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Una hora más tarde, el viejo Cessna de cuatro asientos recorría la breve pista y se elevaba en el aire. Quarry miró por la ventanilla lateral y observó cómo dejaba atrás a toda velocidad los límites de sus tierras. Ochenta hectáreas parecían mucho, pero en realidad no eran tanto.

Voló a baja altura, con los ojos bien abiertos por si había pájaros, otros aviones o un helicóptero a la vista. Nunca preparaba un plan de vuelo, así que era esencial estar atento.

Al cabo de una hora, descendió, aterrizó suavemente en el asfalto de una pista privada y llenó él mismo el depósito. Allí no había aviones de lujo de grandes compañías; solo hangares de plancha metálica con el frente abierto, una estrecha cinta de asfalto, una manga de viento y alguna avioneta como la suya, vieja y remendada, pero cuidada con mimo y respeto. Por barata que le hubiera salido cuando se la había comprado de tercera mano décadas atrás, ahora no habría podido permitírsela.

Se había dedicado a volar desde que había entrado en las Fuerzas Aéreas y pilotado su robusto F-4 Phantom sobre los arrozales y las junglas anegadas de Vietnam. Y más tarde sobre Laos y Camboya, arrojando bombas y matando gente porque así se lo habían ordenado, en una fase de la guerra que solo después descubrió que no había sido autorizada oficialmente. Aunque eso no le habría importado. Los soldados se limitaban a cumplir órdenes. Él no se dedicaba a hacer cábalas cuando volaba a semejante altura y le estaban disparando.

Volvió a trepar a su avioneta, aceleró y se elevó de nuevo en el aire. Continuó su ruta a buena marcha, con un suave viento en contra de menos de cinco nudos por hora.

Poco después, redujo la velocidad, empujó la palanca hacia delante y empezó a descender planeando sobre las corrientes térmicas. Eso era lo más complicado: aterrizar en su otra propiedad. Estaba en las montañas y no había ninguna pista, solo un largo trecho de hierba que él mismo se había encargado de nivelar y cortar con el sudor de su frente. El terreno era firme y llano, pero los vientos de costado y los vectores de cizalladura podían constituir todo un desafío. Sus pómulos se tensaron y sus manos vigorosas aferraron con fuerza la palanca mientras descendía bruscamente, con los alerones de aterrizaje completamente desplegados. Tocó tierra, rebotó. Volvió a tocar y rebotar una vez más y la suspensión de la diminuta avioneta se llevó una buena sacudida. Cuando descendió por tercera vez, las ruedas se agarraron al suelo y él pisó los pedales a fondo con los talones para accionar el freno de la rueda delantera. Entre el freno y los alerones, el aparato se acabó deteniendo muy cerca del final de la improvisada pista de aterrizaje.

Pisó los pedales inferiores con la puntera para accionar los alerones interiores y girar la avioneta de tal modo que quedase orientada en la dirección opuesta; luego apagó el motor. Quarry recogió la mochila, bajó y sacó un juego de bloques triangulares de estacionamiento que llevaba siempre a bordo. Los colocó bajo las ruedas de la liviana avioneta para mantenerla estable y subió a buen paso con sus largas piernas la pendiente sembrada de rocas que iba hasta el flanco de la montaña. Sacó un llavero del bolsillo de su abrigo y fue repasando las llaves hasta hallar la correcta. Se inclinó y abrió la gruesa puerta de madera empotrada en el flanco de la montaña, que quedaba oculta en gran parte tras unas rocas que había sacado de un afloramiento cercano y colocado muy juntas.

Su abuelo había trabajado durante décadas las vetas de carbón de esta montaña; mejor dicho, las había trabajado su cuadrilla de hombres mal pagados. De niño, Quarry había venido aquí muchas veces con su abuelo. En aquel entonces hacían el recorrido por una carretera que había seguido siendo practicable hasta hacía solamente un día, cuando Quarry la había cortado. Por esa carretera se llevaban los volquetes el carbón cuando la mina estaba en funcionamiento, y él la había utilizado para traer en camión todos los suministros que precisaba aquí arriba. No le habrían cabido en su pequeña avioneta.

Este pedazo de montaña no siempre había sido una mina. En su interior había cavernas creadas con el tiempo por la fuerza corrosiva del agua y otros factores geológicos. En esos espacios naturales, mucho antes de que se empezara a sacar carbón de allí, los soldados presos de la Unión habían sufrido una muerte lenta y horrible durante la guerra de Secesión, pasando sus últimos días privados de sol y aire puro, viendo cómo se les caía la piel a tiras y dejando apenas un glorioso esqueleto cuando al fin daban su último suspiro.

