Se le había ocurrido la manera. Iba de camino a Georgetown, para cenar en su restaurante francés favorito, justo al lado del cruce de la calle M con la avenida Wisconsin. Iba en compañía de Tuck y de otros dos amigos. Y con el dispositivo de seguridad habitual. El equipo preparatorio ya había registrado el restaurante centímetro a centímetro. Luego habían desplegado a un escuadrón provisional para vigilar el local hasta que llegaran la primera dama y sus invitados, con el fin de impedir que ningún terrorista o chalado o aficionado a las bombas pudiera colarse en el ínterin y aguardar a que apareciera el objetivo.
La cena había sido organizada precipitadamente porque la primera dama había decidido salir en el último momento. El servicio secreto había tenido que hacer su trabajo a toda prisa, aunque ya estaban acostumbrados. En especial con Jane Cox últimamente, pues desde que habían secuestrado a su sobrina su programa de actividades andaba manga por hombro.
Sirvieron la cena, bebieron vino. Jane echaba un vistazo al reloj de vez en cuando. Tuck no se daba ni cuenta. Estaba demasiado ocupado con sus propios problemas para advertir nada más. Jane había escogido a los otros dos invitados basándose únicamente en su incapacidad para captar cualquier cosa que quedara fuera del reino de la política y el poder. Tras una somera conversación sobre las desgracias sufridas por la familia de Tuck, se pusieron a charlar sin freno sobre tal senador y tal congresista, sobre la situación de las elecciones y las últimas encuestas… Jane se limitaba a asentir y a darles más madera para que prosiguieran con sus cotilleos.
Y seguía mirando el reloj.
No había elegido este establecimiento únicamente por su excelente menú y su lista de vinos. Había otro motivo.
A las once menos cinco le hizo una seña a su jefe de seguridad, sentado en la mesa del rincón. Este habló por la radio que llevaba en la muñeca. Una agente se apresuró a entrar en el baño de señoras, comprobó que todo estuviera en orden, dio la señal de conformidad y se plantó en la puerta para cerrarle el paso a cualquier otra clienta del restaurante, por muy apurados que estuvieran su vejiga o sus intestinos.
La primera dama entró en el baño a las once menos dos minutos y se dirigió directamente a la parte trasera.
Por eso había venido aquí. Este era el único restaurante que conocía donde aún había una cabina de teléfonos que funcionase en el baño de mujeres.
Tenía una tarjeta de prepago. No quería que la llamada quedase registrada en su tarjeta de crédito. El número lo marcó de memoria.
Sonó una vez. Dos. Luego respondieron. Se armó de valor.
—¿Hola? —dijo una voz de hombre.
—Soy Jane Cox —dijo con tanta claridad como le fue posible.
Sam Quarry estaba sentado en la biblioteca de Atlee. El fuego ardía con fuerza en la chimenea. Esta noche sí que pondría al rojo el maldito atizador. Estaba usando un móvil clonado que Daryl le había comprado a un tipo especializado en ese tipo de artilugios, es decir, ilegal e imposible de rastrear.
Dio un sorbo de su licor destilado favorito. Tenía delante fotos de Tippi y de su esposa. La escena estaba preparada. La había planeado durante años. Ahora por fin daba comienzo.
—Ya sé que es usted —dijo muy despacio—. Ha sido puntual.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo ella secamente—. Si le ha hecho daño a Willa…
Él la cortó.
—Sé que debe tener alrededor a un millón de personas preguntándose dónde se ha metido, así que déjeme hablar a mí y vayamos al grano.
—De acuerdo.
—Su sobrina está bien. Tengo también a su madre.
Jane dijo con aspereza:
—Su madre está muerta. Usted la mató.
—Hablo de su auténtica madre. Usted la conoció como Diane Wright. Ahora se llama Diane Wohl. Ella se casó, se mudó y volvió a empezar. No sé si lo sabía. O si le importaba siquiera.
Jane, de pie en el baño de mujeres con el teléfono en la mano, sintió como si le hubieran disparado un tiro en la cabeza. Se apoyó en la pared de azulejos para no perder el equilibrio.
—No sé de qué…
Él volvió a interrumpirla.
—Voy a decirle lo que tiene que hacer si quiere volver a ver a Willa con vida, y no convertida en un cadáver.
—¿Cómo puedo saber que la tiene?
—Bueno, escuche.
Quarry sacó un magnetófono, lo encendió y lo acercó al teléfono. Había llevado consigo el aparato al visitar a Willa y a Diane, y las había grabado subrepticiamente.
—Primero Willa —dijo.
La voz de la niña sonó con claridad mientras le preguntaba a Quarry por qué la había secuestrado.
—Ahora Diane. Pensé que a usted tal vez le gustaría escuchar nuestra conversación sobre los motivos por los que abandonó a su hija.
Sonó la voz de Diane y después la voz grabada de Quarry, explicándole los resultados de las pruebas de ADN.
Apagó el magnetófono y volvió a coger el teléfono.
—¿Satisfecha?
—¿Qué busca con todo esto? —dijo Jane débilmente.
—Justicia.
—¿Justicia? ¿Alguien le hizo algún mal a Willa adoptándola? Más bien le hicimos un favor. Esa mujer no la quería. Y yo conocía a alguien que sí deseaba acogerla.
