Sam Quarry amaba su hogar, o lo que quedaba de él. La Plantación Atlee había pertenecido a su familia durante casi doscientos años y, en su momento, se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros, con centenares de esclavos trabajándola. Ahora había quedado reducida a unas ochenta hectáreas y eran inmigrantes mexicanos quienes se ocupaban del grueso de la cosecha. La casa de la plantación en sí misma había conocido sin duda tiempos mejores, pero todavía era enorme y seguía siendo habitable si a uno no le importaba que el techo tuvieras goteras, que hubiera corrientes de aire y que de vez en cuando apareciera algún ratón correteando por los quebradizos suelos de madera. Unos suelos que habían pisado con sus botas los generales confederados y hasta el mismísimo Jefferson Davies en una breve parada efectuada cuando la guerra ya estaba perdida. Quarry conocía bien la historia, aunque nunca se había regodeado en ella. Uno no escogía a su familia, ni la historia de su familia.
Tenía sesenta y dos años y aún conservaba una tupida mata de pelo blanco que parecía incluso más blanco debido a su piel curtida. De miembros larguiruchos y vigorosa complexión, con una voz resonante e imperiosa, era un hombre habituado a vivir al aire libre, tanto por gusto como por necesidad. Se ganaba la vida cultivando la tierra, pero además disfrutaba con toda la parafernalia de la caza, la pesca y la horticultura amateur. Eso es lo que era: un hombre de campo, como le gustaba decir.
Estaba en la biblioteca, sentado ante su revuelto y desgastado escritorio. El mismo escritorio ante el que varias generaciones de varones Quarry habían asentado sus posaderas y tomado decisiones que afectaban a las vidas de los demás. A diferencia de algunos de sus antepasados, que habían sido un tanto despreocupados en sus tareas, Sam Quarry asumía sus responsabilidades con gran seriedad. Ejercía una administración estricta para ganarse su propio sustento y el de la gente a la que aún empleaba. Pero, en verdad, se trataba de algo más que eso. Atlee era realmente lo único que le quedaba.
Estiró su corpachón de metro noventa y cinco y colocó sus grandes manos, enrojecidas y callosas, sobre un estómago liso como una tabla. Echando un vistazo a los retratos de mala calidad y a las fotos en blanco y negro de sus antepasados varones, que se hallaban colgados a lo largo de la pared, Quarry se detuvo a reflexionar. Él era un hombre que se tomaba tiempo para pensar las cosas. Algo que casi nadie hacía ya: desde el presidente de Estados Unidos y los magnates de Wall Street hasta el hombre o la mujer de la calle. Ahora la velocidad era esencial. Todo el mundo quería las cosas para ayer. Y debido a esa impaciencia, la respuesta que obtenían solía ser errónea.
Pasaron treinta minutos sin que se hubiera movido. Su cerebro, no obstante, estaba mucho más activo que su cuerpo.
Al fin, se inclinó hacia delante, se puso unos guantes y, bajo la atenta mirada del retrato de su abuelo y tocayo, Samuel W. Quarry, quien había contribuido a dirigir la oposición a los derechos civiles en Alabama, empezó a pulsar las teclas desteñidas de su vieja IBM eléctrica. Sabía utilizar un ordenador, pero nunca había poseído uno, mientras que sí tenía un teléfono móvil. La gente podía robarte cosas directamente de tu ordenador, eso le constaba; incluso desde otro país. Así que cuando quería usar un ordenador se desplazaba a la biblioteca local. Para robarle las ideas que plasmaba con su IBM, en cambio, habrían de invadir sus dominios en Atlee, y dudaba mucho que salieran de allí con vida.
Terminó de teclear con dos dedos y sacó el papel. Repasó su breve contenido y lo metió en un sobre, sellándolo no con saliva, sino con un poco de agua del vaso que tenía sobre el escritorio. No iba a darles ninguna facilidad para que lo localizaran, ya fuese mediante el ADN de su saliva o por otro medio.
