65

Michelle y Sean se mantuvieron aparte mientras Frank Maxwell dejaba un ramo de flores en la tumba todavía fresca de su esposa, bajaba la cabeza y musitaba unas palabras. Luego se quedó inmóvil, mirando a lo lejos, a saber dónde.

Sean le susurró a Michelle:

—¿Crees que se repondrá?

—No lo sé. Ni siquiera sé si voy a reponerme yo.

—¿Cómo tienes la pierna y el brazo?

—Bien. No hablaba de esa parte.

—Ya —murmuró él.

Ella lo miró de golpe.

—¿Tú tienes este tipo de problemas familiares?

—En todas las familias hay problemas. ¿Por qué?

—Por curiosidad.

Se callaron cuando Frank se les acercó.

Michelle le puso una mano en el brazo.

—¿Estás bien?

Él se encogió de hombros, aunque enseguida asintió. Mientras caminaban hacia el todoterreno de Michelle, dijo:

—Seguramente no tendría que haber dejado a Sally para salir a investigar. Debería haberme quedado con ella.

—Si lo hubiese hecho, tal vez no habríamos atrapado a Rothwell y Reagan —señaló Sean.

Al llegar a casa, Michelle se puso a hacer café mientras Sean preparaba unos sándwiches para el almuerzo. Ambos levantaron la vista hacia la pequeña televisión de la cocina al oír el nombre que pronunciaba el locutor.

Un instante más tarde estaban mirando una foto de Willa en la pantalla. El reportaje no aportaba nada. Decía lo de siempre. El FBI continuaba investigando. La primera pareja estaba muy preocupada. El país entero se preguntaba dónde estaba la niña. Todo eso ya lo sabían. Pero la simple imagen de Willa los dejó a los dos como hipnotizados y les comunicó una sensación acrecentada de urgencia.

Sean salió a hacer unas llamadas. Michelle lo miró inquisitiva cuando volvió a entrar.

—He llamado a la primera dama. Y a Chuck Waters.

—¿Alguna novedad?

—Nada. Le he dejado otro mensaje a mi amigo el militar.

—¿Cómo le va a Waters con la pista koasati?

—Han desplegado agentes por toda esa ciudad de Luisiana. Sin resultado hasta ahora. Nadie encaja.

Se quedaron callados. Ahora que el misterio de la muerte de Sally Maxwell había sido resuelto, estaba claro que la prioridad era encontrar a Willa. Con vida. Pero necesitaban alguna pista. Aunque solo fuese una.

Más tarde, mientras comían en la cocina, Frank se limpió la boca con la servilleta y carraspeó.

—Me sorprendió que volvieras allí —dijo.

—¿Adónde? —replicó Michelle.

—Ya me entiendes.

—A mí también me dejó pasmada verte allí.

—Nunca fuimos felices en esa casa, ¿sabes? Tu madre y yo.

—No; por lo visto, no.

—¿Recuerdas gran cosa de esa época? —le preguntó con cautela—. Eras muy pequeña. No tendrías más de tres años.

—No, papá. Tenía seis. Pero no, no recuerdo mucho.

—¿Y recordabas el camino?

Michelle mintió.

—Lo llaman GPS.

Sean jugueteó en su plato con una patata frita. Trató de mirar a cualquier parte salvo al padre y la hija.

—Vuelvo enseguida —dijo, levantándose, y salió antes de que pudieran decir nada.

—Es un buen tipo —comentó Frank.

Michelle asintió.

—Seguramente mejor de lo que merezco.

—Entonces, ¿sois pareja? —Miró a su hija fijamente.

Ella manoseó el asa de la taza de café.

—Más bien socios —dijo.

Frank miró por la ventana.

—Yo trabajaba mucho entonces. Dejaba demasiado sola a tu madre. Lo cual debía de ser duro, me doy cuenta ahora. Mi carrera en la policía lo era todo para mí. Tus hermanos han sabido encontrar el equilibrio mucho mejor que yo.

—Yo nunca me sentí descuidada, papá. Y tampoco ninguno de los chicos, que yo sepa. Ellos os adoraban a ti y a mamá.

—¿Y tú?

La expresión de sus ojos era tan suplicante que Michelle sintió que se le agarrotaba la garganta.

—¿Yo, qué? —dijo, aunque ya lo sabía.

—Si nos adorabas. A mí y a tu madre.

—Os quería mucho a los dos. Siempre os he querido.

