50

Sean King había formado parte del dispositivo de seguridad presidencial cuando era agente del servicio secreto y había tenido acceso a la Sala de Emergencias de la Casa Blanca, un centro de alta seguridad situado en el sótano del edificio, mientras protegía al presidente. En cambio, nunca había visto los aposentos privados de la primera familia. Ahora esa omisión se veía subsanada. Habían subido en ascensor y un auténtico ascensorista les había abierto la puerta de la estrecha jaula. Michelle y Sean echaron un vistazo a la habitación en la que se encontraban. Contaba con un lujoso mobiliario, con molduras historiadas y bellos arreglos florales. Enseguida volvieron a centrar su atención en la mujer sentada frente a ellos en un diván, con una taza de té en la mano. Un fuego acogedor crepitaba en la chimenea. Se oía a un grupo de manifestantes coreando consignas al otro lado de la calle, en el parque Lafayette.

Jane obviamente también lo oía.

—Sería de esperar que lo hubieran aplazado, después de todo lo ocurrido.

—Solo pueden hacerlo con un permiso especial —dijo Michelle—. Han de aprovechar su momento cuando les toca.

—Sí, claro.

«Parece cansada», pensó Sean. Y obviamente no era solo por la campaña. Las diminutas arrugas que tenía en la cara se veían más pronunciadas; las bolsas bajo los ojos, más abultadas; el pelo no tan impecable como de costumbre. También parecía haber perdido peso; la ropa le quedaba más holgada.

Michelle no le quitaba la vista de encima a Tuck. Estaba junto a su hermana lanzando miradas nerviosas en todas direcciones. Tenía en la mano un combinado que le había servido uno de los ayudantes de la Casa Blanca, y lo asía con tal fuerza que se le veían los nudillos blancos. Seguramente tenía ganas de fumar, pero la Casa Blanca era una zona libre de humo, para disgusto de muchos tipos estresados que trabajaban allí.

—¿Cómo están John y Colleen? —preguntó Jane.

—No muy bien.

—Podríamos dejar que se quedaran aquí, Tuck.

—Daría igual, hermanita. El problema no es el lugar.

—Lo sé.

Tuck abarcó de un vistazo la espaciosa habitación.

—Y esta casa no parece pensada para niños precisamente.

—Te sorprenderías —dijo Jane—. Recuerda que Dan júnior celebró su cumpleaños en el Comedor de Estado al cumplir los dieciséis. Y muchos niños pequeños han vivido aquí. La familia de Teddy Roosevelt. La de JFK.

—Está todo bien, hermanita. En serio.

Ella miró a Sean.

—Gracias por asistir al funeral.

—Ya te dije que vendría.

—Dejamos las cosas en un punto algo delicado la última vez que hablamos.

—Yo creía haberme expresado con toda claridad.

Ella frunció los labios con disgusto.

—Estoy tratando de manejar esta situación del modo más profesional posible, Sean.

Él se echó hacia delante en su asiento. Michelle y Tuck lo miraron, inquietos.

—Y nosotros estamos tratando de encontrar a Willa. Me tiene sin cuidado si lo hacemos de un modo profesional o no, con tal de que logremos rescatarla. Espero que eso no represente para ti un problema. —Miró a Tuck—. Para ninguno de los dos.

—Yo solo quiero recuperar a mi hija —se apresuró a decir Tuck.

—Por supuesto —dijo Jane—. Eso queremos todos.

—Muy bien, me alegra dejarlo bien sentado.

Le hizo un gesto a Tuck, animándole a hablar.

Él abrió la boca.

—Hum… ¿Dan anda por aquí?

Sean puso los ojos en blanco y se arrellanó en la silla; Michelle miraba a Tuck fijamente, como si lo considerase el mayor pringado que había visto en su vida.

—Está trabajando en su despacho. Esta noche, a última hora, vuela a la costa oeste. Yo debería reunirme con él mañana, pero todos mis planes están en el aire ahora, como puedes imaginarte. Dudo que vaya.

Miró a Sean.

—¿Tienes algo que contarme?

—No, pero creo que tu hermano sí. Por eso estamos aquí, en realidad.

Ella se volvió hacia Tuck.

