Por segunda vez en dos días, Sean y Michelle oyeron hablar a un pastor de los seres queridos que nos dejan. Era una tarde de viento y lluvia y los paraguas negros se alzaban frente a los elementos mientras Pam Dutton era enterrada en un cementerio a solo ocho kilómetros de donde había muerto. Los niños estaban bajo el toldo en primera fila, junto a su padre. Tuck tenía la cabeza vendada y daba toda la impresión de haber tomado varios cócteles y un puñado de pastillas. Su hermana, la primera dama, sentada a su lado, le rodeaba los hombros con el brazo. Colleen Dutton se le había subido a Jane a la falda, mientras que John se había acurrucado contra su padre. Al lado de Jane estaba sentado su marido, vestido todo de negro y con un solemne aire presidencial.
Una barrera de agentes de primera clase del servicio secreto rodeaba la zona del entierro. Habían despejado y cerrado al tráfico las calles adyacentes, y soldado las tapas de las alcantarillas del recorrido de la comitiva. El cementerio estaba cerrado salvo para la familia de la difunta y los amigos invitados. Un regimiento de periodistas y equipos de televisión aguardaba pegado a la verja, con la esperanza de captar alguna imagen del presidente y la afligida primera dama cuando abandonaran el camposanto.
Michelle le dio un codazo a Sean e inclinó la cabeza hacia la izquierda. El agente Waters del FBI estaba entre los asistentes. Con la mirada fija en ellos dos.
—No parece muy contento —cuchicheó ella.
—Apuesto a que no lo ha estado en su vida.
Habían tomado un vuelo a primera hora de la mañana para volver de Tennessee. En el avión habían comentado lo sucedido la noche anterior.
Cuando regresaron a casa de Frank Maxwell, el hombre aún no había vuelto. Michelle lo llamó al móvil, pero no respondía. Ya estaban a punto de avisar a la policía cuando había aparecido por la puerta del garaje.
—¿Papá?
Él había pasado de largo, entrado en su dormitorio y cerrado la puerta. Michelle intentó abrir, pero estaba puesto el cerrojo.
—¿Papá? —gritó a través de la puerta—. ¡Papá!
Empezó a aporrearla hasta que una mano la detuvo. Era Sean.
—Déjalo tranquilo.
—Pero…
—Aquí ocurre algo que no comprendemos; será mejor no presionarle más por ahora.
Sean había dormido en el diván y Michelle en una habitación de invitados. Sus hermanos se habían quedado en la casa de Bobby, que se encontraba en las inmediaciones.
Cuando despertaron para tomar su vuelo, Frank Maxwell ya se había levantado y había salido de casa. Esta vez Michelle no hizo siquiera el intento de llamarlo al móvil.
—No me responderá —dijo, mientras se tomaban un café en el aeropuerto.
—¿Qué crees que estaba haciendo en la granja?
—Tal vez había ido por la misma razón que yo.
—¿Que es…?
—Que no sé exactamente cuál es —dijo ella, abatida.
—¿Quieres quedarte? Yo me encargo de ir al funeral.
—No, no creo que pueda hacer nada aquí ahora mismo. Y la verdad, asistir a otro funeral no será ni la mitad de deprimente que quedarme a ver cómo acaba de desintegrarse mi familia.
El funeral de Pam Dutton había concluido ya y la gente empezaba a desfilar lentamente. Sean notó que muchos hacían lo imposible por arrancarle al presidente un apretón de manos. Y este, había de reconocerse en su honor, procuraba complacerlos lo mejor que podía.
—No se arriesga a perder un votante —dijo Michelle, sarcástica.
Jane se alejó con su hermano y los niños. Los flanqueaban varios agentes, aunque el grueso del dispositivo permaneció junto al presidente. Sean, que observaba atentamente la escena, sabía muy bien que esa vida pasaba por delante de todas las demás. La primera dama era de vital importancia entre las personas que el servicio secreto debía proteger, pero su posición quedaba de todas formas tan por debajo del presidente que, si llegara el caso de tener que elegir a cuál de los dos salvar, no resultaría una elección difícil.
