El presidente y su mujer permanecían de pie mirando a Tippi Quarry mientras la máquina inflaba sus pulmones, mientras el oxígeno entraba por su nariz y el monitor registraba su ritmo cardíaco y demás constantes vitales.
—Lleva así más de trece años —dijo Jane—. No tenía ni idea.
El presidente la observó.
—No la recuerdo, cariño; te juro que no la recuerdo. Tiene una cara bonita, de todos modos.
Cuando dijo esto, Jane se apartó ligeramente de su marido. Él no pareció advertirlo.
—¿Tippi Quarry? —dijo él con curiosidad.
—Sí.
—¿En Atlanta?
—Así es. De la empresa de relaciones públicas que contribuyó al lanzamiento inicial de tu campaña para el Senado. Estaba allí de voluntaria, recién salida de la universidad.
—¿Cómo sabes todo esto?
—Me tomé la molestia de averiguarlo. Me molesté en hacer averiguaciones acerca de todas las mujeres en las que parecías tan interesado en aquel entonces.
—Sé que te hice pasar un infierno. —Volvió a mirar a Tippi—. No recuerdo haber tenido ningún contacto con ella.
—De ahí, sin duda, que nadie llegara a relacionaros. Pero sí tuviste contacto con ella. Cosa que incluso a mí me sorprendió. Os encontré juntos en la habitación de nuestro hotel. Ella gritaba que te quitases de encima, pero ya era tarde. Ya habías terminado. Me costó horas calmarla mientras tú permanecías desmayado en un rincón, con demasiada ginebra y muy poca tónica en el cuerpo.
—¿Por qué no vino la policía? ¿Estás segura de que no fue mutuamente consentido?
—Ella no llamó a la policía porque yo la convencí al final de que si el incidente trascendía sería un tremendo embrollo. Que era solo su palabra contra la tuya, que ella estaba en nuestra habitación y yo no podía testificar contra mi propio marido. Tú ibas camino del Senado y posiblemente de la presidencia. Ella era una joven con todo el futuro por delante. Un futuro que podía echarse a perder si aquello se hacía público. Si la gente creía que ella había provocado una situación sexual; que había tratado de aprovecharse de tu posición. De atraparte, en cierto modo. Fui persuasiva. Incluso le dije que era una enfermedad lo que tú tenías. Le pinté un cuadro muy convincente.
—Gracias, Jane. Me salvaste. Una vez más.
Ella repuso fríamente.
—Te odié. Te odié por lo que le habías hecho a ella. Y a mí.
—Como has dicho tú misma, era una enfermedad. He cambiado. Lo he superado. Tú lo sabes. No ha vuelto a ocurrir, ¿no?
—Volvió a ocurrir una vez más.
—Pero yo no forcé a aquella mujer. Y luego ya no hubo más. Me esforcé por superarlo, Jane. He corregido mi conducta.
—¿Tu conducta? Dan, no estamos hablando de dejarte los calzoncillos tirados por el suelo. Violaste a esta pobre mujer.
—Pero no volví a hacerlo más. Eso es lo que digo. Cambié. Me convertí en otra persona.
—Ella no tuvo la oportunidad de cambiar, eso está clarísimo.
Al presidente se le ocurrió de golpe una idea. Examinó con espanto la exigua habitación.
—¿No habrá ningún micrófono por aquí, no?
—Yo creo que ese hombre ya tiene todo lo que necesita. Incluso sin esta pobre mujer.
—¿A qué te refieres?
—A Willa.
—¿Qué hay de ella?
—Es tu hija. Y él lo sabe.
El presidente, totalmente lívido, se volvió hacia su esposa.
—¿Willa es hija mía?
—No seas estúpido, Dan. ¿Acaso creías que Diane Wright iba a desaparecer sin más cuando se quedó embarazada?
Cox puso el brazo en la pared para sostenerse.
—¿Por qué demonios no me lo habías contado antes?
—¿Qué habrías hecho si te lo hubiera contado?
—Yo… bueno… yo…
—Ya. Nada, como siempre. Así que yo intervine y arreglé ese nuevo estropicio.
—¿Por qué no abortó simplemente?
—¿Para acabar como ella? —dijo Jane, señalando a Tippi—. No es tan fácil como tú te crees, Danny. Me puse en contacto con esa mujer. Le dije que todo se arreglaría. Que comprendía lo sucedido y no le echaba la culpa.
—¿Cómo ocurrió?
—Al parecer, te la ligaste; diría que en un bar. Debiste de ser extremadamente encantador para que accediera a tener relaciones sexuales tan deprisa. O quizás eso indica el tipo de mujeres por las que te sentías atraído.
Él se puso la mano en la frente.
—No me acuerdo de nada. Te lo juro.
—¿Así que no recuerdas que Sean King te llevó a casa?
