Al terminar la cena, convencieron a June Battle para que fuese a la comisaría a hacer una declaración formal.
—Llevadla vosotros dos —dijo Michelle.
—¿Qué? —Sean la miró sorprendido.
—Necesito quedarme sola un rato, Sean —dijo—. Nos vemos en casa de mi padre.
—No me gusta la idea de que nos separemos, Michelle.
—Yo puedo ocuparme de la señora Battle —dijo Bobby—. No hay ningún problema.
—Acompáñale, Sean. Nos vemos en casa de mi padre.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Completamente.
Mientras salían los tres, Sean se volvió un instante, pero ella no lo estaba mirando.
Michelle se quedó diez minutos en la mesa; luego se levantó lentamente, se abrió la chaqueta y echó un vistazo a la Sig que llevaba en la cartuchera de la cintura.
Él tenía que saber que su esposa yacía muerta en el garaje. ¿Y había salido a fotografiar las matrículas de los coches? Qué cabronazo más insensible. ¿Qué pretendía? ¿Imputarle a alguien el asesinato que había cometido? Podía haberla golpeado con la izquierda y no con la derecha para despistar a la policía. Era un hombre muy fuerte. Con una u otra mano, Sally Maxwell habría acabado muerta igualmente.
Y ahora andaba por ahí, en alguna parte. Su padre andaba por ahí y llevaba una pistola encima.
Se levantó y caminó resueltamente hacia la salida. Pasó junto a la vitrina de trofeos de golf casi sin mirarla, pero bastó con un solo vistazo. Volvió la cabeza y se apresuró a acercarse. La vitrina estaba llena de cachivaches relucientes: placas, fotos, copas y demás parafernalia. Dos cosas habían atraído su atención, pese a que ella ni siquiera jugaba a golf.
Se agachó para mirarlas mejor.
La primera era una foto de tres mujeres, una de ellas —la que estaba en medio— sujetando un trofeo. Donna Rothwell sonreía ampliamente. Michelle leyó la inscripción de la placa.
«Donna Rothwell, Campeona Amateur por Clubs», decía. Era de este año. En una tarjeta junto a la foto figuraba su puntuación en el torneo. Michelle no entendía gran cosa de golf, pero hasta ella sabía que esas puntuaciones eran impresionantes.
La segunda foto también era de Rothwell, esta vez dando el primer golpe. Parecía saber muy bien lo que se hacía.
Mientras permanecía pegada a la vitrina, pasó por su lado un hombre barbudo con pantalones caqui y un polo.
—¿Qué?, ¿echando un vistazo a nuestras leyendas locales? —le preguntó con una sonrisa.
Michelle señaló las dos fotos.
—Estas dos en concreto.
El hombre miró hacia donde señalaba.
—Ah, Donna Rothwell, sí. Uno de los mejores swings naturales que he visto en mi vida.
—¿Así que es buena?
—¿Buena? Es la mejor golfista por encima de los cincuenta de todo el condado, tal vez del Estado. Incluso a algunas buenas jugadoras de treinta y cuarenta años las derrota sistemáticamente. Era toda una deportista en la universidad. Tenis, golf, atletismo. Podía con todo. Todavía está en muy buena forma.
—¿Su hándicap es bajo?
—Bajísimo, en términos relativos. ¿Por qué?
—¿Así que no tendría problemas para clasificarse aquí en un torneo, quiero decir, de acuerdo con el hándicap?
El hombre se echó a reír.
—¿Problemas para clasificarse? Demonios, Donna ha ganado prácticamente todos los torneos en los que ha participado desde que yo tengo memoria.
—¿Conocía a Sally Maxwell?
El hombre asintió.
—Una mujer preciosa. Una verdadera lástima lo que ha sucedido. ¿Sabe?, tiene usted cierto parecido con ella.
—¿Era buena jugando al golf?
—Sí. Jugaba bien. Aunque mejor con el putter que en los golpes largos.
—¿Pero no a la altura de Donna?
—No, ni mucho menos. —Sonrió—. ¿A qué viene tanta pregunta? ¿Quiere entrar en la competición y desafiar a Donna? Usted es mucho más joven, pero seguro que le acepta el desafío.
—Quizá la desafíe, pero no en una pista de golf.
El hombre la siguió perplejo con la mirada mientras Michelle se alejaba sin más.
Salió al aparcamiento y caminó hacia el todoterreno.
