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Jane Cox no había confiado a su equipo la tarea de revisar el apartado de correos. Era demasiado importante. Su dilema era que, como primera dama, le resultaba casi imposible ir a ninguna parte sin un enorme séquito. Por ley, el presidente y la primera dama no podían viajar sin ninguna compañía.

Bajó de los aposentos privados de la primera familia. Disponía de dos horas completamente libres, así que había informado al jefe de su equipo de que deseaba salir a dar una vuelta. Había hecho lo mismo cada día desde que recibió la carta. Se había puesto firme, eso sí. Nada de la comitiva entera. Una limusina y un coche de escolta. Se había empeñado en ello.

No era el Cadillac One, conocido en el servicio como la Bestia, un vehículo de cinco toneladas y prácticamente a prueba de ataques nucleares, reservado para el presidente o la primera dama cuando viajaban juntos en coche. A decir verdad, ella no soportaba ir en la Bestia. Los vidrios tenían el grosor de una guía telefónica y no oías ni un solo ruido procedente del exterior. Era asfixiante, como estar bajo el agua o en otro planeta.

Tres agentes iban con ella en la limusina, otros seis en el todoterreno de escolta. Los agentes no estaban satisfechos con ese dispositivo, pero se consolaban con la idea de que nadie podía saber que la primera dama viajaba en el vehículo. De la Casa Blanca salían limusinas a todas horas y el programa público de la primera dama no incluía ese día ningún desplazamiento. Aun así, se mantenían en constante alerta mientras circulaban por las calles del D. C.

Siguiendo sus instrucciones, el coche se detuvo enfrente de una oficina anodina de Mail Boxes Etc., situada en el cuadrante suroeste de la ciudad. Desde esa posición, veía a través de la luna de cristal la hilera de apartados de correos que ocupaba toda una pared. Se envolvió la cabeza con un pañuelo y se puso encima un sombrero, calándoselo bien. Unas gafas de sol le ocultaban los ojos. Se alzó el cuello del abrigo.

—Señora, por favor —dijo el jefe del dispositivo de seguridad—. No hemos registrado la tienda.

—No la han registrado ninguna de las veces que he venido —dijo ella, imperturbable—. Y no ha pasado absolutamente nada.

—Pero si pasara algo, señora… —Su voz se apagó mientras le clavaba una mirada tensa. Si algo salía mal, se habría terminado su carrera. Los demás agentes parecían igual de angustiados. Ninguno deseaba echar a perder su carrera.

—Ya se lo he dicho antes. Asumo toda la responsabilidad.

—Pero podría ser una trampa.

—Asumiré toda la responsabilidad.

—Pero nuestro deber es protegerla.

—Y el mío tomar decisiones sobre mi familia. Pueden observar desde el coche, pero no abandonarlo por ningún motivo.

—Señora, tenga por seguro que saldré del coche si la veo bajo una amenaza de cualquier tipo.

—Muy bien. Eso lo acepto.

En cuanto se bajó del vehículo, el agente principal masculló: «Mierda». Por lo bajini añadió otra palabra que si no era «bruja» se parecía mucho.

Todos los ocupantes de los dos coches, cuatro de ellos provistos de prismáticos, pegaron el rostro a los cristales y observaron cómo la primera dama cruzaba la calle y entraba en la tienda. Jane Cox no lo sabía, pero había tres agentes del servicio secreto en el local, todos vestidos de modo informal y con aspecto de clientes, y otros dos vigilando la entrada de la parte trasera. El servicio ya estaba acostumbrado a tratar con miembros de la primera familia de carácter audaz e independiente.

Jane fue directamente al apartado de correos, lo abrió con la llavecita y no encontró nada. En menos de un minuto, estaba de vuelta en la limusina.

—En marcha —dijo, arrellanándose en el asiento de cuero.

—Señora —dijo el jefe de seguridad—. ¿No podemos ayudarla de algún modo?

—Nadie puede ayudarme —replicó desafiante, aunque la voz se le quebró ligeramente.

El trayecto de vuelta a la Casa Blanca transcurrió en silencio.

En cuanto la primera dama hubo salido de la Casa Blanca, Aaron Betack entró en acción. Con el pretexto de hacer un escaneo rutinario de micrófonos en el pasillo donde estaba situado el despacho de la primera dama, entró en las dependencias y pidió a los miembros del personal que salieran mientras llevaba a cabo la inspección.

Le bastó un minuto para entrar en la oficina interior, abrir con una ganzúa el cajón de su escritorio, encontrar la carta, sacar una copia y volver a dejarla en su sitio. Le echó un vistazo a la hoja antes de guardársela en el bolsillo.

Era la primera vez en toda su carrera en la administración que hacía algo semejante. Acababa de cometer, de hecho, un acto criminal que podía costarle varios años de encierro en una prisión federal si llegaban a descubrirle.

En cierto modo, le parecía que cada minuto de esa sentencia habría valido la pena.