83

Quarry arrojó el teléfono satélite y, soltando un grito de rabia, regresó corriendo al interior de la mina.

Observando desde su escondite, Sean comentó:

—No parece muy contento.

—Acaba de descubrir que él no está muerto.

—¿De qué están hablando? —dijo Gabriel, atento a la conversación—. ¿Quién es «él»?

—Gabriel, ¿hasta qué punto conoces el interior de la mina?

Michelle lo interrumpió.

—No, Sean.

—Michelle, no podemos entrar a ciegas.

—Es solo una criatura.

—Tal vez haya otra criatura ahí dentro.

Gabriel intervino con firmeza.

—Voy con ustedes. Conozco muy bien la mina. Quiero entrar. Yo puedo hablar con el señor Sam.

—Ya lo ves —dijo Sean—. Quiere venir.

Michelle miró a Sean y luego la cara suplicante de Gabriel.

—No tenemos mucho tiempo, Michelle. Ya has visto que Quarry ha entrado furioso.

Gatearon sobre varias rocas más y corrieron hacia la entrada de la mina. La puerta no representó ningún problema porque Quarry no se había molestado en cerrarla.

Entraron rápidamente, con las pistolas y las linternas listas.

En unos instantes se perdieron en la oscuridad.

—¡Daryl! —gritó Quarry—. ¡Daryl!

Su hijo surgió de las sombras.

—¿Qué pasa?

Quarry apenas podía hablar. Apenas podía pensar.

Agarró a su hijo del hombro con su mano enorme.

—Ha llamado Carlos. No ha funcionado. Han podido salir.

—¡Mierda! ¡Estamos jodidos!

—Mascarillas de oxígeno —masculló Quarry.

Daryl miró enfurecido a su padre.

—¿Y ahora qué vamos a hacer, viejo?

Quarry dio media vuelta y corrió por la galería. Daryl avanzó penosamente tras él. Quarry sacó la llave de la habitación de Willa y abrió la puerta violentamente.

Con solo atisbar su expresión rabiosa, Diane Wohl retrocedió tambaleante.

—No, por favor. No. ¡Por favor! —chilló.

Willa parecía confusa.

—¿Qué sucede?

—¡No nos mate! —gritó Diane.

Willa se levantó de golpe y empezó a retroceder. Quarry y Daryl avanzaron hacia ellas.

Quarry jadeaba.

—Están vivos. ¡Están vivos, maldita sea!

—¿Quién está vivo? —gritó Willa.

Quarry apartó de un golpe la mesa, arrojó las sillas a la otra punta de la habitación. Willa corrió junto a Diane, que se había acurrucado en el rincón.

Ambas chillaron cuando Quarry las agarró y empezó a arrastrarlas hacia la puerta.

—¡Vamos! —aulló—. ¡Daryl!

Daryl sujetó a Willa y la alzó en volandas.

—Por favor, señor Sam, por favor. —La niña lloraba tanto que apenas podía hablar.

Diane se había quedado tan desmadejada que Quarry acabó arrastrándola por el suelo. Cuando salieron al túnel, se detuvo y aguzó el oído. La mujer seguía gritando.

—Cállese. Cállese ya.

Ella no obedeció.

Quarry se sacó la pistola del cinto y se la puso en la sien.

—Ya —dijo con firmeza.

Diane enmudeció.

Willa estaba en brazos de Daryl. Cuando Quarry levantó la vista, advirtió que la niña lo miraba fijamente. A él y a la pistola.

—¿Has oído, Daryl? —dijo Quarry de pronto.

—¿Qué?

—Eso.

Un ruido de pasos reverberaba en las paredes de la mina.

—Es la policía —dijo Quarry—. Están aquí. Seguramente un ejército entero.

Daryl miró fríamente a su padre.

—¿Y qué quieres hacer ahora?

—Luchar. Llevarnos al infierno a todos los que podamos.

—Entonces voy a buscar armas.

Daryl le entregó la niña. Antes de que su hijo se alejara corriendo por una galería lateral, Quarry lo agarró del brazo.

—Trae el detonador.

Daryl sonrió con malicia.

—Nos los vamos a cargar, papá.

—Tú tráelo. Pero dámelo a mí.

—Todavía dando órdenes, ¿eh? No saldremos vivos de aquí. Como el viejo Kurt. Solo quedará un montón de huesos.

—¿Qué está diciendo? —gritó Willa.

—¡Anda, rápido! —le espetó Quarry.