Los pozos ahora tenían luces, pero Quarry no las encendía si no era necesario. La corriente provenía de un generador y el combustible salía caro, así que usaba una vieja linterna para iluminarse. La misma, de hecho, que había utilizado su padre para dar caza por las noches a los negros demasiado «altivos», como decía él, por las ciénagas de Alabama. De niño, Quarry espiaba a su viejo cuando regresaba de noche, ebrio de entusiasmo por lo que había hecho con sus compinches. A veces tenía las manos y las mangas manchadas con la sangre de sus víctimas. Y se reía a carcajadas mientras bebía un whisky, festejando repulsivamente la misión que creía estar cumpliendo a base de matar a hombres que no tenían su mismo aspecto.

—Viejo y odioso cabrón —masculló Quarry entre dientes. Aborrecía al viejo con toda su alma por las desdichas que había causado, aunque no lo bastante como para deshacerse de una buena linterna. Cuando no tenías gran cosa, tendías a conservar lo poco que te quedaba.

Abrió otra puerta montada en una pared de roca de una de las galerías principales. Tomó un farol a pilas de un estante y lo encendió, dejándolo sobre la mesita del centro de la habitación. Echó un vistazo en derredor, admirando su obra. Había construido el armazón de la estancia con sólidos tablones de cinco por diez y colocado él mismo las placas de yeso; las paredes, perfectamente verticales, estaban pintadas de un azul claro terapéutico. Había conseguido gratis todos los suministros gracias a un amigo constructor que tenía materiales sobrantes y no sabía dónde guardarlos. Detrás de las paredes, estaba la roca maciza del espesor de la montaña. Pero cualquiera que echara un vistazo a la habitación creería que se encontraba en el interior de una casa. Esa era la idea.

Se acercó al rincón y observó a la mujer que se hallaba desplomada en una silla de respaldo recto. Dormía con la cabeza apoyada en el hombro. Le dio unos golpecitos en el brazo, pero no reaccionó. Pero ese estado ya no duraría mucho.

Le subió la manga, sacó de su mochila una jeringa esterilizada y se la clavó en el brazo. La mujer despertó. Abrió los ojos y los fue enfocando poco a poco. Cuando los fijó en él, trató de abrir la boca para gritar, pero la cinta adhesiva se lo impidió.

Quarry le dedicó una sonrisa mientras iba llenando con toda eficiencia dos tubos de su sangre. Ella observó horrorizada lo que hacía, pero las ligaduras la mantenían firmemente sujeta a la silla.

—Ya sé que esto debe de parecerle extraño, señora, pero, créame, es todo por una buena causa. No pretendo hacerle daño a usted ni a ninguna otra persona. De veras. ¿Lo ha entendido?

Sacó la jeringa, le aplicó en la herida un algodón empapado en alcohol y se la tapó cuidadosamente con una tirita.

—¿Lo ha entendido? —Sonrió, tranquilizador.

Ella asintió al fin.

—Bien. Lamento haber tenido que sacarle un poco de sangre, pero era necesario. Y ahora vamos a darle de comer, a asearla y demás. No la mantendremos atada todo el tiempo. Dispondrá de cierta libertad. Ya comprende, supongo, que era necesario al principio. Lo de tenerla atada, digo. ¿De acuerdo?

Ella se sorprendió a sí misma mirándolo a los ojos y, pese a lo terrorífico de su situación, asintiendo una vez más.

—Bien, bien. Y no se preocupe. Todo acabará bien. Y no va a pasar nada raro; ya me entiende, siendo usted mujer y demás. No voy a permitir nada de ese tipo. ¿De acuerdo? Tiene mi palabra. —Le dio un ligero apretón en el brazo.

Ella sintió que se curvaban las comisuras de sus propios labios, en un principio de sonrisa.

Quarry se guardó los tubos en la mochila y le dio la espalda.

Durante unos instantes, ella imaginó que se giraría en redondo de nuevo con una risa sardónica y le pegaría un tiro en la cabeza o le rebanaría el pescuezo.

Pero el hombre se limitó a salir de la habitación.

Diane Wohl miró alrededor. No sabía dónde se encontraba, ni por qué motivo, ni cuál era la explicación de que el hombre que la había secuestrado le hubiera extraído sangre. Lo único que sabía era que había ido de compras a Talbot’s y que él se había colado en su coche con una pistola. Y ahora la tenía encerrada en esa habitación, a saber dónde.

Empezó a sollozar.