Quarry paró la camioneta frente a la caravana Airstream y tocó la bocina. Fred salió enseguida, con un cigarrillo de los buenos en una mano y una bolsa de papel en la otra. Llevaba un viejo sombrero de paja, manchado de sudor, chaqueta de pana, vaqueros desteñidos y unas botas desgastadas por la lluvia y el sol. El pelo blanco, que le llegaba a los hombros, lo tenía limpio y reluciente.
Quarry se asomó por la ventanilla.
—¿Te has acordado de traer un documento?
Fred subió a la camioneta, se sacó la billetera —en realidad un par de tapas de cuero fijadas con gomas elásticas— y extrajo una tarjeta de identidad.
—Esta es la manera que tiene el hombre blanco de vigilarnos a los auténticos americanos.
Quarry sonrió.
—Lamento informarte, vaquero: el viejo tío Sam no solo vigila a los que son como tú. Nos vigila a todos. A los auténticos americanos y a los que estamos aquí de alquiler, como yo.
Fred sacó una botella de cerveza de la bolsa.
—Maldita sea, ¿no puedes esperar a que hayamos terminado para bebértela? —dijo Quarry—. No quisiera ver cómo tienes ese pobre hígado —añadió.
—Mi madre llegó a los noventa y ocho —replicó Fred, dando un largo trago y guardando la botella en la bolsa.
—¿Ah, sí? Bueno, pues yo puedo garantizarte que tú no llegarás. Y no tienes seguro médico. Ni yo tampoco. Dicen que el hospital debe atender a todo el mundo; lo que no te dicen es cuándo. He estado más de una vez en el hospital del condado, tendido en la sala de espera con fiebre y escalofríos y unos jadeos que creía que me moría. Dos días enteros así, y entonces sale por fin un chaval con bata blanca y te pide que saques la lengua, que digas dónde te duele, mientras tú sigues en el suelo hecho mierda. Para entonces ya casi lo has superado, pero unas malditas medicinas no te habrían ido mal.
—Yo nunca voy al hospital. —Fred lo dijo en su lengua nativa. Y luego se arrancó a hablar así muy deprisa.
Quarry lo interrumpió.
—No tengo a Gabriel a mi lado, Fred. Así que cuando te pones a decírmelo todo en muskogi, no te sigo.
Fred se lo repitió en inglés.
—Ahí está. En América, has de hablar inglés. Pero no pretendas ir al maldito hospital sin una tarjeta del seguro. En ese caso, no importa qué lengua hables: estás jodido.
La camioneta avanzó dando tumbos. Fred señaló un edificio a lo lejos. Era la casita que Quarry había construido.
—Has hecho un buen trabajo allí. Te vi varias veces mientras lo hacías.
—Gracias.
—¿Pero para quién la has construido?
—Para alguien especial.
—¿Quién?
—Para mí. Es mi casa de vacaciones.
Siguieron adelante.
Quarry se sacó del bolsillo de la chaqueta un abultado sobre y se lo pasó. Cuando Fred lo abrió, las manos le temblaron ligeramente. Miró atónito a Quarry, que lo observaba bajo sus cejas pobladas.
—Hay mil dólares.
—¿Por qué? —preguntó Fred, expectorando unas flemas y escupiendo por la ventanilla.
—Por haber vuelto a casa —dijo Quarry, sonriendo—. Y por otra cosa, además.
—¿Qué?
—Para eso necesitas la identificación.
—¿Para qué la necesito? Eso no me lo has dicho.
—Vas a ser testigo. De algo importante.
—Es mucho dinero para hacer de simple testigo —dijo Fred.
—¿No lo quieres?
—No he dicho eso —replicó él. Sus profundas arrugas se ahondaron.
Quarry le dio un codazo con aire jovial.
—Bien. Ya me parecía a mí.
Media hora después llegaron a la pequeña población. Fred seguía con la vista fija en el sobre lleno de billetes de veinte.
—¿No lo habrás robado, no?
—No he robado nada en mi vida. —Miró a Fred—. Sin contar personas. Porque personas sí he robado, ¿sabes?
