Willa se hallaba sentada frente a Sean, Michelle y Gabriel, con las manos en el regazo y la cabeza gacha. Estaban en la casa que Tuck había alquilado a un par de kilómetros de la antigua, que habían puesto a la venta. Ninguno de ellos quería volver a vivir allí. Tuck, sentado junto a su hija, la rodeaba con el brazo.
—Siento que tu madre muriera —le dijo Gabriel a Willa, sin mirarla abiertamente. Iba vestido con un polo blanco nuevo y con unos tejanos, y llevaba la gorra de los Atlanta Falcons que le había comprado Sean para reemplazar la que había perdido en el incendio. Tenía una mano en el bolsillo y sujetaba entre los dedos la única de sus pertenencias que había sobrevivido al fuego: la moneda Lady Liberty que Sam Quarry había dejado en su mesilla antes de abandonar Atlee para siempre.
—Yo también siento mucho lo de tu madre —dijo Willa—. Fuiste muy valiente en la mina. No estaría viva de no ser por ti.
Gabriel miró a Sean de soslayo.
—Él me sacó de allí. Estoy seguro de que no lo habría conseguido de no ser por el señor Sean.
Willa recorrió con la vista su hogar provisional antes de volver a mirar a Gabriel.
—Él tenía una hija. Se llamaba Tippi.
—Sí. Estaba muy enferma. El señor Sam me dejaba que le leyera.
—Jane Austen. Me lo contó.
—¿Te hablaba mucho de Tippi? —le preguntó Sean a la niña.
—No, pero noté que pensaba mucho en ella. Son cosas que notas. —Miró a su padre—. Intenté huir una vez. Casi me despeñé por el barranco. Él me salvó. El señor Sam me agarró justo antes de que cayera.
Tuck se impacientó un poco.
—Todo eso forma parte del pasado, Willa. No tienes que pensar más en ello, cariño. Se ha acabado.
Ella tamborileó con los dedos.
—Lo sé, papá. Pero una parte de mí… —Se inclinó hacia delante—. Él perdió a su hija, ¿no? Perdió a Tippi.
Michelle y Sean intercambiaron una mirada rápida.
—Sí, así es —dijo Sean—. Pero me parece que tu padre tiene razón. No deberías pensar mucho en ello.
Tuck miró a Gabriel. Era obvio que no se sentía del todo cómodo recibiendo en su casa, y más aún en presencia de Willa, a cualquier persona relacionada con Sam Quarry, aunque solo se tratara de un chico inocente.
—Así que él está viviendo con vosotros, chicos. ¿Qué tal funciona la cosa? —Su tono daba a entender con toda claridad que aquello no iba a funcionar de ninguna manera.
—Funciona de maravilla —dijo Michelle con firmeza—. Lo hemos matriculado para que empiece el curso en un colegio de aquí. Ya ha superado el álgebra, aunque solo está en séptimo; y su nivel en lenguas extranjeras es extraordinario —dijo con orgullo.
—Español y nativo americano —añadió Sean.
—Ah, fantástico —dijo Tuck con hipocresía.
—Es estupendo —dijo Willa, observando a Gabriel—. Debes de ser muy listo.
El chico se encogió de hombros.
—Soy normal. Tengo mucho que aprender. Y aquí todo es…
—¿Distinto? —dijo Willa—. Yo puedo ayudarte.
Tuck soltó una risa ronca.
—Un momento, cariño. Tú vas a estar muy ocupada. Seguro que el señor King puede cuidar del chico.
Michelle le echó un vistazo a la niña.
—Pero gracias por ofrecerte, Willa. Ha sido muy amable de tu parte. —Luego miró directamente a su padre—. Y quién sabe, tal vez vosotros dos lleguéis a ser grandes amigos.
Tuck hizo luego un aparte con Sean y Michelle, mientras Willa le enseñaba su habitación a Gabriel.
—No sé cómo expresar cuánto os agradezco lo que hicisteis. Todo lo que me ha contado Willa… Dios mío, es un milagro que haya sobrevivido. Que cualquiera de vosotros saliera con vida.
—Seguramente no te apetece escucharlo, pero fue Sam Quarry quien volvió a entrar en la mina y salvó a Willa en realidad. De no ser por eso, ella no estaría aquí.
La cara de Tuck se congestionó.
—Sí, bueno, si ese cabrón no hubiera hecho nada de todo esto, Willa no habría estado en aquella mina y Pam seguiría viva.
—Tienes razón. ¿Has hablado últimamente con tu hermana?
Tuck frunció el ceño.
—No mucho. Dan quería llevarse a Willa y hacer un pequeño tour durante la campaña. Pero…
—Pero tú pensaste que parecería un poquito demasiado oportunista —apuntó Michelle.
