58

Quarry caminó por la explanada de tierra que había frente a la casita, seguido por Carlos. Se detuvo y señaló el terraplén.

—El cable de la cámara llega justo hasta donde tú estarás. El monitor de televisión ya está instalado. Lo he revisado, funciona perfectamente. Es solo una toma exterior, de todos modos. Era imposible ocultarla en el interior de la casa.

—Entendido.

Ya lo habían repasado todo muchas veces, pero Carlos había aprendido que si había algo en lo que Sam Quarry creía era en la repetición. Como buen piloto, el hombre tenía la firme convicción de que repetir una y otra vez una cosa era la única manera de eliminar muchos errores potenciales.

—El ángulo de la cámara está calibrado al milímetro —añadió Quarry—. Pero lo comprobaré hasta el último minuto.

—¿Hay posibilidades de que la descubran y la inutilicen?

—Muy escasas, dados los parámetros de tiempo, pero si llegara a suceder, tendrás que recurrir a otros medios. —Quarry sacó de su mochila unos pesados prismáticos y se los tendió a Carlos—. Unas lentes anticuadas bastante decentes y dos ojos bien abiertos. Contarás con una mirilla que no revelará tu posición. Tú solo has de accionar la palanca que te he enseñado en el búnker y la ranura se abrirá como la torreta de un cañón.

Carlos asintió.

—¿Y el otro dispositivo? —dijo, echando un vistazo a la casita, a la línea de árboles y a la zona despejada entre ambas.

Quarry sonrió.

—Ahí está la maravilla del maldito montaje, Carlos. Se activará todo en cuanto pulses el botón. —Sonreía como un colegial que acaba de ganar el concurso de ciencias—. Me costó lo suyo montarlo, es algo complicado; tuve que utilizar una toma dual, pero al final lo conseguí. Y una vez que hayas apretado el botón, Carlos, ya no hay marcha atrás, amigo mío.

—¿Y cómo contactaré con usted en la mina?

—Antes que nada: te pondrás en contacto conmigo tanto si la cosa sale bien como si se va todo al cuerno. Y lo harás con esto. —Quarry le pasó un aparato cuadrado—. Es como un teléfono vía satélite —le explicó—. La llamada me llegará incluso allá arriba, en la mina. Ya lo he probado. Pero la ranura del agujero donde estarás metido tiene que estar abierta para que se conecte con el satélite. Aunque solo tardarás unos segundos en hacer la llamada. Nada de mensajes prolijos: solo sí o no.

Carlos sujetó el teléfono.

—¿Dónde lo ha conseguido?

—Lo he construido con piezas sueltas.

—¿Y la señal del satélite?

—Pirateada de otra plataforma. Fui a la biblioteca y saqué información del ordenador que explicaba cómo hacerlo. Es más fácil de lo que creerías si se te dan estas cosas. Qué demonios, Carlos, todo lo que he hecho aquí es bien sencillo comparado con lo que tuvimos que improvisar en Vietnam. Así me he ahorrado un montón de dinero. Porque dinero no tengo.

Carlos lo miró con abierta veneración.

—¿Hay algo que usted no sepa hacer?

—Montones de cosas. La mayoría, importantes. Solo soy un trabajador. No sé una mierda de nada.

—Bueno, ¿y cuándo será?

—Ya te avisaré, pero pronto.

Carlos contempló una vez más el montículo. Quarry le miró fijamente.

—Estarás oculto pero expuesto al mismo tiempo —dijo—. Prácticamente a quemarropa.

—Eso ya lo sé —respondió Carlos, mientras seguía con la mirada a un águila ratonera que describía lentos círculos en el aire.

—Es solo un problema si ellos se empeñan en que lo sea. De lo contrario, te largas y ya está.

Carlos asintió, pero mantuvo la vista fija en el pájaro.

—Si quieres que intercambiemos los puestos no tengo ningún problema, Carlos. Pero solo voy a proponértelo esta vez.

El hombre enjuto meneó la cabeza.

—Le dije que lo haría y voy a hacerlo.

Carlos se marchó. Quarry abrió con llave la puerta de la casita y entró. Todo estaba listo; solo faltaba una cosa. Pero ya llegaría a su debido tiempo.

