—¿Puedo ver la luz del sol?
Quarry había ido a la mina con la avioneta y ahora se hallaba en la celda, sentado frente a Willa.
—¿Para qué quieres ver la luz del sol?
—Porque hace mucho que no la veo, sencillamente por eso. La echo de menos. A mí me gusta el sol.
—No puedes escapar. No hay nadie a quien pedir socorro.
—Entonces no hay motivo para que no me deje verlo —repuso con tono razonable.
—¿De qué hablaste el otro día con esa mujer?
—De cosas. Me cae bien.
—Nunca la habías visto, ¿no?
—¿Por qué tendría que haberla visto? —preguntó Willa, con sus grandes ojos fijos en él.
—Bueno, supongo que no hay problema. Vamos.
—¿Ahora?
—¿Por qué no?
Ella salió tras él. Mientras cruzaban la larga galería, dijo:
—¿Puede venir también Diane?
—Supongo que sí.
Pasaron a recoger a Diane y ambas siguieron al viejo alto y fornido hacia la salida. Willa movía los ojos a uno y otro lado, asimilando todos los detalles; Diane se limitaba a andar arrastrando los pies, con la vista fija en la espalda de Quarry. Cerraba la marcha Daryl, todavía con la cara magullada por la pelea con su padre. Su humor parecía acorde con sus heridas.
Entre los detalles en los que Willa reparó, estaban los cables que discurrían por algunos de los pasadizos y que ella no recordaba haber visto otras veces. No sabía para qué eran, pero intuyó que su presencia no auguraba nada bueno.
Quarry abrió la puerta con la llave y salieron todos al exterior, parpadeando para adaptarse a la luz.
—Un bonito día —dijo el hombre abriendo la marcha.
En efecto, el cielo estaba azul y despejado. El viento del oeste era caliente, pero suave. Se sentaron sobre una roca enorme y contemplaron el panorama. Willa con expresión interesada; Diane, indiferente. Daryl miraba hoscamente a lo lejos.
—¿Dónde aprendió a volar? —dijo la niña, señalando la pequeña Cessna estacionada en la pista de hierba.
—En Vietnam. Nada como una guerra para aprender a volar. Porque si no vuelas bien de verdad, el problema no es que llegues con retraso, es que no llegas.
—Yo ya he ido en avión —dijo Willa—. El verano pasado fuimos a Europa. Con mi familia. También volé una vez a California. ¿Tú has ido en avión? —le preguntó a Diane.
—Sí, viajo mucho por mi trabajo —respondió ella, nerviosa—. Pero no en avionetas como esta —añadió, señalando la Cessna—. En aviones grandes.
—¿Qué tipo de trabajo haces? —preguntó la niña.
—Oye, Willa, no estoy de humor para charlas, ¿vale? —dijo, mirando al viejo con recelo.
—Vale —dijo ella, al parecer sin inmutarse—. ¿Puedo bajar hasta ahí? —le preguntó a Quarry, señalando la pista de hierba.
Él le echó una mirada a Daryl, señalando a Diane con la barbilla.
—Claro, vamos.
Bajaron por la breve pendiente. Quarry sujetaba a Willa de la mano. Cuando llegaron a la zona llana, la soltó y caminaron el uno junto al otro.
—¿Esta montaña es suya? —preguntó ella.
—Es más una colina que una montaña, pero sí, es mía. O por lo menos era de mi abuelo y yo la acabé heredando.
—¿Seguro que le ha dicho a mi familia que estoy bien?
—Claro que estoy seguro. ¿Por qué?
—Diane dijo que no creía que usted hubiera contactado con su madre para decirle que estaba bien.
—¿Ah, sí? —Quarry levantó la vista hacia Diane, que permanecía sentada sobre la roca con aire abatido.
Willa se apresuró a decir:
—No se enfade con ella, solo fue un comentario. —Titubeó un instante—. ¿Llamó a su madre?
Quarry no respondió, siguió caminando. Willa tuvo que apretar el paso para no quedarse atrás.
—¿Cómo está su hija?
Él se detuvo en seco.
—¿Por qué tanta pregunta, niña? —dijo en tono amenazador.
—¿Por qué no?
—Eso es otra pregunta. Contesta a la mía.
