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Un mes después de la dimisión de Cox, Sean y Michelle visitaron Atlee una vez más.

Tippi Quarry había sido enterrada junto a su madre en el cementerio de una iglesia cercana. De acuerdo con el testimonio de Sean y Michelle sobre la hora de la muerte de Sam Quarry, su hacienda había pasado a Ruth Ann Macon, como estipulaba el testamento que Sean había encontrado en el sótano, pues la muerte de Quarry había precedido a la de Ruth Ann, aunque solo fuera en una hora más o menos.

Lo cual implicaba que Gabriel, como único descendiente vivo de ella, heredaba todas las propiedades de Sam Quarry. Sean se estaba ocupando de las gestiones legales con la ayuda de un abogado de Alabama. Pensaban vender las ochenta hectáreas de tierra a un promotor inmobiliario dispuesto a desembolsar una suma lo bastante elevada como para que Gabriel no tuviera problemas a la hora de costearse la universidad; y todavía le sobraría un buen pico.

Cuando terminaron de hablar con el abogado y los representantes del promotor y se retiraban ya del lugar para recoger su coche alquilado, oyeron que alguien les llamaba.

—Hola.

Se dieron la vuelta y vieron a un hombre de piel rojiza, con la cara surcada de arrugas, el pelo blanco hasta los hombros y un sombrero de paja de ala ancha. Estaba junto al sitio donde se levantaba en su momento el porche de la casa.

—Hola —dijo Sean. Ambos se acercaron.

—¿Usted es Fred? —preguntó Michelle.

El hombre asintió.

—Yo soy Michelle y este es mi socio, Sean.

Se estrecharon las manos y echaron un vistazo en silencio a las tierras de la antigua plantación.

—¿Conocían a Sam? —preguntó Fred.

—Un poco. Supongo que usted también.

—Era un buen hombre. Me dejaba vivir en sus tierras. Me traía cigarrillos y Jim Beam. Voy a echarle de menos. Supongo que ya soy el único que queda aquí, ahora que Gabriel se ha ido a vivir a otra parte. Yo tenía a otros dos nativos viviendo conmigo, pero se han marchado.

—¿Koasati? —preguntó Michelle.

—El pueblo perdido, sí. ¿Cómo lo sabía?

—Ha sido de chiripa.

—Me han dicho que va a venderse la hacienda. ¿Ustedes tienen algo que ver? Los he visto reunidos con unos tipos.

—Así es. Pero Gabriel nos habló de su caso y hemos estipulado que usted y su Airstream seguirán teniendo aquí un sitio.

Fred sonrió lúgubremente.

—Dudo que importe.

—¿Por qué?

Él soltó una tos cascada.

—El médico dice que solo me quedan unos meses. Una cosa de pulmón.

—Lo lamento —dijo Sean.

—No lo lamente. Soy viejo. Ya me toca morir. —Posó una mano pequeña en la manga de Michelle—. ¿Quieren venir a mi caravana a tomarse una cerveza? No queda lejos. Y mi Airstream nunca ha recibido a una mujer tan bella como esta joven.

Michelle sonrió.

—¿Qué chica podría rechazar semejante oferta?

Sentados en el interior de la pequeña caravana, se bebieron una cerveza mientras Fred les entretenía con historias de Sam, de Gabriel y de la vida en Atlee.

—¿Saben?, yo siempre noté que Sam era infeliz. Él procuraba no demostrarlo, pero era un hombre infeliz.

Sean tomó un trago de su botella y asintió:

—Creo que tiene razón.

—Sam sentía gran respeto por nuestra cultura. Me hacía montones de preguntas. Sobre nuestros símbolos y rituales.

Sean se irguió en su silla.

—Ahora que lo dice, una vez le vi a Sam una marca en el brazo. —Empezó a dibujarla sobre la capa de polvo de una mesa de la caravana—. Cuatro líneas. Una larga cruzada por dos perpendiculares en los extremos y por una más corta en medio.

Fred empezó a asentir antes de que concluyera.

—Yo le hablé de ello. Verá, en la cultura nativa americana esa es la marca de la protección espiritual. No es koasati, sino de otra lengua tribal. No sé bien cuál. En todo caso, la línea de la izquierda significa winyan, «mujer». La de la derecha, wicasa, «hombre». La línea larga significa wakanyeza, «niño inocente».

—Pero ¿qué quiere decir? —preguntó Sean.

—Quiere decir que es responsabilidad de los padres proteger siempre al niño.

Sean miró a Michelle.

—Gracias, Fred. Eso lo aclara todo.

En el trayecto de vuelta al aeropuerto, Michelle dijo:

—¿Cómo es posible que la gente como Jane y Dan Cox llegue tan lejos?

—Porque ella es dura y fuerte, y capaz de cualquier cosa. Y él posee el carisma necesario para que la gente quiera apoyarle. Un tipo realmente popular.

—¿Así que basta con eso? Que Dios nos ampare.

—Pero también tiene un precio, Michelle.

—¿De veras? —dijo ella, escéptica.

—Saber que cualquier día puede venirse todo abajo.

—Ya me perdonarás, pero no me parece un precio suficiente.

—Créeme, su dimisión como presidente ha sido solo el principio. Se enfrentan a varias décadas de declaraciones y juicios. Y tendrán mucha suerte si al final no dan con sus traseros en la cárcel.

—Esperemos que no tengan esa suerte.

