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Quarry revisó los aparatos y los niveles de oxígeno que mantenían viva a Tippi. Todo funcionaba bien gracias al generador, que estaba totalmente cargado. Aún reinaba la oscuridad fuera; el sol no saldría hasta dentro de unas horas.

Mientras acariciaba la cara de su hija, pensó en su conversación telefónica con Jane Cox. Nunca en su vida había hablado con la primera dama; los tipos como él jamás tenían semejante oportunidad. Había leído sobre ella durante años, claro, y seguido la carrera de su marido. Y la verdad era que esperaba más de ella, de esa mujer educada y refinada, pero curtida en mil batallas. Le había decepcionado a medida que hablaban. Había sonado demasiado humana al teléfono. Es decir, asustada. Se había creído tan a salvo durante estos años en su torre de marfil que ni siquiera había visto cómo se le venía toda la mierda encima. Pronto la vería aún más de cerca.

Inspiró hondo. Así que al fin era real. Hasta ahora habría podido anularlo todo en cualquier momento. Había estado a un tris de hacerlo el otro día hasta que las paredes del sótano le habían frenado. Sacó el ejemplar de Orgullo y prejuicio. A la luz de la vieja linterna de su padre leyó el último capítulo de la novela. Este sería el último capítulo que le leía a su hija.

Al concluir, cerró el libro y se lo dejó delicadamente sobre el pecho. Tomó la mano de su hija y se la estrechó. Había hecho lo mismo durante años, siempre con la esperanza de que ella respondiera apretándole la suya, pero nunca había respondido. Hacía mucho que Quarry había abandonado la esperanza de volver a sentir cómo se cerraban los dedos de Tippi alrededor de los suyos; y tampoco esta vez sucedió. Volvió a colocarle la mano en su sitio, bajo la colcha.

Sacó el pequeño magnetofón del bolsillo, lo colocó sobre la cama y lo encendió. Durante los minutos siguientes, padre e hija escucharon a Cameron Quarry pronunciando sus últimas palabras en este mundo. Como siempre, Quarry dijo la última frase en voz alta al mismo tiempo que su esposa muerta.

—Te quiero, Tippi, cariño. Mamá te quiere con toda su alma. Estoy deseando volver a abrazarte, criatura. Cuando las dos estemos llenas de salud y felicidad en los brazos de Jesús.

Apagó el magnetofón y se lo guardó.

Una marea de recuerdos lo inundaba, llegando en oleadas largas y ondulantes. Todo podría haber sido tan distinto… Debería haber sido tan distinto…

—Tu madre se alegrará mucho de verte, Tippi. Ojalá también yo pudiera estar allí.

Se inclinó y besó a su hija por última vez.

Dejó la puerta abierta y todavía se volvió y echó un vistazo a la habitación. Aun en la oscuridad distinguía la silueta de Tippi bajo el resplandor de los aparatos: los únicos que la habían mantenido alejada de la tumba durante todos estos años.

Los médicos habían intentado muchas veces convencer a los Quarry para que la desenchufaran.

Estado vegetativo permanente. Ausencia de actividad cerebral. Muerte cerebral, de hecho, les habían dicho, añadiendo una gran cantidad de jerga médica, destinada —intuía Quarry— a intimidar y a confundir por igual. Después de escucharlos explayarse con elocuencia sobre el destino inevitable de su hija, él les había hecho siempre una pregunta muy sencilla: «Si fuera su hija, ¿la dejaría morir?»

Las caras vacías y las lenguas silenciadas que había obtenido cada vez habían sido la única respuesta que precisaba.