—No tengo otra cosa que hacer —dijo Willa sencillamente—. Me paso la mayor parte del tiempo sola. Me he leído todos los libros que me trajo. Diane no dice gran cosa cuando estamos juntas. No hace más que llorar y abrazarme. Echo de menos a mi familia y esta es la primera vez que veo la luz del día desde que intenté huir. O sea, básicamente estoy tratando de no perder la chaveta. ¿Preferiría, no sé, que me pusiera a vociferar y a pegar gritos con ojos de loca? Porque soy capaz, si quiere.
Quarry echó otra vez a andar y ella lo imitó.
—Tengo dos hijas, de hecho. Mucho mayores que tú. Las dos adultas.
—Yo me refería a la hija que ya no lee. ¿Cómo está?
—No muy bien.
—¿Le puedo hacer más preguntas? ¿O se pondrá furioso?
Quarry se detuvo, recogió una piedra del suelo y la lanzó a cinco o seis metros.
—Claro, no pasa nada.
—¿Está muy enferma?
—¿Sabes lo que es el coma?
—Sí.
—Bueno, pues así es como está ella. Como ha estado durante más de treinta años. Más tiempo del que tú llevas viva.
—Lo siento.
—Yo también lo siento.
—¿Qué le ocurrió?
—Alguien le hizo daño.
—¿Por qué habría de hacer nadie una cosa así?
—Buena pregunta. Resulta que a algunas personas no les importa a quién le hagan daño.
—¿Atraparon a esa persona?
—No.
—¿Cuál es el nombre de su hija?
—Tippi.
—¿Y puede decirme el suyo?
—Sam.
—Ya sé que no puede decirme su apellido, Sam.
—Es Quarry. Sam Quarry.
Willa se quedó helada.
—¿Qué sucede? —preguntó él.
—Acaba de decirme su nombre completo —dijo la niña con voz trémula.
—¿Y qué? Tú has preguntado.
—Pero si me ha dicho su nombre completo, yo podría decírselo a la policía. Aunque solo si piensa soltarnos. Lo cual quiere decir que no va a soltarnos. —Dijo esto último en voz baja.
—¿Por qué no vuelves a pensártelo bien? Hay otra posibilidad. Venga, tú eres lista.
Willa lo miró fijamente con una expresión extraña. Al fin, dijo:
—Supongo que podría ser también que a usted no le importe que yo le diga su nombre a la policía.
—Qué demonios, pronto habrá montones de personas que sepan mi nombre.
—¿Por qué?
—Así será. Hablando de nombres, hay un niño negro que vive conmigo llamado Gabriel. Casi de tu edad. Y más o menos tan listo como tú. Un buen chico de verdad. De lo mejorcito.
—¿Puedo conocerlo? —dijo ella rápidamente.
—No, ahora no. Verás, él ni siquiera sabe nada de todo esto y pretendo que siga siendo así. Pero lo que quiero es que te encargues de que todo el mundo sepa que ni él ni su madre, Ruth Ann, tenían nada que ver. Nada de nada. ¿Me harás ese favor, Willa?
—Vale, de acuerdo.
—Gracias. Porque es importante.
—¿Es hijo suyo? —Willa estaba mirando ahora a Daryl.
—¿Por qué lo dices?
—Tienen los mismos ojos.
Quarry alzó la vista hacia él.
—Sí, es mi hijo.
—¿Se pelearon los dos? Oí ruido en la mina. Y él tiene la cara hecha polvo. Y usted la boca.
Quarry se tocó el labio.
—A veces la gente no ve las cosas de la misma manera. Pero lo quiero igualmente. Tal como quiero a Tippi.
—Es usted un secuestrador muy raro, señor Quarry —dijo la niña con franqueza.
—Llámame señor Sam, como Gabriel.
—¿Esto durará mucho aún?
Quarry inspiró hondo y dejó que el aire circulara por sus pulmones antes de dejarlo escapar.
—No, ya no mucho.
—Me parece que lamenta haber tenido que hacerlo.
—En un sentido, sí; en otro, no. Pero era la única manera.
—¿Ya hemos de volver a entrar, señor Sam?
—No, aún no. Pronto, pero todavía no.
Se sentaron en el suelo y disfrutaron de la calidez del sol.
Cuando volvieron a entrar en la mina, Quarry dejó que Diane y Willa pasaran un rato en la habitación de la primera.
—¿Por qué eres tan amable con ese tipo? —dijo Diane en cuanto Quarry cerró por fuera y se alejó.
—Hay algo extraño en él.
—Pues claro, es un psicópata.
—No, no creo que lo sea. Y soy amable con él porque trato de situarme en el lado bueno del señor Sam.