—Ya voy, sí. Y volveré. Pero a mi manera, viejo. Solo por esta vez. Esta última vez. A mi manera.

—Daryl…

Pero su hijo ya se había desvanecido en la oscuridad.

Sonaron unos pasos cada vez más cerca.

—¿Quién anda ahí? —rugió Quarry—. ¡Tengo rehenes!

—Señor Sam —gritó una voz.

—¡Gabriel! —exclamó el hombre, estupefacto.

Michelle no había podido evitar a tiempo que el chico llamara a gritos a Quarry. Enseguida le tapó la boca con la mano y lo miró meneando la cabeza.

—¡Gabriel! —gritó Quarry—. ¿Qué haces aquí? —Silencio—. ¿Quién está contigo?

Quarry sabía que era imposible que el chico hubiera llegado allí solo. Lo tenían. Ellos habían logrado salir de la casita. Tippi estaba muerta. Y tenían a Gabriel. Y ahora creían que tenían a Sam Quarry. Pues se habían equivocado. Su rabia se inflamó. Todos estos años, todo este trabajo. Para nada.

—¿Quién es? —dijo Willa con voz temblorosa, rodeando con los brazos el cuello de toro de Quarry.

—Cállate.

—Es ese niño del que me habló. Gabriel.

—Sí, es él. Pero viene con alguien.

Quarry empujó a Diane con el pie.

—Arriba, deprisa.

Diane se levantó. Quarry la sujetó del brazo y, caminando a toda prisa por la galería, doblaron un recodo.

—Por favor, suéltenos —dijo Diane—. Por favor.

—Cierre la boca de una vez o le juro…

Willa dijo:

—No le haga daño, solo está asustada.

—Todos lo estamos. No deberían haber traído aquí a Gabriel.

—¡Señor Quarry!

Se quedaron todos paralizados. Era una voz nueva.

—Señor Quarry. Me llamo Sean King. Estoy aquí con mi colega, Michelle Maxwell. ¿Me oye?

Quarry permaneció en silencio y le puso a Diane la pistola en el costado para que hiciera lo mismo.

—¿Me oye? Nos han contratado para encontrar a Willa Dutton. Nada más. No somos de la policía. Somos investigadores privados. Si tiene a Willa, suéltela, por favor, y nos marcharemos.

Quarry siguió callado.

—¿Señor Quarry?

—Le oigo —gritó—. ¿Y se largarán si se la entrego? ¿Por qué me da la sensación de que hay todo un ejército de policías esperando fuera?

—No hay nadie fuera.

—Ya, usted no tiene por qué mentirme, ¿verdad? —Quarry empujó a Diane hacia el interior del pasadizo.

—Solo queremos a Willa. Nada más.

—Todos queremos muchas cosas, pero no siempre conseguimos lo que queremos.

Las siguientes palabras de Sean dejaron al hombre helado.

—Hemos estado en su casa. Hemos visto la habitación del sótano. Gabriel nos la ha enseñado. Sabemos lo que le ocurrió a su hija. Lo sabemos todo. Y si suelta a Willa haremos cuanto podamos para que la verdad salga a la luz.

—¿Por qué iban a hacerlo? —respondió él.

—Fue una injusticia lo que ocurrió, señor Quarry. Lo sabemos y queremos ayudarle. Pero primero necesitamos rescatar a Willa sana y salva.

—Ya nadie puede ayudarme. No se puede hacer nada por mí. Ustedes saben lo que he intentado. No ha funcionado. Y ahora vendrán a buscarme.

—Todavía podemos ayudarle.

Sean había bajado el volumen de su voz para que Quarry no advirtiera que seguían avanzando, acercándose cada vez más.

—Usted no quiere hacer daño a una niña pequeña —dijo Sean—. Sé que no quiere. De lo contrario, ya lo habría hecho.

Quarry pensó deprisa.

—¿Dónde está Gabriel? Quiero hablar con él.

Michelle le hizo una seña al chico para que hablara.

—Señor Sam, soy yo.

—¿Qué haces aquí arriba?

—He venido para ayudarle. No quiero que le hagan daño, señor Sam.

—Te lo agradezco, Gabriel. Pero que se entere esa gente que está contigo. Escuchen: Gabriel y su madre no han tenido nada que ver en esto. Todo ha sido obra mía.

—Hemos encontrado la carta que dejó —dijo Sean—. Lo sabemos. Ellos no tendrán ningún problema.

—Señor Sam —dijo Gabriel—, no quiero que nadie salga herido. Ni usted ni esa niña. ¿Por qué no la suelta y volvemos a casa? Tal vez podríamos ir en el avión, como me prometió.

