—¿Usted es Ruth Ann? —preguntó Michelle, ahora con los ojos fijos en la mujer, no en el arma.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Mami, son del Gobierno. Vienen por el señor Sam.
—Tú estate calladito sobre el señor Sam, chico.
—Ruth Ann —dijo Sean—, no queremos que nadie sufra ningún daño, pero creemos que ese señor Sam ha secuestrado a una niña llamada Willa Dutton.
—¡No, nada de eso! —Su dedo se tensó alrededor del gatillo.
—Mami, yo vi el nombre abajo, en la habitación del sótano. Y su fotografía. La vimos en la tele.
—Cierra la boca, Gabriel. No te lo voy a repetir.
—La vida de una niña está en juego —dijo Michelle—. Una niña no mucho mayor que Gabriel.
—El señor Sam no le ha hecho daño a nadie. Él no es así.
—La señorita Tippi ha desaparecido, mami —dijo Gabriel.
Ruth Ann se quedó boquiabierta.
—¿Qué?
—No está en su habitación. El señor Sam se la ha llevado.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—Ruth Ann, si nos deja echar un vistazo a la casa y no encontramos nada raro, nos iremos —dijo Sean—. Lo único que queremos es encontrar a Willa y llevarla de nuevo con su familia.
—¿Esa niña pequeña, dice?, ¿la de la madre asesinada? —dijo Ruth Ann, aflojando ligeramente la presión sobre la escopeta.
—Esa.
—¿Qué tiene que ver el señor Sam con eso? ¡Diga!
—Tal vez no tenga nada que ver. Y en tal caso, no le ocurrirá nada. Así de simple. Y si no cree que esté implicado, no debería importarle que echemos un vistazo —dijo Michelle.
—Por favor, mami, déjales.
—¿Por qué estás tan emperrado en que lo hagan, Gabriel?
—Porque es lo correcto. Y el señor Sam haría lo mismo si estuviera aquí.
Ruth Ann miró a su hijo largamente; luego bajó la escopeta y retrocedió un paso.
Sean y Michelle se apresuraron a entrar en el vestíbulo de Atlee y echaron un vistazo alrededor.
—Como viajar al pasado —musitó Sean.
Michelle aún estaba pendiente de la mujer, que no se despegaba de ellos.
—Ruth Ann, me gustaría que dejara el arma en el suelo y se apartara. Vamos —dijo con la mano en la culata de su pistola.
—¡Hazlo, mami! —Gabriel tenía lágrimas en los ojos.
Ruth Ann obedeció; Michelle cogió la escopeta y quitó las balas.
—Gabriel —dijo Sean—. ¿Cuál es esa habitación que decías?
Bajaron en tropel las escaleras hasta la puerta maciza.
—Yo no tengo las llaves. Las tiene el señor Sam.
—Apártense —dijo Michelle con firmeza. Todos se apartaron; ella apuntó y disparó un tiro a cada lado de la cerradura. Luego enfundó la pistola, retrocedió en el angosto espacio del pasillo y asestó una patada demoledora justo en el punto donde la cerradura conectaba con la jamba. La puerta se abrió con un crujido. Gabriel miraba a la detective con unos ojos como platos. Luego miró a Sean, que se encogió de hombros sonriendo.
—Siempre ha sido un poco fanfarrona —dijo.
Entraron rápidamente en la habitación y Gabriel pulsó el interruptor. En cuanto Sean y Michelle vieron lo que había en las paredes, se quedaron completamente boquiabiertos. Las fotografías, las tarjetas, las notas sobre las pizarras, las chinchetas, los cordeles conectando una parte con otra.
—Gabriel, Ruth Ann —dijo Sean—, ¿saben qué significa esto?
—No, señor —dijo Ruth Ann.
—¿Quién puede haber hecho todo esto? —insistió.
—El señor Sam —dijo Gabriel—. Bajé una noche, cuando él no estaba. Fue entonces cuando vi la foto de esa niña. Ahí.
Apuntó a un sector de la pared. Sean y Michelle se acercaron y observaron la fotografía de Willa.
Al echar una ojeada alrededor, la mirada de Sean se quedó paralizada en un punto.
—Ruth Ann, Gabriel. Tienen que esperar fuera.
—¿Cómo? —dijo el chico—. ¿Por qué?
—Fuera. Ahora mismo.
Los apremió a cruzar el umbral, cerró la puerta y volvió a observar la fotografía de la mujer que acababa de ver.
—¿Qué sucede, Sean?
—¿Recuerdas que te conté cómo había conocido a Jane Cox?
—Sí, llevaste a casa a su marido, entonces senador, totalmente borracho, tras sorprenderlo en un coche con una zorra.
Sean señaló la foto.
—Esta es la zorra.
Era un retrato de una Diane Wohl más joven.
Michelle examinó la fotografía.
—¿Es la mujer que estaba con Cox?
Sean asintió.
—El nombre que pone junto a la foto es Diane Wohl, pero no era ese el que usaba entonces. Bueno, su nombre de pila sí era Diane, me parece, pero no recuerdo el apellido Wohl.