Una parte de él no deseaba abandonar a su hija ahora, pero no tenía otro remedio. Salió del porche y miró hacia la hilera de árboles. En el reducido búnker que Quarry había cavado y reforzado con tablas de madera, se encontraba agazapado Carlos con el control remoto en la mano (un extremo del cable estaba conectado al dispositivo y el otro, empotrado en la pared de la casita). El búnker se hallaba cubierto de tierra y hierba; debajo, había una capa de forro de plomo que bloquearía los rayos X y otros sistemas electrónicos de detección. Sabiendo que los federales vendrían provistos de equipos especializados, Quarry había confeccionado esa cubierta de plomo aprovechando unos viejos protectores de rayos X que había comprado en el consultorio desmantelado de un dentista.

Incluso mirando desde unos pocos metros, nadie sería capaz de deducir que allí debajo había un hombre vigilando; y el forro de plomo bloquearía prácticamente cualquier artilugio que trajeran los federales. El otro cable lo había tendido Quarry por el tronco del árbol y luego bajo tierra hasta el interior del búnker, donde se hallaba conectado a un pequeño monitor de televisión que Carlos debía estar mirando en ese preciso momento. Le proporcionaba la señal en directo de la cámara instalada en el árbol. Carlos debería permanecer en el búnker todo el tiempo que fuera necesario hasta que la zona quedara despejada. El búnker estaba ventilado y había en su interior comida y agua de sobra. El plan era que Carlos huyera a México y siguiera desde allí hacia el sur. Quarry confiaba en que lo consiguiera.

Se situó expresamente en un punto donde sabía que Carlos podía verle a través del monitor de televisión. Alzó ambos pulgares y le dirigió un saludo. Luego se puso en marcha y condujo de vuelta a casa.

Había escrito una carta y la había dejado en la habitación del sótano. No iba dirigida a Ruth Ann o Gabriel, pero hablaba de ellos. Quería que la gente que se presentara supiera la verdad. Esto era obra suya y de nadie más. También había dejado allí su testamento.

Subió con sigilo y se asomó a la habitación de Ruth Ann, que estaba profundamente dormida; luego fue a la de Gabriel y observó cómo dormía el chico con placidez. Sacó un dólar de plata del bolsillo y lo dejó sobre la mesilla.

En voz muy baja dijo:

—Ve a la universidad, Gabriel. Sigue con tu vida y olvida que me conociste. Pero si piensas en mí de vez en cuando, espero que recuerdes que no era tan malo. Solo que me tocaron unas cartas en la vida que no supe bien cómo manejar. Aunque lo hice lo mejor que pude.

Cruzó la casa hasta la biblioteca. El fuego estaba apagado; le habían echado un cubo de agua. Flexionó el brazo por donde tenía las quemaduras, con la marca por fin completa. Encendió la luz, contempló las paredes cubiertas de libros y luego apagó el interruptor y cerró por última vez la puerta.

Media hora más tarde aparcó la camioneta junto a su Cessna. Y veinte minutos después, despegaba. Mientras sobrevolaba las tierras, bajó la vista hacia el sitio donde estaba la casita. No agitó la mano, ni hizo un gesto con la cabeza, ni acusó recibo siquiera de su presencia. Ahora debía concentrarse. Lo pasado, pasado. Ahora solo debía mirar hacia delante.

Daryl había iluminado la pista con linternas encendidas cada tres metros. Aterrizó con una fuerte sacudida a causa del viento, recorrió la pista, dio la vuelta con la avioneta, se bajó y bloqueó las ruedas como siempre.

Si todo salía según lo previsto, él y Daryl despegarían de allí y aterrizarían en Tejas. El trayecto no debería durar más que unas horas. Desde allí, se habían trazado una ruta para cruzar furtivamente la frontera de México. Era más fácil cruzarla hacia el sur que hacia el norte. Una vez en México, Quarry usaría un teléfono móvil robado para llamar al FBI y facilitarles la ubicación exacta de la mina con el fin de que pudieran rescatar a Willa y Wohl. Ambas estarían perfectamente hasta entonces, con comida y agua en abundancia.

Era un buen plan, pero solo si funcionaba.

Cogió su mochila y caminó hacia la entrada de la mina arrastrando los pies.

Bueno, tendría la respuesta en muy pocas horas.