Metió el sobre en el cajón del escritorio y lo cerró con una llave de casi cien años que todavía funcionaba a la perfección. Se levantó, caminó hasta la puerta principal y salió a echar un vistazo a su reducido y ruinoso reino. Pasó junto a Gabriel, un niño negro flacucho de once años, cuya madre, Ruth Ann, trabajaba para Quarry como asistenta. Le dio al chaval una palmadita en la cabeza y le regaló un sello antiguo para su colección y un billete de un dólar doblado. Gabriel era un chico listo, con capacidad suficiente para llegar a la universidad, y Quarry estaba decidido a ayudarle en el intento. Él no había heredado los prejuicios de su abuelo ni los de su padre, que había aclamado a George Wallace (o al menos al primer George Wallace, antes de que se retractara de sus opiniones), como un gran hombre que «sabía mantener a la gente de color en su sitio».
Sam Quarry creía que todos los humanos tenían sus capacidades y sus debilidades, y que ni unas ni otras estaban ligadas a la pigmentación de la piel. Una de sus hijas, de hecho, se había casado con un hombre de color y él la había acompañado con gusto al altar el día de la boda. Ahora estaban divorciados y no los había visto desde hacía años. Pero no atribuía la ruptura a la raza de su antiguo yerno. La verdad era que su hija menor era una persona rematadamente difícil para convivir con ella.
Se pasó dos horas recorriendo sus tierras con una desvencijada y oxidada camioneta Dodge que tenía más de trescientos mil orgullosos kilómetros en su haber. Se detuvo por fin frente a una caravana plateada Airstream, cargada de años y abolladuras, con un andrajoso toldo adosado. En la caravana había un baño minúsculo, una cocina de propano, una neverita bajo el mostrador, un calentador de agua, un dormitorio diminuto y un aparato de aire acondicionado. Quarry se había agenciado la caravana en un trueque con un mayorista que andaba mal de liquidez durante una cosecha. Había tendido una línea soterrada desde una caja de empalmes, conectada a su vez con el granero principal, para que contara con corriente eléctrica.
Bajo el toldo había tres hombres sentados, todos miembros de la tribu india koasati. Quarry estaba muy versado en la historia de los nativos americanos de Alabama. Durante siglos, los koasati habían habitado partes del norte de Alabama, junto con los muskogge, los creek y los cherokee, más hacia el este, y las tribus chickasaw y choctaw, del oeste. Tras el Acta de Remoción India del siglo XIX, la mayoría de los nativos americanos fueron expulsados de Alabama y obligados a trasladarse a las reservas de Tejas y Oklahoma. Casi todos los hablantes de la lengua koasati vivían ahora en Luisiana, pero algunos habían logrado regresar al estado del martillo amarillo.
Uno de los koasati había llegado allí años atrás, mucho después de que Quarry hubiera heredado Atlee de su padre, y había permanecido en aquellas tierras desde entonces. Quarry le había cedido incluso la pequeña caravana para que tuviera dónde vivir. Los otros dos koasati llevaban aquí unos seis meses. Quarry no sabía si iban a quedarse o no. Le caían bien. Y ellos, por su parte, parecían tolerarlo. En general, no confiaban en los blancos, pero aceptaban sus visitas y su compañía. Las tierras eran de su propiedad, al fin y al cabo, aunque hubieran pertenecido a los koasati mucho antes de que llegase a poner los pies en Alabama un Quarry o algún hombre blanco.
Se sentó en una silla de hormigón cubierta con una delgada esterilla de goma y compartió con ellos una cerveza y unos cigarrillos liados mientras se contaban historias. El nativo al cual le había cedido la caravana se llamaba Fred. Era más viejo que Quarry, al menos le llevaba una década, un tipo menudo y encorvado, con el pelo blanco lacio y una cara que parecía sacada de una escultura de Remington. Era el más hablador del grupo, y el que más bebía también. Parecía un hombre instruido, aunque Quarry sabía muy poco de sus antecedentes.