—Tal vez se lo cambió, o bien se casó. —Michelle siguió la trayectoria de un cordel que conectaba el apellido Wohl con otra tarjeta y la leyó en voz alta—. ¿Diane Wright?, ¿te suena?
—Eso es. ¡Ese era el apellido!
Sean señaló un recorte de periódico reciente clavado junto a la foto. Informaba de la desaparición y supuesto secuestro de Diane Wohl en el estado de Georgia.
—También tiene a Diane Wright —dijo Sean. Señaló las paredes que les rodeaban—. Aquí está la historia entera, Michelle. Quarry ha montado todo esto.
Ella señaló el extremo de la izquierda.
—Creo que empieza allí.
En el principio de esa pared había una fecha anotada que databa de casi catorce años atrás.
Michelle leyó las cuatro palabras escritas junto a aquella fecha: «Él me violó, papá».
Al lado, figuraba el nombre de Tippi Quarry y una fotografía de ella, en la cama del hospital, enchufada al equipo de respiración asistida. Michelle se volvió hacia Sean. Su expresión de pánico encontró un reflejo idéntico en los ojos de él.
—Me están entrando náuseas, Sean.
—Sigamos, Michelle. No podemos pararnos.
Empezaron a seguir la historia, paso a paso, alrededor de las paredes del sótano de Atlee.
Cuando terminaron una pared entera, Michelle murmuró:
—Él la violó. Después hicieron que le practicaran un aborto ilegal. La primera dama estuvo implicada.
—La chica casi se desangró y terminó en coma —añadió Sean con voz ronca.
—Pero si Cox la violó, ¿por qué no fue ella a denunciarlo a la policía? —preguntó Sean.
—Quizá la convencieron para que no lo hiciera. Acaso la propia Jane Cox. A ella se le da muy bien manipular a la gente.
—¿Y cómo encaja Willa en todo esto?
Se acercaron a la pared donde estaba la foto de Willa. Resultaba desconcertante ver a la niña desaparecida sonriéndoles allí, en medio de aquel sórdido relato desplegado vívidamente sobre las pizarras cubiertas de tarjetas, recortes y anotaciones.
Mientras seguían aquella línea del trabajo de investigación de Quarry, Michelle preguntó:
—¿Cuánto hace que se produjo el incidente con Cox?
Sean hizo un cálculo.
—Unos trece años.
—Willa acaba de cumplir doce —dijo ella—. Menos nueve meses de embarazo… Sean: Willa es hija del presidente. Tú te tropezaste con ellos después de que tuvieran relaciones sexuales, no antes. Y ella se quedó embarazada.
—Me imagino que en esa ocasión prefirieron que el hermano de Jane adoptara el bebé, evitándose el peligro de un aborto ilegal y de otra mujer en coma.
—Pero ¿estás seguro de que él no forzó a Diane Wright?
—Parecía ser algo mutuamente consentido.
—Si Dan Cox agredió sexualmente a Tippi Quarry y ella cayó en coma tras un aborto chapucero, lo que está haciendo Sam Quarry es vengarse.
Sean la miró perplejo.
—¿Secuestrando a Willa? ¿Y matando a su madre? ¿Qué lógica tendría?
—Le proporcionaría un instrumento para ejercer presión.
—¿En qué sentido?
—No sé —reconoció—. Pero quizá tenga que ver con el lugar al que se dirigen ahora el presidente y su esposa. —Michelle contempló las paredes—. ¿Cómo crees que lo averiguó todo? Tiene que haberle costado años.
—Debía de querer mucho a su hija. No se dio por vencido.
—Pero también es un asesino. Y tiene a Willa. Y nosotros hemos de rescatarla.
—¿Aún llevas tu cámara en el todoterreno?
Michelle salió corriendo y volvió al cabo de dos minutos con su Nikon. Tomó fotografías de todas las paredes, utilizando el zoom en todas las anotaciones y las fotos. Mientras, Sean revisó los archivadores y sacó varios montones de carpetas que pensaba llevarse. Luego vio la carta que Quarry había dejado sobre la mesa junto con su testamento. Antes de metérselos en el bolsillo, se leyó ambos documentos de cabo a rabo.
Él y Michelle estaban infringiendo casi todas las normas existentes sobre preservación de un escenario criminal. Pero aquel no era un escenario normal y Sean había decidido adoptar otras reglas. No sabía cómo iban a desarrollarse los acontecimientos, pero sí tenía muy claro cómo quería que concluyeran.
—Ya está todo —dijo Michelle, mientras tomaba las últimas instantáneas.
Sean le dio varias carpetas para que le ayudara a cargarlas.
—Otra cosa, Michelle, ¿para qué crees que se ha traído a Tippi de la residencia y después se la ha llevado a otro sitio?
—No lo sé. No tiene lógica.
Mientras ella hablaba, Sean fue al fondo de la habitación y se asomó tras una vieja mampara.
—¿Qué demonios es esto?
