Jane Cox volvía en la limusina del local de Mail Boxes Etc. Sin que ella lo supiera, el FBI había investigado el apartado de correos que la primera dama había ido a revisar diariamente. No habían sacado nada. Nombre falso, pagado en metálico por un período de seis meses y ningún rastro documental. Le habían echado una bronca monumental al encargado por no cumplir las normas.
—Así empezó el 11-S, maldito gilipollas —le había espetado el agente Chuck Waters al hombre de mediana edad que aguantaba el chaparrón desde el otro lado del mostrador—. Si dejas que una célula terrorista alquile un apartado de correos sin ningún dato, estás contribuyendo a que nos ataquen los enemigos de este país. ¿Así es como quieres ser recordado? ¿Por ayudar e instigar a Osama bin Laden?
El hombre se había quedado tan angustiado que hasta se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero Waters no lo vio. Ya se había ido.
Jane llegó a la Casa Blanca y bajó lentamente del coche. No se había dejado ver mucho en público últimamente, lo cual no venía mal, en realidad, porque estaba avejentada y demacrada. Las cámaras de alta definición desplegadas ahora por todas partes no habrían resultado demasiado halagadoras. Incluso el presidente lo había notado.
—¿Estás bien, cielo? —le preguntó. Había hecho un breve alto en la gira electoral para pronunciar un discurso ante un grupo de veteranos y recibir la visita varias veces retrasada del equipo femenino de baloncesto universitario que había ganado el campeonato nacional. Jane, que había ido directamente desde la limusina a sus habitaciones privadas, se lo había encontrado allí sentado, revisando unos documentos.
—Estoy perfectamente, Danny. Me gustaría que todo el mundo dejara de preguntarme lo mismo. O voy a empezar a creer que realmente me pasa algo.
—El FBI me ha informado de tus visitas a ese apartado de correos.
—¿Y el servicio secreto, no? —replicó ella rápidamente—. ¿Es que hay espías entre nosotros?
Él soltó un suspiro.
—Solo hacen su trabajo, Jane. Nosotros ahora somos propiedad nacional. Un tesoro nacional: al menos, tú —añadió con una sonrisa que normalmente servía para levantarle el ánimo a su esposa.
Normalmente. Pero no hoy.
—Tú eres el tesoro, Danny. Yo solo soy la bruja.
—Jane, eso no es…
—No tengo tiempo para jugar al gato y el ratón, la verdad, ni tú tampoco. Los secuestradores se pusieron en contacto conmigo mediante una carta. Figuraban los datos de un apartado de correos y la llave del apartado. Decían que recibiría otra carta a su debido tiempo y que debía revisar diariamente el apartado. Y hasta ahora no ha llegado nada.
—Pero ¿por qué dirigirse a ti, y no a Tuck?
—Sí, ¿por qué no a Tuck? No sé, Danny. Soy incapaz de pensar como un secuestrador, según parece.
—Claro, no me refería a eso. Tal vez acertábamos, después de todo. Van a exigirme que haga algo para liberar a Willa. No puede tratarse de dinero, porque tu hermano tiene más que yo. ¡Demonios, si apenas podemos cubrir nuestros gastos personales! Tiene que estar relacionado con la presidencia.
—Lo cual sería problemático, como tú dijiste. Dejaría castrado el cargo, creo que fueron tus palabras.
—Jane, haré cuanto pueda, pero hay ciertos límites.
—Creía que el poder del Despacho Oval era ilimitado. Supongo que me equivocada.
—Haremos todo lo que podamos para rescatarla.
—¿Y si eso no basta? —dijo ella, irritada.
Él la miró con una expresión de impotencia.
«El hombre más poderoso del mundo», pensó Jane. «Castrado».
Su enfado se disolvió tan bruscamente como había surgido.
—Abrázame, Danny. Abrázame.
Él se apresuró a hacerlo, estrechándola con fuerza.
—Estás temblando. ¿No estarás incubando algo? Y has perdido peso también.
Ella se apartó.
—Tienes que irte. Te espera tu discurso en la Sala Este.
Él miró automáticamente su reloj.
—Me avisarán cuando sea la hora.
Se acercó para volver a abrazarla, pero ella se apartó, tomó asiento y desvió la mirada.
—Jane, soy el presidente de Estados Unidos. No carezco de influencias. Seguramente puedo ayudar.
—Sería de esperar, ¿no?
Sonó el teléfono. Lo descolgó él.
—Sí, lo sé. Bajo en un minuto.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Volveré después a ver cómo estás.
—Después del equipo femenino de baloncesto.
—El sueño de mi vida —bromeó—. Estar rodeado de un montón de mujeres zanquilargas mucho más altas que yo.
—Yo también tengo varios actos.
—Voy a decirle a Cindy que los anule. Debes descansar.
—Pero…
—Tú descansa.
Cuando ya se ponía en marcha, Jane le dijo:
—Danny, en algún momento te voy a necesitar. ¿Estarás a mi lado?
Él se arrodilló junto a ella y la rodeó con un brazo.
—Yo siempre estaré a tu lado, igual que tú conmigo. Descansa un poco. Voy a decirles que te suban café y algo de comer. No me gusta lo delgada que te estás poniendo. Necesitamos un poco más de chicha en esas curvas. —Le dio un beso y salió.
«Yo siempre he estado a tu lado, Danny. Siempre».