Volvió la cabeza a ambos lados porque le pareció haber oído algo. Abrió la solapa de cuero de la cartuchera con el pulgar, asió la culata de la pistola y tensó los músculos, dispuesta a desenfundar. Pero llegó sin novedad al coche y subió.
Media hora más tarde llegó a la casa. Pasó de largo, aparcó en una calleja lateral y se apeó. La mansión de Donna Rothwell quedaba un poco apartada de la calle. Había una verja delante y un sendero sinuoso que llevaba a una rotonda para los coches. Mientras recorría la calle a pie, encontró un hueco entre los setos. La casa estaba a oscuras; al menos por delante, porque era lo bastante grande como para que no se viera desde donde ella estaba si había luces en la parte trasera.
Miró el reloj. Eran casi las diez.
¿Por qué había mentido Donna Rothwell sobre un detalle en apariencia tan trivial? Cuando habían ido a verla, les había dicho que Sally participó con Doug Reagan en un torneo benéfico de carácter local porque ella tenía un hándicap demasiado alto y no podía clasificarse. Pero ahora resultaba que era mucho mejor golfista que la madre de Michelle. Una mentira estúpida. Debía de dar por sentado, dedujo, que ella nunca descubriría que era falso, puesto que no vivía allí.
Pero ¿por qué mentir? ¿Qué importaba si su madre había jugado con Doug?
Michelle se detuvo. Unos pasos, una respiración que no era la suya, el choque de la piel contra el metal. El metal de un arma. Esto era una estupidez. No iba a irrumpir furtivamente en casa de Donna Rothwell, dándole un pretexto excelente para que llamara a la policía y la detuvieran. Y no iba a quedarse ahí fuera esperando a que alguien la sorprendiera.
Volvió a subir al todoterreno, llamó a Sean y le contó lo que había descubierto sobre Rothwell.
—Bobby y yo nos reuniremos contigo en casa de tu padre —le dijo él—. No te muevas de ahí.
Michelle llegó a casa y aparcó delante. Echó un vistazo por la ventanita del garaje. Su padre no había regresado. Usó su propia llave para entrar.
En cuanto cerró la puerta, lo presintió. Sacó el arma, pero un segundo demasiado tarde. El golpe le dio en el brazo. La Sig cayó con estrépito y se disparó a causa del impacto, y la bala rebotó en la baldosa de piedra. Michelle se sujetó el brazo magullado y rodó por el suelo justo cuando un objeto pesado caía muy cerca de ella.
Enseguida notó que algo se hacía pedazos junto a su cabeza. Se levantó de un salto y lanzó una patada, pero no encontró más que aire. Alguien dio un grito. Otro golpe impactó dolorosamente en su pierna. Soltando una maldición, corrió hacia la sala de estar y se echó de espaldas sobre el diván. Al menos conocía la distribución de la casa.
Cuando el atacante se lanzó otra vez sobre ella, estaba preparada. Esquivó su golpe, se incorporó y le soltó una patada en el estómago, seguida de un puñetazo en la cabeza. Oyó un fuerte gemido como si el agresor se hubiera quedado sin aire. Alguien cayó el suelo. Michelle saltó hacia delante para aprovechar su ventaja, pero el arma que empuñaba la otra persona salió disparada y le dio en la mandíbula. Era un objeto metálico. Notó el sabor de la sangre. Se movió hacia la izquierda, tropezó con la mesita de café y cayó de bruces. El dolor en el brazo y la pierna la estaba matando y ahora le palpitaba la mandíbula. Se sentó en el suelo.
Sintió la presencia justo sobre ella. Olió algo caliente.
«Mierda, es mi pistola. Tiene mi pistola».
Se agazapó tras la mesita, preparándose para el disparo.
Sonó la detonación, pero no notó nada. Hubo un grito de terror. Cayó algo metálico y alguien se desplomó a su lado.
Las luces se encendieron de golpe.
Se incorporó, parpadeando.
Sofocó un grito al verlo. Doug Reagan yacía junto a la puerta con un orificio de bala en el pecho.
Y junto a ella estaba Donna Rothwell de rodillas, sujetándose la mano ensangrentada y sollozando de dolor. Michelle vio que su arma había caído cerca de la mujer y se apresuró a cogerla.
Y entonces se quedó petrificada.
Lo vio de pie junto a la puerta principal, al lado de Doug Reagan. Tenía desenfundada la pistola y del cañón salía una voluta de humo.
Frank Maxwell se acercó a su hija y extendió una mano para ayudarla a levantarse.
—¿Estás bien, pequeña? —dijo, angustiado.