Jane Cox contuvo bruscamente la respiración al abrir el apartado de correos. Cada vez que lo había abierto hasta ahora, el receptáculo estaba vacío. Pero esta vez había en su interior un sobre blanco. Echó una ojeada a ambos lados, acercó el bolso y deslizó el sobre dentro.
Acababa de subir a la limusina cuando sonó un golpecito en el cristal. Jane miró a su jefe de seguridad.
—Vamos.
En vez de ponerse el coche en marcha, se abrió la puerta y apareció el agente del FBI Chuck Waters.
—Necesito esa carta, señora Cox.
—Disculpe, ¿quién es usted?
Waters esgrimió su placa.
—FBI. Necesito la carta —repitió.
—¿Qué carta?
—La que acaba de sacar del apartado, ahí dentro. —Señaló por encima del hombro el local de Mail Boxes Etc.
—No sé de qué me habla. Y ahora haga el favor de dejarme en paz. —Miró al jefe de seguridad—. Drew, dígale que se vaya.
Drew Fuller, un veterano agente del servicio secreto, se volvió y la miró, nervioso.
—Señora Cox, el FBI la ha tenido bajo vigilancia desde el primer día en este asunto.
—¿Cómo? —exclamó ella.
Por la expresión resignada de Fuller, estaba claro que el tipo ya había comprendido que se le venía encima un traslado a un puesto mucho menos atractivo.
—Tengo una orden judicial —dijo Waters, mostrando un papel—. Para registrar su bolso y toda su persona.
—No puede hacerlo. No soy una criminal.
—Si tiene una prueba crucial en un caso de secuestro y la retiene a sabiendas, es una criminal, señora.
—Me parece increíble su descaro.
—Solo estoy tratando de recuperar a su sobrina. Doy por sentado que usted también lo desea.
—¡Cómo se atreve!
Waters miró a Fuller.
—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Ella decide.
—Señora Cox —dijo Fuller—, el servicio estaba informado de la intervención del FBI y la posición oficial al respecto es que no tenemos derecho a cerrarles el paso en este asunto. Se trata de una investigación federal. Los abogados de la Casa Blanca también están de acuerdo.
—Parece que todo el mundo está de acuerdo. Que todos han maquinado a mis espaldas para volverse contra mí. ¿Eso incluye a mi marido?
—Sobre eso no puedo pronunciarme —dijo Fuller.
—Pues yo sí. Y lo haré en cuanto llegue a la Casa Blanca.
—Es su derecho, sin duda, señora Cox.
—No, ¡será mi misión principal!
Waters dijo:
—¿La carta, señora Cox? El tiempo aquí es esencial.
Ella abrió lentamente el bolso y metió la mano dentro.
—Si no le importa, señora, la cogeré yo mismo.
Ella le dirigió una mirada que Waters seguramente recordaría el resto de su vida.
—Primero déjeme ver esa orden.
Waters le dio el documento y ella lo leyó despacio, de cabo a rabo; luego le tendió el bolso abierto.
—Tengo también un pintalabios dentro, si es de su gusto.
Él miró el contenido del bolso.
—Bastará con la carta, señora.
Waters sacó el sobre y ella cerró el bolso bruscamente, casi pillándole los dedos.
—Esto le costará la placa —le espetó. Enseguida miró furiosa a Fuller—. ¿Ahora podemos irnos?
El jefe de seguridad se volvió hacia el conductor.
—Vamos.
En cuanto llegaron al 1600 de la avenida Pensilvania, Jane subió rápidamente a los aposentos privados. Se quitó el abrigo y los zapatos, fue a su habitación y se encerró con llave. Abrió el bolso y deslizó la mano detrás de un descosido apenas visible del forro. Extrajo el sobre. Iba dirigido a ella, a la dirección del apartado de correos. Todo mecanografiado. Lo abrió. Solo había una hoja dentro, también mecanografiada.
Jane se había enterado de que el FBI la tenía bajo vigilancia. Al abrir el apartado y ver la carta allí, había acercado el bolso y la había deslizado detrás del forro descosido, simulando que simplemente la metía dentro. La carta que había dejado que Waters se llevara la había confeccionado ella misma con una máquina de escribir que había encontrado en un almacén de la Casa Blanca. Se había metido esa carta falsa en el bolso antes de salir a revisar el apartado de correos. ¿A qué hombre se le habría ocurrido mirar detrás del forro de un bolso cuando había otra carta a la vista junto a sus cosméticos? También había metido el frasco de un medicamento contra los trastornos de la menopausia para desconcertar todavía más al hombre y que no se atreviera a entretenerse hurgando.
El sobre que había recibido a través de la empleada de la cocina era blanco, así que dio por supuesto que el siguiente también lo sería. Sabía que quienes la vigilaban solo atisbarían un pedacito del sobre mientras pasaba del apartado al bolso.