Unos cuantos kilómetros más adelante, Sean cogió un maletín del asiento trasero y sacó un documento. Michelle, que iba conduciendo, le echó un vistazo.

—¿Qué es eso?

—El expediente que tiraste a la basura aquella noche, después de entrar furtivamente en el despacho de Horatio Barnes.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Doblé la esquina justo a tiempo y vi cómo lo tirabas. Lo saqué del cubo y lo sequé. No lo he leído, Michelle. Jamás haría una cosa así. Pero pensé que quizá querrías tenerlo.

Ella echó un vistazo al fajo de hojas.

—Gracias, pero no lo necesito. Ya hemos aclarado las cosas mi padre y yo.

—Entonces, ¿ya sabes lo que dice?

—Sé lo suficiente, Sean. Lo suficiente.

Tras aterrizar en el D. C., recogieron el todoterreno de Michelle y salieron del aparcamiento. Media hora más tarde, estaban en el apartamento de ella. Habían decidido que Gabriel viviera por el momento con Michelle, aunque Sean debía ocuparse de él en la misma medida.

Esta noche, sin embargo, Gabriel se quedaba a dormir nada menos que en casa de Chuck Waters. El agente del FBI tenía seis hijos, tres de ellos de la edad de Gabriel, y, pese a su rostro avinagrado, había demostrado ser un trozo de pan con los niños y enseguida le había tomado afecto al chico. Waters vivía en Manassas y, en los últimos meses, Gabriel se había hecho muy amigo de sus hijos. Sean creía que Chuck, en vista de su extraordinaria inteligencia, albergaba la intención de reclutarlo para el FBI en cuanto terminara la universidad. No obstante, Sean le había dejado a Gabriel las cosas muy claras.

—Tú no debes conformarte con el FBI. Has de apuntar más alto —le había dicho una noche, mientras cenaban los tres.

—¿Más alto qué es?

—El servicio secreto, por supuesto —había respondido Michelle.

Entraron en el apartamento. Michelle dejó las llaves en la encimera de la cocina.

—Coge tú mismo una cerveza. Voy a darme una ducha rápida y a cambiarme. Luego quizá podríamos cenar algo.

—Yo voy a llamar a Waters, a ver cómo está Gabriel —dijo él, sonriendo—. Esto de ser padre no está tan mal.

—Lo dices porque tú te has saltado todos los pañales sucios y las noches sin dormir.

Sean abrió una botella de soda, se sentó en el sofá y llamó a Waters. Gabriel estaba de maravilla, le dijo el agente. El tono alegre del chico, cuando habló después con él, se lo confirmó. Al colgar el teléfono, Sean oyó el grifo de la ducha en el dormitorio de Michelle. Trató de mirar la televisión, pero el argumento de la serie criminal que había puesto era tan endeble, tan poco interesante en comparación con todo lo que acababa de vivir en la realidad, que acabó apagándola. Permaneció sentado con los ojos cerrados, tratando de olvidar lo sucedido en los últimos meses, al menos durante unos segundos.

Cuando volvió a abrir los ojos, advirtió que Michelle no había salido aún. Echó un vistazo al reloj. Había pasado un cuarto de hora. No se oía nada en su habitación.

—¿Michelle?

Silencio.

—¡Michelle!

Con una maldición, se levantó y echó un vistazo alrededor. Después del embrollo demencial en el que habían estado metidos, todo era posible. Sacó la pistola y se deslizó lentamente por el corto pasillo. Encendió una luz pulsando el interruptor con el codo.

—¡Michelle!

Abrió con sigilo la puerta del dormitorio.

Salía un leve resplandor del baño.

Bajando la voz, dijo:

—¿Michelle? ¿Estás bien? ¿Te encuentras mal?

Cuando oyó que se encendía el secador, suspiró aliviado. Se volvió para retirarse, pero no lo hizo. Permaneció allí, contemplando aquella rendija de luz bajo la puerta del baño.

Dos minutos después, oyó que se apagaba el secador y Michelle salió. Llevaba una bata larga y tenía todavía el pelo mojado. No ofrecía una estampa sexy como la de Cassandra Mallory cuando la había visitado en su apartamento. Michelle iba totalmente tapada. Sin rastro de maquillaje. Y sin embargo, para Sean no había comparación. La mujer que estaba contemplando era la más bella que había visto en su vida.

—¿Sean? —dijo ella, sorprendida—. ¿Te pasa algo?

—Solo he venido a ver si estabas bien. Me había empezado a preocupar. —Bajó la vista, avergonzado—. Pero tú pareces estar perfectamente. Quiero decir… estás fantástica.

Se volvió para salir.

—Te espero en el salón. Quizá podríamos pedir…

Antes de que llegase a la puerta, ella se plantó a su lado, lo cogió de la mano y lo arrastró hacia dentro.

—¿Michelle?

Le quitó la pistola y la dejó en la cómoda.

—Ven aquí.

Se sentaron juntos sobre la cama. Ella se despojó de la bata y empezó a desabrocharle la camisa mientras él le deslizaba la mano suavemente por la cadera desnuda.

—¿Estás segura de esto? —dijo Sean.

Ella se detuvo.

—¿Tú?

Él le puso la mano en los labios y los resiguió con el índice.

—En realidad, creo que lo he tenido claro desde hace mucho.

—Yo también.

Michelle se tumbó en la cama y atrajo a Sean hacia sí.