—¿De qué se trata?

Tuck apuró el resto de su bebida tan deprisa que se atragantó. Cuando se recuperó, no obstante, siguió callado.

Michelle dijo, exasperada:

—Tuck vio reunirse al agente Betack con Pam un mes antes más o menos de que la matasen. El agente Betack lo niega. Queríamos que lo convocara aquí para aclarar la cuestión de una vez por todas. Sabemos que está en la Casa Blanca. Lo hemos seguido hasta aquí, de hecho.

Tuck clavaba la vista en sus zapatos. Su hermana miró primero a Michelle y luego a Sean.

—No será necesario.

—¿Por qué no? —preguntó Sean.

—Porque el agente Betack se reunió con Pam.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque yo se lo pedí.

Durante un minuto muy tenso lo único que se oyó fue el chisporroteo del fuego y los cánticos lejanos de los manifestantes.

Sorprendentemente, fue Tuck quien rompió el silencio.

—¿Qué demonios pasa aquí, Jane?

Ella dejó su taza de té. La mirada que les dirigió a cada uno, para detenerse finalmente en Tuck, era la más rara que Sean había visto: una mezcla de autoridad y desesperación. No estaba muy seguro de cómo lo lograba, pero así era.

—No seas idiota, Tuck.

Un tono más bien desagradable, pensó Sean, para un hermano que acababa de enterrar a su esposa.

—¿Soy idiota por hacerte esa pregunta?

—Pam sospechaba que tenías una aventura. Vino a pedirme consejo. Como siempre, procuré limar asperezas por tu bien.

—¿Sabías que yo tenía un lío?

—Después de pedirle al agente Betack que lo averiguara, sí. Él hizo que te siguieran y me informó de que, en efecto, estabas follando con otra. —Miró a Sean y Michelle—. No por primera vez, desde luego. Mi hermano parece incapaz de contenerse a menos que esté delante su esposa. No solo mi hermano. Creo que es un problema que afecta a todos los hombres casados. En cuanto se prometen, uno de sus cromosomas les informa de que ha llegado la hora de empezar a engañar.

Tuck estaba tan colorado que daba la impresión de que acababan de pegarle un puñetazo en la cara.

—No puedo creer que tú… —empezó.

—Cierra el pico, Tuck. Eso ya es lo de menos ahora.

«Vaya», pensó Sean, «he aquí un lado de esta mujer que nunca había visto. Y no me gusta».

—¿Así que Betack estaba hablando con Pam de lo que había descubierto? —preguntó Michelle.

—No exactamente, no.

—Entonces, ¿de qué exactamente? —preguntó Sean.

—Hice que el agente Betack informase a Pam de que Tuck no la estaba engañando.

Hasta el propio Tuck pareció un poco asqueado ante esta información, pese a que la mentira obviamente había servido para encubrir su infidelidad. Tal vez estaba pensando en su esposa muerta, allá sola bajo el barro.

—En otras palabras, hizo que le mintiera —dijo Michelle.

—La reelección de mi marido es inevitable siempre y cuando no se produzca una calamidad inesperada, incluidas las de carácter personal.

—¿Así que temías que si salía a la luz la aventura de Tuck, las posibilidades de tu marido podían verse socavadas? ¿Por eso hiciste que Betack le mintiera a Pam? —dijo Sean, sin tratar de disimular la ira creciente que sentía.

—Pero usted no es responsable de su hermano ni tampoco lo es el presidente —señaló Michelle—. Tuck ya es mayor. Quizá se produjera un escándalo, pero no afectaría a la primera familia.

—A veces no es fácil determinar dónde empieza y dónde termina la primera familia —replicó Jane—. Y en todo caso, no tenía el menor deseo de descubrir si la opinión sobre mi marido podía verse perjudicada por una revelación semejante. Si no otra cosa, el asunto le habría brindado impulso a una oposición que hasta ahora no ha encontrado ninguno.

Había otra razón aún, pero la primera dama decidió no extenderse por motivos obvios para ella.

—Bueno, yo pienso que Pam no creyó a Betack —dijo Sean.

—¿Por qué?

