El futuro de la comprensión

¿Un callejón biológico sin salida?

Podemos, creo, considerar como algo extremadamente improbable que nuestra comprensión del mundo represente una etapa definitiva o final, o que, en algún sentido, ésta sea máxima u óptima. Con esto no quiero decir que la continuación de la investigación en las distintas ciencias o los estudios filosóficos o religiosos vaya a mejorar nuestra actual visión del mundo. Lo que en este sentido vamos a ganar (digamos en los próximos dos mil quinientos años —si hacemos un balance con respecto a lo que hemos ganado desde Protágoras, Demócrito o Antístenes) es insignificante comparado con lo que aquí me refiero. No hay razón alguna para creer que nuestro cerebro sea el supremo ne plus ultra de un órgano pensante en el cual se refleja el mundo. Es más verosímil suponer que no, que una especie puede llegar a adquirir un mecanismo similar al nuestro, pero cuyas imágenes sean a las nuestras lo que las nuestras son a las de un perro, o lo que éstas, a su vez, lo son a las de un caracol.

Si fuese así, entonces —aunque ello no sea en principio relevante—, nos interesa saber (como si fuera por razones personales) si nuestra propia descendencia puede alcanzar algo parecido en el globo. El globo está muy bien. Se trata de un sutil y reciente arriendo que todavía rige en unas condiciones de vida bastante aceptables, teniendo en cuenta el tiempo que nos ha tomado (digamos 1000 millones de años) el desarrollo desde el principio hasta lo que ahora somos. Pero nosotros mismos, ¿estamos bien? Si aceptamos la actual teoría de la evolución —y no tenemos otra mejor— quizá pueda parecer que hemos sido diseñados para un futuro desarrollo. ¿Debe esperarse aún una evolución física del hombre? Y me refiero a cambios sustanciales de nuestro físico que se fijan gradualmente como hechos heredados —de la misma forma que nuestro actual yo corpóreo está fijado por la herencia—; es decir, y para usar el término técnico de los biólogos, ¿continúan produciéndose cambios genotípicos? Esta pregunta es difícil de contestar. Podemos estar acercándonos al fin de un callejón sin salida, quizás hayamos llegado ya. Ello no debería ser un acontecimiento excepcional ni debería significar que nuestra especie está próxima a su extinción. Sabemos, por los registros geológicos, que algunas especies, e incluso que ciertos grandes grupos, hace ya mucho tiempo que han agotado su potencial evolutivo; no es que hayan desaparecido, pero han permanecido sin cambios o, al menos, sin cambios significativos, durante millones de años. Las tortugas y los cocodrilos, por ejemplo, son grupos muy viejos en este sentido; lo mismo ocurre poco más o menos con los insectos, un enorme grupo que incluye más especies diferenciadas que el resto del reino animal. Estas especies apenas se han modificado durante millones de años, mientras el resto de la superficie viva de la tierra ha experimentado cambios que la hacen casi irreconocible. Lo que bloqueó la evolución de los insectos fue probablemente el que adoptaran el proyecto (no malinterpretar esta expresión metafórica) de llevar el esqueleto por fuera en lugar de llevarlo por dentro, como nosotros. Esta armadura exterior ofrece una protección adicional con respecto a la estabilidad mecánica, pero no puede crecer como lo hacen los huesos de los mamíferos entre el nacimiento y el estado adulto. Esta circunstancia limita y hace muy difícil la aparición de cambios graduales y adaptativos en la historia de la vida del ser viviente.

En el caso del hombre, varios son los argumentos que parecen abogar en contra de su evolución ulterior. Los cambios espontáneos heredables —ahora llamados mutaciones—, de los que según la teoría de Darwin, se seleccionan automáticamente los «provechosos», son sólo etapas muy pequeñas de la evolución que sólo proveen, si acaso, una ligera ventaja. Por eso, se atribuye tanta importancia a la abundancia de la descendencia (de la que probablemente sobrevivirá, sólo, una pequeña fracción) en las deducciones de Darwin. Una pequeña mejora en las posibilidades de sobrevivencia tiene, sólo por esto, una razonable probabilidad de realizarse. Para el hombre civilizado, este mecanismo global parece haberse bloqueado (e incluso invertido en algunos aspectos). En general, no nos gusta ver cómo sufren y mueren los niños y, por eso hemos introducido gradualmente instituciones sociales y legales, que, por un lado, protegen la vida, condenan el infanticidio sistemático y tratan de ayudar a la sobrevivencia del ser humano más frágil y enfermo, mientras que, por otro lado, deben reemplazar a la eliminación natural del menos adaptado manteniendo la descendencia dentro de ciertos límites para que su sustento sea accesible. Esto se consigue, en parte, por la vía directa, por el control de natalidad y, en parte, impidiendo el apareamiento de una alta proporción de hembras. Y ocasionalmente —como esta generación muy bien sabe— la insensatez de la guerra y todas sus secuelas de desastres y barbaridades contribuyen también lo suyo en el balance.