Hablaba con ellos en su lengua nativa, o al menos la chapurreaba lo mejor que podía. Sus conocimientos del koasati eran limitados. Ellos condescendían a utilizar el inglés, pero únicamente con él. No los culpaba. Los hombres blancos habían jodido a base de bien a la única raza que podía considerarse indígena en toda América. Pero ese sentimiento se lo guardaba para sus adentros, porque a ellos no les gustaba la compasión. Eran capaces de matar por ese motivo.
Fred se complacía en contar la historia de cómo habían adquirido su nombre los koasati.
—Koasati significa «tribu perdida». Nuestro pueblo salió hace mucho tiempo de esta tierra dividido en dos grupos. El primer grupo fue dejando señales al segundo para que lo siguiera. Pero todas las señales desaparecieron en las orillas del río Misisipí. El segundo grupo continuó su camino y encontró a unos hombres que no hablaban nuestra lengua. Los nuestros les dijeron que se habían perdido. Y en nuestra lengua koasai significa «estamos perdidos». Así que aquellos hombres anotaron que los nuestros eran koasati, es decir, el pueblo perdido.
Quarry, que había oído la historia una docena de veces, comentó:
—Bueno, Fred, la verdad es que todos estamos perdidos en cierto sentido.
Una hora más tarde, cuando el sol caía a plomo e inundaba el espacio bajo el toldo con un calor abrasador, Quarry se levantó, se sacudió los pantalones y se llevó dos dedos al sombrero, prometiendo que volvería a visitarles pronto. Y que traería una botella de licor del bueno y unas mazorcas de maíz y un cesto de manzanas. Y tabaco. Ellos no podían permitírselos, pero preferían los cigarrillos comerciales a los liados.
Fred levantó la vista. Tenía un rostro más curtido y arrugado que Quarry. Se quitó el cigarrillo casero de los labios y, tras un largo acceso de tos, le dijo:
—Tráelos sin filtro la próxima vez. Saben mejor.
—Así lo haré, Fred.
Quarry condujo un largo trecho por unas pistas de tierra con tantos baches que su vieja camioneta daba tumbos de un lado para otro. Él apenas lo notaba. Estaba habituado a esas cosas.
El camino moría finalmente.
Allí estaba la pequeña casa.
No era propiamente una casa, en realidad. No vivía nadie en ella, al menos por ahora, pero aun suponiendo que hubiera alguien, nunca sería un sitio para pasar mucho tiempo. Era solo una habitación con una puerta y un tejado.
Quarry se volvió, miró en todas direcciones y no vio más que tierra y árboles. Y una porción del cielo azul de Alabama que era, por supuesto, más hermoso que cualquier otro cielo que él hubiera visto. Sin duda más bonito que el del sureste asiático, aunque aquel horizonte había estado siempre inundado por el fuego antiaéreo que le apuntaba directamente a él y a su F-4 Phantom II de la fuerza aérea estadounidense.
Se acercó a la casita y subió al porche. La había construido él mismo. No formaba parte de su hacienda. Quedaba a muchos kilómetros de Atlee, en un terreno que su abuelo había comprado setenta años atrás y con el que no había llegado a hacer nada. Con razón. Estaba en mitad de la nada, lo que encajaba a la perfección con los propósitos de Quarry. Su abuelo debía de estar borracho cuando había comprado esa parcela, aunque la verdad era que lo había estado a menudo.
La casa no tenía más que veinte metros cuadrados, pero con eso le bastaba. La única puerta era un modelo estándar de un metro de ancho, sin cuarterones y con bisagras de latón. Abrió con la llave, pero no entró todavía.
