El club de campo estaba tranquilo y, aunque no era una noche muy fría, un fuego crepitaba en la gran chimenea de piedra del restaurante. Sean y Michelle ocuparon un lado de la mesa; Bobby y June Battle, una mujer menuda de unos ochenta años con el pelo blanco muy cortito, se sentaban enfrente.
Acababan de pedir la comida.
Michelle fue la primera en disparar.
—Me alegro de que hablara con Nancy Drummond. Porque de veras necesitamos su ayuda.
En vez de responder, June se fue tomando metódicamente la serie de pastillas que había colocado encima de la mesa, ayudándose con un vaso de agua para tragarlas.
Tal vez captando la impaciencia de Michelle, Sean deslizó la mano bajo la mesa y le apretó el muslo mientras meneaba levemente la cabeza.
June se tragó su última píldora y levantó la vista.
—Odio las medicinas, pero al parecer es lo único que me mantiene viva, así que no hay otro remedio.
—Entonces, ¿usted estaba paseando a su perro por la calle de los Maxwell la noche en que mataron a Sally? —dijo Sean para animarla a hablar.
—Yo no sabía entonces que la habían matado —dijo ella, impasible—. Solo estaba paseando a Cedric. A mi perro. Un pekinés. Antes tenía un perro grande, pero ya no puedo manejar uno de ese tamaño. En fin, un perrito, pero muy bueno. Cedric era mi hermano mayor. Ya murió. Me caía mejor que el resto de mis hermanos, así que le puse su nombre a mi perro.
Michelle carraspeó ruidosamente y la presión de Sean en su pierna aumentó.
Intervino Bobby.
—Le he dicho a mi hermana que usted solo hablaría con ella.
—No me gusta la policía. —Le dio una palmadita en la mano a Bobby—. No me malinterprete. Ya sé que la policía es necesaria y demás. Quería decir que cuando la policía anda cerca es que ha pasado algo malo.
—¿Como el asesinato de mi madre? —dijo Michelle, mirándola fijamente.
La diminuta mujer posó al fin sus ojos en ella.
—Siento la pérdida que ha sufrido, hijita. Yo he perdido a dos de mis hijos y a un nieto, aunque siempre por enfermedad, no por un crimen.
—¿Vio algo aquella noche? —preguntó Sean.
—Vi a un hombre.
Sean y Michelle se echaron hacia delante a la vez, como conectados con un resorte.
—¿Podría describirlo? —dijo Michelle.
—Estaba oscuro, y mis ojos ya no son los que eran, pero puedo decirle que era alto, que no era gordo ni nada parecido. No llevaba abrigo, solo pantalones y un suéter.
—¿Viejo, joven?
—Viejo, más bien. Me parece que tenía el pelo gris, aunque no podría decirlo con certeza. Recuerdo que era una noche cálida y que me sorprendió que llevara siquiera un suéter.
—De hecho, estaban celebrando una fiesta en la piscina de la casa vecina —dijo Sean.
—Eso no lo sé, pero había muchos coches aparcados a lo largo de la calle.
—¿Qué hora era?
—Siempre empiezo el paseo a las ocho. Y siempre llegamos a esa zona hacia las ocho y veinte, a menos que Cedric se ponga a hacer sus cosas y yo tenga que pararme a recogerlas. Pero no había hecho esa noche. Sus necesidades, digo.
—Así que eran las ocho y veinte —dijo Sean.
Michelle, Bobby y él se miraron.
—La forense fijó la hora de la muerte entre las ocho y las nueve —recordó Bobby.
—Lo cual sitúa a nuestro hombre en el momento óptimo —dijo Michelle.
—¿Momento óptimo? —dijo June, mirándola inquisitivamente.
—En la ventana de oportunidad —le explicó Sean—. Entonces el hombre estaba allí… ¿Qué hacía?
—Caminar, alejarse caminando. No creo que me viera siquiera. La calle estaba muy oscura. Llevo siempre una linterna, pero no la había encendido porque había salido la luna y Cedric y yo caminamos muy despacio. Los dos tenemos artritis.
—Así que él se alejaba de usted. ¿Vio algo más? ¿Como, por ejemplo, de dónde venía? —apuntó Michelle.
—Bueno, me pareció que salía de entre las dos casas. La de los coches aparcados delante y la siguiente por la derecha.
—La casa de mis padres —dijo Michelle.
—Supongo, aunque yo no los conocía.
—¿Qué más? —preguntó Sean.
—Bueno, eso fue lo más raro —empezó June.
—¿Raro? —dijo Bobby.
—Sí. Yo estaba en la acera de enfrente, pero aun así lo vi.
—¿El qué? —preguntó Michelle, con voz trémula.
—Ah, claro, no se lo he dicho. Los flashes.
—¿Los flashes? —dijeron Sean y Michelle al unísono.
—Sí. El hombre subía por la calle, pero se detenía junto a cada uno de los coches aparcados. Levantaba la mano y saltaba un pequeño flash.
—Cuando lo hacía —preguntó Michelle—, ¿estaba al lado del coche, delante o detrás?
—Detrás, y se agachaba un poquito cada vez. Ya le he dicho que era alto.
Michelle miró a Sean.
—Estaba fotografiando las matrículas.
—Era el flash de una cámara —añadió Sean. Bobby asintió.
—¿Hizo lo mismo con cada coche? —preguntó Michelle.
June asintió.
—Eso me pareció.
—¿Por qué habría de sacar fotos nuestro hombre? —se preguntó Bobby.
El rostro de June se iluminó.
—¿Nuestro hombre? Hablan como en la tele. Yo sigo religiosamente todos los capítulos de Ley y Orden. Me encanta Jerry Orbach, que en paz descanse. Y ese Sam Waterson. También interpretó a Lincoln, ¿saben?
—¿Vio algo más? —dijo Michelle—. Por ejemplo, adónde fue.
—Ah, sí. Cuando terminó con los coches, regresó en mi dirección, aunque por la otra acera. Echó un vistazo alrededor, seguramente para comprobar que no miraba nadie. Dudo que me viera a mí y a Cedric. Hay unos grandes arbustos a aquella altura y yo estaba más o menos detrás, porque Cedric se había puesto a hacer pipí y, si la gente lo mira, se pone nervioso. Entonces el hombre subió por el sendero y entró en la casa.
Michelle se quedó pasmada.
—¿La casa? ¿Qué casa?
—La casa siguiente a esa donde estaban los coches aparcados. Entró por la puerta principal.
Michelle, Bobby y Sean se miraron entre sí.
El hombre viejo y alto que había estado sacando las fotos tenía que ser Frank Maxwell.