Quarry meneó la cabeza lentamente.

—Sí, estaría bien, hijo. Pero no lo veo factible.

—¿Por qué no?

—Las normas, Gabriel, las normas. Lo que pasa es que no rigen para todos. Unos infringen todas las normas y…

Su voz se apagó.

—Señor Quarry —dijo Sean—, ¿quiere hacer el favor de soltar a Willa? ¿Y a Diane Wohl también? ¿La tiene también a ella, verdad? Usted no quiere hacerles daño. Sé que no quiere. Usted no es esa clase de hombre.

Estaban cerca ahora. Sean y Michelle lo percibían. Le indicaron a Gabriel que se quedase detrás.

—¡Señor Quarry!

Quarry sintió que Willa se abrazaba a su cuello con fuerza. Al mirarla, creyó ver bruscamente a otra niña a la que había querido con toda su alma y a la que había dejado perecer en una casa construida con sus propias manos. El tipo tenía razón. Él no era esa clase de hombre. O al menos no quería serlo.

—De acuerdo. De acuerdo. Las soltaré.

Dejó a Willa en el suelo y se arrodillo frente a ella para mirarla de frente.

—Escucha, Willa. Lamento todo lo que he hecho. Si pudiera rectificar, lo haría. Pero no puedo. Verás, perdí a mi hijita por lo que ciertas personas le hicieron. Y eso me consumió, me convirtió en alguien que nunca había querido ser. ¿Lo entiendes?

Ella asintió lentamente.

—Supongo —dijo con un hilo de voz—. Sí.

—Cuando amas a alguien, tienes que estar preparado también para odiar. Y a veces es el odio el que prevalece. Pero escúchame, Willa. Tú quizá tengas un buen motivo para odiar, pero aun así debes dejar ese odio de lado. Porque de lo contrario, te destrozará para toda tu vida. Y todavía peor: no dejará ningún espacio para que vuelva a surgir el amor.

Antes de que ella pudiera decir nada, Quarry le dio la vuelta, orientándola hacia la salida.

—Va hacia ustedes. Ella sola. Andando, Willa. Camina hacia donde suenan sus voces.

—Por aquí, Willa —la llamó Michelle.

La niña se volvió hacia Quarry una vez.

—Ve, Willa. Ve. Sin mirar atrás. —Quarry sabía que, cuando descubriera lo de su madre, el dolor cambiaría por completo su vida. Le odiaría, y con razón. Confiaba únicamente en que la cría hubiera escuchado sus palabras y no dejara que ese odio arruinara su vida. Como se la había arruinado a él.

Ella se apresuró por el pasadizo.

Quarry gritó:

—¿Cómo me han encontrado? ¿Fue por las letras escritas en los brazos de la mujer? ¿Por la lengua koasati?

Sean titubeó antes de responder.

—Sí.

Quarry meneó la cabeza.

—Mierda —masculló entre dientes.

—Ahora Diane Wohl —gritó Sean cuando Willa llegó a su altura.

Quarry echó una mirada a la mujer y asintió.

—Vamos.

—¿No me va a disparar por la espalda? —dijo ella, con voz trémula.

—Yo no disparo a nadie por la espalda. Pero sí en el pecho si me dan motivos. —Le dio un empujón—. Vaya.

Ella echó a correr por la galería, aunque se volvió para gritar.

—¡Maldito cabrón!

Pero su grito fue ahogado por otro aún más fuerte que venía de detrás. Como el grito de Johnny Reb en la guerra de Secesión antes de lanzarse al ataque.

—¡Cuidado! —exclamó Michelle.

—¡Daryl! —gritó Quarry, que había reconocido la voz—. ¡No, muchacho! ¡NO! Gabriel está aquí.

Daryl venía del fondo de una galería disparando con un MP5.

—¡Agachaos! —dijo Michelle, protegiendo a Willa con su cuerpo y disparando a su vez.

Sean se agazapó mientras una ráfaga de balas pasaba por encima de su cabeza.

Atrapada en medio del tiroteo, Diane Wohl recibió múltiples impactos de MP5 en el torso, que casi la partieron en dos. Al desplomarse, la mujer se volvió hacia Quarry con la boca entreabierta y unos ojos desorbitados. Y acusadores. Luego se desmoronó en el suelo, bañada en su propia sangre. Aquella mina sería su tumba.