—Está bien, de acuerdo. —Volvió a centrarse en su almuerzo, masticando metódicamente el sándwich y bebiendo café. Las venas de sus recias manos se le marcaban sobre la piel. No volvió a mirar a Michelle, sin embargo. Ni ella tuvo fuerzas para corregir lo que ya había dicho.

Mientras limpiaba la cocina con Sean al terminar de comer, llamaron a la puerta. Michelle salió a abrir y volvió al cabo de un minuto con una gran caja de cartón.

Sean dejó la última taza en el lavaplatos, cerró la tapa y se volvió.

—¿Qué es eso? ¿Para tu padre?

—No, para ti.

—¿Para mí?

Michelle puso la caja en la mesa y leyó el remitente.

—General Tom Holloway. Departamento de Defensa.

—Mi amigo. Al final, ha conseguido los archivos de desertores.

—Pero, ¿cómo han llegado aquí?

—Le envié un e-mail mientras veníamos hacia Tennessee y le dejé esta dirección por si había alguna novedad y aún estábamos aquí. Ábrelo, rápido.

Michelle utilizó unas tijeras para rasgar la caja. En su interior había un montón de carpetas de plástico, como tres docenas. Sacó unas cuantas. Eran copias de los informes oficiales de investigación del ejército.

—Ya sé que es amigo tuyo y demás, pero ¿cómo es posible que el ejército le proporcione este material a un civil? ¿Y que lo haga con tanta celeridad, además?

Sean tomó una de las carpetas y empezó a hojearla.

—¿Sean? Te he hecho una pregunta.

Él levantó la vista.

—Bueno, aparte de las entradas de fútbol, quizá dejé entrever que la Casa Blanca estaba detrás de nuestra investigación y que toda la colaboración que pudieran prestarnos obtendría el reconocimiento personal del presidente y de la primera dama. Conociendo cómo funciona el ejército, estoy convencido de que han hecho la comprobación y averiguado que es cierto. Es la primera norma entre los militares: no hacer nunca nada que pueda contrariar al comandante en jefe.

—Estoy impresionada.

—Es mi misión en la vida, según parece.

—¿Repasamos las carpetas?

—Página por página. Línea por línea. Y recemos para que esté aquí la pista que necesitamos.

Sonó un portazo. Michelle se levantó y vio por la ventana que su padre subía al coche y salía por el sendero.

—¿Adónde va? —preguntó Sean.

Michelle volvió a sentarse.

—¿Cómo voy a saberlo? No soy su niñera.

—Ese hombre te ha salvado la vida.

—Y yo le he dado las gracias, ¿no?

—Antes de continuar, ¿me estoy acercando a ese punto en el que sueles decirme que me vaya al cuerno?

—Peligrosamente, sí.

—Eso me parecía. —Volvió a concentrarse en la carpeta.

—Yo quiero a mi padre. Y quería a mi madre.

—No lo dudo. Sé que estas cosas son complicadas.

—Mi familia es experta en complicaciones.

—Tus hermanos parecen muy normales.

—Supongo que todos los problemas los tengo yo.

—¿Por qué quisiste volver a la granja?

—Ya te lo dije, no lo sé.

—Nunca te había visto hacer nada porque sí.

—Siempre hay una primera vez para todo.

—¿Es así como quieres dejar las cosas con tu padre?

Ella le lanzó una mirada.

—¿Cómo las estoy dejando exactamente?

—En el aire.

—Sean, mi madre fue asesinada tras haber engañado al parecer a mi padre. La mujer que la mató por poco me mata a mí. Mi padre me salvó la vida, pero ahí también hay algunas cuestiones pendientes aún, ¿vale? De hecho, yo pensé durante un tiempo que había sido él quien la había matado. Así que disculpa si estoy un poco conflictiva ahora mismo.

—Perdona, Michelle. Tienes razón.

Ella dejó la carpeta que estaba examinando y apoyó la cabeza en las manos.

—No, quizá tengas tú razón. Pero no sé cómo afrontarlo. No lo sé, la verdad.

—Tal vez hablando con él. Cara a cara, sin testigos.

—Suena absolutamente terrorífico.

—Lo sé. Y no estás obligada a hacerlo.

—Pero seguramente debería si es que quiero superar esto algún día. —Se puso de pie—. ¿Puedes ocuparte tú de estas carpetas? Voy a ver si encuentro a mi padre.

—¿Se te ocurre adónde puede haber ido?

—Creo que sí.