Seguramente no hay en el mundo ningún lugar más formal y minuciosamente tasado que el Despacho Oval. Todo aquel que accedía a esa habitación, desde el primer ministro de un país de relativa importancia hasta un gran donante electoral, podía pasarse días —si no semanas— negociando duramente entre bastidores. Una simple invitación al Despacho Oval para cualquiera que no estuviera relacionado de modo rutinario en las actividades del presidente exigía toda una campaña librada a la vez con ferocidad y sutileza. Una vez que habías ganado acceso a ese espacio sagrado, el tratamiento que recibías —un apretón de manos, una palmadita en la espalda, una foto dedicada y no simplemente la foto a palo seco— estaba pactado de antemano. Formaba parte de las negociaciones. El Despacho Oval no era un ambiente propicio para la espontaneidad. Y el servicio secreto, en especial, no miraba con buenos ojos cualquier cosa que se pareciera a un movimiento imprevisto.
Era tarde, pero Dan Cox estaba despachando unos cuantos de esos compromisos obligados antes de salir por la mañana para pronunciar su discurso en las Naciones Unidas. Le habían informado brevemente de quiénes eran los visitantes; la mayoría, contribuyentes de élite de la campaña que habían echado mano de sus talonarios y, todavía más importante, habían inducido a muchos de sus amigos ricos a hacer lo mismo.
Entraban uno a uno y el presidente se ponía automáticamente en modo «caluroso saludo». Apretón de manos, inclinación, sonrisa, palmadita, decir unas pocas palabras y escuchar otras de servil agradecimiento. En el caso de algunos pesos pesados en particular, señalados discretamente por el equipo de asistentes que rondaban por todas partes como buitres vigilantes, el presidente tomaba de su escritorio algún tesoro nacional y les hablaba de él con fingida desenvoltura. Unos pocos afortunados recibían un pequeño recuerdo. Y esos felices mortales salían de allí creyendo que habían establecido un vínculo personal con el presidente. Que alguna brillante observación que habían hecho había impulsado al líder del mundo libre a regalarles una pelota firmada de golf, o una caja de gemelos, o un bolígrafo con el sello grabado, objetos que la Casa Blanca almacenaba a toneladas para ese tipo de ocasiones.
Este ritual escenificado con tanto cuidado quedó brutalmente interrumpido cuando se abrió de golpe la puerta del Despacho Oval (una tarea nada desdeñable, ya que era una puerta muy pesada).
Dan Cox levantó la vista y vio a su mujer allí de pie: no, no de pie sino más bien tambaleándose sobre sus altos tacones, con su elegante vestido y su abrigo a rastras, con los ojos desorbitados y el pelo que tanto cuidaba siempre, revuelto y desaliñado. Junto a ella había dos agentes del servicio secreto de aire angustiado. La expresión que tenían en la cara era elocuente. Pese a la norma extraoficial de permitir la entrada de la primera dama en el Despacho Oval siempre que quisiera, esta vez no habían sabido si permitírselo o cerrarle el paso.
—¿Jane? —dijo el presidente, atónito, dejando caer la pelota de golf que estaba a punto de entregar a un promotor inmobiliario de Ohio que había recaudado una carretada de dinero para la campaña de reelección.
—¡Dan! —exclamó ella, jadeante. Con razón le faltaba el aliento, pues había venido corriendo desde donde la había dejado la limusina, y la Casa Blanca tiene un tamaño considerable.
—Dios mío, ¿qué pasa? ¿Estás enferma?
Ella dio un paso. Lo mismo hicieron los agentes, situándose con disimulo delante de ella. Tal vez pensaban que realmente había contraído una enfermedad, o que le habían administrado una dosis de alguna sustancia venenosa, y su deber era impedir que infectara al líder del mundo libre.
—Tenemos que hablar. Ahora.
