9

Quarry cruzó la galería, pasando la mano distraídamente por la roca negra de la pared, donde los restos de la antigua veta de carbón bituminoso eran todavía visibles. Abrió la puerta de otra habitación y, sentándose a una mesa, sacó de la mochila los tubos con la sangre y los etiquetó, cada uno con una serie de números distintos. Cogió una caja de un estante de la pared y la abrió. Dentro, había más tubos de sangre. Algunos eran de Pam Dutton, quien ahora —le constaba— yacía en una morgue de Virginia. Los demás eran de la sangre que le había extraído a Willa mientras estaba inconsciente.

Una vez etiquetados los tubos de Pam y Willa Dutton, los colocó todos en una nevera portátil llena de bolsas de hielo. Luego metió el cuenco y la cuchara de Willa en una bolsa de plástico y la introdujo en otra caja.

«Bueno, las tareas menores ya están. Tengo que apurarme».

Se levantó, abrió con llave una caja fuerte portátil para armas que había traído en el camión. En su interior había pistolas automáticas y semiautomáticas, escopetas, rifles, miras telescópicas, dos MP5 y un par de AK, y cartuchos de munición para todas ellas. Aquel alijo reflejaba el afecto que varias generaciones de Quarry habían sentido por la Segunda Enmienda. Examinó atentamente el surtido y se decidió por una Cobra Patriot del calibre 45. Sujetó con la mano el armazón de polímero mientras insertaba un cargador con retén extendido de siete balas, una munición estándar 1911 ordnance. Era una pistola ligera, pero de gran potencia y para apretar el gatillo se requerían cinco kilogramos-fuerza. A causa del desequilibrio entre los quinientos gramos del armazón y el cargador del 45, no era precisamente la pistola más cómoda para disparar a gusto. Pero resultaba fácil de llevar por ser tan liviana y cualquier blanco al que disparases con ella de cerca caía redondo en el sitio.

Era un arma estupenda y muy sólida de protección personal. Aunque no iba a utilizarla para eso. En cuanto sujetó la pistola cargada, la mano empezó a sudarle.

El cargador contenía siete balas, aunque solo iba a necesitar dos. Y no le iba a dar ningún placer. Ni una maldita pizca.

Caminó penosamente por la galería excavada en la roca, tratando de mentalizarse para lo que había que hacer. Su padre y su abuelo habían dado caza a seres humanos en su momento, aunque le constaba que ellos apenas consideraban humanos a los negros. Seguramente los mataban sin pensárselo mucho, como habrían matado a una víbora o a un topo engorroso. Pero era en esto en lo que él se diferenciaba de sus antecesores. Haría lo que había que hacer, pero sabía que las cicatrices serían muy profundas y que reviviría la escena una y otra vez durante el resto de su vida.

Llegó al lugar y apuntó con la linterna a través de la reja que cubría la entrada de un gran hueco de la pared: era esa misma reja la que había mantenido presos a montones de soldados de la Unión, aunque Quarry había pulido el metal herrumbroso y recolocado otra vez los barrotes. Contra la negra pared del fondo había dos hombres acuclillados. Iban con traje de faena del ejército y tenían las manos esposadas a la espalda. Quarry miró al hombre bajo y enjuto que se hallaba junto a él, del lado libre de los barrotes.

—Acabemos con esto, Carlos.

El hombre se lamió los labios, nervioso.

—Señor Sam, con el debido respeto. Yo no creo que debamos seguir adelante, señor.

Quarry se volvió de golpe, irguiéndose ante el hombrecillo.

—Solo hay un líder en esta banda, Carlos, y soy yo, maldita sea. Aquí hay una cadena de mando y así es como debe ser. Eres un soldado, sabes que esa es la verdad, hijo. Confía en mí. Esto me duele muchísimo más de lo que llegará a dolerte a ti. Y me va a dejar falto de personal para lo que debo hacer. Una auténtica cagada, lo mires como lo mires.

El otro bajó la vista acobardado, abrió la reja y, con gesto vacilante, indicó a los dos hombres que salieran. También tenían grilletes en las piernas, así que avanzaron cojeando. Cuando llegaron a la zona iluminada por la linterna que sostenía Carlos, se hizo visible el brillo sudoroso de sus rostros.

—Lo siento —dijo uno de ellos—. Dios mío, señor, lo siento.

—Yo también lo siento, Daryl. Esto no me da ningún placer.

Mientras que Daryl era rechoncho, el tipo que iba tras él era alto y flaco. Su nuez de Adán subía y bajaba de terror.

—No queríamos hacerlo, señor Quarry. Pero cuando ya teníamos a la niña, apareció ella y se puso a gritar y pelear. Demonio, mire cómo tiene Daryl la cara. Esa mujer casi se la arrancó con las uñas. Fue autodefensa. Intentamos clavarle la jeringa y dejarla inconsciente, pero ella se volvió completamente loca.

—¿Qué esperas que haga una madre cuando te estás llevando a su hija? Repasamos esa contingencia un centenar de veces y también todo lo que debíais hacer en cada caso, maldita sea. Matarla no figuraba entre las opciones. Ahora tengo a una niña que no volverá a ver a su madre, lo cual no debería haber ocurrido jamás.