Una hora más tarde, Quarry se elevaba por los aires con su Cessna. El viento era muy intenso a baja altitud y la avioneta avanzaba escorándose, pero eso no le preocupaba. Había volado en condiciones muchos peores. Unas pequeñas turbulencias no iban a acabar con él. Otras muchas cosas podían matarlo, desde luego. Y probablemente lo matarían.

Tenía mucho en qué pensar, y las mejores ideas se le ocurrían mientras volaba. A unos miles de pies de altura, su mente parecía funcionar con más claridad pese a que el aire escaseara. En la parte trasera de la avioneta había una caja llena de cables. Con esa caja, y con la otra que tenía en la mina, trazaría su escenario más apocalíptico. Solo las utilizaría si se veía obligado, y confiaba en que no fuera así.

Mientras volaba, recordó la última vez que Tippi había hablado. Él y su esposa habían viajado precipitadamente a Atlanta, donde les informaron del estado desesperado de su hija. Quarry nunca había querido que ella se trasladara a la gran ciudad, pero los hijos crecen y uno ha de dejar que sigan su camino.

Cuando el médico del hospital les contó lo ocurrido, no pudieron creerlo. No su pequeña Tippi. Tenía que tratarse de un error. Pero no había ningún error. Ella ya se había hundido en un coma profundo por la pérdida de sangre. Los resultados de la exploración física eran concluyentes, les habían dicho.

Cameron había salido de la habitación para traer café; Quarry estaba apoyado en la pared, con sus mugrientos tejanos y su camisa manchada de sudor por el largo trayecto desde Alabama, bajo el calor del verano y sin aire acondicionado. Se había puesto en marcha tal como venía del campo, después de que su esposa apareciera corriendo por la tierra labrada y le explicara a gritos la llamada que había recibido. La atmósfera cerrada y artificial del gran hospital le había resultado fétida y sofocante a un hombre como él, acostumbrado al aire libre.

La policía se había presentado también y Quarry había tenido que tratar con ellos. Se había puesto tan furioso ante el sesgo de sus preguntas que Cameron tuvo que ordenarle que saliera de la habitación (era la única persona del mundo, aparte de Tippi, que poseía esa influencia sobre él). Los polis habían terminado su cometido y se habían ido. Por la expresión avinagrada de sus rostros cuando se cruzaron en el pasillo, Quarry se hizo pocas ilusiones de obtener justicia por ese lado.

Así que se había quedado solo en la habitación, él y su pequeña. Los aparatos emitían chasquidos, las bombas resoplaban, el monitor dejaba escapar unos pitidos que él sentía como estallidos de artillería. Ni siquiera el estruendo del fuego antiaéreo dirigido contra su Phantom en los cielos de Vietnam lo había asustado tanto como el silbido de aquella maldita máquina mientras registraba obedientemente el gravísimo y desesperado estado de su pequeña.

Era extremadamente improbable que se recuperara nunca, le habían advertido los médicos. Uno de ellos, un tipo sin la menor comprensión y con los modales de una hiena, había sido particularmente pesimista.

—Demasiada pérdida de sangre. Daño cerebral. Una parte de su mente ya está muerta. —Y añadió—. Si le sirve para sentirse mejor, ella no experimenta ningún dolor. Ya no es realmente su hija. Ya ha muerto, en realidad.

Lo cual no solo no había servido para que Quarry se sintiera mejor, sino que había provocado que le saltara dos dientes de un puñetazo al médico. Casi había conseguido que le prohibieran definitivamente la entrada en el hospital.

Mientras permanecía allí solo, apoyado contra la pared, Tippi había abierto los ojos y le había mirado. Así como así. Recordó aquel momento con toda precisión, vívidamente, mientras planeaba con su Cessna sobre las corrientes térmicas.

Se había quedado tan consternado al principio que no supo qué hacer. Parpadeó, creyendo que no había visto bien, o que veía lo que quería ver y no lo que tenía delante.

—¿Papá?

En un instante estaba a su lado, cogiéndola de la mano, con el rostro a unos centímetros del de su hija.

—¿Tippi? Hijita. Papá está aquí. A tu lado.