—Porque la noche en que la mataron, nosotros íbamos a verla a petición suya. Pam no sabía que Tuck volvería esa noche y me dijo que tenía un problema que quería que investigáramos. A ver si se te ocurre de qué podía tratarse.

—Ya noté en la fiesta en Camp David que aún estaba preocupada —reconoció Jane.

Tuck miró a Sean.

—Y cuando yo aparecí inesperadamente aquella noche —dijo—, ella pareció sobresaltarse.

Sean asintió.

—Quizá quiso llamarme para anular la cita, pero solo tenía el número de mi oficina, no el de mi móvil. Y nosotros ya estábamos en camino cuando Tuck llegó a casa.

—Bueno, ahora ya lo sabéis todo —dijo Jane.

—No. Todo, no.

Se volvieron todos bruscamente y vieron al agente Aaron Betack allí de pie.

—¿Qué? —dijo Sean.

Betack avanzó unos pasos.

—No recuerdo haberle pedido que venga, agente Betack —dijo Jane, sorprendida.

—Y no lo ha hecho, señora. Yo… me he tomado el atrevimiento. —El veterano agente estaba muy pálido.

—No acabo de entender cómo puede hacer algo así —dijo ella con toda franqueza.

Betack miró incómodo a los demás.

—Hubo una carta remitida a una de las mujeres que trabajan en la cocina. Shirley Meyers.

Jane se levantó.

—Salga ahora mismo, agente Betack. En el acto.

Sean también se puso de pie.

—¿Qué demonios pasa aquí?

—¡He dicho que salga! —gritó Jane.

—¿Aaron, qué carta? —preguntó Michelle.

Antes de que él pudiera responder, Jane cogió el teléfono.

—Una sola llamada, Betack. O sale ahora mismo o su carrera ha terminado.

—Quizá ya esté acabada —dijo Betack—. Pero ¿qué es una carrera profesional comparada con la vida de una niña? ¿Se ha detenido a pensarlo siquiera?

—¿Cómo se atreve a hablarme así?

Tuck se puso de pie.

—Yo sí me atrevo. Si tiene que ver con la vida de mi hija, desde luego que me atrevo.

Jane miró a su hermano y luego a todos los presentes, uno a uno. Toda su seguridad pareció desmoronarse bajo la mirada de los demás. A Sean le echó un vistazo fugaz, como un animal acorralado que busca una salida a la desesperada.

—Jane —dijo Sean—, si has recibido una carta relacionada con Willa, tenemos que saberlo. El FBI debe saberlo.

—Imposible.

Tuck la agarró del brazo.

—Y un cuerno.

Betack se lanzó instintivamente a proteger a la primera dama. Pero Michelle ya había sujetado a Tuck y le obligó a apartar la mano; luego lo empujó al sofá.

—Calma, Tuck. No estás ayudando nada. Ella sigue siendo la primera dama.

—Me importa una mierda quién sea. Aunque fuera la presidenta, me daría igual. Si sabe algo que pueda servir para rescatar a Willa, tengo que saber qué demonios es.

Jane miraba a Betack fijamente.

—¿Cómo se ha enterado?

—En este edificio no sucede nada sin que se entere el servicio secreto, señora Cox.

—¿Era una carta de los secuestradores? —preguntó Sean.

Jane apartó por fin la mirada de Betack.

—Podría ser. Me es imposible saberlo. A mí y a cualquiera.

—¿La han revisado por si había huellas? —preguntó Michelle.

—Como no fue enviada aquí y pasó por muchas manos antes de llegar a las mías, creo que la respuesta es no —dijo ella fríamente.

—¿Dónde está? —preguntó Sean.

—La destruí.

Sean le echó un vistazo a Betack, incómodo.

—Jane, esto es una investigación federal. Si se descubre que has retenido a sabiendas y luego destruido pruebas…

—Eso sí que podría minar las posibilidades electorales de su marido —añadió Michelle.

—Pero ¿por qué te reservaste esa información? —quiso saber Sean.

Jane no lo miró a los ojos.

—Fue una conmoción recibirla de ese modo. Estaba tratando de evaluar la situación antes de decidir qué hacer.

«Ahora sí que está mintiendo», pensó Sean.