Millones de niños y adultos de ambos sexos mueren por inanición, de frío, o por epidemias. En un pasado remoto, las luchas entre pequeñas tribus o clases quizá tuvieran cierto valor de selección positiva, un valor dudoso en los tiempos históricos e indudablemente nulo con respecto a las guerras actuales. Estas suponen una matanza indiscriminada, del mismo modo que los avances de la Medicina y Cirugía suponen una salvación indiscriminada de vidas. Aunque justa y diametralmente opuestas en nuestra consideración, las dos, la Guerra y la Medicina pueden poseer un valor de no selección.

El pesimismo aparente del darwinismo

Estas consideraciones sugieren que, como especie en desarrollo, estamos llegando a un estado estacionario con pocas esperanzas de ulterior evolución biológica. Pero, aun en este caso, no debemos afligirnos. Podríamos sobrevivir durante millones de años sin cambios biológicos, como los cocodrilos y muchas especies de insectos. Sin embargo, la idea es deprimente desde cierto punto de vista filosófico, y me gustaría abogar por la idea contraria. Para ello debo entrar en un aspecto de la teoría de la evolución que el profesor J. Huxley establece en su célebre libro sobre el tema[1], un aspecto no siempre suficientemente apreciado, según el propio Huxley, por los evolucionistas actuales.

Las presentaciones populares de la teoría de Darwin pueden proporcionar una imagen pesimista y descorazonadora por el papel aparentemente pasivo que juegan los organismos en el proceso de la evolución. Las mutaciones ocurren espontáneamente en el genoma («la sustancia hereditaria»). Tenemos razones para creer que las mutaciones se deben sobre todo a eso que los físicos llaman fluctuaciones termodinámicas o, en otras palabras, al puro azar. El organismo individual no tiene la menor capacidad de influencia sobre el tesoro hereditario que recibe de sus padres, ni sobre el que llega a su descendencia. Las mutaciones que tienen lugar obedecen a «la selección natural del más adaptado». Esto parece significar, otra vez, puro azar, ya que significa que una mutación favorable aumenta la esperanza de sobrevivencia del individuo y de la descendencia engendrada a la que transmite la mutación en cuestión. La actividad del organismo durante su tiempo de vida parece, aparte de esto, biológicamente irrelevante. Nada de lo que haga trasciende en la descendencia: las propiedades adquiridas no se heredan. Toda habilidad, todo aprendizaje, cualquier logro alcanzado, se pierde sin dejar rastro, muere con el individuo, no se transmite. Un ser inteligente pensará en este sentido que la Naturaleza rechaza su colaboración, que lo hace todo ella sola, condenando al individuo a la inactividad, al nihilismo.

Como bien se sabe, la teoría de Darwin no fue la primera teoría sistemática de la evolución. Fue precedida por la teoría de Lamarck, que se basa enteramente en la hipótesis de que cualquier novedad adquirida por un individuo, gracias a determinado comportamiento y a un entorno específico antes de la procreación, puede ser (y en general es) transmitido a su progenie, si no por completo, sí al menos dejando ciertos vestigios. Según esto, un animal puede producir por ejemplo callosidades protectoras en la planta de sus pies por vivir en suelos pedregosos o arenosos, callosidad que se haría gradualmente hereditaria de manera tal que generaciones posteriores recibirían gratis esta propiedad, como un regalo, y sin necesidad de esforzarse por conquistarla. Por la misma razón, los logros adquiridos, o la adaptación sustancial producida en un órgano, no se perderán si son continuamente usados para ciertos fines y se transmitirán, al menos en parte, a la descendencia. Esta imagen ofrece una comprensión muy simple de la adaptación especifica al entorno, una propiedad tan característica de todas las criaturas vivas. Pero no sólo eso, también es una imagen bella, jubilosa, alentadora y estimulante. Es infinitamente más atractiva que el aspecto pesimista de la aparente pasividad ofrecida por Darwin. Un ser inteligente que se considere a sí mismo como un eslabón de la larga cadena de la evolución puede estar seguro, según la teoría de Lamarck, de que sus esfuerzos y desvelos por mejorar sus propias habilidades, tanto las físicas como las mentales, no se pierden en el sentido biológico, sino que forman parte (una parte pequeña, pero parte integrante al fin) de la lucha de la especie por alcanzar una perfección cada vez mayor.

