El Air Force One se posó con un golpe sordo en la base aérea Andrews y, en cuanto los pilotos conectaron los reversores, los cuatro motores del 747 empezaron a ejercer toda su potencia de desaceleración. El presidente estaba en el morro del avión, en la suite que albergaba dos sofás-cama, un baño y una bicicleta elíptica firmemente fijada en el suelo. Poco después, el Marine One volaba acompañado de la formación habitual de helicópteros. Era cerca de medianoche cuando los patines del aparato que transportaba al presidente se posaron en el césped de la Casa Blanca.
Dan Cox bajó los escalones del helicóptero con agilidad, como si estuviera rebosante de energía y dispuesto a empezar una jornada, en vez de concluirla. Él era así cuando saltaba a la arena política. A la mayoría de sus ayudantes, mucho más jóvenes, los dejaba siempre jadeantes y bebiendo litros de café mientras recorrían el país saltando de estado en estado. La excitación de la contienda electoral parecía inyectarle la suficiente adrenalina como para seguir adelante sin descanso. Y además había un chute de euforia asociado al hecho de ser presidente de Estados Unidos que no podía aportar ninguna otra ocupación. Era como ser una leyenda del rock, una estrella de cine, un icono del deporte y lo más parecido a un dios en la Tierra: todo eso combinado a la vez.
Como siempre, el presidente se movía en una burbuja conocida en el servicio secreto como «el paquete», integrada por el propio presidente, los asistentes de alto nivel, el equipo de seguridad y varios miembros afortunados de los medios. Al acercarse a la mansión, los asistentes y periodistas fueron desviados con destreza y ya solo quedaron junto al presidente una ayudante veterana y los agentes de seguridad.
Las puertas se abrieron al líder del mundo libre y Cox entró a grandes zancadas en la Casa Blanca, como si él fuera su dueño y señor. Y lo era en realidad, al menos extraoficialmente. Aunque los financiaran los contribuyentes americanos, eran su casa, su helicóptero, su jumbo. Nadie podía venir de visita o subir a bordo si él no daba su visto bueno.
La ayudante volvió a su oficina y el presidente se dirigió a las habitaciones privadas de la primera familia, dejando atrás al equipo de seguridad. Aquí, en el 1600 de la avenida Pensilvania, estaba en la verdadera burbuja: tan seguro como era posible estarlo en este mundo. Si el servicio secreto se hubiera salido con la suya, no habría abandonado el edificio hasta agotar su mandato o hasta que los votantes le hubiesen otorgado el cargo a otro. Pero él era un hombre del pueblo y, por lo tanto, se mezclaba todo lo posible con los ciudadanos mientras sus guardias desarrollaban en silencio úlceras de estómago.
Dan Cox arrojó la chaqueta, pulsó un botón de un pequeño cuadro de mandos que había sobre la mesa y apareció un mayordomo de la Casa Blanca. Momentos más tarde le servía un gin-tónic con hielo y dos rodajas de lima. Esa era una de las ventajas agradables del cargo. El presidente podía conseguir prácticamente todo lo que quisiera, a cualquier hora. Cuando se retiró el mayordomo, Cox se desplomó junto a su esposa, que estaba en el sofá leyendo una revista y haciendo todo lo posible para parecer relajada.
—¿Has visto las últimas encuestas? —dijo él, eufórico.
Ella asintió.
—Pero todavía queda mucho por delante. Y las cifras al final tienden a ajustarse.
—Ya sé que es pronto, pero seamos sinceros, nuestro contrincante no tiene ningún tirón.
—No te confíes —lo regañó su esposa.
Él alzó su copa de cristal tallado.
—¿Te apetece?
—No, gracias.
Cox se puso a masticar unas almendras sin sal.
—¿Cuándo has visto que me haya confiado demasiado o que haya perdido una elección?
Ella le dio un beso en la mejilla.
—Siempre hay una primera vez para todo.
—Todavía quieren tres debates. Yo estoy pensando en dos.
—Solo deberías hacer uno.
—¿Por qué solo uno? Graham no es tan buen orador.
—Estás siendo demasiado amable, Danny. Graham no solo es flojo en los debates; es mediocre a todos los niveles. Al pueblo americano le bastará con una sola ocasión para comprender lo inútil que es. Así que, ¿para qué desperdiciar tu tiempo? No hay por qué concederle tres oportunidades para que convenza a alguien o llegue a ponerse a tu nivel. Además, seamos realistas, cariño, tú también eres humano. Y los humanos cometen errores. ¿Para qué someterte a tanta presión? Él solo puede ganar con esa estrategia y tú tienes mucho más que perder. La oposición sabe que su ocasión llegará dentro de cuatro años, cuando termines tu mandato. Ellos confían en haber encontrado para entonces a algún joven con cerebro, con algunas ideas de verdad y con un sólido grupo de apoyo que puedan expandir para aspirar verdaderamente a la Casa Blanca. Graham no es más que un candidato provisional.
Él sonrió y alzó su copa, como rindiéndole homenaje.
