40

Quarry conducía. Gabriel iba en medio y Daryl al otro lado. La camioneta avanzó cabeceando y balanceándose hasta alcanzar el firme de asfalto. Se habían pasado la mayor parte del día en los campos y estaban molidos. Pero esta visita no era optativa. Habían salido justo después de cenar.

Gabriel miró por la ventanilla y dijo:

—Señor Sam, creo que tenía razón sobre el viejo Kurt. Se largó a otra parte. No le he visto más el pelo.

Daryl le lanzó una mirada a su padre, pero no dijo nada.

Quarry tampoco dijo nada; mantuvo una mano en el volante y la vista fija al frente, mientras el humo de su Winston ascendía sinuosamente. Pararon en el aparcamiento de la residencia. Al bajar, Quarry cogió un magnetófono del salpicadero, apagó el cigarrillo sobre el pavimento y luego entraron los tres.

Mientras recorrían el pasillo, Quarry dijo:

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que visitaste a tu hermana, Daryl.

Él hizo una mueca.

—No me gusta verla así. No quiero recordarla así, papá.

—Ella no pudo escoger.

—Lo sé.

—Su aspecto exterior puede haber cambiado, pero tu hermana sigue estando ahí.

Abrió la puerta y entraron. Las enfermeras habían colocado a Tippi sobre su lado derecho. Quarry deslizó las sillas para ese lado, se sacó del bolsillo el libro de Jane Austen y se lo tendió a Daryl.

—No soy nada bueno leyendo —dijo él—. Sobre todo estas historias antiguas, papá.

—Haz un intento. No voy a dar un premio al mejor lector.

Daryl suspiró, cogió el libro, tomó asiento y empezó la lectura. Leía despacio, titubeando, pero lo hacía lo mejor que podía. Después de cuatro páginas, Quarry le dio las gracias y le pasó el libro a Gabriel. Al chico sin duda se le daba mejor y leyó un capítulo entero de un tirón, metiéndose en los personajes y cambiando de voz para interpretar a cada uno. Quarry dijo cuando terminó:

—Esta vez no parecías aburrirte tanto, muchacho.

Gabriel lo miró avergonzado.

—Me he vuelto a leer el libro en Atlee. Pensé que si a usted y a Tippi les gustaba tanto, debía hacer otro intento.

—¿Y cuál es tu veredicto? —preguntó Quarry, con una sonrisa bailándole en los labios.

—Mejor de lo que esperaba. Aunque sigue sin ser mi favorito.

—No está mal.

Quarry colocó el magnetófono en la mesilla junto a la cama y lo encendió. Cogió la mano de Tippi y la sostuvo con firmeza mientras la voz de Cameron Quarry, la difunta esposa de Sam y madre de Tippi, inundaba la habitación. Le hablaba directamente a su hija, con palabras de amor, aliento y esperanza, y de todos los sentimientos que albergaba su corazón.

Su voz se debilitaba hacia el final, porque esas habían sido las últimas palabras de Cameron Quarry. Ante sus insistentes ruegos, Sam la había grabado al final de su vida, cuando yacía en su lecho de Atlee apagándose lentamente.

Sus últimas palabras habían sido: «Te quiero, Tippi, cariño. Mamá te quiere con toda su alma. Estoy deseando volver a abrazarte, criatura. Cuando las dos estemos llenas de salud y felicidad en los brazos de Jesús».

Quarry siguió con los labios estas últimas palabras que había pronunciado su esposa, terminando al mismo tiempo que ella. Apagó el magnetófono. En cuanto el nombre de Jesús había salido de sus labios, Cameron Quarry había exhalado su último suspiro y había muerto. Para una mujer devota como ella, pensaba Quarry, había sido un digno modo de expirar. Él le había cerrado los ojos y colocado las manos sobre el pecho, exactamente como había hecho con su madre.

Daryl y Gabriel tenían lágrimas en los ojos. Ambos se apresuraron a secárselas, evitando mirarse el uno al otro.

—Mamá fue la mejor mujer que ha vivido en este mundo —dijo Daryl finalmente en voz baja, mientras su padre asentía.

—Y esta criatura —añadió Quarry, acariciando la mejilla de Tippi— está allá arriba con ella.

—Amén —dijo Gabriel—. ¿Se pondrá bien algún día, señor Sam?

—No, hijo. No.

—¿Quiere que recemos una oración por ella? —Gabriel juntó las manos y empezó a arrodillarse.

—Hazlo tú, si quieres, Gabriel. Pero yo ya no sigo ese camino.

—Mamá dice que usted no cree en Dios. ¿Por qué?

—Porque él dejó de creer en mí, hijo.

Se levantó y se guardó el pequeño magnetófono en el bolsillo de su chaqueta.

—Os esperaré fuera, fumando.

Quarry se sentó en su desvencijada camioneta, con la ventanilla bajada y un cigarrillo apagado entre sus labios resecos. El calor de Alabama se hallaba en todo su esplendor hacia las nueve de la noche y Quarry se secó una gota de sudor de la nariz mientras un mosquito zumbaba junto a su oído derecho.

El insecto apenas le molestaba. Él estaba contemplando la estela de un meteorito, que iba cruzando todo el cielo con la Osa Mayor como telón de fondo. Al concluir el espectáculo, bajó la vista al edificio achaparrado que ahora era el hogar de su hija. No habría marido, ni hijos ni nietos para Tippi. Solo un cerebro muerto, un cuerpo destruido y un tubo de alimentación.