—En realidad, me tiene sin cuidado Diane Wohl, o que usted quisiera hacer feliz a su hermano y a su cuñada consiguiéndoles una niña a la que poder adoptar. Yo necesitaba a Diane y a Willa simplemente para que usted me prestara atención.
—¿Por qué? —dijo ella, levantando la voz.
—¿Señora Cox? —Era la agente apostada fuera—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, sí. Estoy hablando con alguien —dijo rápidamente—. Por teléfono —añadió.
Se volvió hacia el aparato justo cuando Quarry decía:
—¿El nombre «Tippi» le suena de algo, o bien lo desterró de su memoria?
—¿Tippi?
—Tippi Quarry. Atlanta —añadió él subiendo el tono, con la mirada fija en la fotografía de su hija.
Un segundo. Dos. Tres.
—¡Ay, Dios mío!
—Ay, Dios mío, es exacto, señora.
—Escuche, por favor.
—No, escuche usted. Lo sé todo. Tengo fechas, nombres, lugares, la historia entera. Ahora voy a darle el nombre de un aeropuerto al que debe volar. También le daré unas coordenadas muy precisas que, una vez allí, la llevarán al sitio adonde debe dirigirse. Usted limítese a dárselas a sus pilotos federales; ellos sabrán descifrarlas. Es una serie de números. Tome un papel y anótelos. Ahora. Sin errores.
Jane hurgó en su bolso y sacó un bolígrafo y un papel.
—De acuerdo —dijo con voz temblorosa.
Él le dijo el nombre del aeropuerto y le dictó las coordenadas.
—¿Quiere que vaya allí?
—No, qué demonios. Quiero que vengan los dos.
—¿Los dos? ¿Cuándo?
Quarry miró su reloj.
—Dentro de nueve horas. Exactamente. Ni un minuto antes ni un minuto después, si quiere que la niña siga respirando.
Jane echó un vistazo al reloj.
—Imposible. Él está aquí esta noche, pero vuela mañana por la mañana a Nueva York para pronunciar un discurso ante las Naciones Unidas.
—Me importa un bledo si tiene una cita con Dios todopoderoso. Si no están allí en nueve horas exactas a partir de ahora, la próxima vez que vea a Willa, ella no la verá a usted. Y esos análisis de ADN saldrán en los medios junto con todo lo demás. Tengo pruebas de todo. Me he pasado muchos años de mi vida sin hacer otra cosa. Usted nos arrojó al cubo de la basura, señora, y siguió con su vida. Bueno, ha llegado el momento de pagar. El momento de Tippi. ¡Mi maldito momento!
—Por favor, por favor, si pudiera darnos…
—Estas son las instrucciones para cuando lleguen allí. Y será mejor que las sigan al pie de la letra. Si no lo hacen, o si meten en esto al FBI, yo lo sabré. Lo sabré de inmediato. Y entonces Willa morirá. Y saldrá todo a la luz. Y no habrá segundo mandato para el viejo Danny. ¡Eso se lo garantizo!
Jane tenía la cara arrasada en lágrimas.
También rodaban lágrimas por las mejillas de Quarry mientras contemplaba a las dos mujeres más importantes de su vida; ahora ambas separadas de él para siempre. Por culpa de la mujer con la que estaba hablando. Por culpa de ella. Y de él.
—¿Me está escuchando? —dijo en voz baja.
—Sí —respondió Jane, ahogando un sollozo.
Le dio las instrucciones.
Ella musitó:
—Y si lo hacemos, ¿soltará a Willa? Y usted… ¿no lo contará?
—Le doy mi palabra.
—¿Así, simplemente? ¿Cómo sé que puedo confiar en usted? Ni siquiera le conozco.
—Sí que me conoce.
—Yo… ¿de veras? —dijo ella, vacilante.
—Ya lo creo que sí. Soy su peor pesadilla. ¿Y quiere saber por qué? —Jane no respondió—. Porque ustedes dos fueron la mía: mi peor pesadilla.
—¿Es usted su padre? —dijo ella con voz ronca.
—El reloj empieza a contar desde ahora —dijo Quarry—. Así que será mejor que se mueva. Ahora no pueden subirse a un taxi y ya está. ¿A que todo ese poder ya no resulta tan especial? ¿A que todo parece moverse como una vaca muerta?
Quarry cortó la llamada, arrojó el teléfono lejos y se arrellanó en la butaca, exhausto. Luego cogió el atizador, calentó la punta en las llamas, se arrolló la manga de la camisa y chamuscó una última línea en la piel de su antebrazo. La marca ahora estaba completa. Sintió un dolor atroz. No era más fácil con cada quemadura, sino mucho peor. Y no obstante, no exhaló ningún sonido, ni hizo una sola mueca, ni lloró. Se limitó a mirar la fotografía de Tippi mientras lo hacía.
No sentía nada. Como su pequeña. Nada. Por culpa de ellos.
Luego abandonó rápidamente la habitación, dejando el fuego encendido. Tenía un montón de cosas que hacer antes de que llegaran. Sentía la adrenalina en la sangre.
En Georgetown, Jane soltó el teléfono y salió a toda prisa del baño de mujeres.
No había tiempo que perder.