Hubo una pausa prolongada. Finalmente Quarry se echó a reír y Fred también.
—He canjeado unos viejos bonos de mi padre —explicó Quarry.
Se detuvo frente al banco local, un edificio de ladrillo de un piso con una puerta de cristal.
—Vamos.
Quarry se dirigió hacia la puerta y Fred lo siguió.
—Nunca he entrado en un banco —dijo Fred.
—¿Y eso?
—Nunca he tenido dinero.
—Yo tampoco. Pero aun así voy al banco.
—¿Por qué?
—Joder, Fred, porque ahí es donde está todo el dinero.
Quarry se dirigió a un gerente del banco conocido y le explicó lo que quería. Sacó el documento.
—Me he traído a este amigo, un auténtico americano, para que actúe como testigo.
El gerente, un tipo grueso con gafas, le echó un vistazo al desaliñado nativo y trató de sonreír.
—Estoy seguro de que está todo correcto, Sam.
—Yo también estoy seguro —dijo Fred, dándose una palmadita en la chaqueta, donde tenía guardado el sobre lleno de dinero. Él y Quarry intercambiaron una sonrisa rápida.
El gerente los llevó a su despacho. Llamaron a otro testigo y a la notaria del banco. Quarry firmó su testamento ante Fred, el otro testigo y la notaria. Luego firmaron ambos testigos y, finalmente, la notaria llevó a cabo los requisitos legales. Cuando estuvo todo, el gerente hizo una copia del testamento. Quarry dobló el original y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Sobre todo, guárdelo en un sitio seguro —le advirtió el gerente—. Porque una copia no bastaría para validarlo. ¿Qué le parecería una caja de seguridad aquí?
—No se preocupe por eso —dijo Quarry—. Si alguien intenta entrar a robar en mi casa, le vuelo la cabeza.
—Estoy convencido —dijo el gerente, algo nervioso.
—Yo también —dijo Quarry.
Al salir del banco, Fred y Quarry pararon en un bar a tomarse una copa antes de regresar.
—Bueno, ¿ahora ya se puede beber, Sam? —dijo Fred, llevándose la jarra de cerveza a los labios.
Quarry se echó al coleto unos dedos de bourbon.
—Ya hemos pasado de mediodía, ¿no? Lo único que te digo, Fred, es que hay que mantener ciertas normas.
Volvieron a Atlee. Quarry dejó a Fred en la caravana.
Mientras el viejo subía lentamente los escalones de hormigón, se volvió hacia la camioneta.
—Gracias por el dinero.
—Gracias por testificar en mi testamento.
—¿Piensas morirte pronto?
Quarry sonrió.
—Si lo supiera con certeza, seguramente estaría en Hawai o un sitio así, bañándome en el mar y comiendo calamares; no dando vueltas en una camioneta herrumbrosa por estas tierras perdidas de Alabama, charlando con gente como tú, Fred.
—Por cierto, no me llamo Fred.
—Ya lo sé. Te lo puse yo ese nombre. ¿Cuál es tu verdadero nombre, entonces? No he visto bien tu documento ni cómo firmabas el testamento.
—Eugene.
—¿Ese es un nombre indio?
—No, pero es como me llamó mi madre.
—¿Por qué?
—Porque era blanca.
—¿Y es cierto que vivió hasta los noventa y ocho?
—No. A los cincuenta ya estaba muerta. Demasiada priva. Bebía incluso más que yo.
—¿Puedo seguir llamándote Fred?
—Sí, me gusta más que Eugene.
—Dime la verdad, Fred. ¿Cuánto te queda a ti de vida?
—Como un año, con suerte.
—Lo lamento.
—Yo también. ¿Cómo lo has sabido?
—He visto mucha muerte en su momento. Es esa tos seca que te entra. Y las manos las tienes muy frías; y la piel demasiado pálida por debajo del marrón.
—Eres un tipo listo.