—¿King? ¿Sean King? ¿Él lo sabe?
—Te sorprendió con ella en el coche. Y nunca le ha dicho una palabra a nadie.
—¿Por eso te hiciste amiga de él?
—Ese fue un motivo, sí.
Él la miró con dureza.
—¿Había otros motivos?
—No te atrevas siquiera a hacerme esa pregunta.
—Perdona, Jane. Perdona.
—Wright volvió a llamarme un mes más tarde. No le había venido la regla. Luego comprobó que estaba embarazada. No tenía duda de que tú eras el padre. No se había acostado con nadie más. De hecho, tú eras el primero, me dijo. Yo la creí. No quería dinero ni nada. Estaba asustada, simplemente. Y no sabía qué hacer. Como Tippi Quarry. Tuck y Pam vivían en Italia en aquella época. Ella se había quedado embarazada, pero había tenido un aborto. No se lo contó a nadie, salvo a Tuck y a mí. Y lo cierto era que el bebé de Wright era tuyo, aunque no lo hubieras tenido con tu esposa. No podía permitir que cayera en manos de un extraño, porque me constaba que ella no pensaba quedárselo. Era de tu propia sangre, pese a todo. Llegué a un acuerdo con Wright y ella viajó a Italia ocho meses después. Nos reunimos allí. En cuanto hubo nacido el bebé, se lo llevé a Pam y Tuck. Cuando volvieron más tarde a casa, todo el mundo dio por supuesto que la niña era suya.
—¿Me ocultaste todo esto?
—Considerando lo que tú has tratado de ocultarme a lo largo de los años, diría que tengo mucho margen para compensarlo.
—Pero ¿por qué tantas molestias por…?
—¿Por un bebé que tuviste follando con otra mujer? Como he dicho, esa niña tiene tu sangre. Es tu hija, Dan. Uno de nosotros dos tenía que asumir la responsabilidad. Y fui yo quien la asumió. ¡Siempre he sido yo!
—¿Nunca se lo dijiste a Tuck y Pam? ¿Que Willa era mía?
—¿Cómo iba a decírselo? «Ah, por cierto, querido hermano, esta es una hija bastarda de Dan. ¿La quieres?» En cuanto a Diane Wright, nunca conoció a Pam y Tuck. Dio por sentado que yo había buscado a alguien para hacerse cargo del bebé. Por motivos obvios, yo no quería que conociera la nueva identidad de Willa. Pero Sean King descubrió que Pam solo había dado a luz a dos niños. Por eso tuve que impedir que viera nadie las cartas del secuestrador y traté de encubrir los hechos.
—No lo entiendo.
—Si descubrían que Willa era adoptada, la gente podía empezar a investigar, Dan. Tus enemigos políticos, sin ir más lejos. Podían localizar a Diane Wright y desentrañar toda la historia: descubrir que habías tenido relaciones con ella y que yo me había encargado de que su bebé —tu bebé— se lo quedara mi hermano. Habría sido imposible disimular la verdad. Y tu carrera habría terminado.
—Entiendo. Yo le tengo mucho cariño a Willa —dijo el presidente—. Siempre se lo he tenido. Quizás intuía la conexión con ella.
—Es una niña inteligente, dulce y buena. Y haré cualquier cosa por recuperarla sana y salva.
El presidente contempló a Tippi.
—Nosotros, de todos modos, no tenemos la culpa de que ella terminara así.
Jane se secó los ojos con un pañuelo de papel.
—Yo, sí. Ella me llamó muerta de pánico al descubrir que estaba embarazada. No podía decírselo a sus padres, me dijo. No lo comprenderían. Además, no quería tenerlo. Y no podía culparla, puesto que tú la habías violado. El aborto era la única alternativa. Yo no podía permitir que fuese a un hospital o a un médico de verdad. Podría haber trascendido. Tal vez habrían contactado con sus padres. Había que actuar deprisa y con discreción. Yo sabía de alguien que podía hacerlo. Incluso la llevé en coche y la dejé allí. Pagué la intervención y le di dinero para que volviera a casa en un taxi. El muy idiota debió de hacer una chapuza. Yo… nunca llegué a enterarme, sin embargo. No averigüé más. Supongo que no quería saber más. Solo quería olvidarlo todo.
—Una tragedia, se mire como se mire —dijo el presidente aturdido, todavía con la vista fija en Tippi.
—Deberíamos hacer esto —dijo Jane— y salir de aquí. Y recuperar a Willa.
—Cariño, si es cierto lo que Waters nos ha dicho en el helicóptero, no vamos a recuperar a Willa.
—¿A qué te refieres?
—Él quiere matarnos, ese tal Quarry. Tal vez trate de hacerlo cuando salgamos de aquí.
—¿Cómo? Estamos rodeados de un ejército. Siempre estamos rodeados de un ejército.
