Quarry estaba sentado en la biblioteca de Atlee contando el dinero que le quedaba. Dos años atrás había hecho una cosa de la que nunca se habría creído capaz. Había vendido a un anticuario algunas de las reliquias familiares para poder financiar lo que estaba haciendo. No le habían dado ni mucho menos lo que valían, pero no estaba en condiciones de ponerse exigente. Tras contarlo, guardó el dinero y sacó la máquina de escribir. Se puso los guantes, colocó una hoja en el rodillo y empezó la última carta que iba a escribir con esa máquina. Como en las ocasiones anteriores, tenía pensada cada palabra.
La comunicación después de esta carta ya no se efectuaría por correo. Sería mucho más directa. Acabó de escribirla y llamó a Carlos. El hispano fibroso y menudo estaba ahora en el caserón, mientras que Daryl permanecía de guardia en la mina. Tenía una misión que confiarle a Carlos. Después de la pelea con Daryl, prefería mantener cerca a su hijo.
Carlos llevaba guantes también, siguiendo sus instrucciones. Tomaría una de las camionetas y se dirigiría hacia el norte hasta salir del Estado para remitir esta última carta. El tipo no hizo preguntas; sabía lo que debía hacer. Quarry le dio dinero para el viaje junto con el sobre cerrado.
En cuanto Carlos salió, cerró la puerta de la biblioteca con llave, avivó el fuego, tomó el atizador, lo hundió en las llamas hasta ponerlo al rojo vivo, se arremangó la camisa y añadió una tercera línea a las marcas de su brazo: un trazo perpendicular y a la izquierda de la quemadura más larga. Mientras la piel crepitaba y se arrugaba bajo el metal candente, Quarry se hundió en su viejo sillón. No se mordió el labio, pues lo tenía vendado e inflamado a causa de la pelea con Daryl. Abrió la botella de Jim Beam, echó un trago con una mueca de dolor, porque el alcohol le escocía en las heridas de la boca, y contempló cómo bailaban las llamas en la chimenea.
Ya solo le faltaba chamuscarse una línea en la piel. Solo una.
Salió de la biblioteca y subió tambaleante a la habitación de Tippi. Abrió la puerta y escudriñó en la oscuridad. Estaba en la cama. «¿Dónde demonios iba a estar, si no?», se dijo a sí mismo.
Ruth Ann había aprendido enseguida todos los cuidados que Tippi requería y había establecido una rutina diaria para ayudar a Quarry a atenderla. Consideró la posibilidad de entrar y leerle un rato, pero estaba cansado y le dolía la boca.
—¿Quiere que le lea, señor Sam?
Quarry se volvió lentamente y vio a Gabriel en el rellano, con la mano en la recia barandilla de madera: una barandilla que había puesto allí, siglos atrás, un hombre que poseía cientos de esclavos. Quarry suponía que esa madera debía de estar tan podrida como el hombre que la había colocado o, mejor dicho, que había mandado que la colocaran los esclavos con el sudor de su frente. Ver ahora esa pequeña mano de piel oscura sobre aquel viejo pedazo de madera podrida le resultó reconfortante.
—Te lo agradezco —dijo, moviendo el labio herido lentamente.
—Mami dice que se cayó usted y se dio en la boca.
—Me estoy haciendo viejo para trabajar en una granja.
—¿Quiere que le lea alguna parte en especial?
—El capítulo cinco.
Gabriel lo miró con curiosidad.
—¿Por qué ese?
—No sé, salvo que el número cinco me ha venido a la cabeza.
—Señor Sam, ¿no cree que la señorita Tippi tal vez quiera que le leamos otros libros también?
Quarry le dio la espalda y miró a su hija.
—No, hijo. Yo creo que con este libro basta.
—Entonces voy a leerle.
Gabriel pasó por su lado y encendió la luz. A Quarry le hizo daño en los ojos el repentino resplandor y se dio la vuelta.
«Me he convertido definitivamente en una criatura de la noche», pensó.
No notó que Gabriel lo estaba mirando hasta que el chico dijo:
—Señor Sam, ¿se encuentra bien? ¿Quiere hablar de alguna cosa?
Quarry observó a Gabriel, que fue a sentarse al lado de Tippi con la inestimable novela de Austen entre las manos.
—De un montón de cosas querría hablar, Gabriel, pero de ninguna que pudiera interesarte.
—Tal vez lo sorprendería.
—Tal vez —asintió Quarry.
—Ha sido muy generoso lo que ha hecho. Dejarle esta casa a mami, quiero decir.
—Y a ti, Gabriel. También a ti.
—Gracias.
—Venga, lee. Capítulo cinco.
Gabriel se aplicó a su tarea; Quarry escuchó un poco y luego descendió a la planta baja. Sus botas resonaron en las tablas de madera. Se sentó un rato en el porche delantero a contemplar la noche. Hacía un fresco muy poco frecuente en el sur.
Unos minutos más tarde estaba conduciendo su vieja camioneta, bamboleándose y dando tumbos por los caminos de tierra. Cuando llegó por fin, paró el motor y se apeó. Caminaba a paso vivo, pero se detuvo antes de llegar a la casita que había construido. Se sentó a unos diez metros en cuclillas y la contempló una vez más.