Desgraciadamente, el lamarckismo es insostenible. El fundamento sobre el que descansa —las propiedades adquiridas pueden heredarse— es falso. Hasta donde hoy sabemos, tal herencia no es posible. Los pasos particulares con que avanza la evolución son aquellas mutaciones espontáneas y fortuitas que no tienen nada que ver con el comportamiento que el individuo sigue durante su vida. Volvemos de este modo al pesimista aspecto del darwinismo que antes he esbozado.

La selección de las influencias del comportamiento

Deseo mostrar ahora de que esto no es exactamente así. Sin cambiar ninguna de las hipótesis básicas del darwinismo, podemos ver que el comportamiento del individuo, la manera de utilizar sus facultades innatas, juega un papel relevante, más aún, juega el papel más relevante de la evolución. Existe un núcleo de verdad en la imagen de Lamarck: la irrescindible conexión causal que se establece entre la realización de una función —el hacer que un carácter (un órgano, toda propiedad, capacidad o peculiaridad del cuerpo) tenga un uso provechoso— y el hecho de su desarrollo en el curso de las generaciones, su mejora gradual en relación a los propósitos para los que la utilización es provechosa. Esta conexión, digo, entre el ente usado y el ente mejorado fue un conocimiento muy correcto de Lamarck y subsiste en nuestra actual imagen darwinista, pero pasa fácilmente desapercibida si se observa el darwinismo superficialmente. Todo ocurre como si el lamarckismo fuese cierto, sólo que el «mecanismo» es más complicado de lo que Lamarck pensó. La cuestión no es demasiado sencilla de explicar ni de captar, por lo que será muy útil empezar por resumir el resultado. Pensemos, para evitar divagaciones, en un órgano, aunque la peculiaridad en cuestión puede ser una propiedad, un hábito, un dispositivo, un comportamiento, incluso una pequeña adición o variación de esta peculiaridad. Lamarck piensa que el órgano a) se usa, b) por ello mejora, y c) la mejora se transmite a la herencia. Esto es falso. Debemos pensar que el órgano a) sufre variaciones al azar, b) las que se usan provechosamente se acumulan, o al menos se acentúan por la selección, y c) ello continúa de generación en generación, constituyéndose las mutaciones seleccionadas en una mejora perdurable. La simulación más notable de lamarckismo ocurre —según Julián Huxley— cuando las variaciones iniciales que inauguran el proceso no son auténticas mutaciones, ni de las que se pueden heredar. Pero, si son aprovechables, pueden acentuarse por lo que él llama selección orgánica y, para decirlo de algún modo, allanan el terreno para que aquellas mutaciones que aparecen en la dirección «deseable» sean aprehendidas.

Detengámonos ahora en ciertos detalles. Lo más importante es ver si un nuevo carácter (o modificación de un carácter) adquirido por variación, por mutación o por mutación combinada con cierta selección, puede estimular fácilmente una actividad del organismo en relación a su entorno que tienda a aumentar la utilidad de este carácter y, por lo tanto, que intensifique el efecto de la selección. Con la posesión de un nuevo carácter el individuo puede provocar cambios en su entorno (por una transformación real o por migración), o bien modificar su comportamiento respecto al entorno. Todo ello se realiza de forma que la utilidad del nuevo carácter se vea reforzada y para promocionar la ulterior mejora selectiva en el mismo sentido.