Daryl habló con voz suplicante.

—Pero el padre estaba en casa. Y se suponía que no estaría.

—Eso no importa. Ya habíamos previsto esa posibilidad.

Daryl no cejaba.

—Es que me arañó de mala manera, me hundió el dedo en el ojo. Me cabreó de verdad y perdí la cabeza. Di una pasada con el cuchillo y la pillé justo en el cuello. No era eso lo que pretendía. Y se murió en el acto. Tratamos de salvarla, pero no había nada que hacer. Lo siento.

—Todo eso ya me lo has dicho. Y si cambiara las cosas no estarías aquí ahora. Ni yo tampoco.

Daryl miró la Patriot, nervioso.

—Nosotros siempre hemos obedecido. Y hemos traído a la niña. Sin un rasguño.

—Basta con una excepción a la regla. Cuando accedisteis a ayudarme, os dije que no había muchas reglas, pero vosotros habéis infringido la más importante. Me hicisteis un juramento y yo lo acepté. Y aquí estamos.

Le hizo una seña a Carlos, que a regañadientes tomó a los dos hombres de las muñecas y los obligó a arrodillarse.

Quarry se alzó ante ellos.

—Rezad a vuestro Dios, muchachos, si es que tenéis uno. Os doy tiempo para eso.

Daryl empezó a musitar una retahíla de fragmentos de una oración. El tipo más flaco se echó a llorar.

Al cabo de sesenta segundos, Quarry dijo:

—¿Ya está? De acuerdo.

Pegó la Patriot a la base del cráneo de Daryl.

—Ay, Dios mío, dulce Jesús —gimió el tipo.

—Por favor —gritó el otro.

El dedo de Quarry se deslizó desde el guardamonte hacia el gatillo. Pero finalmente apartó la Patriot. No sabía exactamente por qué, pero la apartó.

—¡Levanta!

Daryl lo miró, atónito.

—¿Cómo?

—Que te levantes.

Daryl se incorporó con piernas temblorosas. Quarry examinó su cara arañada, su ojo derecho sanguinolento, y le desgarró la pechera de la camisa. Tenía un morado entre los pectorales.

—¿Dices que fue una mujer quien te disparó?

—Sí, señor. Estaba oscuro, pero vi que era una chica.

—Esa chica tenía una puntería del demonio. Se mire como se mire, deberías estar muerto, muchacho.

—Llevaba el chaleco antibalas, según las órdenes —respondió Daryl, jadeante—. Siento que ella acabara muerta. No pretendía que ocurriera eso. Lo siento.

—¿Y dices que crees que te dejaste un tubo?

—Solo uno. Todo se precipitó después de lo sucedido, especialmente cuando se presentaron los otros tipos. Contamos los tubos en el camino de vuelta. De todos modos, ellos averiguarán que nos llevamos la sangre de la mujer cuando la abran.

Quarry pareció indeciso un momento.

—Bueno, muévete de una vez.

—¿Cómo?

Quarry le hizo una seña a Carlos, que, aliviado, le quitó las esposas a Daryl. Este se restregó las muñecas en carne viva y miró al flaco, que seguía de rodillas.

—¿Qué hay de Kurt?

Quarry le puso a Daryl el cañón en el pecho.

—Basta de charla. Y muévete antes de que cambie de opinión. Kurt no es asunto tuyo.

Daryl echó a andar tambaleante, se recompuso a duras penas y desapareció dando traspiés en la oscuridad.

Quarry se volvió hacia Kurt.

—Por favor, señor Quarry —musitó el condenado.

—Lo lamento, Kurt. Es un caso de ojo por ojo.

—Pero fue Daryl quien mató a esa mujer, señor.

—Es mi hijo, además. No tengo mucho, pero lo tengo a él.

Le apuntó con la pistola en la cabeza.

—Pero usted es como un padre para mí, señor Quarry —alegó Kurt, con las mejillas arrasadas en lágrimas.

—Por eso me resulta tan tremendamente difícil.

—Esto es una locura, señor Quarry. Está loco —gritó.

—¡Claro que estoy loco, muchacho! —vociferó él a su vez—. Más loco que una cabra. Lo tengo en la sangre. No hay manera de quitármelo de encima.

Kurt se arrojó al suelo e intentó alejarse reptando. Sus recias botas alzaban nubecillas de polvo de carbón y sus alaridos resonaban por la galería, como antaño los lamentos de los soldados de la Unión.

—Enfócale bien con esa maldita linterna, Carlos —ordenó Quarry—. No quiero que sufra ni un segundo más de la cuenta.

Sonó la detonación y Kurt dejó de moverse.

Quarry bajó la pistola, balanceándola junto a él. Masculló algo incomprensible mientras Carlos se santiguaba.

—¿Te haces una idea de lo que me enfurece todo esto? —dijo Quarry—. ¿Comprendes la rabia y la decepción que siento?

—Sí, señor —dijo Carlos.

Quarry empujó el cadáver de Kurt con la punta de su bota y se metió la Patriot, todavía caliente, en la pretina del pantalón.

Dio media vuelta y se alejó por la galería. Hacia la luz del sol.

Ya estaba harto de la oscuridad. Solo deseaba volar.