—Saqué fotografías de las matrículas porque sabía que había una fiesta en la casa de al lado. Luego conseguí la lista de invitados y la cotejé con los dueños de los coches aparcados esa noche en la calle.
Frank Maxwell dejó su taza de café y se arrellanó en su silla.
Era al día siguiente y estaban en la jefatura de policía. Donna Rothwell había sido detenida por el asesinato de Sally Maxwell y el intento de asesinato de Michelle Maxwell. La habían llevado al hospital para que le curasen la herida de la mano, donde había recibido el disparo de Frank Maxwell. Doug Reagan estaba ingresado en el hospital con el balazo en el pecho que había sufrido al dispararse la pistola de Michelle, pero se encontraba estable. Confiaban en que se restablecería totalmente, aunque solo para ser acusado junto con Donna.
—¿Cómo conseguiste los datos de los coches? —le preguntó Bobby Maxwell.
—Tengo un amigo en el departamento de vehículos.
—¿Encontraste a mamá en el garaje y saliste sin más a la calle y te pusiste a sacar fotos? —preguntó Michelle, incrédula.
Frank Maxwell se volvió hacia su hija.
—Acababan de matarla. No tenía pulso ni reflejo pupilar. No podía hacer nada para salvarla. El cuerpo aún estaba caliente. Sabía que el asesino andaba cerca. Yo no estaba en la ducha. Estaba en la sala de estar. Oí ruido en el garaje y un portazo.
—No le dijiste eso a la policía —dijo Bobby—. Joder, papá, no me lo contaste a mí.
—Tenía mis motivos. Habría podido avisar a la policía y quedarme allí, llorando junto a su cuerpo, pero sé muy bien lo decisivo que es actuar pronto en un homicidio, y no quería perder ni un segundo. Corrí a la puerta lateral del garaje y la abrí. No vi ni oí nada. Recorrí la calle en ambas direcciones sin resultado. Tampoco oí que arrancara ningún coche, así que el agresor iba a pie o no se había alejado todavía con su vehículo. Entonces me fijé en el ruido de la fiesta que celebraban los vecinos en la piscina. Consideré la posibilidad de presentarme allí, contarles lo ocurrido y ver si había alguien que no estuviera invitado, pero opté por una táctica distinta.
»Sabía que no tenía mucho tiempo. Corrí a casa y cogí la cámara. Saqué fotos de las matrículas. Entré de nuevo y llamé a la policía. Fue cuestión de dos minutos tal vez. Salí corriendo otra vez por si veía a alguien, pero no había nadie. Finalmente, regresé al garaje para estar con Sally.
Dijo esto último en un murmullo, bajando la cabeza.
—¿Seguro que no vio a nadie? —preguntó Sean, que se hallaba sentado frente a él.
—Si hubiera visto a alguien, habría actuado. Al final, cuando mi amigo revisó las matrículas, resultó que el coche aparcado al final de la calle era el de Doug Reagan. No creía que pudiera estar invitado en un guateque de adolescentes, pero lo confirmé con la lista de invitados. El suyo era el único vehículo que estaba allí sin justificación. Los demás eran de los invitados de la fiesta o de personas que viven en nuestra calle.
—Un método de investigación muy ingenioso —observó Sean—. Pero ¿por qué no se lo contó a la policía?
—Sí, papá —añadió Bobby—, ¿por qué?
Michelle miraba a su padre con una mezcla de rabia y comprensión. Acabó imponiéndose esto último.
—Obviamente, quería investigar primero esa posibilidad para asegurarse de que acertaba. Así no le hacía perder el tiempo a nadie —dijo Michelle.
Frank miró a su hija. Michelle creyó percibir un atisbo de gratitud en su rostro.
—Así que creías que Reagan estaba implicado. ¿Y Rothwell? —le preguntó.
—Nunca me gustó esa mujer —dijo su padre—. Había algo turbio en ella. Llámalo instinto de policía. Después de que Sally fuera asesinada, me puse a investigar un poco a ese par. Pues bien, en Ohio, hace unos veinte años, dos personas tremendamente parecidas a Rothwell y Reagan, pero con distinto nombre, fueron acusadas de usar unos poderes legales para hacerle un desfalco de millones a un alto ejecutivo retirado. El viejo apareció muerto un día en la bañera cuando sus hijos habían empezado a sospechar. Los dos se largaron de la ciudad y nunca se supo más de ellos. No creo que fuese la única vez que lo hicieron. Encontré un par de casos similares en los que sospecho que estuvieron implicados, pero nunca pudieron acusarles. La gente de esa ralea se gana la vida así. No cambia de costumbres, lo lleva en la sangre.
—¿Así que la historia de que su marido era un director general retirado con el que se había dado la gran vida era una mentira? —dijo Michelle.