Michelle le leyó al parecer el pensamiento, porque dijo:
—¿Te has preguntado alguna vez qué harías?
Él se volvió.
—¿Qué haría… sobre qué?
—Si tuvieras que escoger entre la primera pareja. ¿A cuál salvarías?
—Michelle, tú sabes bien que si hay una norma que el servicio secreto te mete en la cabeza es esa. La vida del presidente es la única que no puedes permitir que sufra ningún daño.
—Pero supongamos que está cometiendo un crimen… ¿O qué ocurre, por ejemplo, si el tipo se vuelve loco y ataca a la primera dama? Está a punto de matarla. ¿Qué harías? ¿Liquidarlo o dejarla morir a ella?
—¿A qué viene semejante conversación? ¿No es bastante deprimente ya de por sí estar en un funeral?
—Solo me lo preguntaba.
—Muy bien, sigue preguntándotelo. Yo paso.
—Era solo una hipótesis.
—Ya tengo problemas de sobra con la realidad.
—¿Vamos a hablar con la primera dama?
—Después de mi última conservación telefónica con ella, no estoy seguro. Ni siquiera sé si aún estamos del mismo lado.
—¿Qué quieres decir?
Sean dio un largo suspiro.
—Hablo por hablar, sin saber bien lo que digo. —Miró al hombre que se acercaba—. Y el día no hace más que mejorar.
Michelle echó un vistazo y vio venir al agente Waters.
—Creí que les había dicho a los dos que no salieran de la ciudad —dijo secamente.
—No. Lo que dijo fue que estuviéramos disponibles por si tenía que interrogarnos de nuevo —replicó Michelle—. Bueno, aquí estamos. Totalmente disponibles.
—¿Dónde han estado? —preguntó.
—En Tennessee.
—¿Qué hay en Tennessee? —dijo, irritado—. ¿Alguna pista que no me han comunicado?
—No. Estuvimos en otro funeral.
—¿De quién?
—De mi madre.
Waters la observó atentamente, tal vez tratando de evaluar si Michelle le estaba tomando el pelo o no. Al parecer, quedó satisfecho, porque dijo:
—Lo lamento. ¿Algo inesperado?
—El asesinato suele serlo —dijo Michelle antes de echar a andar hacia la hilera de coches aparcados.
Waters miró de soslayo a Sean.
—¿Habla en serio?
—Me temo que sí.
—Joder.
—¿Nos necesitaba para algo?
—No. Quiero decir, ahora mismo no.
—Bien. Nos vemos.
Le dio alcance a Michelle; ya estaban a punto de subir al todoterreno cuando oyeron que alguien se acercaba. Jadeante.
Era Tuck Dutton y parecía que acabase de correr un kilómetro. Tenía la cara roja y respiraba entrecortadamente.
—¿Qué demonios pasa, Tuck? —dijo Sean, sujetándolo del brazo—. Pero, hombre, si acabas de salir del hospital. No deberías hacer estos esfuerzos.
Tuck inspiró hondo, se apoyó en el todoterreno con una mano y señaló con la cabeza la limusina presidencial. Jane Cox estaba subiendo justo en ese momento junto con su esposo, mientras un enjambre de agentes se movía alrededor.
—El tipo al que vi con Pam —dijo, todavía sin resuello.
—¿Qué hay de él? —preguntó Michelle.
—Está aquí.
—¿Qué? ¿Dónde? —dijo Sean, mirando en derredor.
—Allá abajo.
Tuck señaló la limusina.
—¿Cuál es?
—Ese grandullón que está al lado del presidente.
Sean miró al tipo, luego a Tuck y por fin a Michelle.
—¿Aaron Betack? —dijo Sean, justo cuando la lluvia empezaba a arreciar.