—Algo así, exacto.
—Los niños ahora te necesitan de verdad, Tuck —le dijo Sean—. Quizá te convenga dejar que tu socio, David Hilal, se encargue de dirigir el cotarro una temporada. —Hizo una pausa—. Eso sí, tú mantente alejado de su esposa.
Tuck se quedó estupefacto. Antes de que pudiera decir nada, Sean le puso una mano en el hombro y añadió:
—Y si se te ocurre acercarte a Cassandra Mallory, te corto las pelotas, hijo de puta.
Tuck se rio un instante antes de darse cuenta de que Sean hablaba completamente en serio.
Más tarde, cuando ya iban a buscar el coche, Willa salió corriendo, los alcanzó y les entregó tres sobres.
—¿Qué es esto? —preguntó Michelle.
—Cartas de agradecimiento. Por todo lo que hicisteis por mí.
—Cariño, no hacía falta.
—Mi madre decía que siempre hay que escribir cartas de agradecimiento. Y además, quería hacerlo.
Gabriel sujetaba su sobre como si fuera la cosa más preciosa que le hubieran dado en su vida.
—Qué amable, Willa. Gracias.
Ella los miró con unos ojos tan enormes que parecían abarcar todo su rostro.
—Odio al señor Sam por lo que le hizo a mi madre.
Gabriel bajó la vista en el acto y dio un paso atrás.
—Ya lo sé, cielo —dijo Michelle—. No creo que él pretendiera que tu madre sufriera ningún daño, pero fue culpa suya aun así.
—De todos modos, justo antes de soltarme, me dijo que si alguna vez llegas a amar tienes que estar preparado para odiar. Supongo que quería decir que si le hacen daño a una persona a la que quieres, tú odiarás a los culpables. Es normal.
—Supongo —dijo Sean, incómodo, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.
—Yo creo que el señor Sam amaba a su hija.
—Yo también lo creo —dijo Michelle, al tiempo que se frotaba un ojo.
—Desde luego que sí —dijo Gabriel—. Seguro.
—Y porque le hicieron daño a ella, odiaba a los culpables.
—Probablemente fue así —dijo Sean.
—Pero luego me dijo otra cosa: que tienes que dejar el odio de lado. Que, de lo contrario, te destrozará por dentro. Y no dejará que vuelva a surgir el amor. —Volvió los ojos hacia Gabriel al decir esto y los dos niños se sostuvieron la mirada largo rato.
—Lo que decía el señor Sam es verdad, Willa. Lo es para nosotros dos. —Gabriel derramó una lágrima sobre su camisa nueva. A ella las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Michelle miró para otro lado mientras Sean inspiraba hondo. Willa alzó hacia ellos sus grandes ojos apenados.
—Así que no voy a seguir odiándole.
Michelle dejó escapar un sollozo y se apartó, tratando de ocultarse detrás de Sean, que también tenía los ojos húmedos.
—Muy bien, Willa —dijo Sean con voz ronca—. Seguramente es buena idea.
Ella abrazó a los tres y volvió a entrar corriendo.
Sean, Michelle y Gabriel no se movieron del sitio durante un rato. Finalmente, Gabriel dijo:
—Vale la pena tenerla como amiga.
—Sí —dijo Michelle—. Ya lo creo.
El día de las elecciones, Dan Cox, reforzado por su heroísmo y por el dramático rescate de su querida sobrina, se alzó con la victoria para un segundo mandato en la Casa Blanca, con una ventaja que se contaba entre las más abultadas de la historia en unas elecciones presidenciales.
Dos meses después de la toma de posesión, Martin Determann, que había trabajado sin respiro, solo dedicado a lo que era sin duda el reportaje de su vida, publicó una exclusiva de nueve páginas en el Washington Post. Determann se había valido con inteligencia del trabajo realizado por Sam Quarry durante tantos años, pero le había conferido la perspectiva de un periodista de investigación profesional y había aportado, cosa aún más importante, pruebas muy sólidas. Su reportaje se hallaba respaldado por datos y fuentes tan meticulosamente contrastados que todos los medios de comunicación del mundo se hicieron eco de la historia y llevaron a cabo sus propias investigaciones, destapando algunos secretos todavía mejor guardados del pasado de Dan Cox.
Determann fue nominado para el premio Pulitzer.
El escándalo provocado desató en todo el país una oleada de furia incontenible contra Dan y Jane Cox. Hasta tal punto que, un sombrío día de abril, Dan Cox, deshonrado y humillado, se dirigió al pueblo americano desde el Despacho Oval para anunciar que dimitiría como presidente de Estados Unidos a las doce en punto del día siguiente.
Y así lo hizo.