Sam Quarry miraba tan fijamente el improvisado teléfono vía satélite que tenía en la mano que parecía como si estuviera sujetando una serpiente venenosa. Aún faltaba mucho para que Carlos le llamara, pero una parte de él deseaba que la llamada ya se hubiera producido. Deseaba que esto terminara de una vez.
Comprobó con Daryl que todo estuviera a punto y se dirigió a la habitación de Willa. Cuando entró, la niña y Diane estaban acurrucadas alrededor de la mesa. Eso lo había decidido Quarry hoy mismo, este último día: que las dos debían estar juntas. Ambas levantaron la vista al verlo entrar y cerrar la puerta.
Quarry se apoyó en la pared y encendió un cigarrillo.
—¿Qué sucede? —preguntó Willa con voz temblorosa. No había vuelto a ser la misma desde que había descubierto que tal vez le había sucedido algo a su familia.
—Casi se ha terminado —dijo Quarry—. Al menos, eso espero.
—¿Lo espera? —dijo Diane, con expresión cansada.
—Sí, espero —respondió—. Y rezo para que así sea.
—¿Y si no se hacen realidad sus esperanzas? —preguntó Willa.
—Sí, diga, «señor Sam» —dijo Diane fríamente—. ¿Entonces, qué?
Él no le hizo caso y miró a Willa.
—He llevado a mi hija a casa. La enferma.
—¿Para qué?
Él se encogió de hombros.
—Ya iba siendo hora de que volviera. Me he despedido de todo el mundo y demás. Está todo en orden.
—¿Se ha despedido? —preguntó Willa, asustada.
—Verás, salgan como salgan las cosas, todo ha terminado para mí. He hecho lo que debía. Ya no volveré a ver a nadie.
—¿Piensa matarse? —dijo Diane con un deje esperanzado.
Los labios de Quarry se distendieron en una sonrisa.
—¿Acaso puede matarse un hombre que ya está muerto?
Diane se limitó a desviar la vista, pero Willa dijo:
—¿Quién cuidará de su hija si no está usted?
Diane volvió a mirar al hombre con curiosidad. Era obvio que ella no se había detenido en ese detalle.
Quarry se encogió de hombros.
—Ella estará bien.
—Pero…
Se fue hacia la puerta.
—Ustedes no se muevan.
Salió.
Diane se acercó a la niña.
—Esto no va a acabar bien, Willa.
Ella miraba fijamente la puerta.
—Willa, ¿me oyes?
La niña no la oyó, en apariencia. Siguió mirando la puerta.
No habían encontrado la avioneta en su sitio, así que Michelle conducía a toda velocidad. Gabriel, a su lado, iba dándole indicaciones; Sean, en el asiento trasero, escudriñaba el cielo por si veía el helicóptero donde viajaban el presidente y la primera dama, quienes tenían muchas preguntas que responder.
—Gire ahí, a la izquierda —dijo Gabriel.
Michelle hizo un viraje que zarandeó a Sean violentamente en el asiento trasero.
—Sería muy contraproducente que muriéramos antes de llegar —dijo con aspereza mientras volvía a acomodarse a duras penas y se ponía el cinturón de seguridad.
—¿Cuánto falta, Gabriel? —dijo Michelle.
—Una hora más —dijo él—. El señor Sam llega mucho más deprisa con el avión. Yo nunca he subido en un avión, ¿y usted?
Michelle estudiaba la carretera que tenía delante. Cada vez que enfilaban una recta pisaba a fondo, pero a medida que ascendían a un terreno más montañoso las rectas empezaban a escasear.
—Sí, he subido en un avión. —Volvió la cabeza hacia Sean—. Él ha estado a bordo del Air Force One con el presidente.
Gabriel se volvió y lo miró, sobrecogido.
—¿Ha conocido al presidente?
Sean asintió.
—Pero no olvides que es un hombre de carne y hueso y que ha de ponerse los pantalones como tú y como yo. Solo cuando los lleva puestos puede apretar un botón y hacer saltar el mundo por los aires.
Michelle se volvió y le lanzó una mirada en plan «¿Qué demonios dices?» antes de comentar:
—Si quieres subir en un avión algún día, Gabriel, podemos arreglarlo.
—Sería guay. Tome a la derecha por esa carretera.
—¿Qué carretera? —dijo Sean, mientras otro bache le hacía dar un bote en el asiento—. ¿Te refieres a esta pista de obstáculos que hemos recorrido en los últimos quince kilómetros?
Mientras hacía el giro y el camino se volvía aún más empinado, Michelle puso la tracción de cuatro ruedas. Siguieron avanzando entre sacudidas.
—Háblanos de la mina, Gabriel —dijo.
—¿Qué quiere saber?
—¿Hay una sola entrada o más?
—Solo una, que yo sepa. El señor Sam construyó una pista de hierba. Yo subía a veces con él en la camioneta y recortábamos la hierba hasta dejarla bien pareja.
—Continúa —lo animó ella—. Cuanto más sepamos, más preparados estaremos.
Gabriel le habló de las galerías y de las habitaciones que Quarry había construido en su interior.
—¿Para qué hizo todo eso? —preguntó Sean.
—Dijo que si llegaba el fin del mundo, subiríamos y viviríamos todos allí. Tiene almacenada comida, agua, faroles, cosas así.
—Y armas —dijo Michelle.
—Y armas —asintió Gabriel—. Seguramente un montón.
Sean sacó su propia pistola de nueve milímetros, junto con dos cargadores extra que siempre llevaba encima.
Dos pistolas, unos pocos cargadores, un chico pequeño, dos rehenes como mínimo que rescatar y la perspectiva de adentrarse en una mina oscura cuando el otro bando iba armado hasta los dientes y conocía cada recoveco…
Captó la mirada de Michelle en el retrovisor.
Obviamente, ella estaba pensando lo mismo, porque le dijo moviendo solo los labios: «Ya lo sé».
Sean miró por la ventanilla. El terreno se iba haciendo más escarpado. Incluso cuando el sol empezó a alzarse en el cielo, todo parecía frío y sumido en la penumbra. Volvió a pensar en el sótano de Atlee, en aquella historia trazada en las paredes que seguramente Quarry había tardado años en reconstruir. Evocó aquella noche en Georgia, cuando caminaba por la calle y vio a aquella joven encima del futuro presidente y luego bajándose del coche con las bragas en los tobillos. El tipo tenía una esposa bella e inteligente esperándole en casa. Acababan de elegirlo para el Senado de Estados Unidos. ¿Y estaba tirándose a una joven de veinte en un coche?
Su pensamiento se volvió hacia la otra mujer. Tippi Quarry.
«Él me violó, papá».
Un aborto sangriento.
En coma durante todos estos años.
«Estado vegetativo permanente», había escrito Quarry en la pizarra, subrayando tres veces cada palabra.
Sean no tenía hijos. Pero si los tuviera y le hubiera sucedido algo semejante a su hija, ¿qué habría hecho? ¿Hasta dónde habría sido capaz de llegar? ¿Qué clase de historia habría trazado en una pared? ¿A cuánta gente habría matado?
Volvió a deslizar la pistola en la funda.
Encontrarían a Sam Quarry en la mina. De eso estaba seguro. Encontrarían a Willa y a la tal Diane. Aunque no sabía si vivas o muertas.
En cuanto a lo que él y Michelle deberían hacer…
No tenía ni idea.