57

El móvil de Michelle volvió a sonar. Llevaban ya dos días esperando recibir noticias del amigo de Sean en el ejército, pero reunir los registros de desertores de tres estados no era tarea fácil, por lo visto.

—¿Quién es? —preguntó Sean, repantigándose en la butaca de su escritorio.

—Es del mismo número que ya me llamó otra vez, pero no sé de quién se trata.

—Podrías responder. Estamos en un punto muerto, al fin y al cabo.

Ella se encogió de hombros y pulsó el botón.

—¿Sí?

—¿Michelle Maxwell?

—Sí, ¿quién es?

—Soy Nancy Drummond. Usted me dejó un mensaje sobre su madre. Yo era amiga suya.

—Pero el código de su teléfono no es de Nashville. Y el nombre que me aparecía en pantalla era Tammy Fitzgerald.

—Ay, lo siento, no había caído. Estoy utilizando el móvil de mi hija. Fitzgerald es su apellido de casada. Ella vive en Memphis, pero está pasando una temporada con nosotros. Y el móvil es más barato en las llamadas de larga distancia. Yo solo tengo un teléfono fijo.

—Ah, ya, está bien. ¿Por qué no me dejó un mensaje?

—Me ponen nerviosa los móviles y los buzones de voz —dijo la mujer con franqueza—. Ya soy vieja.

—No importa. A mí también me ponen nerviosa a veces.

—Estaba fuera de la ciudad cuando falleció su madre. Siento de veras lo ocurrido.

—Gracias. Se lo agradezco mucho. —Michelle se sentó ante su escritorio mientras Sean hacía garabatos en un cuaderno—. La llamé porque, bueno, supongo que se habrá enterado de que mi madre no murió por causas naturales.

—Me han dicho que alguien la mató.

—¿Quién se lo dijo?

—Donna Rothwell.

—Ajá. Mire, señora Drummond…

—Llámame Nancy, por favor.

—Está bien, Nancy. Te llamé porque quería preguntarte si se te ocurría alguien que hubiese querido hacerle daño a mamá.

Michelle esperaba que la mujer respondiera con un «no» categórico y estupefacto, pero no fue así.

—Cuando he dicho que sentía la muerte de tu madre, lo decía de verdad, Michelle. Le tenía afecto. Pero no puedo decir con sinceridad que me sorprendiera la noticia.

Michelle se irguió en su silla y le hizo una seña a Sean. Luego pulsó un botón de su móvil para conectar el altavoz.

—¿Dices que no te sorprendió que alguien la matara?

Sean dejó de hacer garabatos, se acercó al escritorio de Michelle y se sentó en el borde.

—¿Por qué lo dices?

La voz meliflua de Nancy Drummond inundó el despacho.

—¿Hasta qué punto conocías a tu madre?

—Supongo que no muy bien, en realidad.

—Esto resulta difícil de decir, siendo tú su hija.

—Señora… Nancy, no te andes con miramientos. Lo único que quiero es encontrar al culpable.

—Yo no conocía muy bien a tu padre. Tu madre y él no salían mucho juntos. Pero Sally disfrutaba del círculo social que teníamos allí. Lo disfrutaba mucho… mucho.

Michelle captó el énfasis.

—¿Cuánto es «mucho… mucho»?

—No me gusta nada andar con chismes.

—Mira, si mi madre estaba engañando a mi padre, es muy importante saberlo, Nancy. ¿Sabes con quién se estaba viendo?

—Era más de uno, a decir verdad.

Michelle se desplomó en su silla.

—¿Cuántos más?

—Tres, que yo supiera. Dos se mudaron, el segundo hará cosa de un mes.

—¿Adónde?

—Uno a Seattle; el otro al extranjero.

—¿Y quién era el tercero?

—A ver. Esto yo no te lo he contado, porque no es de dominio público. Tu madre era muy discreta, eso debo reconocérselo. Y no sé si eran, en fin, ya me entiendes, íntimos. Tal vez simplemente salían juntos. Tal vez se sentían solos.