Esta afirmación puede chocamos por osada, ya que parece requerir un propósito e incluso un alto nivel de inteligencia por parte del individuo. Pero quiero aclarar que, aunque mi propuesta supone, claro, inteligencia y un comportamiento de los animales superiores lleno de propósitos, no está en modo alguno restringido a ellos. Veamos algunos ejemplos sencillos:

No todos los individuos de una población tienen exactamente el mismo entorno. Unas flores de una especie silvestre pueden crecer en la sombra, otras en zonas soleadas, unas en la pendiente más alta y sublime de una montaña, otras en terrenos más bajos o en el valle. Una mutación —como las hojas peludas— que es beneficiosa para grandes altitudes será seleccionada en las zonas elevadas, pero se «perderá» en el valle. Es el mismo efecto que supondría una migración de los mutantes peludos hacia un entorno que favorezca la aparición de ulteriores mutaciones en el mismo sentido.

Otro ejemplo: la capacidad de los pájaros para volar les permite construir sus nidos en lo alto de los árboles donde sus crías son menos accesibles a algunos de sus enemigos. Los que primero accedieron a ello obtuvieron una ventaja en la selección. En una segunda etapa, este tipo de morada hace que la selección opere entre los mejores voladores. Es decir, cierta habilidad para volar produce cambios en el entorno, o en el comportamiento con respecto al entorno, lo que ayuda a una acumulación en favor de la misma habilidad.

El hecho más sobresaliente de los seres vivos es que se dividen en especies, muchas de las cuales están increíblemente especializadas en funciones tan particulares y delicadas que dependen de ellas para sobrevivir. Un jardín zoológico es un espectáculo de curiosidades y lo sería mucho más si incluyera una buena exhibición de la historia de la vida de los insectos. La no especialización es una excepción. La regla es la especialización en estrategias singularmente estudiadas que «nadie consideraría si la naturaleza no las hubiera producido». Es difícil creer que todas ellas sean el resultado de una «acumulación por azar». Se quiera o no, uno siente la existencia de fuerzas o tendencias que van en ciertas direcciones desde «lo llano y simple» hacia lo complicado. Lo «llano y simple» parece representar una situación inestable. Al escapar de ella se producen fuerzas dirigidas hacia ulteriores puntos de partida en la misma dirección. Eso sería difícil de comprender si el desarrollo de un ingenio particular (mecanismo, órgano o comportamiento útil) fuese el producto de un largo rosario de sucesos azarosos, independientes entre sí, tal como suele considerarse cuando se piensa en términos de la concepción original de Darwin. En realidad, creo, sólo el primer inicio «en cierta dirección» tiene una estructura así. Y éste da lugar a circunstancias que «moldean el material plástico» —por selección— cada vez más sistemáticamente en la dirección de las ventajas ganadas al comienzo. Metafóricamente podría decirse: las especies han averiguado en qué dirección se encuentran sus oportunidades para la vida y siguen esta trayectoria.

Lamarckismo simulado

Debemos intentar comprender en líneas generales y formular de manera no animista la forma en que una mutación al azar —capaz de proporcionar al individuo ventajas y favores en pro de la sobrevivencia en un entorno dado— podría tender a hacer algo más que eso: aumentar las oportunidades para usar provechosamente (y para concentrar en sí misma) la influencia selectiva del medio.

Para revelar este mecanismo esquematizaremos el entorno como un conjunto de circunstancias favorables y de circunstancias desfavorables. Entre las primeras está el alimento, el refugio, la luz del sol y otras muchas; entre las segundas están las amenazas de otros seres vivos (enemigos), los venenos o la violencia de los elementos. Sean éstas, brevemente, las «necesidades» y las «adversidades». No toda necesidad puede satisfacerse, no toda adversidad puede evitarse. Pero una especie viva debe haber adquirido un comportamiento que equilibre la neutralización de las adversidades más graves con la satisfacción de las necesidades más acuciantes. Una mutación favorable hace que ciertas fuentes sean más accesibles a las necesidades, o reduce el peligro de ciertas adversidades, o hace ambas cosas. Por ello, aumenta la esperanza de sobrevivencia de los individuos que están dotados con ella, pero, además, desplaza el equilibrio óptimo, ya que modifica el peso relativo de las necesidades y adversidades. Los individuos que —por azar o inteligencia— modifican adecuadamente su comportamiento se ven favorecidos, esto es, seleccionados. Este cambio de comportamiento no se transmite a la siguiente generación por el genoma o por herencia directa, pero esto no significa que no sea transmitido. Nuestra especie de flores peludas (en un hábitat que se extiende a lo largo de la pendiente de una montaña) ofrece el ejemplo más simple y primitivo. Los mutantes peludos, favorecidos en lo alto, dispersan sus semillas de tal forma que la siguiente generación de «peludas», consideradas en su conjunto, «escalen la cima» para, digamos, «hacer mejor uso de la mutación favorable».

