Michelle puso el freno de mano y bajó del todoterreno. Sus zapatos crujieron sobre la tierra endurecida. Miró la vieja casa, el árbol seco, el neumático podrido del columpio y la carcasa del camión sobre bloques de hormigón en la parte trasera.
Echó un vistazo a la calle. A la casa donde había vivido una anciana llamada Hazel Rose. Siempre tenía la casa impecable; y el jardín, igual. Ahora la estructura estaba al borde de la ruina; poco faltaba para que soltara el último suspiro y se viniera abajo. Y sin embargo, alguien vivía allí. Había muñecos tirados por el patio y ropa ondeando al viento en el tendedero del patio lateral. Pero seguía siendo una visión deprimente. El pasado se iba erosionando ante sus ojos como una montaña de arena.
Hazel Rose siempre había sido muy amable con ella. Incluso cuando la pequeña Michelle dejó de ir a tomar el té que ofrecía a los niños del barrio. Por qué la había asaltado este recuerdo ahora, no lo sabía. Se volvió de nuevo hacia la casa, consciente de lo que debía hacer aunque no quisiera.
Su corazonada había sido certera. El coche de su padre se encontraba aparcado delante del suyo. La puerta principal de la casa estaba abierta. Pasó junto al coche y después junto a los restos del seto de rosas.
Ahora lo recordaba, de rosas. Un seto de rosas. ¿Por qué le había venido ahora a la memoria? Pensó en los lirios del ataúd de su madre y recordó que le había dicho a Sean que su madre prefería las rosas. Ella había notado un dolor en la mano, como si se hubiera pinchado con una espina. Pero no había espinas, porque no había rosas. Como ahora. Ninguna rosa.
Siguió caminando, preguntándose qué le iba a decir.
No tuvo mucho tiempo para pensarlo.
—Estoy aquí arriba —oyó que decía. Levantó la vista, haciendo visera con una mano para que no la deslumbrara el sol. Estaba plantado ante una ventana abierta de la segunda planta.
Pasó por encima de la puerta mosquitera caída y entró en el interior de esa casa que durante un breve período, cuando era niña, había considerado su hogar. En cierto modo, sintió que estaba viajando hacia atrás en el tiempo. A cada paso se volvía más joven, más insegura, menos competente. Todos sus años de vida independiente, sus experiencias de universidad, en el servicio secreto, como socia de Sean, se disolvían igual que una niebla. Volvía a ser la niña de seis años que andaba por todas partes con un bate de béisbol de plástico medio abollado, para ver si alguien quería jugar con ella.
Observó la vieja escalera. Ella las bajaba deslizándose sobre una caja de cartón aplanada. A su madre no le hacía gracia, pero recordó que su padre se reía y la perseguía mientras ella bajaba disparada.
«Mi hijo menor», la llamaba él a veces, porque Michelle había sido una marimacho realmente intrépida.
Subió. Su padre la esperaba en el rellano.
—Pensaba que tal vez vendrías —dijo.
—¿Por qué?
—Asuntos pendientes, quizá.
Ella abrió la puerta de su antigua habitación, caminó hasta la ventana y se sentó en el borde del alféizar, dando la espalda a los mugrientos cristales.
Su padre se apoyó en la pared y metió las manos en los bolsillos, golpeando distraídamente el raído suelo de madera con la suela del zapato.
—¿Tienes muchos recuerdos de este sitio? —dijo, sin apartar la mirada de su zapato.
—Me he acordado del seto de rosas cuando cruzaba el patio. Lo plantaste por uno de vuestros aniversarios, ¿verdad?
—No, por el cumpleaños de tu madre.
—Y alguien lo taló todo una noche.
—Sí, así fue.
Michelle se volvió para mirar por la ventana.
—Y nunca se supo quién.
—La echo de menos, ¿sabes? La echo mucho de menos.
Ella se volvió otra vez y vio que su padre la estaba mirando.
—Lo sé. Nunca te había visto llorar como el otro día.
—Lloraba porque estuve a punto de perderte, pequeña.
Esta respuesta sorprendió a Michelle, aunque enseguida se preguntó por qué.
—Estoy segura de que mamá te quería, papá. Aunque… aunque no siempre lo demostrara de la forma adecuada.
—Salgamos afuera. Huele a cerrado aquí.
Caminaron en torno al patio trasero.