—¿Quién? —dijo Michelle con calma, aunque le daban ganas de pegarle un tiro al teléfono para hacer que la mujer respondiera sin más rodeos.

—Doug Reagan.

—¿Doug Reagan? ¿El novio de Donna Rothwell?, ¿ese Doug Reagan?

—Ese. ¿Lo conoces?

—No mucho, pero ahora creo que sí lo voy a conocer. ¿Cuánto tiempo hacía que habían tenido una aventura?

—Bueno, yo creo que aún la tenían. Hasta que murió tu madre, quiero decir.

—Un momento, ¿cómo sabes todo esto?

—Tu madre me lo contó en confianza. Éramos muy amigas.

—Entonces, ¿nadie sabe que lo sabes?

—No sé si se lo contaría a alguien más. Pero yo no he hablado de ello con nadie hasta este momento. Una confidencia es una confidencia. Ahora que ya no está, sin embargo, he pensado que tenías derecho a saberlo.

«A saber: que mi madre era una zorra. Gracias».

—¿Sigues ahí, querida?

Michelle replicó:

—Sí, sigo aquí. ¿Estarías dispuesta a explicarle a la policía lo que acabas de explicarme?

—¿Debo hacerlo?

Sean le tocó el brazo a Michelle, meneando la cabeza.

—Quizá no —se apresuró a decir ella al teléfono—. Al menos, de inmediato. —Hizo una pausa—. Hum, ¿mi padre sabía… lo que estaba haciendo mi madre?

—Como te he dicho, yo a él no lo conocía bien, pero siempre me dio la impresión de ser un hombre que si lo hubiera sabido, habría hecho algo al respecto.

—Sí, a mí también me da esa impresión. Gracias, Nancy. Tú no hagas nada ni le cuentes a nadie todo esto, ¿de acuerdo?

—Muy bien, querida. Si tú lo dices…

—Te agradezco que hayas sido tan sincera.

—Yo misma tengo cuatro hijas mayores, dos divorciadas. Sé muy bien que estas cosas suceden. La vida nunca es perfecta. Quiero que sepas que cuando tu madre me contó lo que estaba haciendo, le aconsejé enérgicamente que dejara de ver a esos hombres. Que volviera con tu padre y tratara de resolver los problemas. Como digo, yo no lo conocía bien, pero notaba que era un buen hombre. No se merecía eso.

—Nancy, eres un encanto.

—No, solo soy una madre que ha visto de todo.

Michelle colgó y miró a Sean.

—Con razón estoy tan chiflada, ¿no?

—Al contrario, creo que estás extraordinariamente cuerda, la verdad.

—¿Por qué no querías que hablara con la policía?

—No lo sé. Una corazonada.

—Bueno, ¿y ahora, qué?

—Hasta que no recibamos noticias de mi amigo, el general de dos estrellas, no tenemos mucho que hacer. ¿Qué tal un viajecito rápido para aclarar todo esto?

Averiguaron en un santiamén que el próximo vuelo directo a Nashville no salía hasta el día siguiente: a menos que estuvieran dispuestos a hacer una conexión por Chicago y luego por Denver, perdiendo la mayor parte del día en las salas de espera y las pistas de los aeropuertos.

—Han de gustarte mucho los aviones —dijo Sean, apagando su móvil, tras escuchar las opciones—. Imagínate, volar hacia el norte o hacia el oeste para dirigirte al sur.

—Al cuerno. ¿Te apetece un viaje en coche? —dijo Michelle.

—Contigo, cuando quieras.

Compraron unos sándwiches y dos tazas gigantes de café y salieron a las ocho de la noche. Mientras iban de camino, Michelle había llamado a su hermano Bill y se había enterado de que todos sus hermanos habían regresado ya a sus ciudades respectivas. Todos, salvo Bobby, claro, que vivía allí.

—Tengo una buena noticia —le había dicho Bill.

—¿Cuál?