En todo ello debemos tener en cuenta como norma que la situación es extremadamente dinámica en conjunto, la lucha es muy dura. En una población muy prolífica, que sobrevive sin aumentar apreciablemente, las adversidades superan normalmente las necesidades, la sobrevivencia individual es una excepción. Además, adversidades y necesidades están acopladas, con frecuencia, de forma que una necesidad apremiante sólo puede satisfacerse desafiando una cierta adversidad (por ejemplo, el antílope tiene que ir a beber al río, pero el león conoce el lugar tan bien como él). El esquema completo de adversidades y desgracias está intrincadamente entretejido. Una ligera reducción de cierto peligro provocado por una mutación dada puede causar una considerable diferencia para aquellos mutantes que desafían dicho peligro y que, por lo tanto, evitan otros. Esto puede suponer una selección notable, y no sólo con respecto a la singularidad genética en cuestión, sino también con respecto a la destreza (intencionada o fortuita) en utilizarla. Este tipo de comportamiento se transmite a la herencia mediante el ejemplo, por el aprendizaje, en un sentido generalizado de la palabra. El cambio de comportamiento intensifica, a su vez, el valor selectivo de toda mutación posterior en la misma dirección.

Esta presentación del problema puede producir un efecto muy similar al del mecanismo descrito por Lamarck. El comportamiento tiene un papel importante en el proceso, aunque ningún comportamiento adquirido, ni ningún cambio físico hayan sido transmitidos directamente a la descendencia. Pero la conexión causal no es la que pensó Lamarck, es justamente la contraria. No es que el comportamiento cambie el físico de los progenitores y que, por herencia física, éste afecte al de la descendencia. Es el cambio físico de los progenitores el que modifica —directa o indirectamente, por selección— sus comportamientos; y este cambio de comportamiento es transmitido a la progenie —mediante el ejemplo, la enseñanza o incluso más primitivamente— a través del cambio físico portado por el genoma. Incluso en el caso de que el cambio físico no sea heredable, la transmisión del comportamiento inducido «por enseñanza» puede ser un factor altamente eficiente en la evolución, ya que deja la puerta abierta para recibir ulteriores mutaciones heredables con todo preparado para hacer el mejor uso de ellas y, por lo tanto, para someterlas a una intensa selección.

Fijación genética de hábitos y habilidades

Puede objetarse que lo que aquí hemos descrito puede ocurrir ocasionalmente, pero que no puede continuar indefinidamente para formar el mecanismo esencial de una evolución adaptativa. Pues el cambio de comportamiento no se transmite por una herencia física, por la sustancia hereditaria, por los cromosomas. Al principio no está fijado genéticamente, y es difícil ver cómo podría incorporarse al tesoro genético. Éste es, en sí mismo, un importante problema. Pues sabemos que los hábitos se heredan como, por ejemplo, el de construir nidos de los pájaros, los de aseo personal de nuestros perros y gatos, para mencionar sólo algunos casos obvios. El darwinismo debería abandonarse si ello no puede comprenderse según sus líneas ortodoxas. La cuestión se hace singularmente significativa en el caso del hombre, ya que deseamos inferir que nuestros esfuerzos y desvelos, mientras dura la vida, constituyen una contribución integrante para el desarrollo de las especies en el verdadero sentido biológico. Creo que la situación es, brevemente, como sigue.

