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—El negocio periodístico está jodido, ¿eh, Marty? —dijo Sean, alzando la voz—. Ya nadie quiere esperar al periódico. Pueden leerlo online cuando quieren. Aunque sea todo inventado.

Era medianoche. Él y Michelle aguardaban junto a uno de los pilares de un parking subterráneo del centro de Washington. El hombre que caminaba hacia ellos se detuvo y sofocó una risotada cuando ambos salieron de las sombras y se situaron en el tramo iluminado por los fluorescentes.

Sean le estrechó la mano a Martin Determann y le presentó a Michelle.

—¿Y qué negocio no está jodido hoy en día? —dijo Determann, un tipo más bien bajo, de pelo tupido y entrecano y voz sonora. Unos ojos penetrantes bailaban tras sus gafas de diseño—. ¿Y pedirle a la gente que se moleste en leer y pensar las cosas? ¡Dios nos libre!

Sean sonrió.

—A nadie le gustan los quejicas, Marty.

—Bueno, ¿a qué viene tanto secretismo? —Recorrió con la mirada el parking desierto—. Me siento como si estuviera en una escena de Todos los hombres del presidente.

—¿Crees que tu propio Garganta Profunda te ayudará a vender unos cuantos periódicos más?

Determann se echó a reír.

—Preferiría ganar el premio Pulitzer, pero estoy abierto a todo. Oye, tal vez podría haceros de negro literario y escribir vuestra autobiografía. Ya me dirás, con toda la tinta que habéis hecho correr últimamente, podríamos vendérsela sin problemas a algún editor por una cifra de seis dígitos.

—No bromeaba con lo de Garganta Profunda.

Determann se puso serio.

—Yo albergaba la esperanza de que no bromearas, de hecho. ¿Qué tienes?

—Ven. Esto nos llevará un buen rato.

Sean había alquilado una habitación en un motel, un poco al norte de la zona vieja de Alexandria. Se dirigieron hacia allí.

—Bueno, ¿cómo os conocisteis vosotros? —preguntó Michelle mientras circulaban por la avenida George Washington, junto a la orilla del Potomac.

Determann le dio a Sean una palmada en la espalda.

—Este tipo me representó legalmente durante mi divorcio. Sin que yo lo supiera, mi ex era adicta a la coca, se había fundido mis ahorros, me engañaba con el repartidor de UPS y tuvo el descaro, por si fuera poco, de envenenar a mi pececito de colores. Y aun así quería la mitad de mis posesiones cuando yo me enteré de todo y le puse una demanda para sacármela de encima. Cuando Sean terminó su faena, mi querida Ursula no se llevó ni un centavo. Es más, yo me quedé con su perro. Lo cual estuvo bien, porque él siempre me había preferido a mí.

—Me parece que Marty exagera, pero, en fin, aunque a veces magnifica la verdad, es un periodista como la copa de un pino.

—Pero todavía en busca de su primer Pulitzer —dijo él. Echó un vistazo al enorme y abultado archivador de fuelle que Sean tenía a su lado, sobre el asiento—. ¿Estará ahí dentro?

—Enseguida lo vas a averiguar.

Llegaron a la habitación del motel. Sean cerró la puerta y se quitó el abrigo.

—Vamos allá —dijo.

Revisaron metódicamente las fotografías que Michelle había sacado en Atlee mientras iban explicándole a Determann todo lo que habían descubierto, desde el expediente sobre desertores y la historia que Quarry había ido trazando en las paredes del sótano hasta la búsqueda en la mina que a punto había estado de costarles la vida.

Cuando llegaron al incendio provocado por la primera dama que había arrasado la casa y matado a Ruth Ann, Determann no pudo contenerse.

—¡Me estáis tomando el pelo!

—Ojalá fuera así.

Sean le mostró asimismo los archivos que había sacado de Atlee, donde figuraban algunos de los datos que Quarry había averiguado en su larga búsqueda para hacer justicia.

Determann tomó numerosas notas y formuló muchas preguntas. Pidieron café y lo consumieron a medida que transcurrían las horas. Al amanecer, fueron a desayunar y a tomar más cafeína a un restaurante de la zona vieja. Continuaron hablando mientras comían. Las aguas del Potomac discurrían tranquilamente frente a ellos y un jet despegó del cercano aeropuerto y se elevó en el cielo. De vuelta en el motel, tuvieron que respirar de nuevo el humo del periodista, un fumador empedernido, mientras continuaban examinando lo que habían descubierto y también lo que sospechaban.

Cuando terminaron por fin, el sol estaba muy alto en el cielo y ya había pasado de largo la hora del almuerzo.

Determann se arrellanó en su silla y se estiró.

—¿Me creeréis si os digo que este es el embrollo más asombroso que ha llegado jamás a mis oídos?

—Venga ya, no me des coba —dijo Sean, bromeando.

—No, de verdad. Este caso hace que el Watergate y el escándalo Monica Lewinsky parezcan una menudencia.

—Entonces, ¿nos crees? —preguntó Michelle.