—Tu madre y yo nos hicimos novios en secundaria. Ella me esperó mientras estuve en Vietnam. Nos casamos. Luego empezaron a llegar los hijos.
—Cuatro chicos. En cuatro años. Para que luego digan de los conejos.
—Y después llegó mi pequeña.
Ella sonrió y le dio un golpecito en el brazo.
—¿Podemos llamarlo un accidente?
—No, Michelle, no fue un accidente. Lo teníamos pensado.
Ella lo miró con aire burlón.
—Me parece que nunca os pregunté a ninguno de los dos, pero yo siempre di por supuesto que había sido una especie de sorpresa. ¿Estabais buscando una niña?
Frank se detuvo.
—Estábamos buscando… algo.
—¿Algo que os mantuviera unidos? —dijo ella lentamente.
Él echó a caminar. Al ver que ella no, se detuvo y la miró.
—¿Alguna vez te planteaste el divorcio, papá?
—Eso en nuestra generación no se hacía a la ligera.
—El divorcio no siempre es un error. Si no erais felices.
Frank alzó una mano.
—Tu madre no era feliz. Yo, eh… lo intentaba. Aunque soy el primero en reconocer que pasaba demasiado tiempo en el trabajo. Ella se encargó de criar a los chicos y lo hizo de maravilla. Pero sin demasiada ayuda de mi parte.
—La vida del policía.
—No, la de este policía.
—Sabías lo de Doug Reagan, obviamente.
—Percibí indicios de que se sentía atraída hacia él.
Michelle no podía creer que fuera a preguntárselo, pero tenía que hacerlo.
—¿Te habría dolido si te hubieras enterado de que se habían acostado juntos?
—Seguía siendo su marido. Por supuesto que me habría dolido. Mucho.
—¿Habrías acabado con la historia?
—Seguramente le habría dado una paliza a Reagan hasta dejarlo medio muerto.
—¿Y a mamá?
—A tu madre le había hecho daño de otras maneras a lo largo de los años. Y no por culpa de ella.
—¿Por no estar a su lado?
—Es peor que engañar, en cierto modo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Qué es una cana al aire comparada con décadas de indiferencia?
—Pero, papá, tampoco estabas fuera todo el tiempo.
—Tú no habías nacido aún cuando los chicos eran pequeños. Créeme, tu madre fue a todos los efectos como una madre soltera. Ese tiempo, esa confianza, ya no puedes recuperarlos. Al menos yo no pude.
—¿Lloraste por ella también?
Él le tendió una mano. Ella la cogió.
—Claro que lloré, cariño. Claro.
—No quiero quedarme aquí más tiempo.
—Vamos.
Cuando Michelle había llegado casi a su coche, sucedió. Sin previo aviso, sus pies apuntaron hacia la casa y echó correr.
—¡Michelle! —gritó su padre.
Ella ya estaba dentro del viejo caserón y subía corriendo por la escalera. Oyó detrás un redoble de pasos. Subió los peldaños de dos en dos, jadeando ruidosamente como si hubiera corrido kilómetros, y no unos metros.
Llegó arriba. La puerta de su habitación estaba cerrada. Pero no era ese su objetivo. Se apresuró hacia la puerta del fondo del pasillo y la abrió de una patada.
—¡No, Michelle! —rugió su padre a su espalda.
Miró el interior de la habitación. Se llevó la mano a la pistola. Abrió con un chasquido la solapa de la cartuchera. Desenfundó la Sig y apuntó hacia delante.
—¡Michelle! —El redoble de pasos se aproximaba.
—¡Apártate de mi madre! —gritó.
En la mente de Michelle, su madre se volvió hacia ella con expresión aterrorizada. Se encontraba de rodillas, con el vestido desgarrado. Michelle vio el sujetador de su madre, el surco de su pronunciado escote, y esa desnudez la aterrorizó.
—¡Nena! —le gritó Sally Maxwell—. ¡Vuelve abajo! —Su madre estaba joven, joven y viva. El largo pelo blanco había sido reemplazado por suaves mechones oscuros. Estaba preciosa. Perfecta, salvo por el vestido desgarrado, por su expresión aterrorizada, por el hombre con traje militar de faena que se hallaba de pie frente a ella.
—¡Apártate! ¡Para de hacerle daño! —gritó Michelle con una voz que solo había utilizado para detener a delincuentes.
—Nena, por favor, no pasa nada —dijo su madre—. Vuelve abajo.
Michelle deslizó el dedo hacia el gatillo.