Según nuestras hipótesis, el comportamiento se modifica paralelamente al físico, primero como una consecuencia de un cambio al azar en este último, pero dirigiendo en seguida el subsiguiente mecanismo seleccionador hacia canales definidos, ya que, como el comportamiento se ha aprovechado de los primeros y rudimentarios beneficios, sólo aquellas ulteriores mutaciones que ocurren en el mismo sentido tienen algún valor selectivo. Pero como (si se me permite) el nuevo órgano se desarrolla, el comportamiento no hace sino promocionarse cada vez más por el solo hecho de ser poseído. El comportamiento y el físico no hacen sino fusionarse en una sola cosa. Simplemente, no podemos tener manos sin usarlas para obedecer a ciertos propósitos, nos estorbarían (como le ocurre a un actor aficionado, ya que sólo tiene propósitos ficticios). No se puede tener alas eficaces sin intentar volar. No se puede tener un órgano modulado para el habla sin tratar de imitar los sonidos que uno oye en su entorno. Distinguir entre la posesión de un órgano y la urgencia por usarlo (y la necesidad de entrenarlo con la práctica), es decir, considerarlos como características diferentes del órgano en cuestión, resulta una distinción artificial que sólo se hace posible gracias al lenguaje abstracto, pero que no tiene una contrapartida en la Naturaleza. No debemos pensar, claro, que el «comportamiento» penetra en la estructura del cromosoma donde se asienta en puntos precisos. La selección sería débil para producir un órgano nuevo si no recibiera ayuda continua del organismo, por hacer éste uso apropiado a aquél.

Y esto es muy esencial. Por ello, ambas cosas están muy relacionadas y, en último término, o incluso en cada etapa, se fijan genéticamente como una sola: el órgano usado, como si Lamarck tuviese razón.

Resulta clarificador comparar este proceso natural con la fabricación de un instrumento por el hombre. A primera vista, parece haber un gran contraste. Si fabricamos un delicado mecanismo, podríamos estropearlo (en muchos casos) si intentamos usarlo una y otra vez por impaciencia antes de que estuviera terminado. Uno tiende a pensar que la Naturaleza actúa de otro modo. La Naturaleza no puede producir un organismo nuevo y sus órganos, si éstos no son continuamente utilizados, probados y examinados con respecto a su eficacia. Pero, en realidad, este paralelismo es falso. La fabricación de un solo instrumento por un hombre corresponde a la ontogenia, esto es, al crecimiento de una individualidad desde el germen hasta la madurez. También aquí la interferencia es bien recibida. Los más jóvenes deben ser protegidos, no pueden ser destinados al trabajo antes de haber alcanzado toda la fuerza y pericia propias de su especie. El verdadero paralelismo del desarrollo evolutivo de los organismos puede ilustrarse, por ejemplo, con una exposición sobre la historia de las bicicletas, donde se observaría el cambio gradual de la máquina de año en año, de década en década; o, análogamente, de locomotoras, automóviles, aeroplanos, máquinas de escribir, etc. Tanto en estos casos como en el de los procesos naturales es evidentemente esencial que la máquina en cuestión se use con continuidad y sea, por lo tanto, continuamente mejorada. No se trata de una mejora debida literalmente al uso, sino a la experiencia ganada y a las alteraciones sugeridas. La bicicleta ilustra, por cierto, el caso mencionado anteriormente de un viejo organismo que casi ha alcanzado la perfección máxima por lo que ya no se pueden esperar demasiados cambios. ¡Pero no por ello va a extinguirse!

Peligros para la evolución intelectual

Volvamos ahora al principio de este capítulo. Nuestra pregunta inicial era: ¿es verosímil que la evolución biológica del hombre continúe? Nuestra discusión ha traído, creo, dos puntos relevantes a la palestra.

El primero es la importancia biológica del comportamiento. El comportamiento, aunque en sí no se hereda, puede acelerar el proceso de la evolución en varios órdenes de magnitud si se ajusta a las facultades innatas y a las condiciones ambientales y se adapta a los cambios que experimentan tales factores. En las plantas y en los niveles inferiores del reino animal, el comportamiento adecuado se pone a punto por un lento proceso de selección, es decir por ensayo y error, mientras que la inteligencia del hombre le permite proceder por elección. Esta ventaja incalculable puede compensar fácilmente su handicap de una propagación lenta y comparativamente escasa, que se reduce aún más por el aspecto biológicamente peligroso de limitar el volumen de descendencia para asegurar el sustento.

