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Willa terminó el último de sus libros, lo dejó en la pila y, sentándose de nuevo en el catre, miró la puerta. Durante la lectura, olvidaba dónde se encontraba. Al pasar la última página, había recordado una vez más lo que era ahora.

Una prisionera.

No volvería a ver a su familia. Lo presentía.

Se irguió al oír unos pasos. Era el alto. El viejo. Reconocía su manera de andar. La puerta se abrió unos segundos más tarde. Allí estaba. El hombre cerró la puerta y se le acercó.

—¿Estás bien, Willa? —Se sentó ante la mesita y puso las manos en el regazo.

—Ya me he acabado los libros.

Él abrió la mochila que traía consigo, sacó otro montón de libros y los dejó sobre la mesa.

—Aquí tienes.

Ella los miró.

—Entonces, ¿voy a estar aquí mucho tiempo?

—No. No tanto.

—¿Volveré con mi familia?

Él desvió la mirada.

—¿Te cayó bien la mujer que conociste aquí?

Willa no le quitaba los ojos de encima.

—Está muy asustada. Y yo también.

—Supongo que todos lo estamos, en cierto modo.

—¿Usted por qué habría de tener miedo? Yo no puedo hacerle ningún daño.

—Espero que te gusten los libros.

—¿Hay alguno donde el niño muera al final? ¡Así me podré ir preparando!

Él se puso de pie.

—No pareces la de siempre, Willa.

Ella también se levantó. Aunque el hombre le sacaba más de sesenta centímetros, pareció como si estuviese a su altura.

—Usted a mí no me conoce. Quizás ha averiguado cosas de mí, pero no me conoce. Ni tampoco a mi familia. ¿Les ha hecho algún daño?, ¿eh? —preguntó.

Quarry paseó la vista por la habitación, mirando a todas partes menos a ella.

—Te dejaré dormir un poco. Pareces necesitarlo.

—Déjeme en paz —dijo ella con firmeza—. No quiero verle más.

Quarry ya tenía la mano en la puerta.

—¿Quieres volver a ver a esa mujer?

—¿Para qué?

—Así tendrás con quién hablar, Willa. Aparte de mí. Comprendo que yo no te caiga bien. A mí me pasaría igual, en tu lugar. No me gusta tener que hacer lo que estoy haciendo. Si conocieras toda la verdad, quizá lo entenderías mejor. O quizá no.

—La veré —dijo Willa a regañadientes, dándole la espalda.

—De acuerdo —murmuró Quarry.

Las siguientes palabras de la niña lo dejaron helado.

—¿Esto tiene que ver con su hija?, ¿la que ya no puede leer?

Él se volvió lentamente y la fulminó con la mirada.

—¿Por qué lo dices? —Su voz sonaba furiosa.

Ella le sostuvo la mirada.

—Porque yo soy hija de alguien también.

«Sí, lo eres», pensó Quarry. «Pero no sabes de quién».

Ajustó la puerta y cerró por fuera con llave.

Pasaron los minutos y la puerta volvió a abrirse. Allí estaba la mujer, escoltada por Quarry.

—Volveré en una hora —dijo.

Cerró la puerta. Diane Wohl avanzó con cautela y se sentó a la mesa. Willa se sentó también y subió la luz del farol.

—¿Cómo estás? —dijo suavemente.

—Tengo tanto miedo que a veces me cuesta respirar.

—Yo también.

—No pareces asustada. Yo soy la adulta, pero es obvio que tú eres mucho más valiente.

—¿Ha hablado contigo el hombre?

—No. Solo me ha dicho que lo siguiera. Para venir a verte.

—¿Tú querías?

—Claro, cariño. Quiero decir… Se siente una tan sola en aquella habitación.

Echó un vistazo a los libros. Willa siguió su mirada.

—¿Quieres libros para leer?

—Nunca he sido muy lectora, me temo.

Willa cogió varios y se los deslizó por encima de la mesa.

—Ahora sería un buen momento para empezar.

Diane pasó el dedo por la portada de uno de ellos.

—Es un secuestrador muy extraño.

—Es verdad —coincidió Willa—. Pero aun así hemos de temerle.

—Eso no me resulta difícil, créeme.

—Casi logramos escapar —dijo Willa, desafiante—. Estuvimos, o sea, muy cerca.

—Gracias a ti. Y seguramente yo fui la culpable de que no escapáramos. No soy lo que se dice muy heroica.

—Yo solo quería volver con mi familia.

Diane le apretó el brazo.

—Eres muy valiente, Willa, y has de seguir siéndolo.

A la niña se le escapó un sollozo.

—Solo tengo doce años. No soy más que una niña.

—Lo sé, cielo. Lo sé.

Diane colocó su silla al otro lado de la mesa y rodeó a Willa con sus brazos.

Ella empezó a temblar y Diane la estrechó contra su pecho. Le susurró que todo se arreglaría. Que seguro que su familia estaba bien y que iba a volver a verlos sin la menor duda. Diane sabía que Willa no volvería a ver a su madre, porque el hombre le había dicho que estaba muerta. Pero aun así tenía que decirle esas cosas a la pobre pequeña.

«Mi pequeña».

Al otro lado de la puerta, Quarry se había apoyado en la pared de la mina y restregaba una moneda antigua entre sus dedos. Era un dólar de plata de los años 20 —una Lady Liberty— que pensaba regalarle a Gabriel. No para que la vendiera en eBay. Para la universidad. Aunque Quarry no pensaba realmente en la moneda. Escuchaba cómo lloraba Willa a lágrima viva. Los lamentos de la niña resonaban por las galerías de la antigua mina tal como los gemidos de los mineros agotados, unas décadas atrás, o como los chillidos de los soldados de la Unión, varias generaciones antes, que agonizaban de enfermedades que los consumían lentamente.

Y sin embargo, no podía imaginar un sonido más desgarrador que el que estaba oyendo en ese momento. Volvió a guardar la moneda en el bolsillo.

Había puesto sus asuntos en orden. Se había ocupado de las personas que le importaban. Lo que ocurriera a partir de ahora ya no estaba en sus manos.

La gente lo condenaría, claro, pero bueno. Había soportado cosas peores que las opiniones negativas de los demás.

Aun así, se alegraría cuando todo terminara.

Tenía que terminar pronto.

Ninguno de ellos podría aguantar mucho más.

Quarry sabía con certeza que él no podía.

Esa noche, fue con la camioneta a ver a Tippi. Esta vez fue solo. Le leyó. Puso la cinta de la madre hablándole a su hija.

Abarcó con la mirada los confines —tres metros por cuatro— del mundo en el que Tippi había pasado todos estos años. Conocía al dedillo cada máquina del equipo necesario para mantenerla con vida. Había acribillado a preguntas al personal sobre cada una de ellas. Las enfermeras no sabían a qué se debía tanta curiosidad, pero no importaba. Él sí lo sabía.

Cuando bajó por fin la vista al rostro marchito de su hija, a sus miembros atrofiados, a su torso esquelético, sintió que su propio corpachón empezaba a encorvarse, como si la gravedad hubiera decidido ejercer más fuerza sobre él. Quizás a modo de castigo.

Quarry no tenía problema con la idea de castigo, siempre que se aplicara de modo justo y equitativo. Solo que nunca era así.

Salió de la habitación y se dirigió al puesto de las enfermeras. Tenía que hacer algunos preparativos. Ya había llegado la hora de que Tippi saliera por fin de aquel lugar.

Ya era hora de llevar a casa a su pequeña.