—No lo sé. Pero ¿y si esa era su intención desde el principio? Seguro que lo intentará.
—¿Qué es que lo que estás diciendo, pues?
—Que hemos de concentrarnos en sobrevivir los dos. Si hay un intento de asesinato y fracasa, él se enterará. Matará a Willa, si es que no la ha matado ya. Pero además tratará de hacer público lo ocurrido. Hemos de estar preparados. Tenemos que fraguar una versión alternativa. Sean cuales sean las pruebas de que disponga, mi gente puede contrarrestarlas. Él es un solo hombre. Yo tengo a un ejército de maestros en el manejo de la opinión pública.
—Puede que sea un solo hombre, pero mira lo que ha conseguido hasta ahora.
—Eso no importa. Solo importa cómo terminan las cosas. Y ahora hagamos lo que Quarry nos pidió y salgamos de aquí.
Se situaron ambos frente a la cama, cogidos de la mano.
Jane fue la primera en hablar.
—Lo siento, Tippi. Nunca pretendí que esto ocurriera. Lo siento muchísimo.
El presidente carraspeó.
—Espero que llegues a perdonarme por lo que te hice. Eh… no basta con decir que no lo recuerdo, o que no era yo mismo el que actuaba. Era responsabilidad mía. Y habré de cargar con este peso el resto de mi vida. Yo también lo siento, Tippi. Lo siento con toda mi alma.
Jane tocó levemente la mano de Tippi. El presidente se disponía a hacer lo mismo, pero al parecer se lo pensó mejor y retiró los dedos en el último momento.
Se volvieron hacia el umbral.
La Brigada de Rescate estaba a unos metros; Foster, Waters y el equipo del servicio secreto aguardaban tras ellos, todos listos para actuar en cuanto les dieran la orden.
En el búnker, Carlos vio claramente a la pareja en el monitor.
Pulsó el único botón del control remoto. Lo cual hizo que sucedieran dos cosas simultáneamente.
La parte izquierda de la jamba saltó por los aires y una puerta metálica de casi cinco centímetros de grosor surgió del espesor de la pared, impulsada por un sistema hidráulico oculto tras el revestimiento de plomo de la propia pared. Este mecanismo dejó herméticamente atrapada a la pareja.
Entonces, sonó dentro de la casita una especie de silbido. En todo el perímetro de la habitación, había unos orificios cuidadosamente recortados en la capa metálica situada bajo el subsuelo. Era con esta capa con la que había tropezado el taladro de la Brigada de Rescate: no la base de cemento armado, sino un segundo subsuelo que ocultaba una cavidad en los cimientos. En el interior de esa cavidad había una serie de cilindros metálicos que contenían gas nitrógeno. Esos cilindros estaban conectados al cable de la toma dual que Quarry había tendido a través de un tubo de PVC empotrado en los cimientos. Y ahora habían sido activados por el control remoto. El gas ascendió por los orificios practicados en la capa de metal y se filtró por las angostas ranuras abiertas entre las tablas del suelo. Las bombonas se hallaban a gran presión y expulsaban con fuerza su contenido. Muy pronto el reducido espacio de la casita se había inundado de gas nitrógeno.
El nitrógeno se produce de forma natural, pero también reduce la cantidad de oxígeno y, en ciertas condiciones, puede ser letal. Las personas expuestas a niveles elevados del gas no sienten ningún dolor. Pierden rápidamente el conocimiento sin darse cuenta siquiera. No perciben que se asfixiarán en pocos minutos, a medida que el oxígeno quede desplazado. Por este motivo, porque era rápido e indoloro, algunos países que se planteaban reimplantar la pena de muerte estaban estudiando la idea de difundir nitrógeno en una cámara de gas.
Habrían hecho bien en estudiar el modelo de Sam Quarry, pues aquel hombre de Alabama había construido la cámara de ejecución perfecta, disimulada en el interior de una choza.
El sistema de respiración artificial de Tippi incluía un conversor y una bombona de oxígeno que suministraban juntos una mezcla de oxígeno puro y ambiental al tubo endotraqueal, y de ahí a los pulmones. Esa mezcla estaba cuidadosamente calibrada, solo que ahora no quedaba oxígeno en la habitación. Y la cantidad de oxígeno puro procedente de la botella no era ni mucho menos suficiente para compensar la diferencia. En su estado tan tremendamente debilitado, Tippi expiró casi de inmediato. El monitor empezó a emitir un pitido y todas sus constantes vitales se transformaron en una línea plana. Su infierno en la Tierra había concluido por fin.