—No sé por qué tengo siquiera un equipo de estrategia electoral. Me bastaría con venir a preguntarle a la patrona.
—Cuando has superado suficientes batallas, tiendes a asimilar las lecciones esenciales.
—¿Sabes?, yo terminaré mi mandato, pero tú podrías presentarte —dijo con tono juguetón—. Una Cox en la Casa Blanca otros ocho años.
—La Casa Blanca está muy bien, pero no quiero vivir aquí.
Él pareció recordar algo. Dejó la copa y, rodeando a su esposa con el brazo, preguntó:
—¿Alguna novedad sobre Willa?
—Ninguna.
—¿Todo el maldito FBI investigando y nada? Llamaré a Munson a primera hora. Esto es totalmente inaceptable.
—Es tan extraño que hayan raptado a Willa…
Él la estrechó con más fuerza.
—Con lo inteligente que eres, Jane, seguro que ya lo has pensado. El motivo de que se la llevaran podría tener que ver con nosotros. Tratarán de hacernos daño, a nosotros y tal vez a todo el país, utilizando a esa niña maravillosa.
Ella lo sujetó del brazo.
—¿Y si piden algo? ¿Algo a cambio de liberarla?
Dan Cox la soltó, se puso de pie y empezó a pasearse frente a ella. Aún era un hombre atractivo. Mientras lo miraba moverse de aquí para allá, Jane examinó aquellos hombros musculosos, el pelo perfecto, la recia mandíbula, la marca de los pómulos y el brillo de los ojos. Físicamente venía a ser una combinación de JFK y Reagan, con un toque intimidante del fornido Theodore Roosevelt.
Se había enamorado al verlo por primera vez en el campus de la universidad, un hermoso día de principios de otoño. Él estaba en tercer curso, ella acababa de empezar primero. Parecía que hiciera un millón de años. Y así era en muchos sentidos. Aquella vida había concluido hacía mucho tiempo. Apenas podía considerarla ya parte de su historia: tantas y tan importantes eran las cosas que habían ocurrido desde entonces.
—Depende de lo que pidan a cambio, Jane. ¿Los códigos nucleares? Imposible. ¿Uno de los documentos constitucionales? También imposible. De hecho, para decirlo con toda franqueza, el presidente de Estados Unidos no puede ceder a un chantaje de ningún tipo. Sentaría un precedente insostenible para cualquier administración futura. Dejaría castrado el cargo.
—¿Me estás diciendo que no volveremos a ver a Willa?
Él se sentó a su lado y le puso una mano en la rodilla.
—Lo que digo es que haremos todo lo posible para recuperar sana y salva a esa criatura. Hemos de mantener pensamientos positivos. Tenemos detrás todo el poderío de Estados Unidos. Lo que no es poco.
—¿Asistirás mañana al funeral?
Él asintió.
—Claro. Tengo un mitin temprano en Michigan, pero estaré de vuelta con tiempo de sobra. Al Air Force no hay quien lo pare. En momentos semejantes la familia debe mantenerse unida. Y sin que suene demasiado insensible, servirá para que todo el país sepa que, para los Cox, la familia es lo primero en períodos de crisis. Y es la verdad, además.
Ella dejó su revista.
—Ya veo que estás todavía con el chip de la campaña. Es tarde, pero no tengo sueño. ¿Te apetecería ver una película en la sala de cine? Warner Brothers acaba de mandar su última producción. No creo que la hayan estrenado siquiera.
Él terminó su gin-tónic, se puso de pie y le tendió la mano.
—Nada de películas. Te he echado de menos, amor mío.
Le dirigió la misma sonrisa de ataque cardíaco que le había lanzado a la joven universitaria más de veinte años atrás. Jane se levantó, obediente, y lo siguió al dormitorio. Él cerró la puerta; se quitó la corbata y los zapatos y se bajó la cremallera. Ella se despojó de su vestido y se soltó los tirantes del sujetador, tumbándose en la cama. Él se puso encima. Lo que siguió fue un momento íntimo, un acontecimiento extremadamente insólito para la primera pareja de la nación. A veces, pensaba Jane, mientras él subía y bajaba y embestía, y ella gemía en su oído, daba la impresión de que el único espacio de privacidad que les quedaba ya era cuando hacían el amor.
Al terminar, él rodó a su lado, le dio un último beso y se puso a dormir. El Air Force One le esperaba por la mañana a primera hora, e incluso el infatigable Dan Cox necesitaba unas horas de descanso antes de ponerse otra vez en camino.
La primera vez que habían hecho el amor en esa misma cama, a Jane le había entrado una risa tonta. El presidente recién electo no lo había encontrado gracioso, creyendo que las risas se debían a algún fallo en sus habilidades amatorias. Cuando ella le había explicado de qué se reía, sin embargo, se había unido a sus carcajadas.
Lo que le había dicho era: «No puedo creer que esté follando con el presidente de Estados Unidos».