El segundo punto se refiere a la cuestión de si todavía se puede esperar algún desarrollo biológico en el hombre; se trata de una cuestión íntimamente ligada a la anterior. Tenemos, en cierto modo, la respuesta completa, esto es, ello depende de nosotros y de nuestro hacer. No debemos sentarnos a esperar a que las cosas vayan llegando en la creencia de que están decididas por un destino irrescindible. Si queremos desarrollo, tenemos que hacer algo por él. Y, si no, no. Lo mismo ocurre con el desarrollo político y social y con la sucesión de hechos históricos en general que no dependen de los caprichos de los dioses, sino en gran medida de nuestros actos. Así, nuestro futuro biológico, que no es más que Historia a gran escala, no debe tomarse como un destino inalterable decidido de antemano por alguna ley de la Naturaleza. Ello no es así para nosotros, sujetos actuantes en el juego, aun cuando parezca lo contrario para un ser superior que nos observa, como nosotros observamos a los pájaros o a las hormigas. La razón por la cual el hombre tiende a considerar la Historia (tanto en el sentido concreto como en el amplio) como un acontecer predestinado, bajo el control de reglas y leyes inalterables, es muy evidente. Se debe a que cada individuo en particular tiene la sensación de que él mismo tiene muy poco que decir sobre el tema, a menos que pueda expresar sus opiniones a otros muchos y convencerles de que ajusten su comportamiento de acuerdo con ellas.

En cuanto al comportamiento concreto necesario para asegurar nuestro futuro biológico, sólo quiero mencionar un punto de carácter general, que juzgo de una importancia primaria. Estamos ahora, creo, en un grave peligro de perder «el camino de la perfección». De todo esto se ha dicho que la selección es un requisito indispensable para el desarrollo biológico. Si esto se excluye completamente, el desarrollo se detiene, más aún, puede invertirse. Dicho en palabras de Julian Huxley: «… la preponderancia de la mutación (perdida) degenerativa se traduce en la degeneración de un órgano cuando éste se hace inservible y cuando la selección ya no opera sobre él para mantener su eficacia», Ahora pienso que la creciente mecanización y «estupidización» de la mayor parte de procesos de manufacturación suponen un serio peligro de degeneración general para nuestro órgano de la inteligencia. Cuanto más se igualen en la vida las oportunidades entre los trabajadores diestros y los irresponsables (por la represión de la habilidad y por la generalización del trabajo tedioso y aburrido), tanto más se hará superfluo un buen cerebro, manos expertas o un ojo agudo. En efecto, se favorecerá al hombre poco inteligente que toma la fácil alternativa de una labor aburrida; será lo más fácil para prosperar, para establecerse y para engendrar una descendencia. El resultado puede llegar incluso hasta una selección negativa en cuanto a talentos y promesas.

Las penas de la vida industrial moderna han creado instituciones destinadas a mitigarlas, tales como las de protección de los trabajadores contra la explotación y el desempleo, y muchas otras de asistencia y seguridad. Se consideran razonablemente beneficiosas y se han hecho indispensables. Pero no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que, aliviando la responsabilidad del individuo por preocuparse por sí mismo y con la igualación de las oportunidades para todos los hombres, tales instituciones también tienden a amortiguar la competencia de talentos, lo que supone un freno a la evolución biológica. Me doy cuenta de que este punto es extremadamente polémico. La preocupación por nuestro bienestar actual es un argumento muy fuerte comparado con nuestro futuro evolutivo. Pero afortunadamente, así lo creo, ambas cosas van unidas de acuerdo con mi argumento principal. El aburrimiento se ha convertido en el peor azote de nuestras vidas. En lugar de usar la ingeniosa maquinaria, hemos inventado una cantidad creciente de lujo superfluo; debemos pensar en desarrollarla de forma que libere a los seres humanos de todas las manipulaciones no inteligentes y mecánicas. La máquina debe asumir la labor para la que el hombre es demasiado bueno, y no el hombre el trabajo para el cual una máquina es demasiado cara, como ocurre con bastante frecuencia. Esto no tenderá a abaratar la producción, sino que hará más felices a las personas involucradas. Pero no hay demasiada esperanza mientras prevalezca la competencia entre las grandes empresas del mundo. Este tipo de competencia es poco interesante y sin valor biológico. Nuestro objetivo debería centrarse en restituir la competencia interesante e inteligente de los seres humanos como individuos.