—Es fácil inventarse un pasado, sobre todo hoy en día —añadió Sean—. La mujer se presenta como una viuda adinerada que ha viajado por el mundo y se instala aquí. ¿Quién va a probar que su historia es otra?
—Entonces, su «nuevo» novio, Doug Reagan, llevaba décadas trabajando con ella en realidad. Abusando de personas mayores ricas —dijo Bobby.
—Eso creo, sí —respondió su padre—. Aunque no tengo pruebas.
—Pero ¿por qué se fijaron a mamá como objetivo? —preguntó Michelle—. No es que vosotros amasarais una gran fortuna.
Frank Maxwell pareció incómodo. Bajó la vista mientras sus manos asían con fuerza la taza de poliestireno.
—No creo que nos tuvieran como objetivos. Creo… creo que tu madre «disfrutaba» de la compañía de Doug Reagan. —Hizo una pausa—. Y él de la suya.
Se quedó callado y ninguno de los presentes quiso romper el silencio. Al cabo de unos momentos, prosiguió:
—Él había estado en todas partes, había hecho de todo, conocía a todo el mundo, o eso decía al menos. Un tipo de persona con el que Sally nunca había tratado. Era rico y apuesto, se movía en ciertos círculos. Era un hombre encantador. Tenía carisma. Yo no era más que un poli. No podía competir con eso. Qué demonios, entendía que se sintiera intrigada. —Se encogió de hombros, pero Michelle se dio cuenta de que no entendía realmente el encaprichamiento de su esposa.
—¿Y Rothwell lo descubrió? —dijo Sean.
—Donna Rothwell es de esas personas que no conviene tener por enemigas —dijo Frank secamente—. Yo no la conocía bien, pero sí conocía a las de su ralea. Soy capaz de percibir cosas que otros no ven. El ojo de un policía, una vez más. Había reparado en su aspecto cuando ella no era el centro de atención, o cuando su amante estaba más pendiente de otra mujer que de ella. Era obsesiva, controladora. Y no podía reconocer ante nadie, y mucho menos ante sí misma, que no controlaba la situación. Lo cual la volvía peligrosa. Incluso en las pistas de golf era competitiva hasta extremos irracionales. Se cabreaba mucho cuando iba perdiendo.
Michelle dijo:
—Por eso se inventó esa mentira de que había dejado a Reagan jugar el torneo de golf con mamá. No quería reconocer que lo habían hecho sin consultarla.
—Y por eso se empeñó en sostener tercamente que tu madre no se veía con ningún hombre —dijo Sean.
—Así pues, decidió matar a mamá porque andaba tonteando con Reagan —añadió Michelle—. Quedó con ella para cenar; obviamente, sabía lo de la fiesta en la piscina y que habría mucho jaleo. Se coló en el garaje y esperó a que mamá saliera… —Se interrumpió un instante—. ¿Qué objeto utilizó para matarla? —le preguntó a Bobby, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Él soltó un profundo suspiro.
—Un palo de golf. Un putter último modelo. Lo cual explica la extraña forma de la herida que le produjo en la cabeza. La policía lo ha encontrado en el maletero de su coche. Aún contenía restos. Y a ti también te atacó anoche con un palo de golf. Aunque en tu caso, con un driver.
Michelle se restregó el brazo y la pierna, donde tenía unos cardenales enormes.
—La dama tiene un swing natural —dijo, irónica—. Pero ¿por qué me atacó a mí?
Respondió su padre.
—Reagan estaba anoche en el club de campo. Lo sé porque yo también estaba allí. Lo andaba siguiendo. Él te vio junto a la vitrina de trofeos y te oyó hablar de Donna con aquel hombre. Debió de atar cabos fácilmente. ¿Advertiste un detalle en la fotografía de la vitrina?
—¿Que Donna era zurda? Sí, me fijé.
—Luego se escabulló, hizo una llamada, sin duda a Rothwell, y salió disparado.
—¿Hacia tu casa?
—Eso no lo sabía seguro —dijo Frank—, porque dejé de seguirlo y empecé a seguirte a ti. Pero todo terminó allí, en efecto. Querían tenderte una emboscada.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque te estabas aproximando a la verdad.
—No. Te preguntaba por qué empezaste a seguirme.
—Porque estaba preocupado por ti. No iba a permitir por nada del mundo que esa gentuza te hiciera ningún daño. Me temo que fracasé.
Ella alargó una mano y le tocó el brazo.
—Papá, me salvaste la vida. De no ser por ti, ahora estaría en la morgue.
Estas palabras tuvieron un efecto extraordinario en su padre. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. Sus dos hijos se levantaron, se arrodillaron junto a él y lo abrazaron.
Sean también se puso de pie, pero no se unió a ellos. Salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.