Fuera, los hombres de la brigada y los agentes del servicio secreto, completamente frenéticos, estaban empleando todos los recursos disponibles para forzar la puerta: todos, salvo abrir fuego o detonar una bomba, lo que habría podido ocasionar la muerte de quienes estaban dentro. Cargaron contra la puerta metálica y las paredes: solo para descubrir que había planchas de metal soldadas bajo los tablones de madera. Varios hombres —unos trajeados, otros de uniforme— treparon al tejado con hachas y sierras eléctricas, pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra las recias tablillas y las planchas metálicas atornilladas a la madera maciza. La casita era casi impenetrable.
No se dieron por vencidos, sin embargo. Ocho minutos después, usando motosierras, almádenas y un ariete hidráulico, además de sudor y puro músculo, derribaron la puerta metálica. Cinco hombres entraron corriendo, pero tuvieron que salir enseguida, casi asfixiados por la falta de aire. Otros hombres provistos de mascarillas de oxígeno se apresuraron a entrar.
Cuando salieron unos segundos más tarde, Carlos, con los ojos fijos en el monitor, soltó una maldición. El presidente y la primera dama se estaban quitando las mascarillas de oxígeno con pequeñas botellas adosadas que Jane había ocultado bajo el abrigo. Se las había facilitado el agente Waters siguiendo el consejo de Sean King, que había encontrado las bombonas de nitrógeno sobrantes en el sótano de Quarry y deducido para qué podrían ser utilizadas.
Foster y sus hombres corrieron hacia el presidente y su esposa y los escoltaron tan velozmente de vuelta al helicóptero que los pies de marido y mujer apenas tocaron el suelo.
—¿Se encuentra bien, señor presidente? —preguntó Foster con ansiedad, cuando ya estaban a salvo en la cabina—. Hemos de llevarles a que los sometan a un examen médico.
—Estoy bien. Estamos bien. —Miró a Chuck Waters—. Bien pensado, Waters. Nos hemos puesto las mascarillas en cuanto ha empezado a salir el gas.
—La idea ha sido de Sean King, señor, no mía. Pero aun así, no creía que hubiera gas en esa casa. Creíamos que no ofrecía ningún peligro.
—Bueno, tendré que darle las gracias al señor King. —Echó un vistazo a su esposa—. Una vez más.
Foster, completamente pálido, añadió:
—Si hubiera sospechado por un momento que había una trampa semejante, señor, jamás le habría permitido entrar.
Cox se sacó la pistola de la pretina y se la dio a Foster.
—Bueno, realmente no le he dejado alternativa, ¿no es cierto? Quien haya urdido la trampa es extraordinariamente astuto. A juzgar por la sofisticación de todo el complot, da la impresión de que había detrás una organización terrorista con muchos recursos. Y mi estúpida travesura lo ha puesto a usted entre la espada y la pared, Larry. Lo lamento.
Foster se sonrojó. Era insólito que un presidente se disculpara, mucho menos ante un agente del servicio secreto.
—Acepto sus disculpas, señor presidente. —Los dos hombres se estrecharon las manos.
Cuando se cerró la puerta del helicóptero, el presidente dijo:
—Hemos de volver al D. C. de inmediato.
—No podría estar más de acuerdo, señor presidente —dijo Foster, aliviado.
—¿Y su sobrina?
—Después de lo que ha pasado, no parece haber muchas esperanzas de que siga con vida. Si su objetivo era matarme, es obvio que nunca han tenido la intención de soltarla.
Jane Cox dejó escapar un sollozo y se tapó la cara. El presidente la rodeó con un brazo.
—Pero tenemos que continuar haciendo todo lo que podamos. —Recorrió con la vista el interior del aparato—. No debemos perder la esperanza. Aunque debemos prepararnos para lo peor. Estos cabrones han tratado de matarnos a mí y a mi esposa, pero han fracasado. América no cederá ante el mal. Jamás. Ellos pueden seguir intentando acabar conmigo, pero yo nunca permitiré que prevalezcan. No mientras yo esté al mando.
Todos los agentes que iban a bordo miraron a Dan Cox con inmenso orgullo, olvidando que unos minutos antes había actuado como un loco rabioso, poniéndose una pistola en la sien y demostrando más inquietud por su reelección que por el rescate de su sobrina. Lo cierto era que había entrado con toda valentía en lo que había resultado ser una trampa con el único objetivo de salvarla. Y ahora, tras haber escapado apenas de la muerte, todavía tenía energías para dar ánimos a su esposa y arengar a sus tropas. Una reputación semejante no se la ganaban por regla general los presidentes de Estados Unidos.
Antes de despegar decidieron que, dadas las circunstancias, los Cox no debían viajar en el mismo helicóptero. Jane fue trasladada al segundo aparato en compañía de seis agentes y un par de hombres de la Brigada de Rescate, mientras que el grueso de los efectivos y Chuck Waters permanecían junto al presidente. Dos agentes se quedaron en tierra para contactar con la policía local y ocuparse del cuerpo de Tippi Quarry.