—Papá ya no es sospechoso. O no seriamente, al menos.

—¿Por qué?

—El forense dice que el golpe provino de un zurdo y papá es diestro.

—¿Eso no lo sabían antes?

—Los engranajes de la justicia son lentos, hermanita, pero sigue siendo una buena noticia.

—¿Cómo es que habéis dejado solo a papá?

—No fuimos nosotros, en realidad. Nos dejó él.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Pues que nos dijo que nos largáramos de una puñetera vez, que ya estaba harto de vernos rondar por allí. Yo habría preferido que fuera un poquito más directo, ¿sabes? —Michelle casi percibió la sonrisa de su hermano mayor a través del teléfono.

—¿Te parece que habéis hecho bien dejándolo solo?

—Bobby está allí. Y papá es una persona adulta. Puede cuidar de sí mismo.

—No es eso lo que me preocupa.

Antes de que Bill llegara a preguntar qué le preocupaba, su hermana había cortado la llamada.

Sean comentó:

—Así que buenas noticias porque ha quedado libre de sospechas, pero malas porque tu padre sabe que el asesino anda suelto y tal vez quiera tomarse la justicia por su mano.

—Mis hermanos son excelentes policías, pero unos hijos totalmente despistados. Ni siquiera pueden contemplar la posibilidad de que mi padre pudiera hacer algo semejante. O de que mi madre le estuviera engañando.

—¿Y tú sí puedes?

Ella le echó un vistazo y desvió la mirada.

—Sí, puedo.

Como de costumbre, Michelle condujo haciendo caso omiso de los límites de velocidad y, tras hacer solo dos paradas para ir al baño, llegaron a la casa de su padre un poco después de las cinco de la madrugada, anticipándose en cuatro horas largas a la llegada del vuelo directo de la mañana.

Michelle echó un vistazo en el garaje y meneó la cabeza. El Camry no estaba aparcado allí. Utilizó su propia llave para entrar. Bastó una rápida inspección para ver que no había nadie.

—¿Tu padre tiene caja fuerte para armas?

—Solo un estuche de pistolas, creo. Seguramente en el armario del dormitorio.

Sean fue a comprobarlo. Encontró el estuche, pero no había ninguna pistola dentro.

Se sentaron sobre la cama deshecha y se miraron.

—¿Deberíamos llamar a Bobby? —dijo Sean.

—Será demasiado largo explicárselo todo. Tal vez deberíamos ir a ver a Doug Reagan. Y preguntarle por qué olvidó mencionar que se estaba tirando a mi madre.

—¿Tienes la dirección?

—No creo que sea difícil averiguarlo. Como no deja de repetir todo el mundo, esta ciudad no es tan grande. O si no, siempre podemos preguntárselo a su «amiga» Donna.

—Bueno, antes que nada, ¿qué te parece si nos duchamos y cambiamos? No me había pasado la noche conduciendo desde hace mucho. Es más, la última vez fue contigo.

—Expandir tus horizontes… Parece ser mi destino en la vida.

Primero se duchó Michelle en el baño de la habitación de invitados. Al terminar, abrió la puerta y dio un grito en el pasillo.

—Tu turno, King.

Sean entró cuando ella estaba terminando de envolverse con una toalla y le ofreció una taza de café recién hecho.

—¿Te apetece?

—Siempre.

Michelle se sentó en la cama a tomárselo mientras él entraba en el baño.

—¿Y qué hay de la fiesta de los vecinos? —dijo, alzando la voz—. Quizá deberíamos conseguir una lista de invitados y empezar a averiguar por ese lado.

—O conseguirla a través de tu hermano —respondió Sean—. Me imagino que fue una de las primeras cosas que hizo la policía.

Michelle se acercó más a la puerta cuando empezó a oírse el ruido de la ducha.

—Preferiría que lo hiciéramos por nuestra cuenta.

—¿Cómo?

—Que lo hagamos nosotros —dijo, casi gritando.

—De acuerdo, tus deseos son órdenes para mí.