—Estoy terminando aquí —dijo él, lanzando una mirada al hombre, que se había apresurado a recoger del suelo la pelota de golf. Y añadió sonriendo—: Ha sido un día muy ajetreado para todos. —Volvió a coger la pelota—. Permítame que se la firme…
Pese a su memoria prodigiosa para los nombres, el presidente había sufrido con la interrupción un lapsus muy humano.
Jay, su «auxiliar personal», saltó en su ayuda.
—Tal como estábamos hablando, señor presidente, Wally Garrett ha recaudado más dinero que nadie para la campaña de reelección en la zona de Cincinnati, señor.
—Bueno, Wally, realmente le agradezco…
Lo que el presidente realmente le agradecía no llegó a saberse porque Jane se adelantó rápidamente, le arrebató la pelota de las manos a su marido y la lanzó a la otra punta de la habitación, donde impactó en un retrato de Thomas Jefferson, uno de los grandes ídolos de Dan Cox, abriéndole un orificio al viejo Tom justo a la altura del ojo izquierdo.
Los agentes del servicio secreto se adelantaron en tromba, pero Dan levantó una mano, parándolos en seco. Hizo un gesto a sus ayudantes y Garrett fue arrastrado fuera del Despacho Oval sin la codiciada pelota de golf. No obstante, ningún político que hubiera llegado a la posición que Dan Cox había alcanzado dejaba un solo detalle al azar ni permitía que un generoso donante se retirase descontento. El hombre de Ohio recibiría una fotografía dedicada del presidente y entradas VIP para una inminente recepción, en el bien entendido de que lo que acababa de presenciar no había de salir jamás a la luz.
Dan Cox tomó de los hombros a su esposa.
—Jane, qué demonios…
—Aquí, no. Arriba. No me fío de este despacho.
Lanzando una mirada furiosa a los agentes y ayudantes, Jane Cox dio media vuelta y salió tan deprisa como había entrado. En cuanto hubo salido con un portazo, la mirada de todos viró hacia el presidente. Nadie osaba abrir la boca. Ninguno de los ayudantes y agentes habría dicho voluntariamente ante su jefe lo que pensaba sobre lo que acababa de suceder.
Cox se quedó inmóvil unos instantes. Cualquier político de su categoría había visto prácticamente de todo a lo largo de su carrera. Y lo había resuelto. Y sin embargo, incluso para el veterano Dan Cox esta situación era nueva.
—Creo que será mejor que vaya a ver qué quiere —dijo por fin. La masa de ayudantes se abrió en dos y el presidente salió.
Larry Foster, el jefe de su equipo de seguridad, que había sido avisado mientras sucedía todo, se plantó a su lado.
—Señor presidente, ¿quiere que le acompañemos…? —La tensión era patente en el rostro del veterano agente mientras se debatía para terminar la frase del modo más delicado posible—. ¿Durante todo el trayecto, señor?
Quería decir más allá de las puertas de los aposentos privados, que estaban vedadas al equipo de seguridad, salvo que se solicitara expresamente.
Cox pareció considerarlo un momento antes de responder:
—Eh, no, no será necesario, Larry. —Mientras se alejaba, añadió por encima del hombro—. Pero quédate cerca. Hum, por si Jane necesitara algo.
—Por supuesto, señor presidente. Podemos presentarnos allí en unos segundos.
Cox subió a encararse con su esposa. El equipo del servicio secreto le siguió y se quedó a unos pasos de la entrada a las habitaciones privadas, aguzando el oído por si captaban algo que indicara que el presidente corría peligro. Todos pensaban sin duda lo mismo. Su misión era proteger al presidente de cualquier amenaza. Habían sido adiestrados para sacrificar su propia vida con tal de preservar la de esa única persona.
Para lo que no habían sido preparados, sin embargo, era para una situación que tal vez se estaba materializando ahora mismo a unos metros de distancia. ¿Y si el peligro que corría el presidente procedía de su esposa?
¿Podían abrir fuego, de ser necesario? ¿Podían incluso matarla para salvarlo a él? El caso no se hallaba contemplado en el manual del servicio secreto, pero cada uno de los agentes estaba pensando que la respuesta probablemente era «sí».