Veinte metros cuadrados de pura perfección plantados en mitad de la nada. Cuando se le cansaron las piernas, apoyó el trasero en la tierra y siguió observando la casa. Sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios, pero no lo encendió. Lo dejó allí colgado, como un trozo de paja. En algún punto de la hilera de árboles, ululó un búho. Distinguió en el cielo el parpadeo de un avión que se deslizaba por las alturas. Desde allá arriba nadie podía verle aquí, en Alabama. El avión jamás aterrizaría en estas tierras; seguramente se dirigía a Florida, o tal vez a Atlanta. Nunca pararía aquí. No había mucho por lo que valiera la pena parar, ya lo sabía. Aun así, alzó la mano y les hizo lentamente una seña a los pasajeros. Aunque dudaba que ninguno estuviera mirando por la ventanilla.
Se levantó y caminó hasta el lugar donde Carlos estaría situado. Se volvió hacia la casa y calibró a ojo la trayectoria, seguramente por centésima vez. No se había modificado en ninguna ocasión. Ni un milímetro. La cámara, allá arriba; el cable que llevaba la señal en directo a Carlos. El control remoto que lo activaría todo. El teléfono satélite que comunicaría con Quarry en la mina. La dinamita. Willa. Su madre real. Daryl. Kurt, que yacía ya al fondo de la galería sur. Su pistola Patriot, enterrada ignominiosamente.
Ruth Ann.
Gabriel.
Y finalmente, Tippi.
Sí, esa era la parte más difícil de todas. Tippi.
Abandonó el montículo y caminó resueltamente hacia la casa. Esta vez subió al porche, pero no abrió la puerta. Se limitó a sentarse sobre las tablas, con la espalda apoyada en un poste y la vista fija en la puerta.
Esa era la parte más difícil.
Inspiró una bocanada de aire fresco y lo expulsó. Era como si a sus pulmones no les gustara ese frescor, esa pureza. Tosió. Le estaba entrando una tos seca, como a Fred.
Durante unos segundos, Quarry hizo algo inconcebible, al menos para él. Pensó en pararlo todo. La carta ya había salido, pero no tenía por qué seguir adelante. Podía volar mañana a la mina, sacar a Wohl y Willa de allí y llevarlas a un lugar donde pudieran encontrarlas. Él podía permanecer aquí con Tippi.
Subió a la camioneta y condujo rápidamente hasta Atlee. Entró en la biblioteca, cerró con llave, desechó el Jim Beam y tomó un trago de Old Grand Dad. Se sentó ante el escritorio, miró la chimenea vacía y notó la piel inflamada de su antebrazo. Y de golpe, dio un mandoble enfurecido y barrió todos los objetos del escritorio, que cayeron por el suelo con gran estrépito.
—¡Qué demonios estoy haciendo! —gritó. Se levantó y se dobló sobre sí, respirando deprisa; sus nervios ya no poseían elasticidad. Salió precipitadamente y bajó las escaleras, sacándose del bolsillo un llavero. Llegó al sótano, cruzó el pasillo, abrió la puerta y entró en la habitación. Encendió la luz y miró las paredes. Sus paredes. Su vida. Su ruta hacia la justicia. Contempló todos aquellos viejos nombres, lugares y hechos, las líneas cruzadas de cordel que representaban años de sudor, de tenacidad, de un apabullante esfuerzo para planearlo todo.
Su respiración se serenó poco a poco, sus nervios recobraron la firmeza. Encendió un cigarrillo, soltó el humo lentamente. Su mirada se detuvo en una fotografía de Tippi situada en el extremo de una de las paredes: el punto en el que todo había comenzado.
El peso de estas paredes se había impuesto. Seguiría hasta el final. Apagó la luz, dejándolas otra vez en la oscuridad, aunque ahora ya habían obrado su efecto. Cerró con llave y subió las escaleras.
Gabriel había terminado de leerle a Tippi el capítulo y se había ido a la cama. Quarry echó un vistazo al pasar junto a su cuarto. Entreabrió la puerta, escuchó la suave respiración del niño y vio cómo subía y bajaba la manta que lo tapaba.
Un buen chico. Se acabaría convirtiendo seguramente en un hombre cabal. Y llevaría una vida que lo conduciría muy lejos de aquí. Lo cual estaba bien. Este no era su lugar, en la misma medida en que sí era el de Sam Quarry.
Cada cual debía elegir su camino. Gabriel todavía tenía que decidir. Quarry ya había escogido su propia ruta. No había salida en esta autopista y él la estaba recorriendo a un millón de kilómetros por hora.
Mientras subía a acostarse, miró el reloj. Carlos echaría la carta en el buzón en un par de horas. Había que calcular un día o dos para que llegase a su destino; tres, a lo sumo. Había dejado ese margen en sus instrucciones.
Y entonces sucedería por fin. Entonces podría hacerse oír. Y ellos escucharían. De eso estaba seguro. Lo dejaría bien claro. Y después la decisión estaría en manos de ellos. Se imaginaba bastante bien cuál sería esa decisión. Pero la gente era extraña. A veces actuaba de modo imprevisible. Al llegar a su habitación, en lo alto de la casa, cayó en la cuenta de que él mismo constituía una prueba de lo imprevisible que era la gente.
No encendió la luz. Se quitó las botas y los calcetines, se desabrochó el cinturón y, bajándose la cremallera, dejó que sus pantalones cayeran al suelo. Se acercó al diván e iba a coger la botella de líquido analgésico. Entonces miró la cama.
¡Qué demonios! Se tendió sobre ella, dejó la botella y empezó a soñar con tiempos mejores.
Sí, eso era lo único que le quedaría. Solo un sueño.