Había hecho las cuatro paredes con seis centímetros más de grosor de lo normal, aunque había que tener un ojo muy avezado para percibir esa anomalía. Bajo el revestimiento exterior de las paredes había gruesas planchas de metal soldadas que le conferían a la casita una solidez increíble. Él mismo se había encargado de ensamblarlas con su soplete soldador de oxiacetileno. Cada juntura era una obra de arte. Habría sido necesario que pasara directamente por allí un tornado para derribarla, y tal vez ni siquiera ese martillo de Dios lo habría logrado.
Dejó que se ventilara antes de entrar. En una ocasión había cometido el error de entrar por las buenas y poco le había faltado para desmayarse a causa del brusco contraste entre el exterior oxigenado y el interior casi desprovisto de aire puro. No había ninguna ventana. El suelo era de tablones de cinco centímetros de grosor. Él se había encargado de lijarlos y dejarlos bien lisos; no había quedado ni una sola astilla. Lo que sí había era un hueco de tres milímetros entre cada tablón; una vez más, un detalle apenas perceptible a simple vista.
El subsuelo también era especial. Quarry habría podido asegurar que ni una sola casa de América contaba en sus suelos con una base similar a la que él había ideado. El interior de las paredes estaba cubierto de yeso aplicado a mano sobre tela metálica. El tejado se hallaba atornillado a las paredes más firmemente que cualquier pieza de un buque cisterna. Había utilizado tornillos y pasadores de increíble resistencia para asegurar la solidez y evitar movimientos de asentamiento. Los cimientos eran de cemento, pero había además una cámara de veinticinco centímetros entre las capas de cemento situadas bajo la estructura. Eso elevaba la casa en la misma medida, claro, aunque difícilmente podía percibirse a causa del porche.
El mobiliario era sencillo: una cama, una silla de barrotes, un generador alimentado con batería y algunos otros elementos, como una botella de oxígeno apoyada en un rincón. Salió otra vez al porche y se volvió para admirar su obra. Cada junta a inglete de las paredes estaba cortada a la perfección. Con frecuencia había trabajado bajo las luces del generador mientras alineaba las vigas y viguetas en sus caballetes, con la vista fija como un rayo láser en la línea de corte. Se trataba de un trabajo arduo y agotador, pero sus miembros y su mente se habían visto impulsados por esa determinación que solo pueden forjar las dos emociones humanas más intensas.
El odio.
Y el amor.
Asintió, apreciando el resultado. Había hecho un buen trabajo. Algo verdaderamente sólido, lo más perfecto que iba a lograr jamás. No parecía nada fuera de lo común, pero en realidad era una extraordinaria obra de ingeniería. No estaba mal para un tipo del profundo sur que nunca había ido a la universidad.
Miró hacia el oeste. En un árbol bien protegido del ardor del sol y de las miradas curiosas había una cámara de vigilancia. También él había diseñado y montado el dispositivo; ninguna cosa que pudiera comprar le parecía buena o fiable. Con una cuidadosa poda de hojas y ramas, la cámara disponía de una excelente perspectiva de todo lo que había que ver allí.
Había practicado un orificio y un surco muy largo en la corteza de la parte posterior del árbol, había tendido el cable de la cámara por allí y después había vuelto a pegar los pedazos de corteza encima, ocultando completamente la instalación. En el suelo había soterrado el cable y lo había llevado a más de cien metros del árbol, hasta un terraplén natural provisto asimismo de un atributo de fabricación humana.
Otro cable soterrado discurría desde ese punto hasta la casita y se introducía por debajo en un tubo de PVC que había dejado preparado antes de verter los cimientos. Ese cable terminaba en una toma dual que desdoblaba la línea por dos rutas distintas. Todo ello oculto bajo una capa de forro de plomo que había adosado a las planchas metálicas de las paredes.
Cerró la puerta de la casa y volvió a subir a su vieja Dodge. Ahora tenía que ir a otro sitio. Y no en camioneta.
Levantó la vista hacia el cielo perfecto de Alabama. Bonito día para darse una vuelta en avión.