59

—Perdona.

Michelle, ahora totalmente vestida, estaba sentada en el borde de la cama de invitados. Sean acababa de despertarse, todavía envuelto en la toalla y con la almohada humedecida por su pelo mojado.

Se volvió hacia ella restregándose un hombro agarrotado.

—No hay nada que perdonar. Has pasado una experiencia terrible. Cualquiera estaría hecho polvo.

—Tú no lo estarías.

Él se sentó y se colocó la almohada detrás.

—Quizá te llevases una sorpresa. —Echó un vistazo a la ventana. Empezaba a oscurecer—. ¿Qué hora es?

—Casi las siete de la tarde.

—¿Tanto he dormido? ¿Por qué no me has despertado?

—Yo tampoco llevo mucho despierta. —Bajó la mirada—. Sean, ¿dije algo? Quiero decir, cuando estaba medio ida.

Él se frotó el brazo.

—Michelle, no puedes ser perfecta todo el tiempo. Lo reprimes todo y acabas explotando. Tienes que dejar de actuar así.

Ella se levantó y miró por la ventana.

—Por cierto, nos hemos ventilado un día entero. —Se volvió de golpe—. ¿Y si hay novedades sobre Willa?

Obviamente, no quería hablar más de lo ocurrido allí.

Sean, dándose cuenta, alargó el brazo y tomó el móvil de la mesita de noche. Revisó los mensajes y los correos.

—Nada. Estamos en un compás de espera hasta que alguna de las pistas dé resultado. Salvo que se te ocurra otra cosa.

Ella volvió a sentarse en la cama, meneando la cabeza.

—No ayuda nada que Tuck y Jane Cox nos hayan estado mintiendo desde el primer día.

—No, nada. Pero estamos aquí y quizá podríamos avanzar en el caso de tu madre. Localizando a Doug Reagan, por ejemplo.

—De acuerdo.

Sonó el teléfono de la casa. Era su hermano Bobby.

—¿Qué haces tú aquí? —dijo.

—Hemos llegado esta mañana. Solo… para ver a papá.

—Bueno, ¿y cómo se encuentra?

—No está en casa. —Michelle se quedó paralizada de golpe. ¿Y si había vuelto? ¿Pensaría que ella y Sean se habían acostado juntos, en la casa familiar, justo cuando su madre acababa de morir?—. Espera un momento, Bobby.

Dejando el teléfono, salió precipitadamente de la habitación. Regresó al cabo de un minuto y cogió el auricular.

—No, no está. El coche tampoco. ¿Por qué lo preguntas?

—Estoy en el club de campo.

—Ajá. ¿Eres socio?

—No de pleno derecho. Los policías no ganamos tanto. Juego unas rondas de vez en cuando.

—Está un poco oscuro ya para jugar al golf.

—Hay una señora aquí con la que he estado hablando.

—¿Quién?

—Una señora que salió a pasear con su perro la noche en que mataron a mamá. No es del barrio, de ahí que la policía no la interrogara.

—¿Vio algo? ¿Y por qué no acudió a la policía?

—Estaba asustada, supongo.

—¿Y cómo ha cambiado de opinión?

—Una amiga, una tal Nancy Drummond, le dijo que se presentara, y ella me ha llamado.

—Yo hablé con Nancy.

—Eso me ha dicho. Por eso te llamaba, de hecho.

—¿Cómo?, ¿quieres decir que me estabas buscando?

—Sí.

—¿Y por qué no me has llamado al móvil, Bobby?

—Te he llamado como seis veces en las últimas horas. Y te he dejado cuatro mensajes.

Michelle echó un vistazo a la mesilla, donde también estaba su teléfono móvil. Lo cogió y revisó la lista de llamadas.

—Debo de haberlo dejado en silencio sin darme cuenta. Perdona.

—He pensado que quizá papá supiera dónde estabas y, mira por dónde, voy a matar dos pájaros de un tiro.

—¿Qué quieres decir?

—Que esta señora solo está dispuesta a hablar si estás tú delante. Al parecer, dejaste muy impresionada a su amiga Nancy. Ella le dijo que podía fiarse de ti.

—Pero el policía eres tú, Bobby, debería hablar contigo.

—Es muy testaruda. Una abuela con doce nietos. No creo que pueda doblegarla. Pero voy a seguir el camino más fácil. Que te lo cuente en mi presencia. Y después le echaremos el guante al hijo de puta que mató a mamá.

—¿Está en el club ahora?

—Aquí está.

Michelle notó que le rugía el estómago.

—¿Se puede cenar ahí?

—Invito yo.

—Llegaremos en veinte minutos.