También sabía que le saldrían al paso en cuanto recibiera el sobre. Tenía sus contactos en la Casa Blanca. Y como el servicio secreto, podía afirmar que allí no sucedía nada sin su conocimiento. De manera que la acción del FBI y la orden judicial no la habían pillado por sorpresa. Después de todo, había logrado burlar a la tan cacareada agencia.
La sensación de triunfo, sin embargo, fue muy fugaz. Con manos temblorosas, desplegó la hoja y empezó a leer. Le daban una fecha y una hora para hacer una llamada a un número de teléfono que venía también en la carta. El número era imposible de rastrear, le advertían. Más importante todavía: la carta decía que si se ponía otra persona al teléfono al producirse esa llamada, en el curso de la cual se revelaría toda la verdad, ello no solo le costaría la vida a Willa, sino que destruiría también sus vidas irreversiblemente.
Se detuvo en esta última palabra. «Irreversiblemente». Un vocablo colocado y utilizado de un modo extraño. ¿Encerraba tal vez un sentido oculto? No podía saberlo.
Anotó el número en otro trozo de papel, corrió al baño, estrujó la carta y, arrojándola en el váter, pulsó el botón de la cisterna. Durante un instante paralizante se imaginó a unos agentes federales ocultos en algún rincón de la Casa Blanca que interceptaban el agua procedente de su baño y reconstruían la carta. No, imposible. Eso correspondería más bien al mundo descrito en 1984. Aunque, a decir verdad, viviendo en la Casa Blanca, Jane había llegado a ver la obra maestra de Orwell sobre el «fascismo perfeccionado» bajo una luz que la mayoría de los americanos jamás sospecharía.
Pulsó otra vez el botón de la cisterna para asegurarse bien y salió lentamente del baño. Hizo una llamada y anuló todas las citas del día. Durante más de tres años como primera dama, jamás se había saltado una recepción por insignificante o relativamente trivial que pudiera ser. Pero desde que Willa había desaparecido había empezado a suspender compromisos con regularidad. No sentía ningún remordimiento. Ya la habían exprimido bastante. No podía decirse que no hubiera servido bien a su país. El hecho de que su marido estuviera esforzándose para ganar otros cuatro años ahora le producía náuseas.
Sintió de repente escalofríos. Se preparó un baño caliente y se quitó la ropa. Antes de entrar en la bañera se miró desnuda en el espejo de cuerpo entero. Realmente había perdido peso. No lo había pretendido; no de este modo, al menos. No tenía mejor aspecto sin esos kilos. Parecía más endeble, más vieja incluso. No era una visión agradable, concluyó. Las carnes, flojas; los huesos, marcados allí donde ninguna mujer lo querría. Apagó la luz y se metió en el agua caliente.
Mientras permanecía allí tendida, pensó en el modo de realizar una cosa que ningún otro americano, salvo si acaso su marido, tendría problemas para hacer. Debía idear algún sistema para efectuar una simple llamada telefónica en completa intimidad, sin que nadie más se encontrara presente. No podía hacerlo aquí. Si el FBI tenía una orden para registrar su bolso, también la tendría para intervenir las llamadas que se hicieran desde los aposentos privados, o al menos las suyas. Y por lo que Jane sabía, cualquier llamada entrante o saliente de este edificio estaba monitorizada por algún organismo, tal vez por la Agencia Nacional de Seguridad. Al parecer, escuchaban las conversaciones de cualquier persona que ellos quisieran.
Y si no podía hacer la llamada desde aquí, no había ningún otro sitio donde no estuviera acompañada. En avión o helicóptero, en una limusina, mientras comía o mientras trabajaba en el despacho, cuando iba a tomar el té, cuando cortaba la cinta inaugural de un nuevo hospital para niños, o cuando bautizaba un buque o visitaba a los soldados heridos en el centro médico del ejército Walter Reed… Nunca estaba sola.
Era el precio a pagar por entrar en la Casa Blanca. Ya pensaría algo, no obstante. Se le acabaría ocurriendo. Había conseguido burlar al FBI con la carta falsa. Había utilizado guantes para redactarla, así que no encontrarían huellas. Con un lenguaje impreciso, la carta decía que tenía que reunir la suma de diez millones de dólares y que volverían a ponerse en contacto con ella mediante otra misiva. Al menos, así había ganado un poco de tiempo. Aunque tampoco mucho. La llamada al número que le habían proporcionado debía realizarse al día siguiente por la noche. No, no mucho tiempo. En absoluto.
Cerró los ojos. La palabra «irreversiblemente» le venía una y otra vez a la cabeza. Y de pronto abrió los ojos de par en par al recordar las palabras que precedían inmediatamente a ese adverbio intrigante.
Las dijo moviendo solo los labios mientras seguía metida en el baño caliente en la oscuridad. «Sus vidas serán destruidas irreversiblemente».
«No solo mi vida, sino sus vidas».
Por desgracia, sabía a quién se referían esas palabras.