—Sí, ya. —El comentario le arrancó aun así una sonrisa.

Se levantó, fue al dormitorio de su padre y echó un vistazo. La foto de su madre había desaparecido. Miró en la papelera. Tampoco estaba allí. Se le ocurrió mirar debajo de la cama. Ahí estaba. La recogió. El vidrio se había resquebrajado y una esquirla afilada había rasgado el rostro de sus padres.

¿A eso se reducía un matrimonio de casi cincuenta años? El siguiente pensamiento le resultó igualmente demoledor.

«¿Y adónde demonios va mi vida exactamente?»

Regresó con la fotografía a la habitación de invitados, se desplomó sobre la cama y empezó a temblar.

—¡Maldita sea!

Soltó otra maldición, se levantó y caminó hacia el baño. Empezó a temblar otra vez. Titubeó. Tragó saliva, abrió la puerta y entró. Seguía temblando y por la garganta le subía un sollozo entrecortado.

Sean la vio a través de la puerta de la ducha.

—¿Michelle?

La miró inquisitivo y clavó los ojos en los suyos, que parecían a punto de deshacerse en lágrimas.

—¿Qué te pasa?

—No sé. ¡No sé qué demonios me pasa, Sean!

Él se envolvió en una toalla y salió de la ducha. La llevó a la habitación y se sentaron los dos en el borde de la cama, ella con la cabeza sobre su pecho.

—Creo que estoy perdiendo el control —dijo.

—Has pasado un trago muy difícil. Es normal que te sientas abrumada.

—Mis padres se han pasado toda la vida juntos. Tuvieron cinco hijos. Cuatro varones y la idiota de Michelle: la tarada que cierra la marcha.

—No creo que nadie te vea así. Desde luego, yo no.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Cómo me ves tú exactamente?

—Michelle, yo…

Ella recogió el retrato resquebrajado.

—Casi cincuenta años de matrimonio y cinco hijos… ¿y esto es todo lo que consigues? ¿Esto?

—Michelle, no sabemos lo que ocurre aquí todavía.

—Siento como si hubiera malgastado gran parte de mi vida.

—¿Una medallista olímpica, una agente del servicio secreto y ahora socia mía? —Sean trató de sonreír—. Mucha gente desearía estar en tu lugar. Sobre todo, en lo referente a ser mi socia.

Ella no sonrió. No volvió a llorar. Se inclinó y le besó suavemente en los labios.

—No quiero perder más el tiempo, Sean —le susurró al oído—. Ni un solo segundo.

Le dio otro beso y, cuando él se lo devolvió, se apretó contra su cuerpo.

Y de pronto Sean se apartó.

Se miraron a los ojos.

—¿No me deseas? —dijo Michelle.

—Así no. No, así no. Ni tampoco…

Ella le dio una bofetada y se levantó.

—¡Michelle!

—¡Déjame en paz!

Empezó a correr, pero de repente fue como si se le viniera encima un muro de algo frío y caliente a la vez, abrasando sus órganos, helándole la piel. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo, sollozando y haciéndose un ovillo, tan encogida que parecía haberse convertido en una niña. Arañó el suelo con los dedos, encontró el retrato resquebrajado donde había caído y lo estrechó contra su pecho.

Un instante más tarde, Sean la alzó en brazos y sintió que la cabeza de Michelle caía exánime sobre su hombro. La llamó angustiado, pero ella no respondió.

La depositó en la cama, le quitó la foto, la cubrió con la sábana y se sentó a su lado. Alargó una mano y ella la asió instintivamente. Mientras transcurrían los minutos y empezaba a salir el sol, sus sollozos se fueron aplacando. Finalmente, sus dedos se aflojaron, soltó a Sean y se quedó dormida. Él volvió a cubrirle la mano con la sábana.

Se tendió junto a ella y deslizó un dedo por su pelo húmedo. La estuvo observando hasta que le venció el cansancio, hasta que se le cerraron los ojos y se quedó dormido.