—Ahí la pifiaste, Dios. No deberías haberlo hecho. Ya me sé la chorrada de «los caminos inescrutables». Ya sé que «todo tiene un propósito» y otras monsergas. Pero te equivocaste. No eres infalible. Deberías haber dejado en paz a mi pequeña. Eso nunca te lo perdonaré, y me importa una mierda si tú nunca me perdonas por lo que debo hacer ahora. —Habló con voz entrecortada y luego se quedó callado. Deseaba que llegaran las lágrimas, aunque solo fuera para aliviar la opresión que sentía en su cerebro. En su alma. Pero no fluían de sus ojos. Su alma era una tierra abrasada, no quedaba una gota de agua.

Cuando Daryl y Gabriel salieron y volvieron a subir a la camioneta, Quarry arrojó el cigarrillo sin encender por la ventanilla y regresaron a Atlee en silencio. Nada más llegar, fue a la biblioteca, se sentó ante su escritorio y se reanimó con un trago de Old Grand Dad de 86 grados. Encendió el fuego, metió el atizador entre las llamas, se arremangó la camisa y lo aplicó sobre la piel de su brazo para formar una segunda marca perpendicular, y justo en el extremo derecho, de la larga quemadura de la otra vez. Diez segundos después, el atizador cayó sobre la alfombra, carbonizando otro cerco, y Quarry se desplomó en su silla.

Jadeando, con los ojos fijos en el techo tiznado de un humo y un hollín de siglos, Quarry comenzó a hablar. Casi todo lo que decía no tenía sentido sino para él. Según él estaba todo muy claro. Empezó diciendo a las sombras que lo sentía. Murmuraba nombres, su voz se alzaba y se extinguía inopinadamente. Dio otro trago de Grand Dad, manteniendo el gollete en los labios largo rato.

De su boca brotaron más palabras, como derramando su corazón y su alma a borbotones. En lo alto del techo estaban Cameron y Tippi abrazadas. Las veía tan vívidamente que deseaba alzarse hasta ellas, rodearlas a ambas con sus brazos. Ascender juntos a un mundo mejor que el triste lugar donde él se hallaba ahora.

A veces se preguntaba qué demonios estaba haciendo. Un hombre inculto e insignificante contra el mundo. Extravagante, increíble, absurdo. Todas esas cosas. Sin duda. Pero ahora ya no podía parar. No solo porque hubiera llegado demasiado lejos para dejarlo. Era porque ya no tenía adónde ir.

Cuando cerró los ojos y volvió a abrirlos, su esposa y su hija habían desaparecido. El fuego chisporroteaba medio extinguido; solo había encendido una pequeña hoguera para poner el atizador al rojo vivo. Volvió a mirarse el brazo, las dos marcas cruzándose en ángulo recto. Hércules había tenido sus doce trabajos. Ismael, el albatros de la ballena. Jesús, el peso de la cruz y de las vidas de todos sobre sus hombros abrumados.

Esta era la cruz que Sam Quarry debía cargar. Lo era sin lugar a dudas. No solo los kilómetros cuadrados de tierra de los Quarry reducidos prácticamente a nada. Ni la casa destartalada que no volvería a ver tiempos mejores. No solo la esposa muerta y la hija malograda. El hijo lerdo y la otra hija distante. Tampoco se trataba solo de la historia de la familia Quarry, tan desatinada en tantos aspectos como para constituir una marca vergonzosa para cualquier heredero de mentalidad decente.

Era, sencillamente, que Sam Quarry ya no era el que había sido. No se reconocía a sí mismo. Y no por las quemaduras en su brazo, no, sino por las diabólicas marcas chamuscadas de su ser interior. Le había mentido a Gabriel. Quizá también se había mentido a sí mismo. Él no había dejado de creer en Dios. Al contrario, lo temía. Con todo su corazón y su alma. Porque lo que había hecho en este mundo significaba que no se reuniría con su amada esposa ni con su hermosa y resucitada hija cuando llegara el fin de los tiempos. El precio que había de pagar para obtener justicia implicaba su separación eterna. De ahí que escuchara una y otra vez las últimas palabras de su esposa. De ahí que visitara a Tippi con tanta frecuencia. Porque cuando todo terminara, realmente habría terminado del todo.

Volvió a mirar al techo y dijo en voz tan baja que apenas pudo oírse por encima del chisporroteo mortecino del fuego:

—La eternidad significa para siempre, vaya que sí.

Tras la puerta cerrada, Gabriel se escabulló con sigilo. Había bajado para coger otro libro y oído mucho más de lo que quería. Mucho más de lo que el chico, por avispado que fuera, podía comprender.

Él siempre había admirado al señor Sam. No había conocido a ningún hombre que lo tratara mejor que el jefe actual del clan de los Quarry. Pese a todo lo cual, Gabriel volvió corriendo a su habitación, cerró la puerta y se deslizó bajo la colcha.

Y no logró conciliar el sueño en toda la noche. Era como si los lamentos que Sam Quarry dejaba escapar abajo se filtraran hasta el último rincón de Atlee. Como si no hubiera ningún sitio que quedara a salvo de ellos.