio hasta ahora. Creo que pueden modificarse los modelos de tal manera que nunca exhiban propiedades que, en principio, no puedan observarse simultáneamente —modelos pobres en propiedades simultáneas, pero más ricos en su adaptabilidad a los cambios del entorno. Esto es, sin embargo, una cuestión interna de la Física, que no vamos a resolver aquí ni ahora. Pero de la teoría expuesta más arriba (de la interferencia inevitable e incontrolable entre los aparatos de medida y el objeto de observación) se han extraído notables consecuencias epistemológicas sobre la relación entre sujeto y objeto. Hoy se mantiene que los recientes descubrimientos de la Física han hecho avanzar la misteriosa frontera que separa el sujeto del objeto, una frontera que, como hemos visto, no es en absoluto nítida. Tendemos a creer que no podemos observar un objeto sin que su estado se vea modificado o matizado por la propia acción de observar. Tendemos a creer que la misteriosa frontera entre sujeto y objeto se rompe bajo el impacto de nuestros refinados métodos de observación y de la reflexión que sigue a los resultados de nuestros experimentos.
Para hacer una crítica de estas pretensiones, déjenme admitir la discriminación entre sujeto y objeto que el tiempo ha consagrado, es decir, la distinción aceptada por pensadores de épocas antiguas, todavía admitida en épocas recientes. Entre los filósofos que la admitieron (desde Demócrito de Abdera hasta «el anciano de Königsberg[7]») hubo muy pocos que no insistieran en el carácter fuertemente personal y subjetivo de nuestras sensaciones, percepciones y observaciones, que no expresaran la naturaleza de «la cosa en sí», para utilizar el término de Kant. Algunos de estos pensadores tenían en mente una distorsión más o menos fuerte, mientras que Kant nos viene con una resignación total: nunca sabremos absolutamente nada de «la cosa en sí». Vemos entonces que la subjetividad es, al parecer, una idea muy antigua y familiar. He aquí lo nuevo del actual planteamiento: no son sólo las impresiones que nos llegan del entorno las que dependen en gran manera del carácter y del estado contigente de nuestro sistema sensorial, si no que también ocurre el proceso inverso, esto es, el entorno que deseamos comprender se ve modificado por nosotros, y en particular por los instrumentos que diseñamos para observarlo.
Quizá sea así (y hasta cierto punto ciertamente lo es). Quizá las recién descubiertas leyes de la Física cuántica determinen que esta modificación no puede reducirse por debajo de ciertos límites bien establecidos. Pero, a pesar de ello, yo no calificaría esta circunstancia como una influencia directa del sujeto sobre el objeto. Pues el sujeto es, en todo caso, el ente que siente y piensa. Las sensaciones y pensamientos no pertenecen al «mundo de la energía», no pueden producir el menor cambio en este mundo de energía, tal como sabemos de Spinoza y de Sir Charles Sherrington.
Todo ello parte del supuesto de que aceptamos la discriminación entre sujeto y objeto consagrada por el tiempo. Y, a pesar de que debemos aceptarla como «referencia práctica» para la vida cotidiana, pienso que hay que excluirla del pensamiento filosófico. Su rígida y lógica consecuencia fue revelada por Kant: la sublime, pero vacía, idea de la «cosa en sí» sobre la que nunca sabremos nada.
Mi mente y el mundo están compuestos por los mismos elementos. Lo mismo ocurre para todas las mentes y sus respectivos mundos, a pesar de la insondable abundancia de interacciones mutuas. El mundo me es dado de una sola vez: no uno existente y otro percibido. Sujeto y objeto son una sola cosa.
Y no podemos decir que la barrera que los separa se ha roto como consecuencia de la experiencia reciente en la Física, porque esa barrera no existe.