Ella había empezado a mover la cabeza de un lado para otro y el monitor emitía un pitido que no había soltado hasta entonces. Quarry temía horrorizado volver a perderla, que se sumiera otra vez en las sombras, en esa parte inerte de su mente.

Le estrechó la mano, le sujetó con delicadeza la barbilla, deteniendo la oscilación, y sus ojos volvieron a enfocarlo.

—Tippi, estoy aquí. Tu madre enseguida vuelve. ¡No te vayas, Tippi! ¡No te vayas!

Los ojos se le habían cerrado de nuevo y Quarry sintió una oleada de pánico. Miró alrededor, quizá para llamar a alguien, para pedir ayuda y tratar de retener a su hija.

—¿Papá?

Se volvió, sobresaltado.

—Estoy aquí, pequeña.

Aunque intentaba contenerlas, las lágrimas rodaban furiosamente por su rostro arrugado, un rostro que había envejecido más en aquel solo día que en los últimos diez años.

—Te quiero.

—Yo también te quiero, pequeña. —Se llevó la mano al pecho, para que no se le saliera el corazón—. Tippi, tienes que contarme qué pasó. Tienes que decirme quién te ha hecho esto.

Sus ojos empezaron a desenfocarse de nuevo y se cerraron. Él se devanó frenéticamente los sesos para encontrar algo que captara su atención.

—Es una verdad universalmente aceptada que un hombre soltero dotado de una buena fortuna necesita una esposa —dijo.

Era la primera frase de Orgullo y prejuicio.

Se habían leído el libro el uno al otro varias veces a lo largo de los años.

Tippi abrió los ojos y sonrió, y Quarry soltó un gran suspiro, porque estaba convencido de que Dios le había devuelto a su niña, pese a lo que dijeran los tipos de bata blanca.

—Dime quién te lo ha hecho, Tippi. Dímelo, pequeña —dijo con toda la firmeza posible.

Ella dijo únicamente cuatro palabras moviendo los labios, pero con eso bastó. Él las comprendió.

—Gracias, pequeña. Dios mío, te quiero tanto…

Miró al techo.

—Gracias, dulce Jesús.

Entonces se abrió la puerta y Quarry se volvió. Era Cameron, con dos tazas de café. Él cruzó prácticamente la habitación de un salto, la agarró tan bruscamente que derramó ambas tazas y la arrastró junto a la cama.

—Nuestra pequeña está despierta, Cam, ha vuelto en sí.

Los ojos de Cameron se habían abierto desmesuradamente y su sonrisa se había expandido de un modo que al propio Quarry le pareció asombroso. Cuando bajó la vista hacia la cama, sin embargo, su alegría se desvaneció de golpe.

Él había bajado la vista también. Tippi tenía los ojos cerrados y la sonrisa había desaparecido de sus labios. No volvió a despertar. Quarry no oyó su voz nunca más.

Era por esa sonrisa que había obtenido, la última que recibiría jamás de su hija, por lo que Quarry le había leído el libro de Austen durante todos aquellos años. No dejaba de ser, o así lo sentía, un homenaje a la escritora por lo que le había proporcionado: unos últimos momentos preciosos con su hija.

Las cuatro palabras que Tippi había dicho ese día se le quedaron grabadas a fuego en la mente, pero Quarry no las utilizó entonces, porque no apuntaban claramente a una persona. Y además, para su exasperación, aunque habían llamado al médico y él le había explicado la reacción de Tippi, era evidente que el facultativo no le creía.

—Si realmente ha despertado —dijo— ha sido solo una anomalía.

Quarry tuvo que hacer un gran esfuerzo para no romperle los dientes también a él.

No, no había usado en ese momento las palabras de su hija, y no sabía exactamente por qué. Pero después de la muerte de Cameron, ya no hubo nada que lo retuviera. Fue entonces cuando se había iniciado su largo viaje hacia la verdad. Para alcanzar finalmente este punto, cuando la justicia para él y para Tippi parecía más cerca que nunca.

Mientras continuaba volando, pensó que solo había una cosa más terrible que morir solo: morir sin terminar tu tarea.

Él no moriría sin terminarla.