—¡Hijos de puta! —rugió Daryl, que tiró el cargador vacío, metió uno nuevo y empezó a disparar en todas direcciones; las balas rebotaban en las paredes, en el techo y el suelo de piedra. Era como si estuvieran atrapados en una máquina de pinball letal.

Quarry corrió hacia él.

—¡Detente, Daryl! ¡Ya basta! Gabriel…

Si Daryl oyó a su padre, obviamente ya no le obedecía. Eso era, al parecer, lo que había querido decir con «a mi manera».

Arrojó el MP5 recalentado, sacó dos pistolas semiautomáticas niqueladas y avanzó lanzando una lluvia de proyectiles por delante. Los agotó, metió cargadores nuevos y siguió disparando. Cuando los gatillos soltaron un chasquido, sacó una escopeta de una larga funda de cuero que llevaba a la espalda, cargó y abrió fuego de nuevo. El arma, de gran calibre, arrancaba trozos de roca de las paredes y esparcía esquirlas mortíferas en todas direcciones.

Minutos después, mientras Daryl recargaba la escopeta, Michelle se levantó de un salto y le disparó a la altura del pecho.

—¡Mierda! —exclamó, contrariada, al ver que simplemente retrocedía tambaleante: su chaleco antibalas había absorbido la mayor parte del impacto—. ¡Cuándo aprenderé a apuntar a la cabeza, maldita sea!

Sean abrió fuego también, tratando de mantener a Daryl a raya, pero este no parecía temer a la muerte. Cargó de nuevo y disparó una y otra vez su escopeta de calibre 10, riéndose y soltando maldiciones. En un momento dado, gritó:

—¿Es así como hay que hacerlo, papá? ¿Eh? ¡Tu chico está a tu lado, papá!

Dándose cuenta de que no podían hacer frente a aquella potencia de fuego, Michelle gritó:

—¡Gabriel, Willa, corred! —Señaló a su espalda—. ¡Por allí!

Gabriel cogió a Willa de la mano.

—¡Vamos!

Echaron a correr.

Unos segundos después, Sean soltó un gruñido de dolor.

—¡Mierda!

Michelle echó un vistazo mientras cargaba otra vez y lo vio encorvado, sujetándose el brazo. Una esquirla de roca se lo había desgarrado.

—Estoy bien —dijo él con una mueca.

Aunque no lo veían en la oscuridad, Daryl tenía ahora en las manos algo más terrorífico incluso que un MP5 a bocajarro: una caja pequeña con una palanca.

—Eh, federales, ¡vayamos todos a ver al Señor! —aulló con una risotada.

—¡No! —Quarry se abalanzó sobre su hijo justo cuando este accionaba la palanca. Daryl se vino abajo. Quarry, llevado por la inercia, rodó más allá y cayó tras un montón de escombros.

Hubo un momento de silencio y luego explotó la primera carga. La detonación atronó por el túnel como un tren desbocado, mandando por delante una oleada de polvo asfixiante y una granizada de rocalla propulsada a toda velocidad.

Daryl se incorporó justo entonces y recibió toda la violencia del impacto. Una roca disparada le seccionó la cabeza de cuajo. Quarry estaba en gran parte parapetado tras el montón de escombros donde había aterrizado. Unos instantes más tarde se levantó con piernas temblorosas, cubierto de polvo.

Echó apenas un vistazo a los restos de su hijo y corrió por la galería. Encontró a Sean y Michelle derrumbados por la fuerza de la deflagración y los ayudó a levantarse.

—¡Rápido! —gritó—. La próxima estallará a tres metros de aquí.

Corrieron a la desesperada. Al explotar la siguiente carga, el techo de la mina se vino abajo justo detrás de ellos. La brutal onda expansiva volvió a derribarlos. Cuando intentaba levantarse, Michelle soltó un grito y se agarró el tobillo. Quarry se agachó, la alzó con sus brazos vigorosos y se la cargó al hombro en un solo movimiento. Un instante después, un enorme pedazo de roca se desplomó donde ella había estado tendida.

—Deprisa, deprisa —le gritó Quarry a Sean, que iba por delante sujetándose el brazo herido—. La siguiente va a estallar ya.

Treparon sobre una montaña de escombros y, entre el humo y la confusión, no vieron a Gabriel y Willa acurrucados al fondo de una galería lateral, adonde habían ido a refugiarse cuando el techo casi se había desmoronado sobre ellos.

Momentos más tarde, explotó una tercera carga y la montaña dio otra sacudida. En varios tramos más, el techo de roca cedió y se vino abajo.