—¿Que si os creo? ¿Quién podría haber inventado semejante historia? —Señaló las fotos y las páginas llenas de anotaciones esparcidas sobre la mesa—. Y no es que no haya pruebas.

Encendió otro cigarrillo.

—Lo que no entiendo es para qué había que secuestrar a Willa. Sí, es la sobrina, pero ¿cómo podían estar seguros de que el presidente se implicaría? No era hija suya, al fin y al cabo. Nadie habría podido echarle en cara que escurriera el bulto.

Sean sacó otro expediente que había tomado de los archivos de Quarry. Se habían guardado a propósito esa parte de la historia hasta que el periodista planteara la cuestión.

—Aquí están los resultados de unos análisis de ADN que Quarry llevó a cabo. Estos son de la sangre de Pam y Willa Dutton. Y este otro de Diane Wright. Quarry anotó los nombres debajo de cada resultado.

—Diane Wright, también conocida como Diane Wohl —dijo Determann, que había demostrado una memoria prodigiosa y que ya dominaba el conjunto de la historia y la identidad de los personajes principales.

—Exacto.

—Pero ¿por qué un análisis de ADN?

—Porque demuestra que la madre de Willa es Diane, no Pam.

Determann tomó los documentos y los examinó.

—Di que soy idiota, Sean, pero ahora no te sigo.

Sean le explicó lo sucedido en aquel callejón de Georgia, casi treinta años atrás. Era la primera vez que se lo contaba a alguien, aparte de a Michelle. La lealtad hacia Jane Cox le había impulsado a mantener el secreto. Pero la lealtad tenía sus límites y Sean ya los había alcanzado con la primera dama. En la mina, le había dicho a Sam Quarry que quería contribuir a que la verdad saliera a la luz si él liberaba a Willa. Quarry había cumplido su parte del trato y, aunque Sean había decidido en principio no decir nada, después de descubrir lo que había hecho la primera dama en Atlee, tenía la intención de cumplir lo que le había prometido al hombre antes de que sucumbiera.

Determann se arrellanó en su silla y se quitó las gafas.

—A ver si lo entiendo. El senador Cox con Diane Wright encima. Nueve meses más tarde aparece Willa. Ella es hija suya. Joder. ¿Y lo que le había hecho antes a Tippi Quarry? ¡Menudo gilipollas!

—Esa es justamente la parte de su anatomía que no parecía capaz de controlar —señaló Michelle.

Sean tomó la foto de un hombre de expresión avinagrada de casi cincuenta años.

—Y Quarry descubrió que Jane Cox conocía al carnicero que le practicó el aborto a Tippi y que acabó seccionándole una arteria. La policía la encontró en el sótano de un edificio abandonado, donde el muy cabrón debió de abandonarla después del estropicio. El tipo había perdido su licencia para ejercer la medicina por sus problemas con las drogas y el alcohol, pero aún estaba dispuesto a hacer trabajitos para sus viejos amigos.

—Y no acudieron a un médico normal o a un centro hospitalario porque Tippi podía explicar lo ocurrido, ¿no es así? O porque la gente podía empezar a hacer preguntas incómodas.

—Exacto.

Determann se echó hacia delante y estudió los documentos.

—Pero nadie ha analizado el ADN del presidente…

—Si lo hicieran, cuadrarían por completo.

—Bueno, deben de tener el ADN del tipo almacenado. Quizás esta historia obligará a efectuar un análisis más. —Empezó a tomar notas, pero se detuvo cuando Sean le puso una mano sobre la suya. Levantó la vista con aire inquisitivo.

—Marty, ¿puedo pedirte un favor?

—¿Después de ponerme en las manos la historia del siglo? Sí, creo que puedo permitírmelo.

—No quiero que escribas esta parte de la historia. Sobre Willa.

—¿Cómo dices?

Michelle intervino.

—Willa ha perdido a su madre. La mujer que realmente la trajo al mundo también ha muerto. Nos parece que sería demasiado. Resultaría injusto obligarla a pasar ese trago.

—Y tú ya tienes de sobra sin esa parte de la historia —añadió Sean—. Incluyendo pruebas circunstanciales muy convincentes de que la primera dama incendió una casa y provocó la muerte de una mujer inocente para encubrir las fechorías de su marido. Pero, en fin, tú eres el periodista. Es decisión tuya. No te vamos a obligar a ocultarlo.

Determann parecía incómodo.

—¿Tú crees que Jane Cox pretendía que muriera Ruth Ann al incendiar la casa?

—Quiero creer que no. Pero me imagino que eso solo lo sabe ella. Lo que sí tengo claro es que Willa ya ha pasado bastante.

Determann asintió y le tendió la mano a Sean.

—Trato hecho.

—Gracias, Marty.

—Es una gran historia, Sean —dijo Determann—. Y entiendo perfectamente por qué queréis que salga a relucir la verdad.

—¿Pero? —dijo Sean con recelo.

—Pero va a sacudir este país hasta los cimientos, amigo.

—A veces hay que hacerlo, Marty. A veces hay que hacerlo.