—Suponiendo que lo tenga. Dios, no me iría mal un cigarrillo.
—Los cigarrillos pueden matarte.
—Prefiero morir por mi propia mano. —Señaló la puerta—. Y no a manos de ese tipo —gritó.
—Me has pegado un susto —dijo Willa, echándose atrás.
Diane se serenó y se sentó a la mesa.
—Lo siento, Willa. Perdona. Estamos sometidas a mucha presión. Tú añoras a tu familia y yo a la mía.
—Me dijiste que no tenías una familia propia. ¿Cómo es eso?
Diane la miró de un modo extraño.
—Yo quería casarme y tener hijos, pero no funcionó.
—Todavía eres joven.
—Treinta y dos.
—Tienes tiempo de sobra. Aún puedes tener una familia.
—¿Quién ha dicho que quiera tenerla ahora? —respondió Diane con amargura.
Willa se quedó en silencio, observando cómo Diane se frotaba las manos nerviosamente y clavaba la vista en la mesa.
—Nunca saldremos de aquí, ¿lo sabes, no? —dijo Diane.
—Yo creo que sí, siempre que las cosas salgan según el plan del señor Sam.
Diane saltó.
—¡Deja de llamarlo así! Hace que parezca un abuelito adorable y no un monstruo completamente chalado.
—Vale —dijo Willa, asustada—. Está bien. No lo diré más.
Diane volvió a echarse atrás en su silla.
—¿Echas de menos a tu mamá? —dijo en voz baja.
Willa asintió.
—A todos. Incluso a mi hermano pequeño.
—¿Él te ha dicho que toda tu familia estaba bien?
—Sí. Él… —Willa se detuvo y la miró bruscamente—. ¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Te dijo a ti otra cosa?
Diane pareció sorprendida.
—No, bueno, de eso no hablamos. No… Yo no sé nada.
Willa se puso de pie y escrutó el rostro de Diane, abriéndose paso fácilmente entre la endeble capa de mentiras.
—Algo te dijo —dijo con tono acusador.
—No, no.
—¿Está bien mi familia? ¿Están bien?
—No sé, Willa. Yo… él… Escucha, no podemos fiarnos de todo lo que él diga.
—Así que te dijo algo. ¿Qué te dijo?
—Willa, no puedo.
—¡Dímelo! ¡Dímelo! —Se lanzó sobre Diane y empezó a abofetearla—. ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Sonaron pasos fuera. Una llave giró en la cerradura. La puerta se abrió de golpe. Quarry corrió hacia ellas y alzó a Willa en volandas. Ella se revolvió y le abofeteó en la cara.
—¡Dime que mi familia está bien! ¡Dímelo! —le gritó a Quarry.
Él le lanzó una mirada fulminante a Diane, que se había acurrucado contra la pared.
—Willa, ya basta —dijo Quarry.
Pero ella le dio en la boca magullada, y siguió soltando golpes, bofetadas, puñetazos. Estaba incontrolable.
—Daryl —rugió Quarry.
Su hijo entró precipitadamente con una jeringa. Quitó la tapa y le clavó la aguja a Willa en el brazo. En dos segundos la niña se desplomó en los brazos de Quarry. Él se la entregó a Daryl.
—Llévala a su habitación.
En cuanto se quedaron solos, Quarry se volvió hacia Diane.
—¿Qué demonios le ha dicho?
—Nada. Lo juro. Ella preguntaba por su familia.
—¿Le ha dicho que es usted su madre?
—No, eso jamás lo haría.
—Entonces, ¿qué demonios ha pasado?
—Mire, usted mató a su madre.
—No, no es cierto.
—Bueno, me dijo que estaba muerta. ¿Lo está, sí o no?
Quarry echó una mirada hacia la puerta antes de responder.
—Fue un accidente.
—Sí, seguro —replicó ella, sarcástica.
—¿Le ha dicho que ha muerto? —dijo, con furia creciente.
—No, pero es una niña muy lista. Le he dicho que usted no era de fiar. Y ella ha atado cabos. Además, si piensa soltarnos lo acabará sabiendo.
Quarry la miró ceñudo bajo sus cejas tupidas.
—No debería habérselo dicho.
—Ya, sí, y usted no debería haber matado a su madre, por accidente o como fuese. Y no debería habernos secuestrado, para empezar. Y ahora mismo me importa un bledo si me mata. Puede irse al infierno, «señor Sam».
—Ya estoy en el infierno, señora. Llevo años allí.
Salió y cerró de un portazo.