—Pienso que deberían evaluarlo las autoridades —dijo Betack—. Por favor, señora Cox, debe considerar lo que está haciendo. Tiene que contarles lo que decía esa carta.

—De acuerdo, voy a explicárselo a ustedes. Decía que recibiré otra carta en un apartado de correos. También me enviaron los datos de ese apartado y la llave para abrirlo.

Sean, Michelle y Betack se miraron entre sí.

Jane lo advirtió, porque se apresuró a añadir:

—Y decía que si cualquiera remotamente parecido a un policía o un agente federal se acercaba a ese apartado de correos, no volveríamos a ver a Willa.

—¿Por eso te guardaste la carta? —preguntó Tuck.

—Claro. ¿Crees que deseo que le pase algo a Willa? Yo quiero a esa niña como si fuera uno de mis propios hijos.

La manera de expresarlo le pareció a Sean un tanto extraña.

—¿Cuándo decía que llegaría la otra carta?

—No lo decía. Pero sí que debía comprobarlo regularmente. Hasta hoy no ha llegado nada.

—Hemos de informar al FBI —dijo Betack.

Sean y Michelle asintieron, pero Jane meneó la cabeza.

—Si lo hace, no volveremos a ver a Willa.

—Jane, los federales son verdaderos expertos.

—Sí, han estado soberbios hasta el momento. Ya lo han averiguado todo, ¿no es cierto? No se me ocurre por qué habrían de acabar fastidiándolo ahora.

—Eso no es justo —empezó Michelle.

Jane Cox levantó la voz.

—¿Qué sabrá usted si es justo?

—Cuando reciba la carta, debe dejarnos ver lo que dice.

Ella miró a Sean:

—¿Debo?

—Nos contrataste para investigar este caso, Jane. Hasta ahora nos has mentido, has retenido información vital y nos has hecho perder un tiempo que no teníamos. Sí, debes dejarnos ver la carta cuando llegue. A nosotros y al FBI. O bien nos largamos ahora mismo y asunto concluido.

Tuck intervino.

—Jane, por el amor de Dios, estamos hablando de Willa. Tienes que dejar que nos ayuden.

—Me lo pensaré.

Tuck se quedó sin habla, pero Sean replicó:

—Muy bien, piénsatelo. Ya nos avisarás. —Se levantó e hizo un gesto a Tuck y Michelle para que lo siguieran.

—Tuck, ¿por qué no te quedas aquí con los niños? —dijo Jane.

Él no se dignó mirarla.

—No, gracias —dijo.

Salió airadamente, seguido por Michelle y Sean.

Betack ya se había dado media vuelta para retirarse con ellos cuando Jane le espetó:

—Nunca olvidaré esta traición, agente Betack. Nunca.

Él se humedeció los labios, pero se lo pensó mejor y se calló lo que iba a decir. Giró en redondo y salió.

Cuando ya abandonaban la Casa Blanca, Sean se lo llevó un momento aparte.

—Aaron, una cosa.

—¿Necesitas un investigador free-lance? Preveo que se avecina un cambio no deseado en mi carrera.

—Necesito que hagas un trabajito.

—¿Concretamente?

—La carta que recibió la primera dama.

—Ha dicho que la destruyó.

—Teniendo en cuenta que prácticamente todo lo que ha salido de sus labios era mentira, hay bastantes posibilidades de que no la destruyera.

—¿Y pretendes que la encuentre?

—Lo intentaría yo. Pero me temo que alguien me sorprendería. Me consta que el dispositivo de seguridad es muy bueno.

—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?

—Sí. Te estoy pidiendo que ayudes a salvarle la vida a una niña.

—¿Cómo te atreves a chantajearme con el jodido sentimiento de culpa?

—¿Acaso lo harías, si no?

Betack desvió la vista un instante. Luego volvió a mirarle.

—Veré lo que puedo hacer —dijo.

Cuando ya habían dejado a Tuck en Blair House, sonó el teléfono de Sean. Habló un momento, sonrió y colgó.

—Presiento que las cosas están cambiando.

—¿Por qué? ¿Quién era? —preguntó Michelle.

—Mi amigo del departamento de lenguas. Tal vez pueda aclararnos algo sobre las marcas de los brazos de Pam.