—¿Qué te ocurre, Gabriel? No pareces encontrarte muy bien que digamos.
Quarry observó al chico desde el otro lado de la mesa de la cocina.
—No he dormido demasiado bien las dos últimas noches, señor Sam —dijo él, alicaído.
—Se supone que los niños duermen bien. ¿Te preocupa algo?
Gabriel respondió sin mirarle a los ojos.
—Nada importante. Ya se me pasará.
—¿Tienes colegio hoy? —dijo Quarry, observando al chico con atención—. Porque si es así, vas a perder el autobús.
—No. Es el Día del Maestro. Pensaba ayudar a mamá, trabajar un poco en el campo y después leer un rato.
—Tengo que hablar con tu madre cuando vuelva de la ciudad.
—¿De qué?
—Un asunto personal.
El rostro de Gabriel se demudó.
—¿No habré hecho nada malo, no?
Quarry sonrió.
—¿Te crees que el mundo gira a tu alrededor? No, es solamente un asunto burocrático. Si te da tiempo de limpiar la mesa de herramientas del granero, sería estupendo. Deshazte de todas las que estén muy oxidadas. Ah, tengo otro sello para ti.
Gabriel hizo un esfuerzo por sonreír.
—Gracias, señor Sam. Me está ayudando a hacer una buena colección. Miré uno de los que me dio en el ordenador del colegio. En eBay.
—¿Qué demonios es eso?
—Un sitio donde puedes comprar y vender cosas. Como muchas otras tiendas online.
Quarry lo miró con un ligero interés.
—Continúa.
—Bueno, ese sello que me dio… ¡vale cuarenta dólares!
—Maldita sea. ¿Lo vas a vender?
Gabriel lo miró estupefacto.
—Señor Sam, yo no voy a vender nada que usted me dé.
—Un consejo gratis, jovencito. Esa colección de sellos te ayudará a financiar tu educación en la universidad. ¿Por qué crees que te los doy? Y las monedas antiguas, también.
Gabriel parecía desconcertado.
—Nunca se me había ocurrido.
—¿Lo ves? No tienes tanto cerebro como crees, ¿cierto?
—Supongo que no. —Comieron en silencio. Luego el chico dijo—: Últimamente ha ido muchas veces en avión a la mina.
Él sonrió.
—Estoy tratando de encontrar diamantes.
—¿Diamantes en la mina? —exclamó Gabriel—. Creía que esas minas estaban en África.
—Quizá tengamos alguna aquí, en Alabama.
—Estaba pensando que quizá podría acompañarle.
—Hijo, ya has recorrido esa mina conmigo. No es más que un gran agujero lleno de tierra.
—Me refería al avión. Nosotros siempre íbamos en camioneta.
—Siempre íbamos en camioneta porque a ti no te gusta volar. Demonios, ¡si me dijiste que cada vez que me veías despegar te daban ganas de meterte bajo tierra y no volver a salir!
Gabriel sonrió débilmente.
—Estoy tratando de superarlo. Yo quiero ver más sitios, además de Alabama. Así que habré de subirme a un avión, ¿no?
Quarry sonrió ante la lógica del chico.
—Es verdad, sí.
—Ya me avisará, pues. Voy a hacer mis tareas.
—Sí, ve.
Gabriel dejó su plato en el fregadero y salió disparado de la cocina. Mientras se dirigía al granero, no paraba de pensar. Pensaba en lo que le había oído decir la noche anterior al señor Sam, cuando estaba borracho en la biblioteca. Había oído un nombre, Willow o algo parecido. Y también le había oído la palabra «carbón», al menos sonaba así, lo cual le había hecho pensar en la mina.
No iba a preguntárselo al señor Sam abiertamente, porque no quería que supiera que había estado escuchando, aunque, en realidad, él solo había bajado a buscar otro libro. Seguro que el señor Sam estaba triste por algún motivo, se dijo Gabriel, mientras limpiaba la mesa de las herramientas del granero. El otro día, además, le había visto arremangarse la camisa para ayudar a lavar los platos. Y tenía quemaduras en el antebrazo. Eso también le intrigaba.
Y había oído a Daryl y Carlos hablando de noche en la armería, mientras limpiaban sus rifles. Pero nada de lo que decían tenía demasiado sentido. Una vez estaban hablando de Kurt, y cuando Gabriel había entrado, cerraron bruscamente la boca y empezaron a enseñarle a desmontar y volver a montar una pistola en menos de cincuenta segundos. ¿Y para qué iban cada día a la mina? ¿Y por qué Carlos, y a veces Daryl, se quedaban allí a pasar la noche? ¿Acaso sucedía algo allá arriba? Gabriel no creía que se tratara de diamantes.
Y más de una vez se había levantado de la cama justo cuando el señor Sam bajaba al sótano con un gran manojo de llaves. Una vez, lo había seguido hasta abajo, con el corazón palpitándole con tal fuerza que creyó que el señor Sam iba a oírle. Había visto cómo abría una puerta al fondo de un largo pasillo que olía de un modo asqueroso. Su madre le había explicado en una ocasión que allí era donde los Quarry encerraban a los esclavos malos. Al principio, no la había creído y había ido a preguntárselo al señor Sam. Pero él se lo había confirmado.
—¿Su familia tenía esclavos, señor Sam? —le había preguntado mientras paseaban por los campos.
—La mayoría de la gente de por aquí los tenía en esa época. Atlee era entonces una plantación de algodón. Hacía falta gente para trabajarla. Un montón de gente.
—Pero ¿por qué no les pagaban? Digo, en lugar de mantenerlos como esclavos solo porque podían hacerlo.
—Supongo que todo se reduce a la codicia. Si no pagas a la gente, ganas más dinero. Eso, y creer que una raza no era tan buena como otra.
Gabriel había hundido las manos en los bolsillos de los pantalones y había dicho:
—Qué vergüenza.
—Hay demasiada gente que cree que puede hacer lo que sea, dañar a cualquiera, por ejemplo, y salirse con la suya.
Todo lo cual no explicaba por qué el señor Sam bajaba al sótano apestoso donde solían encerrar a los malos esclavos. Algo raro pasaba en Atlee, eso seguro. Pero este era el hogar de Gabriel; él y su madre no tenían ningún otro, así que no debía meterse. Continuaría ocupándose de sus asuntos y nada más. Aunque sentía curiosidad. Mucha curiosidad. Era su carácter.