Finalmente, llegaron a la puerta y salieron al exterior. Quarry depositó a Michelle en el suelo y se quedó agachado, jadeando como un atleta desfondado.

Michelle se agarró el tobillo y levantó la vista hacia él. Estaba cubierto de tierra y de polvo de carbón. Con todo el pelo blanco desgreñado y su cara curtida por el sol, parecía el superviviente de un cataclismo. Lo era, en cierto modo. Todos lo eran.

—Me ha salvado la vida —balbució Michelle.

Quarry miró a Sean y vio que le goteaba el brazo de sangre. Se arrancó una manga de la camisa e improvisó un tosco torniquete sobre la herida. Cuando se apartó, Sean reparó en las líneas quemadas de su brazo. Miró a Michelle, con aire inquisitivo. Ella también se había fijado.

Sean se puso rígido de golpe.

—¿Dónde están los niños?

Quarry y Michelle miraron en derredor.

Ella gritó:

—¿Willa? ¿Gabriel?

Quarry ya estaba mirando la entrada de la mina.

—Todavía están dentro.

Se volvió y cruzó corriendo la puerta justo cuando otra explosión sacudía la mina.

Sean se levantó de un salto para seguirle.

—¡No, Sean! —chilló Michelle, asiéndolo del brazo—. No vuelvas a entrar. La montaña entera está a punto de desmoronarse.

Él se zafó.

—He sido yo quien ha arrastrado a Gabriel ahí dentro. Le prometí a su madre que se lo devolvería sano y salvo.

Las lágrimas rodaban por la cara embadurnada de polvo de Michelle. Trató de decir algo, pero no le salieron las palabras. Sean dio media vuelta y corrió hacia la mina.

Ella se incorporó a duras penas para seguirle, pero volvió a derrumbarse enseguida, agarrándose el tobillo fracturado.

Quarry iba delante y se movía rápidamente, con toda la energía que proporciona el pánico. Pero Sean corrió como no había corrido jamás y se puso a la altura del viejo.

Ambos gritaron:

—¡Gabriel! ¡Willa!

Oyeron algo a la izquierda. Doblaron por esa galería mientras una carga arrasaba otro sector de la mina. Todo crujía y rechinaba. En algunos tramos la roca empezaba a ceder. Aun sin explosiones, todo iba a venirse abajo.

Los encontraron acurrucados junto a un montón de rocas que se habían desprendido del techo. Sean alzó a Willa en brazos mientras Quarry agarraba a Gabriel de la mano y se apresuraron todos a retroceder hacia la entrada.

Otra carga, a poco más de quince metros, los derribó violentamente. Se quedaron sentados unos momentos, escupiendo polvo, con los tímpanos doloridos y los miembros derrengados y a punto de desfallecer. Volvieron a ponerse de pie y avanzaron tambaleándose. La entrada ya estaba a la vista. Distinguieron la luz del sol. Sean se arrancó a correr como nunca en su vida, estrechando a Willa contra su pecho. Tenía la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho.

Cuando cruzaron la entrada, dejó a la niña en el suelo.

—Corre, cariño. Corre.

La niña salió disparada hacia Michelle, que había conseguido incorporarse aferrándose a un promontorio rocoso.

En el interior de la mina, Quarry, siempre tan recio pero ahora exhausto hasta un extremo inaudito, tropezó con una piedra y se desplomó. Gabriel se detuvo.

—¡Sigue, Gabriel, sigue!

Gabriel no obedeció. Retrocedió y le ayudó a levantarse.

Corrieron hacia la puerta, hacia la luz. El cielo de Alabama tenía un tono precioso y el sol relucía con calidez.

Sean ya se internaba en la mina de nuevo. Los vio venir.

—¡Vamos! —rugió—. Vamos.

Agarró a Gabriel de la mano y lo arrastró consigo.

Michelle y Willa observaban desde lejos. En la oscuridad de la galería, distinguieron la silueta de los dos hombres y del chico, corriendo con todas sus fuerzas.

—¡Vamos! —gritó Willa.

—¡Corre, Sean! —añadió Michelle.

Un metro.

Medio.

Sean cruzó la entrada.

La última carga estalló.

La montaña vomitó una gran oleada de polvo y humo y la mina se desmoronó por completo.

Cuando la polvareda se despejó, Sean yacía boca arriba cubierto de tierra y cascotes.

Encima de él, estaba Gabriel. Todavía respiraba.

De Sam Quarry no había ni rastro, sin embargo. Seguía en la mina, bajo toneladas de roca.