—Todos hemos de irnos algún día. Pero ahora puedes disfrutar el tiempo que te queda mucho más de lo que lo habrías disfrutado hace solo unas horas. —Apuntó con un dedo a su amigo—. Y a mí no me dejes nada, Fred. No lo voy a necesitar.
Se alejó entre una nube de polvo.
Cuando llegó a Atlee, empezaban a caer las primeras gruesas gotas de un frente nuboso que se acercaba. Entró y se fue directo a la cocina, porque la oyó trajinar allí. Ruth Ann estaba restregando unas ollas enormes cuando las botas de Quarry resonaron en las baldosas de la cocina. Se volvió y sonrió.
—Gabriel lo estaba buscando.
—Ya le he dicho que iba a la ciudad con Fred.
—¿Para qué ha ido allí? —dijo Ruth Ann sin dejar de restregar.
Quarry se sentó, sacó el documento del bolsillo de su chaqueta y lo desdobló.
—Es de lo que quería hablarle —dijo, mostrándole el papel—. Esto es mi testamento y mis últimas voluntades. Lo he firmado hoy. Ahora ya es oficial.
Ruth Ann dejó la olla que estaba fregando y se secó las manos en un trapo. Frunció el ceño.
—¿Su testamento? ¿No estará enfermo, no?
—No, que yo sepa. Pero solo los idiotas esperan a estar enfermos para hacer testamento. Venga aquí y eche un vistazo.
Ruth Ann dio un paso vacilante y, de repente, se apresuró a cruzar la cocina y a sentarse a su lado. Tomó el papel de sus manos, sacó unas gafas del bolsillo de la blusa y se las puso.
—No sé leer muy bien —dijo, algo avergonzada—. Casi siempre hago que Gabriel me lea las cosas.
Él señaló un párrafo.
—La mayor parte son monsergas legales, pero es esta parte la que ha de leer con atención, Ruth Ann.
Ella leyó lo que le indicaba, moviendo los labios lentamente. Levantó la vista; el papel le temblaba en las manos.
—Señor Sam. Esto no está bien.
—¿El qué no está bien?
—¿Va a dejarnos todo esto a Gabriel y a mí?
—Así es. Mi propiedad. Yo se la puedo dar a quien diantre se me antoje, disculpe mi lenguaje.
—Pero usted tiene familia. Tiene a Daryl, a la señorita Tippi. Y a su otra hija también.
—Confío en que usted cuide de Daryl, si aún anda por aquí. Y de Tippi. En cuanto a Suzie, bueno, dudo que quiera nada de mí, en vista de que ni siquiera me ha llamado en más de cuatro años. Y usted y Gabriel también son mi familia. Así que quiero ocuparme de ustedes, y esta es mi manera de hacerlo.
—¿Está completamente seguro?
—Claro que estoy seguro.
Ella alargó el brazo sobre la mesa y le cogió la mano.
—Es usted un buen hombre, señor Sam. Seguramente usted nos enterrará a todos. Pero muchas gracias por todo lo que ha hecho por Gabriel y por mí. Y yo cuidaré de todos, señor Sam. Los cuidaré bien. Tal como usted los cuidaría.
—Ruth Ann, con la propiedad puede hacer lo que quiera. Incluso venderla, si necesita dinero.
Ella pareció horrorizarse ante la sola idea.
—Jamás la venderé, señor Sam. Este es nuestro hogar.
Se oyó ruido en el umbral y vieron a Gabriel allí plantado.
—Eh, Gabriel —dijo Quarry—. Tu madre y yo estamos hablando de algunas cosas.
—¿Qué cosas, señor Sam? —Gabriel miró a su madre y reparó en las lágrimas que resbalaban por sus flacas mejillas—. ¿Va todo bien? —dijo muy despacio.
—Ven aquí —dijo su madre, haciéndole una seña. El chico corrió a su lado y ella lo abrazó. Quarry le dio una palmadita en la cabeza a Gabriel, dobló su testamento y, guardándoselo otra vez en el bolsillo, salió de la cocina.
Tenía que escribir otra carta.
Y tenía que ir a ver a Tippi.
Después subiría a la mina.
Ya se acercaba el final.