Una situación semejante se había producido en una ocasión, si había que dar crédito a la leyenda. El presidente Warren G. Harding había sido sorprendido in fraganti con su amante por la señora Harding. Los dos se habían refugiado en un armario en la Casa Blanca y la iracunda primera dama había intentado tirar la puerta abajo, al parecer con un hacha de bombero. El servicio secreto tuvo que arrebatarle con delicadeza el arma y Harding salió ileso. No obstante, sucumbió más tarde en misteriosas circunstancias, siendo todavía presidente, en la habitación de un hotel de San Francisco. Algunos creyeron que la mujer se había desquitado al fin con un plato envenenado que le había servido a su marido. Nunca se pudo demostrar porque la señora Harding no permitió que se llevara a cabo la autopsia y ordenó que el cuerpo de su marido fuese embalsamado rápidamente. Un ejemplo señero de cómo la voluntad de una esposa engañada se impuso a los deseos de toda una nación.
En la actualidad no se guardaban hachas de bombero en la Casa Blanca. Y aunque había una cocina pequeña en los aposentos privados, la primera dama ya nunca cocinaba realmente. Y si lo hacía, no era nada seguro que cualquier presidente que conociera cómo murió Harding llegara a comérselo.
Larry Foster se estaba devanando los sesos, tratando de recordar si había algún abrecartas en la residencia privada que pudiera usarse como arma. ¿O una lámpara pesada capaz de partir un cráneo presidencial? ¿O un atizador de chimenea que pudiera segar aquella vida suprema confiada a su custodia? Foster creyó sentir cómo se formaba la úlcera en su estómago mientras permanecía en el vestíbulo vislumbrando el final de su carrera. Aunque no hacía calor en la Casa Blanca, aparecieron manchas de sudor bajo sus axilas y empezaron a resbalarle gotas por la frente. Él y sus hombres se acercaron más a la puerta, todos con el ritmo cardíaco acelerado.
Cada uno de los agentes veía ya los titulares del día siguiente en letras enormes:
EL SERVICIO SECRETO MATA A LA PRIMERA DAMA
PARA SALVAR AL PRESIDENTE
Había en el pasillo media docena de agentes fuertemente armados, listos para intervenir si era necesario. Y todos con el culo apretado por ese mismo pensamiento.
Veinte angustiosos minutos después, sonó el teléfono de Larry Foster. Era él.
—¿Sí, señor? —dijo rápidamente.
Escuchó con atención, hasta que la perplejidad se adueñó de su rostro. Él era el presidente, sin embargo, y Foster no podía decir más que una cosa.
—Ahora mismo, señor.
Cortó la llamada y miró a su segundo en el mando.
—Bruce, llama a Andrews y prepara un avión.
—¿Quieres decir el Air Force One?
—Cualquier avión que use el presidente es el Air Force One.
—Quiero decir…
—Ya sé lo que quieres decir —le soltó Foster—. No, no vamos a tomar el 747. Mira a ver si alguno de los aparatos de apoyo está disponible. El 757 quizá; sin insignias.
—¿El Hombre Lobo volando a Nueva York con un 757 sin distintivos? —dijo Bruce, estupefacto.
Foster replicó gravemente.
—Vamos a alguna parte, pero no creo que sea a Nueva York.
—Pero no hemos enviado un equipo preparatorio a ningún otro sitio.
—Vamos de incógnito, como a Irak o a Afganistán.
—Pero incluso entonces enviamos a un equipo por delante. Se necesita al menos una semana de logística para que el presidente haga un viaje.
—Como si no lo supiera, Bruce. La cuestión es que no tenemos una semana. Tenemos solo unas horas y ni siquiera sé adónde nos dirigimos. Así que llama a Andrews y consígueme el avión. Yo voy a llamar al director para ver cómo demonios manejo la situación. Porque mira lo que te digo: he visto muchas cosas en mi carrera, pero esto es nuevo para mí.