Ella se apresuró a acercarse. Sean estaba examinando unos cilindros metálicos amontonados en el rincón. Dejó las carpetas que tenía en las manos y giró varios de los cilindros. Algunos eran de oxígeno; otros, no.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michelle.
En lugar de responder, Sean corrió a la puerta, la abrió y guio a Gabriel y Ruth Ann hasta donde se encontraban los cilindros.
Madre e hijo los contemplaron sin comprender y menearon la cabeza cuando él les preguntó si sabían para qué tenía Quarry aquellos cilindros. Sean echó un vistazo al material esparcido sobre la mesa de trabajo que había al lado. Restos de una videocámara destripada, varios mandos a distancia viejos, cables, rollos de forro de metal.
—¿Para qué es todo esto? —preguntó.
Gabriel volvió a negar con la cabeza.
—No lo sé. Lo único que sé es que el señor Sam es capaz de construir lo que se le antoje. De arreglar cualquier aparato mecánico. O electrónico. Y es un excelente carpintero.
—Tiene un don especial —asintió Ruth Ann—. No hay nada que ese hombre no pueda montar o arreglar.
—¿Se te ocurre adónde puede haber ido? ¿No has dicho que falta una camioneta?
—Sí, pero también tiene un avión —dijo Gabriel.
—¿Qué clase de avión? —se apresuró a preguntar Michelle.
—Una Cessna pequeña de un motor.
—¿Para qué la tiene?
—Fue piloto en Vietnam —respondió Ruth Ann—. A veces va a la antigua mina. Usa la avioneta para llegar allí.
—¿Qué mina?
Gabriel les habló de la mina de carbón. Terminó diciendo:
—En tiempos fue una prisión confederada. Me lo dijo el señor Sam.
—Una prisión —dijo Sean, echándole un vistazo a Michelle con angustia—. ¿Crees que habrá ido allí?
—Si la avioneta no está, es que se ha ido allí. Es el único sitio adonde va con ella.
—¿Tú crees que se ha llevado a Tippi a la mina?
—No. No creo que los aparatos que ella necesita entraran en la cabina. Es muy pequeña.
—Entonces ¿dónde crees que puede estar Tippi?
Gabriel pensó antes de responder.
—El señor Sam construyó una casa de una habitación en unas tierras de su familia. Está bastante lejos y allí no hay nada, en realidad. Ni electricidad. Así que no creo que la señorita Tippi esté allí. Porque necesitaría electricidad para los aparatos.
—¿Y para qué habría construido una casa como esa? —dijo Michelle.
Gabriel se encogió de hombros.
—No sé. La hizo él mismo. Le costó mucho tiempo.
Sean le lanzó a Michelle una mirada nerviosa antes de volverse hacia Gabriel.
—¿Crees que podrías indicarnos cómo llegar a la mina?
—Sabré si voy con ustedes.
—¡Gabriel! —exclamó su madre.
—Yo no sé explicarles el camino, mami. Pero si voy con ellos, sé cómo llegar.
Ella miró angustiada a Sean.
—El señor Sam ha sido muy bueno con nosotros. Si ha hecho algo malo será por una buena razón, ténganlo por seguro.
—Nos ha dejado su casa y las tierras —dijo Gabriel.
—Y le dio a Fred mil dólares. El mismo Fred me lo dijo —añadió Ruth Ann.
—¿Quiere decir que el señor Quarry no creía que fuera a vivir mucho más? —preguntó Sean.
—¿Quién sabe en este mundo cuánto va a vivir? —replicó Ruth Ann—. Cualquiera de nosotros puede caer muerto mañana si es la voluntad del Señor.
—¿Quién más hay en la mina? —preguntó Sean.
—Tal vez Daryl, su hijo —respondió Gabriel—. Tal vez Carlos.
—¿Y qué hay de un tipo llamado Kurt Stevens?
—El señor Sam dijo que Kurt se había largado, que había seguido su camino —dijo Gabriel.
—¿Tienen armas en la mina? —preguntó Michelle.
—Al señor Sam le gustan las armas. A Daryl también. Pueden volarle las alas a una mosca de un disparo. Los dos.
—Fantástico —masculló Sean—. Gabriel, ¿nos puedes guiar hasta el sitio donde guarda la avioneta? Y si no la vemos allí, ¿nos acompañarás a la mina?
Gabriel miró a su madre; ella le puso la mano en el hombro.
—Mami, creo que debo hacerlo.
—¿Por qué, chico? ¿Por qué? No es asunto tuyo.
—El señor Sam no es mala persona. Tú misma lo dijiste. Yo he vivido con él casi toda mi vida. Si puedo subir allí y ayudarle a arreglar las cosas, lo quiero hacer. Quiero hacerlo, mami.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Ruth Ann.
—Cuidaremos bien de él, Ruth Ann —dijo Sean—. Se lo volveremos a traer aquí. Se lo prometo.
Ruth Ann volvió sus ojos enrojecidos hacia Sean.
—Será mejor que se asegure de que me lo vuelve a traer, señor. Porque este chico es todo lo que tengo.