—¡Para! ¡Para!
El hombre se volvió y la miró. Seguramente había sonreído, como había hecho todas las demás noches. Solo que esta vez ella lo estaba apuntando con su propia pistola: la que él había dejado despreocupadamente en la silla y ella había sacado de la cartuchera. Y no sonríes cuando te apuntan con una pistola. Aunque sea una criatura de seis años.
Dio un paso hacia ella.
Tal como había hecho aquella noche, Michelle disparó ahora un solo tiro. La bala atravesó el aire de la habitación y se incrustó en la pared del fondo.
Una mano recia le bajó la pistola y se la quitó de los dedos. Ella la soltó. Le resultaba muy pesada, ya no podía sostenerla más. Miró el interior de la habitación. Vio a su madre gritando. Gritando por lo que Michelle había hecho. Por el hombre muerto que había en el suelo.
Sintió una mano en el hombro. Se volvió.
—¿Papá? —dijo con una voz extraña.
—Tranquila, pequeña —dijo su padre—. Estoy aquí.
Michelle señaló la habitación.
—Lo he hecho yo.
—Lo sé. Has defendido a mamá, nada más.
Ella lo agarró del brazo.
—Hemos de llevárnoslo, pero no me dejes en el coche, papá. Esta vez no me dejes en el coche. Le veo la cara. Tienes que acordarte de taparle la cara.
—¡Michelle!
—Tienes que taparle la cara. Si le veo la cara…
Respiraba deprisa, agitadamente. Apenas terminaba de tomar una bocanada de aire, cuando ya necesitaba otra.
Su padre dejó la pistola en el suelo y la abrazó con fuerza hasta que su respiración empezó a serenarse. Hasta que Michelle miró la habitación y vio lo que había allí realmente.
Nada.
—Le disparé, papá. Maté a un hombre.
Él se apartó un poco y la observó. Ella le devolvió la mirada, ahora viéndolo con claridad.
—No hiciste nada malo. Eras solo una niña. Una niña asustada que quería defender a su madre.
—Pero… él había venido otras veces. Estaba con ella, papá.
—Si quieres culpar a alguien, cúlpame a mí. La culpa fue mía. Solo mía. —Las lágrimas corrían por sus mejillas y Michelle sintió que también ella empezaba a derramarlas.
—Eso nunca lo haré. Nunca te culparé a ti de esto.
Él la cogió de la mano y la llevó escaleras abajo.
—Hemos de salir de aquí, Michelle. Salir de aquí y no volver. Esto es el pasado, ya no podemos cambiarlo. Hemos de seguir adelante, Michelle; solo así es posible vivir. De lo contrario, nos destruirá a los dos.
Una vez fuera, él le sostuvo la puerta del todoterreno para que subiera. Antes de cerrarla, dijo:
—¿Seguro que estás bien?
Ella inspiró hondo y asintió.
—No sé exactamente lo que ocurrió allí.
—Creo que sabes todo lo que necesitas saber. Ya va siendo hora de olvidar.
Ella miró más allá, al patio de la casa.
—Fuiste tú quien taló el seto, ¿verdad?
Él siguió su mirada y se volvió otra vez hacia ella.
—A tu madre le encantaban las rosas. No debería habérselas arrebatado.
—Seguramente tenías un buen motivo.
—Los padres no son perfectos, Michelle. Y nunca tuve buenos motivos para hacer muchas cosas.
Ella alzó la vista hacia el viejo caserón.
—No voy a volver nunca aquí.
—No tienes por qué hacerlo.
Michelle bajó los ojos hacia él.
—Tenemos que hacer las cosas de otro modo, papá. Yo tengo que hacerlas de otro modo.
Él le apretó el brazo y cerró la puerta del todoterreno.
Mientras iba a buscar su coche, Michelle le lanzó una mirada a la casa, contando las ventanas hasta llegar a esa habitación.
—Lo siento, mamá. Siento tanto que te hayas ido… Yo que nunca quise tener ningún pesar, ahora es como si fuera lo único que tengo. —Lloraba con tal fuerza que apoyó la frente en el volante y se entregó a los sollozos, que agitaban su pecho una y otra vez espasmódicamente.
Cuando levantó la cabeza vio que su padre se limpiaba sus propias lágrimas con la mano y subía al coche.
Antes de arrancar, Michelle musitó:
—Adiós, mamá. Yo… no me importa lo que hicieras. Siempre te querré.