Ahora permaneció tendida media hora larga, antes de levantarse, ducharse, vestirse y sorprender a los agentes del servicio secreto bajando otra vez a la planta baja. Entró en su despacho, cerró la puerta, abrió con la llave el cajón del escritorio y sacó la carta y la llavecita.
¿Cuándo recibiría la carta? ¿Qué diría? ¿Y qué haría entonces?
Miró el reloj. Era tarde, pero para algo era la primera dama.
Hizo la llamada, lo despertó.
Sean King dijo, atontado:
—¿Jane?
—Siento llamar tan tarde. Vas a venir al funeral, claro. —El tono no era en absoluto el de una pregunta.
—Irónicamente, acabo de asistir a otro.
—¿Cómo?
—Una larga historia. Sí, tengo pensado asistir.
—Tuck me dijo que habías llamado.
—¿Te dijo también de qué hablamos?
—Eso fue un error, Sean. Lo lamento. Deberíamos haber sido sinceros desde un principio.
—Sí, deberíais.
—Yo estaba preocupada por… por…
—¿Porque tu hermano le estaba poniendo los cuernos a su esposa? —apuntó, solícito.
—Por la posibilidad de que ello repercutiera negativamente en la campaña de reelección del presidente.
—Y por ahí sí que no podemos pasar, ¿no?
—Por favor, no te pongas cínico. Es lo último que me hace falta ahora.
—Tu inquietud estaba justificada. Pero me obligó a dar un rodeo innecesario. Una pérdida de tiempo que realmente no nos podíamos permitir.
—Entonces, ¿crees que eso no tiene nada que ver con la desaparición de Willa?
—¿Acaso puedo responder con seguridad? No. Pero mi instinto profesional me dice que no tiene nada que ver.
—¿Y ahora qué?
—Háblame de Willa.
—¿De qué, en concreto?
—Pam solo tuvo dos hijos, los dos de cesárea.
A Jane se le heló la sangre en las venas.
—Pam tuvo tres hijos, lo sabes muy bien.
—Ya, pero no dio a luz a los tres. La autopsia lo confirmó. Se lo dije a Tuck. Pensaba que él te lo habría contado.
Tuck se lo había dicho, por supuesto, pero ella no tenía la menor intención de revelárselo a Sean.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Que uno de los niños no era de Pam. ¿Era de Tuck con otra mujer? ¿Y se trataba de Willa?
—No puedo responder a esa pregunta.
—¿No puedes o no quieres?
—¿Por qué es tan importante?
Sean se incorporó en la cama del hotel.
—¿Me lo preguntas en serio? Es importante porque si Willa no es hija de Pam, entonces la madre o el padre auténtico podrían estar detrás del secuestro.
—Willa tiene doce años. ¿Por qué iba a esperar nadie todo este tiempo?
—Ya lo he pensado. Y lo cierto es que no encuentro una explicación. Pero estoy convencido de que necesito conocer la respuesta a esa pregunta si hemos de resolver este caso y encontrar a Willa. Así que ¿puedes echarme una mano?
—No sé nada de eso.
—Bueno, si es hija de Pam, tuvo que estar encinta de ella doce años atrás. ¿Fue así?
—Yo… Eh… Ahora que lo recuerdo, entonces no vivían en Estados Unidos. Estaban en Italia. Por negocios de Tuck. Y ahora que lo pienso, volvieron poco después de que Willa naciera.
Sean se apoyó sobre el cabezal de la cama.
—Vaya, vaya, qué oportuno. ¿Así que no sabes si estaba embarazada? ¿Nunca viste una foto? ¿La mamá y la recién nacida en el hospital? ¿La gente llevando regalos? ¿No fuiste a visitarla a Italia?
—Te estás poniendo cínico otra vez —dijo ella fríamente.
—No, te estoy sondeando educadamente.
—De acuerdo, reconozco que no puedo asegurarte que Willa sea hija de Pam. Yo siempre creí que lo era. Digámoslo así: no tenía motivo para no creer que lo fuera.
—Si me estás ocultando algo, en algún momento descubriré la verdad y los resultados tal vez no sean de tu agrado.
—¿Es una amenaza?
—Amenazar a un miembro de la primera familia es un grave delito, como bien sabes. Y yo soy de los buenos. Nos vemos en el funeral, señora Cox.
Sean colgó.
Jean volvió a meter la carta y la llavecita en el cajón del escritorio, cerrándolo con llave, y subió casi corriendo a las habitaciones privadas. Mientras se desvestía y se metía otra vez en la cama, oyó los suaves ronquidos de su marido. Él nunca tenía problemas para dormir. Incluso después de hablar por teléfono hasta bien entrada la madrugada, después de discutir y trapichear durante horas sobre algún aburridísimo asunto de importancia nacional, colgaba por fin el auricular, se cepillaba los dientes y se quedaba dormido en cinco minutos. Ella, por su parte, tardó horas en dormirse, si es que lo consiguió.
Mientras permanecía tendida de lado, de cara a la pared, se imaginó que veía allí reflejada la cara de Willa. La niña le hacía señas. Suplicando.
«Ayúdame, tía Jane. Sálvame. Te necesito».